La columna de Sergio Volusiano se puso en camino avanzado el día hacia el noroeste y marchó durante seis días recorriendo casi veinte millas diarias, hasta alcanzar el reino de Siagrio. El territorio del rex romanorum estaba marcado por una línea defensiva constituida por una muralla con foso y empalizada de la que se alzaban, a una distancia de cerca de una milla entre unas y otras, unas torres de guardia. Los soldados de guarnición llevaban pesadas cotas de malla y yelmos cónicos de hierro con mentoneras y nasal semejantes a los que usaban los francos, y llevaban largas espadas de doble filo.
Entraron por una puerta fortificada donde los saludaron largos toques de cuerno y prosiguieron hasta el puerto fluvial del Sena más próximo. Una vez allí se embarcaron y descendieron el río hacia la capital, la antigua colonia de Lutetia Parisiorum, a la que ahora ya casi todos llamaban simplemente, por el nombre de sus habitantes, Parisii. El largo trayecto básicamente tranquilo produjo en todos la sensación de que la amenaza que los había oprimido durante tanto tiempo se había desvanecido, o que, por lo menos, estaba tan lejana como para no tener que preocuparse por ella. Cada jornada de viaje los acercaba a la meta y Ambrosino parecía dominado por una extraña emoción, aunque él mismo no supiera explicar su verdadera razón. El único motivo de inquietud era la falta de relaciones con el comandante Volusiano, con quien no tuvieron más que escasos y breves momentos de contacto. Normalmente estaba en su camarote de popa. Cuando salía iba siempre acompañado por su estado mayor y era, en la práctica, inabordable. Solo Aurelio tuvo
ocasión, un atardecer, de hablar con él. Le vio derecho en la proa contemplando fijamente el sol que se ponía en la llanura y se le acercó.
—Salve, comandante —le dijo.
—Salve, soldado —le respondió Volusiano.
—Un viaje tranquilo el nuestro.
—Eso parece.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Puedes hacerla, pero no estés seguro de obtener una respuesta.
—Combatí durante años a las órdenes de Manilio Claudiano y estuve al mando de su guardia personal. ¿Tal vez esto te diga algo, y tal vez me haga digno de tu consideración?
—Claudiano era un gran soldado y un hombre inteligente, un romano como ya no quedan. Y si confiaba en ti significa que estabas a la altura de su consideración.
—Le conociste, así pues.
—Personalmente, y me sentí muy honrado por ello. La corona castrense que ves en mi estandarte la gané a sus órdenes y fue él en persona quien me la entregó, al pie de las murallas de Augusta Raurica.
—El comandante Claudiano murió, atacado a traición por las tropas de Odoacro. Mis compañeros y yo estamos entre los pocos supervivientes de la matanza: ninguno por cobardía o por deserción.
Volusiano le miró fijamente con una mirada penetrante. Tenía unos ojos grises, y el rostro surcado por profundas arrugas, el cabello cortísimo, barba de algunos días, la piel seca. El cansancio de vivir podía leerse en cada rasgo de su persona, así como la capacidad de juzgar a los hombres.
—Te creo —dijo al cabo de unos momentos de silencio—. ¿Qué quieres saber?
—Si estamos bajo tu protección o bajo tu custodia.
—Lo uno y lo otro.
—¿Por qué?
—Las noticias que se refieren a los grandes acontecimientos en las relaciones de poder corren más rápidas de lo que puedas imaginarte.
—Me doy cuenta. No me asombra que tu rex tenga noticias de Odoacro y del asesinato de Flavio Orestes y que también tú estés al corriente de ello. ¿Qué más sabes, si puedo preguntarlo?
—Que Odoacro busca por tierra y por mar a un muchacho de
trece años defendido por un puñado de desertores y acompañado por otros... pintorescos personajes. Aurelio bajó la cabeza.
—Y nadie que tenga responsabilidades de gobierno —prosiguió Volusiano— ignora que esa es la edad del último emperador de Occidente, Rómulo Augusto, llamado por nosotros Augústulo. Admitirás que la coincidencia es demasiado singular para no tenerlo en cuenta.
—Lo admito —respondió Aurelio.
—¿Es él?
