El carro estaba ya en el muelle y Ambrosino estaba pagando el precio del alquiler al carretero restando el coste del caballo. Aurelio, en efecto, hacía descender a Juba por la pasarela sujetándole por el cabestro para reemplazar al flaco rocín que estaba entre los varales.
—Por todos los santos —dijo el carretero—, este animal es un verdadero despilfarro para este carro. Si me lo das, yo te doy dos de los míos, ¿qué me dices?
Aurelio ni siquiera le miró y comenzó a poner los arreos de tiro en torno al cuello de su animal.
—Para él es como un hermano —le dijo Demetrio al carretero—. ¿Tú cambiarías a tu hermano por dos de estos rocines?
El carretero se rascó el cogote.
—Si conocieras a mi hermano, le cambiarías incluso por un solo asno.
—Movámonos —le urgió Ambrosino—. Cuanto antes nos vayamos mejor.
Los otros subieron al carro después de haberse despedido y dado las gracias al barquero; tomaron asiento en la caja apoyándose contra las barandillas. Un toldo de tela encerada lo cubría sobre unas cimbras de madera de sauce y, aparte de ocultar a los ocupantes, les ofrecía una ligera protección. Livia fue a acurrucarse debajo de la manta cerca de Rómulo. Aurelio se asomó por detrás.
—Yo voy a pie —dijo—. Juba no está acostumbrado a tirar de un carro, y podría encabritarse. Mientras, vosotros tratad de descansar.
Ambrosino le dio la mano al barquero.
—Te estamos muy agradecidos —le dijo—. Te debemos la vida y no sabemos ni siquiera tu nombre.
—Mejor así, una cosa menos que recordar. Ha sido una bonita travesía y ha resultado grato tener compañía. Normalmente hago todo ese viaje solo como un perro. Si no he comprendido maJ, tú quieres pasar sobre el hielo.
—No tengo otra elección, me parece —tuvo que admitir Ambrosino.
—Lo mismo creo yo. Pero ten mucho cuidado: el hielo es más grueso donde el río es más lento, por tanto en las partes rectilíneas el peligro mayor está en el centro, en los tramos curvos; en cambio, el hielo es delgado en la parte exterior de la curvatura. Pasad uno cada vez y que el último en hacerlo sea el caballo con el carro descargado. Una vez que toméis por el nordeste, con una semana de marcha deberíais poder llegar al Sena, si no os hace demasiado mal tiempo. Luego ya resultará todo más fácil, al menos eso espero. Y que Dios os asista.
—Y te asista a ti también, amigo. Tal vez un día oigas hablar de ese muchacho al que has visto errante y perseguido y te sientas orgulloso de haberle conocido y de haberle prestado ayuda. Que tengas buen viaje.
Se despidieron con un último apretón de manos y Ambrosino subió al carro, ayudado por Orosio, luego levantaron la portezuela de la parte de atrás y la fijaron a los lados. Demetrio dio una voz a Aurelio.
—Ya estamos todos.
El carro se puso en marcha chirriando y haciendo ruido sobre el adoquinado del muelle y desapareció en la oscuridad.
Marcharon durante toda la noche; recorrieron quince millas alternándose en las riendas de Juba. Luego, cuando el caballo se hubo habituado al arrastre, Aurelio se sentó en el banco del conductor y lo guió con las riendas y con la voz. A su izquierda el río se volvía cada vez más blanco y compacto, hasta que se convirtió en una losa uniforme de una margen a otra. El frío era cortante y la niebla se había transformado durante la noche en escarcha, creando fantasmagóricos encajes de hielo en los arbustos y en los cañaverales, en la hierba del talud y en los matojos. El cielo estaba velado por unas nubes altas y delgadas que dejaban a veces traslucir las primeras luces del sol como un halo blanquecino y vago, no muy por encima del horizonte.
Nadie estaba tranquilo. El medio del que disponían los ocultaba de la vista, pero era lento y vulnerable y además los esperaba el momento más arriesgado: el paso del río. La ventaja de una cierta visibilidad producida por la luz de la mañana se revelaba en realidad del todo aleatoria porque la luz difundida de modo igual por el cielo, por la nieve y por el hielo confundía los contornos y los volúmenes ahogando todo el paisaje en una blancura lechosa. Solo destacaban las personas y los animales, con una evidencia acentuada. Los caminantes eran escasos: campesinos con bestias cargadas de brezo y de leña para quemar o algún viandante solitario, por lo general mendigos harapientos. El canto de los gallos anunciaba el nuevo día desde las haciendas dispersas por el campo y de vez en cuando se oía el ladrido de un perro, que aquel inmenso espacio vacío y frío transformaba en un lamento inquietante.