Aurelio dudó, luego asintió. Y añadió, mirando fijamente a los ojos a su interlocutor:
—De soldado romano a soldado romano. Volusiano asintió gravemente con la cabeza. —No queremos crear ninguna interferencia ni ningún desorden —prosiguió Aurelio con tono apesadumbrado—. Lo único que queremos es buscar un lugar lejano y tranquilo donde este desventurado joven pueda vivir al amparo de las feroces persecuciones de las que ha sido objeto hasta el presente. Él no aspira a ningún poder, a ningún cargo, a ninguna magistratura pública, solo al silencio y al olvido, para poder comenzar una nueva vida como un muchacho cualquiera. Y nosotros con él. Hemos dado todo lo que podíamos dar. Hemos derramado sangre y sudor por Roma y arriesgado la vida cada vez que ha sido necesario, sin ahorrar esfuerzos. Nos fuimos porque nos negamos a prestar obediencia a los bárbaros: esto no es deserción, sino dignidad. Estamos agotados, extenuados, abatidos. Déjanos ir, general.
Volusiano se volvió de nuevo para contemplar el horizonte, la larga franja color sangre que orlaba, en poniente, el desierto de nieve. Las palabras le salieron a duras penas, como si el frío que helaba los miembros hubiera calado su corazón.
—No puedo —respondió—. Siagrio me ha rodeado de oficiales que aspiran a sucederme y a sustituirme, para equilibrar mi ascendiente sobre las tropas. Se enteraría por ellos de vuestra presencia y mi silencio parecería en ese momento bastante sospechoso y simplemente incomprensible. Mejor que sea yo quien le informe personalmente.
—¿Y qué será entonces de nosotros? Volusiano le miró a los ojos.
—No seré yo quien le revele la identidad del muchacho y no puede afirmarse que otros hayan comprendido. En la mejor de las hipótesis podría no reparar siquiera en él y desentenderse de ello, o dejarme a mi la responsabilidad de tomar las medidas que considere oportunas. En ese caso...
—¿Y si, en cambio, intuyera la verdad?
—En ese caso es mejor que no os hagáis ilusiones. El muchacho resulta muy valioso, demasiado, tanto en términos monetarios como de relaciones políticas. Siagrio no puede ignorar que quien manda ahora, en Italia, es Odoacro. Él es el verdadero rex romanorum. Para vosotros resultaría más fácil. Podría conseguiros un contrato de alistamiento en nuestro ejército: necesitamos buenos soldados y no se hila tan fino.
—Comprendo —respondió Aurelio con el alma helada de espanto, y se dispuso a irse.
—¡Soldado!
Aurelio se detuvo.
—¿Por qué te importa tanto ese muchacho?
—Porque le quiero —respondió— y porque es el emperador.
Aurelio no tuvo valor de revelar el contenido de aquella conversación a Ambrosino ni mucho menos a Livia, y esperó a que la identidad de Rómulo pudiera pasar inadvertida confiando en la palabra de Volusiano. Un hombre de honor. Se guardó para sí la comezón de aquella preocupación, esforzándose por parecer tranquilo y por bromear con Rómulo y con sus compañeros.
Llegaron a la ciudad al quinto día de navegación, hacia el ocaso, y todos se agolparon en la barandilla de proa para admirar el espectáculo que se ofrecía a la vista. Parisii se alzaba en una isla en medio del Sena, rodeada de una fortificación en parte de manipostería en opus cementicium y en parte de empalizada de madera. Intramuros se distinguían los tejados de las construcciones más altas cubiertas de tejas de barro cocido a la manera romana o de madera y paja al viejo estilo celta.
Ambrosino se acercó a Rómulo.
—Del otro lado del río, que está enfrente de la orilla occidental de esta isla, está enterrado san Germán. Así es conocido ahora por los que veneran su memoria.
—¿Es el héroe que mandó a los romanos de Britania contra los bárbaros del norte? ¿Ese de quien hablas en tu diario?
—Ciertamente: él no tenía ejércitos propios, pero adiestró a los nuestros, los encuadró en una estructura militar siguiendo el modelo de las antiguas legiones romanas y murió en combate a causa de las heridas sufridas. Yo soy el único que oyó sus últimas palabras, su profecía... Tan pronto como estemos en tierra trataré de saber dónde se encuentra su tumba para invocar su protección y su bendición sobre tu futuro, César.
Resonaban entretanto las llamadas de los marineros que se preparaban para la maniobra de atraque. El puerto fluvial de Parisii había sido construido ya en tiempos del primer asentamiento romano tras la ocupación de César y no había cambiado mucho desde entonces. La nave de cabeza abordó en el primero de los muelles de atraque lanzando dos amarras, una desde proa y otra desde popa, mientras los remeros, a una orden del piloto, retiraban los remos al interior del casco. Volusiano desembarcó con sus asistentes y ordenó que los forasteros fueran tras él. Con la gabarra que seguía a remolque fueron desembarcados los caballos, entre los que figuraba también Juba, que coceaba y se rebelaba de todos los modos posibles negándose a seguir a los mozos de cuadra. Ambrosino, trastornado, trató de acercarse al comandante.
—General —dijo—, quisiéramos daros las gracias una vez más antes de despedirnos y pedirte si puedes devolvernos nuestro caballo. Tenemos que partir mañana mismo y... Volusiano se volvió.
—No podéis partir. Os quedaréis aquí mientras sea necesario. —General... —trató de decir de nuevo Ambrosino, pero Volusiano le había vuelto ya la espalda y se encaminaba hacía el foro.
Un nutrido piquete de soldados rodeó a Ambrosino y a sus compañeros y un oficial les ordenó:
—Seguidme.
Aurelio hizo una indicación a sus compañeros de que no opusieran resistencia, mientras que Ambrosino se desesperaba.
—Pero ¿qué significa esto? ¿Por qué nos retiene? No hemos hecho nada, somos simples caminantes que...
Pero se dio cuenta enseguida de que nadie le prestaba oídos y siguió tristemente a los soldados. Rómulo se acercó a Aurelio.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó—. ¿No son acaso romanos como nosotros?
—Tal vez nos han confundido con algún otro —trató de tranquilizarle Aurelio—. A veces ocurre. Ya verás como lo aclararemos todo, descuida.
Los soldados se detuvieron delante de un edificio de sillería, de austero aspecto. El oficial ordenó abrir la puerta y los hizo entrar en una gran habitación desnuda. En los lados se abrían unas portezuelas con herrajes. Una prisión.
—Vuestras armas —añadió el oficial.
Siguió un momento de intensísima tensión durante el cual Aurelio consideró el gran número de soldados que los rodeaba y valoró todas las posibles consecuencias por cada una de las acciones que emprendiera. Luego desenvainó la espada y la entregó a uno de los carceleros. Sus compañeros, resignados y pasmados por aquel inesperado epílogo de su viaje, hicieron lo propio. Las armas fueron guardadas en un armario con herrajes próximo a la pared del fondo. El oficial intercambió unas pocas palabras en voz baja con el carcelero, luego hizo formar a sus soldados con las armas apuntadas hasta que cada uno de los prisioneros fue encerrado. Rómulo lanzó a Aurelio una mirada llena de desesperación, luego siguió a Ambrosino a la celda que les estaba destinada.
El ruido de la pesada puerta exterior al cerrarse retumbó con gran estrépito en la amplia entrada vacía, y el paso cadencioso de los soldados se perdió poco después por el camino. No quedó más que el silencio.
Livia estaba sentada en su mugriento catre. Incapaz de dormir, repasaba los últimos acontecimientos y, a pesar de la angustia de la prisión, solo podía aprobar la decisión de Aurelio, que había evitado una cabezonada sin esperanzas de éxito.
Y mientras hay vida..., pensó.
Pero estaba bastante preocupada por Rómulo: se había quedado impresionada por su expresión en el momento en que le encerraban una vez más y se había dado cuenta de que el muchacho había llegado al extremo de su resistencia. Aquel continuo alternarse de esperanzas y de terror, de ilusiones y de desesperación le estaba destruyendo. Su fuga de Argentoratum, un gesto desconsiderado y peligroso, venía a demostrar cuál era su estado de ánimo, y la situación presente no haría sino empeorar las cosas. El único consuelo era que
Ambrosino estaba con él y que la presencia de su tutor contribuiría a calmarle y devolverle un mínimo de confianza.
Estaba enfrascada en estos pensamientos cuando oyó extraños ruidos en la puerta de la celda, se pegó contra el muro aguzando el oído y contuvo la respiración. Su instinto de combatiente, afinado en años y años de asaltos, de fugas y de emboscadas, se había despertado de inmediato, agudizando todos los recursos de su cuerpo y de su mente y preparándolos para dispararse en cualquier momento.