Avanzaron aún durante algunas millas, luego se detuvieron en un punto en que el río era más angosto y donde el talud, bajo en el cauce, ofrecía más fácil acceso. Decidieron que dos hombres a pie sondearían la solidez del hielo, asegurados el uno al otro por medio de una cuerda de manera que, si el más adelantado de los dos se hundía en el agua, el otro pudiera ponerle a salvo. Se ofrecieron Aurelio y Batiato, cuya fuerza y mole serían garantía de un anclaje seguro. Ante la mirada preocupada de sus compañeros los dos avanzaron por la costra helada, golpeando la superficie con el asta de un venablo para determinar de algún modo, por el sonido, el espesor del hielo. En poco rato se empequeñecieron a los ojos de sus compañeros, estaban casi en medio del río. Aquel era el punto más crítico, la última parte en solidificarse el hielo, y Aurelio decidió ponerlo a prueba cortándolo con la espada. Manejándola con ambas manos comenzó a excavar con energía esparciendo en torno esquirlas brillantes como el cristal. Descendió hasta un pie de espesor y con un último golpe hundió la hoja en el agua.
—¡Un pie! —gritó hacia atrás a Batiato.
—¿Bastará? —preguntó a su vez el etíope.
—Debería bastar: no podemos permanecer en este lugar demasiado tiempo y al descubierto. ¡Alguien nos está observando, mira!
Y señaló a un par de caminantes que se habían detenido en la orilla para observar aquella extraña operación. Volvió hacia atrás para informar a sus compañeros y luego todos se pusieron en camino, a una distancia de algunos pasos unos de otros.
—Démonos prisa —dijo Ambrosino—. Estamos demasiado expuestos, demasiado a la vista. Cualquiera que sepa quiénes somos puede reconocernos.
El barquero, que a aquellas horas había esperado estar ya navegando rumbo al sur, se encontraba lamentablemente en una situación muy distinta. La descarga de la sal había llevado mucho más tiempo del previsto porque la larga exposición a la humedad había solidificado los cristales. No estaba aún terminada la descarga cuando los hombres de Wulfila habían hecho irrupción a caballo en el muelle y habían comenzado a inspeccionar las barcas ancladas. No habían tardado mucho en identificar a aquella con la carga de sal gema, aunque quedara ya poca en la cubierta, y ahora se precipitaban a bordo con las espadas desenvainadas.
—¡Quietos! ¿Quiénes sois? —gritó el barquero—. No tenéis ningún derecho a irrumpir así en mi barca.
Wulfila llegó en aquel momento y ordenó a sus hombres que le cerraran el pico y le llevaran al interior.
—¡No finjas que no me reconoces! —comenzó diciendo—. Nos vimos la última vez hará unos diez días y estoy seguro de que no has olvidado mi cara, ¿verdad? —Y se le acercó deformando con una mueca su máscara de desfigurado—. Estábamos persiguiendo a un desertor asesino que saltó sobre tu barca montado en su caballo. Y llevaba con él a un muchacho, ¿no es verdad?
El barquero se sintió perdido: no podía negar ninguna de aquellas informaciones.
—Sus amigos le estaban esperando —respondió—. Habían pagado para que los llevara y se han portado bien en todo momento. Yo no podía...
—¡Calla! Se busca a esos hombres por delitos de sangre cometidos en territorio del imperio y han raptado a ese muchacho que nosotros ahora tratamos de liberar para devolvérselo a sus padres. ¿Has comprendido?
El barquero dudó por un momento que aquel desfigurado dijera la verdad, pensó de repente en la fuga de Rómulo la noche anterior y su afanosa persecución, pero luego recordó las continuas muestras de afecto de que le habían rodeado todos sus compañeros de viaje y de cómo él les correspondía. Se limitó a responder:
—No puedo conocer la vida y milagros de todos los que suben a mi barca. A mí me basta con que me paguen y que no me creen problemas, y es lo que ellos hicieron. Todo lo demás no es asunto mío y no quiero saber nada de ello. Yo tengo que volver a mi casa, y por tanto...
—¡Tú te irás cuando yo te diga! —vociferó Wulfila propinándole un sopapo—. ¡Y ahora me dirás adonde se han ido, si quieres que no te haga arrepentirte de haber nacido!
Aterrorizado y dolorido, el hombre trató de convencer a su verdugo de que él no sabía nada, pero no estaba ciertamente dispuesto a afrontar la tortura. Trató de resistir a los puñetazos y puntapiés, apretó los dientes cuando le retorcían los brazos detrás de la espalda hasta casi rompérselos, ahogó los gritos de dolor mientras la sangre le chorreaba copiosamente de un labio roto y de la nariz aplastada, pero cuando vio que Wulfila se sacaba el puñal cedió de repente, presa del pánico. Dijo:
—Se fueron, esta noche, con un carro, en dirección al norte...
Wulfila le hizo rodar por el suelo de un puntapié y devolvió el
puñal a su funda.
—Ya puedes rezar a tu Dios para que los encontremos, pues de lo contrario volveré atrás y te quemaré vivo dentro de tu barca.
Dejó a dos hombres para vigilarle, luego bajó al muelle, montó a caballo y se lanzó al galope hacia el norte, seguido de los suyos.