Oyó girar el cerrojo, percibió un parloteo en voz baja y unas quedas risotadas e inmediatamente comprendió: sin duda, Volusiano había prometido que serían bien tratados, pero no debía de ser frecuente la presencia de una muchacha joven y atractiva en aquella fétida zahúrda, y un par de libaciones habían bastado para aumentar la tentación de los guardianes hasta hacerlos olvidar el riesgo del castigo.
Y, en efecto, la puerta se abrió y dos carceleros aparecieron en el hueco, iluminando el interior con una lucerna.
—¿Dónde estás, paloma mía? —preguntó uno—. Sal, no tengas miedo. No queremos hacerte más que un poquito de compañía.
Livia aparentó estar aterrorizada, mientras hacía resbalar la mano izquierda a lo largo de la pierna hasta llegar a los cordones de su bota de la que extrajo un estilete afiladísimo, en forma de punzón y con el mango esférico de modo que podía ser apretado en el puño haciendo asomar la punta entre el índice y el dedo medio.
—¡Os ruego que no me hagáis daño! —imploró, pero aquella súplica excitó aún más a los guardianes.
—Estáte tranquila, no te vamos a hacer ningún daño. Es más, mucho bien es lo que te haremos, y después ofrecerás una libación al buen viejo Príapo que nos ha dotado de un bonito y gordo instrumento para dejar contentas a las pelanduscas como tú.
Y comenzó a desceñirse los pantalones mientras el otro la amenazaba con un cuchillo. Livia fingió estar aún más aterrorizada y se tumbó sobre el catre retrocediendo de espaldas hacia el muro.
—Así es —dijo el primero de los dos—, lo haremos uno por uno. Ahora me toca a mí, luego a mi amigo. Y luego nos dices quién ha sido el mejor y quién la tiene más gorda. ¿No es divertido?
Mientras tanto se había desnudado completamente de cintura para abajo y se había apoyado con las rodillas en el borde del catre. Livia se preparó con aquella especie de garra bien apretada en la mano, y niientras él se inclinaba hacia delante para aferraría, con un golpe de ríñones saltó hacia un lado contra el otro y le clavó el estilete en el esternón, justo en el momento en que el otro caía de bruces sobre el catre. Livia se pasó con gesto fulminante el estilete de la mano izquierda a la derecha y le asestó un golpe seco en la nuca, rompiéndole el espinazo. Se desplomaron el uno sobre el camastro, y el otro en tierra, casi al mismo tiempo y sin un gemido.
Ahora ya no había otra elección posible: Livia cogió las llaves y se fue a abrir las celdas de los compañeros, que se la encontraron de repente tranquila y sonriente.
—Despertad, muchachos, es hora de moverse.
—Pero ¿cómo...? —comenzó diciendo Aurelio asombrado cuando ella le abrió y se arrojó entre sus brazos.
Le enseñó el estilete.
—In calceo venerum! —rió modificando el viejo proverbio—. Olvidaron mirarme en el calzado.
Rómulo corrió a su encuentro, le echó los brazos al cuello y la estrechó hasta casi ahogarla. Luego Livia abrió el armario que guardaba sus armas y todos se dirigieron hacia la puerta de salida. Pero entonces se oyó un ruido de pasos en el exterior, y acto seguido el del cerrojo que se abría: en el hueco abierto de par en par apareció Volusiano, seguido de su guardia en orden de combate.
Livia intercambió una mirada con Aurelio.
—Yo no me dejo apresar más —dijo simplemente.
Y enseguida fue evidente que también los demás compañeros pensaban lo mismo por el modo en que habían embrazado las armas. Pero Volusiano levantó la mano.
—Quietos —dijo—. Escuchadme, no hay mucho tiempo que perder. Los bárbaros de Odoacro se han hecho recibir por Siagrio y es posible que logren obtener vuestra entrega. No tengo tiempo para explicaciones, venid: aquí fuera está vuestro caballo y otros que he hecho preparar. Huid por ese lado hasta la puerta de poniente, donde hay un puente de barcas sobre el río que une la isla con tierra firme. Los guardias me son fieles y os dejarán pasar. Seguid el río hasta la pendiente donde encontraréis un pueblo de pescadores llamado Brixates. Preguntad por un tal Teutasio y decidle que os mando yo. Él puede pasaros a Frisia o a Armórica, donde nadie debería ya molestaros. Evitad Britania: la isla está desgarrada por las luchas intestinas entre los jefes de sus principales tribus, abundan en ella los salteadores de caminos y los prófugos. Pronto tendré que dar la voz de alarma. Para no atraer las sospechas sobre mí tendré que lanzar en vuestra persecución a mis propias tropas, si así se me ordena, y en el caso de que tuviera que apresaros no podría hacer nada por vosotros ¡Por tanto, marchaos, corred! Aurelio se le acercó.
—Sabía que no nos entregarías a los bárbaros. Gracias, general que los dioses te protejan.
—Que Dios proteja a los soldados, y a tu muchacho. También Rómulo se le acercó, y con un tono de gran dignidad le dijo:
—Gracias por lo que haces por nosotros: no lo olvidaré.
—He cumplido con mi deber..., César —respondió Volusiano cuadrándose para hacer el saludo militar. Inclinó respetuosamente la cabeza y luego dijo—: Idos ahora, poneos a salvo.
Montaron a caballo y se lanzaron por las calles oscuras y desiertas de la ciudad a lo largo del camino que les había sido indicado, y llegaron a la entrada del puente. Los soldados que estaban de guardia les hicieron seña de que avanzaran y Aurelio los guió hasta la orilla opuesta. Ahí tomaron en dirección norte, siguiendo el camino que flanqueaba el río: espolearon a sus cabalgaduras y desaparecieron muy pronto en la oscuridad.
Volusiano montó a caballo y regresó a sus cuarteles de invierno, no lejos del puerto fluvial, seguido por una media docena de hombres de su guardia y por su ayuda de campo. Uno de los criados acudió a coger las bridas de su caballo y otro llegó con una linterna para darle luz. Volusiano se volvió hacia su ayudante de campo.
—Deja pasar aún un poco de tiempo —le ordenó—y luego corre a palacio para dar la alarma de que se han escapado después de haber dado muerte a los guardianes, que es la pura verdad. Dirás, obviamente, hacia dónde se han dirigido.
—Obviamente, general —respondió el ayuda de campo.
—¡Si tus generales no los hubieran protegido —vociferó Wulfila fuera de sí—, nosotros los hubiéramos capturado y nos los hubiéramos llevado!
Siagrio estaba sentado en su trono, un asiento que se asemejaba vagamente a la sella curulis de los antiguos magistrados. Envuelto en un abrigo de pieles de zorro para defenderse del frío cortante, aparecía visiblemente irritado porque la velada se prolongaba hasta entrada la noche y por los modales de aquel salvaje de cara desfigurada.
—Mi magister militum ha hecho lo que debía —rebatió despechado—. Este es territorio de los romanos y la jurisdicción es competencia mía, de mis oficiales y de mis magistrados. ¡De nadie más! Ahora que ellos están manchados de homicidio y se han evadido de mi prisión, se convierten en perseguidos, y no será difícil capturarlos: saben que si se quedan en mi territorio no podrían librarse de una investigación, de modo que tratarán de huir por vía marítima desde el puerto más próximo. Los detendremos allí.
—Pero ¿y si consiguen embarcarse? —gritó el bárbaro.
El rex romanorum se encogió de hombros.
—No llegarían muy lejos —dijo—. Ninguna barca puede competir con mis galeras, y sabemos que se dirigirán a Frisia o a Armórica porque nadie sería tan insensato, en estos tiempos, eligiendo Britania. Pero serán mis hombres, no tú, quienes los apresen.
—Escúchame —dijo Wulfila acercándose al escaño de Siagrio—, tú no los conoces: son unos combatientes formidables y la prueba está en cómo se han escapado de tu prisión al cabo de unas pocas horas de haber sido encerrados. Yo llevo meses en su caza, conozco sus movimientos, sus trucos: deja que vaya yo con mis hombres. Te juro que no tendrás que arrepentirte. Tengo órdenes de negociar una gran recompensa en dinero a cambio del muchacho, pero, sobre todo, Odoacro está dispuesto a demostrarte toda su gratitud también con un tratado de alianza. Ahora es él el guardián y protector de Italia y el conducto natural para las relaciones con el imperio de Oriente.
—Podéis ir también vosotros —respondió Siagrio—, pero no toméis iniciativas de ningún tipo sin la aprobación de mi representante. —Hizo una seña a su lugarteniente, un visigodo romanizado llamado Genadio—. Irás tú —le ordenó—. Toma los hombres que te sean necesarios. Saldréis al amanecer.
—¡No! —replicó Wulfila—. Si salimos al amanecer se nos escaparán: nos llevan ya una gran ventaja. Tenemos que partir de inmediato.
Siagrio meditó unos instantes y luego asintió con la cabeza.
—Está bien —dijo—. Pero cuando los hayáis cogido traedlos a mi presencia. La jurisdicción me corresponde a mi, y cualquiera que la viole se convierte por ese mismo hecho en enemigo mío. ¡Ahora podéis retiraros!
Genadio saludó y salió seguido por Wulfila. Poco después la nave estaba lista para zarpar: una gran galera construida, siguiendo la tradición céltica, en madera de roble, capaz de transportar hombres y caballos también a mar abierta.
—¿Cuál es el puerto más próximo? —preguntó Wulfila apenas estuvo a bordo.
—Brixates —respondió Ganadio—, en la desembocadura del Sena. No será difícil descubrir si una nave se ha hecho a la mar: en esta estación no navega casi nadie.
Avanzaron muy veloces, empujados por la corriente del río, y cuando el viento cambió del nordeste hacia el este, izaron también la vela para aumentar su velocidad. Pocas horas antes de la mañana el cielo se abrió y la temperatura se enfrió posteriormente, cuando ya la meta estaba cerca y a lo lejos se distinguían las luces del puerto.
El timonel dirigió la mirada hacia delante, preocupado.
—Mirad allí delante —dijo—, se está levantando la niebla.
Wulfila no le escuchó siquiera. Escrutaba el gran estuario del Sena y, más allá, la mar abierta, para no dejar escapar una vez más a las presas que sentía ya al alcance de la mano.
—¡Nave a proa! —resonó en aquel momento la voz del marinero de cofa.
—¡Son ellos! —-exclamó Wulfila—. Estoy seguro. Mira, no hay otras embarcaciones en el mar.
También el timonel había visto el bajel.
—Es extraño —dijo—. Se dirigen hacia la niebla, como si quisieran pasar el canal y desembarcar en Britania.
—¡Aumentemos la velocidad, rápido! —ordenó el bárbaro—. Podemos alcanzarlos.
—La niebla se hace cada vez más espesa —objetó el timonel—. Es mejor esperar a que aclare, cuando el sol esté más alto.
—¡Ahora! —gritó Wulfila fuera de sí—. ¡Debemos apresarlos ahora!
—Las órdenes aquí las doy yo —respondió Genadio—. No quiero apresar la nave: si ellos tienen intención de suicidarse son muy dueños de hacerlo, pero yo no entro en ese banco de niebla, ni pensarlo. Y creo que tampoco ellos lo harán.
Wulfila entonces, con gesto fulminante, desenvainó la espada y la apuntó contra la garganta del comandante.
—Ordena a tus hombres que arrojen las armas —dijo— o te corto la cabeza. Tomo el mando de esta nave.
Genadio no tenía elección, y los suyos, de mala gana, obedecieron, subyugados también por la vista del arma fabulosa que el bárbaro apretaba en su mano.
—¡Arrojadlos al mar! —ordenó Wulfila a los suyos—. Y dad gracias a la fortuna de que no acabe con vosotros. —Luego dijo vuelto hacia Genadio—: La orden también va por ti.
Le empujó hacia la barandilla y le obligó a arrojarse a las aguas del océano donde ya sus hombres se debatían a merced del oleaje. Se hundieron casi todos, por el agua gélida que paralizaba los miembros y por el peso de la vestimenta y de las armaduras. Wulfila quedó dueño y señor de la nave e intimó al aterrorizado piloto a que pusiera proa hacia el norte, en dirección a la embarcación que se veía ahora ya claramente a aproximadamente una milla de distancia. Se recortaba contra el banco de niebla que avanzaba, compacto como un muro.
A bordo de la nave fugitiva, delante de aquella nube espesísima que se desplegaba sobre el mar en cendales densos como humo, reinaba el espanto. Teutasio, el piloto, amainó la vela porque no había ya viento y la embarcación casi se detuvo.
—Seguir adelante en estas condiciones es una verdadera locura —dijo—, tanto más cuanto que nadie osará perseguirnos.
—Eso lo dices tú —replicó Vatreno—. Mira esa nave de allí: avanza a remo y se nos viene encima directa, y mucho me temo que la tengan tomada con nosotros.
—Si esperamos a estar seguros de que sean ellos, luego tendremos que hacerles frente —observó Orosio.
—Yo —dijo Batiato— prefiero hacer frente a esos bastardos pecosos que sumergirme en esta... en esta cosa. Me parece estar descendiendo al Averno.
—En el fondo, en Miseno ya lo hicimos —recordó Vatreno.
—Sí, pero sabíamos que sería por un tiempo muy corto —replicó Aurelio—. Aquí se trata de muchas horas de navegación.
—¡Son ellos! —gritó Demetrio que había trepado al palo mayor.
—¿Estás seguro? —preguntó Aurelio,
—¡Segurísimo! Los tendremos encima dentro de media hora.
Ambrosino, que parecía absorto en sus pensamientos, volvió a la realidad de improviso.
—¿Hay aceite a bordo?
—¿Aceite? —preguntó el piloto, estupefacto—. Creo..., creo que sí, pero no mucho. Lo usan los hombres para las linternas.
—Tráelo inmediatamente dentro de un vaso de barro, el más ancho que tengas y luego prepárate para volver a partir. Avanzaremos con los remos.
—Dale lo que te pide —dijo Aurelio—. Él sabe lo que hace.
El hombre bajó al interior de la embarcación y volvió a subir poco después con un cuenco de terracota, que contenia aceite hasta la mitad.
—Es todo lo que he encontrado —dijo.
—¡Se acercan! —gritó entonces Demetrio desde lo alto del mástil.
—Está bien —aprobó Ambrosino—, es suficiente. Déjalo sobre la cubierta, vuelve al timón y a una señal mía que todos los hombres hábiles se pongan a los remos.
Tras decir esto, cogió de la alforja el cuaderno que utilizaba para escribir, le quitó la funda de pergamino y, ante la mirada estupefacta de los presentes, extrajo una púa de metal en forma de flecha, tan delgada que el viento se la hubiera llevado, y la depositó sobre la superficie del aceite.
—¿No habéis oído nunca hablar de Aristeas de Proconeso? —preguntó—. Naturalmente que no. Pues bien, los antiguos decían que tenía una flecha que le conducía cada año al país de los hiperbóreos, es decir, en el extremo norte. Y hela aquí. Es ella la que nos indicará el camino para Britania. Bastará con seguirla.
Y ante la mirada cada vez más maravillada de sus compañeros la flecha se animó y comenzó a girar sobre la superficie del aceite, hasta que se quedó establemente en una dirección fija.
—Ese es el norte —proclamó solemnemente Ambrosino—. ¡Hombres a los remos!
Todos obedecieron y la nave se puso en movimiento sumergiéndose lentamente en la nube lechosa.
Rómulo se acurrucó cerca de su maestro, que entre tanto estaba haciendo una muesca en el borde de la escudilla justo en el punto que coincidía con la dirección indicada por la flecha.
—¿Cómo es posible? —preguntó Rómulo—. Esta flecha es mágica.
—Creo que sí —respondió Ambrosino—. No sabría de lo contrario cómo explicármelo.
—¿Y dónde la encontraste?
—Hace algunos años, en los subterráneos del templo de Portunno, en Roma, dentro de una urna de toba. Una inscripción en griego decía que era la flecha de Aristeas de Proconeso y que la había usado Piteas de Marsella para llegar a la última Thule. ¿No es increíble?
—Lo es —respondió Rómulo. Y añadió—: ¿Crees que nos seguirán?
—Creo que no, no tienen ninguna posibilidad de mantener el rumbo, y además...
—¿Además? —insistió Rómulo.
—La tripulación está formada por gentes del lugar, y por estos lugares circula una historia que les infunde mucho miedo.
—¿Qué historia es esa?
—Que la niebla se levanta tan espesa en esta zona para ocultar la barca que vuelve de la isla de los muertos adonde ha llevado las almas de los difuntos.
Rómulo miró en torno a él tratando de penetrar en el espeso manto neblinoso, mientras un estremecimiento le recorría el espinazo.