—Aquí están las huellas del carro y del caballo —dijo uno de los guerreros apenas estuvieron fuera de la ciudad.
—Enseguida sabremos si son ellos.
Desmontó y exploró el fondo de las huellas de Juba en la nieve, las reconoció inmediatamente. Se volvió hacia su jefe con una sonrisa de satisfacción.
—Son ellos, ese cerdo ha dicho la verdad.
—¡Por fin! —exclamó Wulfila.
Desenvainó la espada haciéndola centellear alta, en el puño, entre los vítores de sus hombres. Luego espoleó al caballo y se lanzó al galope por el camino nevado.
Entretanto Aurelio, tras haber hecho pasar a todos sus compañeros a la otra orilla, había vuelto atrás para conducir a Juba con el carro. Sujetaba al caballo por las riendas y avanzaba a pie delante de él, le hablaba sin parar a fin de tranquilizarle en aquel paso tan nuevo y extraño, sobre aquel fondo vitreo que no respondía al agarre de sus cascos.
—Despacio, Juba, despacio, ¿ves? No es nada, ahora vamos a donde está Rómulo que nos espera, ¿le ves allí, le ves que nos está haciendo una seña?
Se hallaban ya en el centro del río y Aurelio estaba preocupado por la mole considerable de Juba y por el peso del carro que se concentraba en la estrecha franja de hierro de las llantas. Aguzaba el oído para percibir el más mínimo crujido, temiendo a cada instante que se abriera una grieta que se los tragaría a él y a su caballo en aquellas gélidas aguas. Una muerte que le producía verdadero pánico. Dé vez en cuando se volvía hacia sus compañeros y podía percibir la tensión que los atenazaba en la espera.
—¡Ahora, ven! —gritó en un determinado momento Batiato—. Has superado el punto más débil: ¡vamos, date prisa!
Aurelio aceleró enseguida el paso, y se asombró de que sus compañeros siguieran Llamándole con gritos cada vez más altos y excitados. Le dominó un pensamiento amenazante y se volvió hacia atrás para descubrir, a menos de una milla de distancia, a un nutrido grupo de jinetes que avanzaban al galope a lo largo del talud. ¡Wulfila! ¡De nuevo él! ¿Cómo era posible? ¿Cómo podían aquellas bestias reaparecer cada vez de la nada cual espectros infernales? Arrastró a la carrera a su caballo hacia la orilla opuesta ahora ya próxima y desenvainó la espada preparándose para el enfrentamiento mortal.
También sus compañeros, con las armas empuñadas, se disponían a proteger la fuga de Rómulo.
—Aurelio —gritó Vatreno—, desata el caballo y huye con el muchacho. Nosotros trataremos de resistir todo lo posible. ¡Vamos, vamos, por todos los diablos!
Pero Rómulo se agarró a los rayos de las ruedas del carro gritando:
—No, yo no me voy. ¡No quiero irme sin vosotros! ¡No quiero huir ya!
—¡Cógele y vete con él! ¡Vamos, vamos! —continuaba gritando Vatreno mientras juraba contra todos los dioses y demonios que conocía.
Ahora los jinetes enemigos ya estaban en la otra orilla, enfrente de ellos, y se estaban lanzando sobre el hielo. Wulfila trató de retenerlos intuyendo el peligro, pero el ardor de la persecución y el deseo de los hombres de poner fin de una vez para siempre a una caza extenuante los estaba arrojando a una carga desenfrenada por la superficie helada del río. En aquel momento Demetrio se volvió hacia sus compañeros:
—Mirad, avanzan en un grupo compacto, el hielo no aguantará. Podemos salvarnos si nos vamos enseguida. ¡Vamos, todos dentro del carro!
No había terminado de decir estas palabras cuando una grieta se abrió extendiéndose bajo el peso de los caballos, se ensanchó al martillear de los cascos de la segunda oleada y se fragmentó provocando un regurgitar de las aguas en las que resbalaron los demás cayendo aparatosamente y provocando el colapso de una gran losa. Wulfila gritó:
—¡Quietos! ¡Atrás! ¡El hielo no aguanta, atrás!
—¡Marchémonos! —gritó Aurelio al ver aquello—. ¡Vamos! ¡Tal vez podemos lograrlo!
Todos saltaron sobre el carro. Ambrosino fustigó el lomo de Juba con las riendas y partieron a toda carrera, pero fue un breve alivio: Wulfila, tras volver a reunir a sus hombres, los había hecho pasar un poco más adelante, uno cada vez, al otro lado; después se lanzó nuevamente en su persecución, iba ganando rápidamente terreno al sobrecargado carro. A su aparición Aurelio distribuyó entre sus compañeros las armas arrojadizas, mientras Livia empulgaba una flecha en su arco y apuntaba. Pero cuando ya estaban a tiro vio que demoraban el paso y luego se detenían del todo.
—¿Qué sucede? —dijo Vatreno.
—No lo sé —respondió Aurelio notando que también la velocidad del carro disminuía—, ¡pero no os detengáis, no os detengáis!
—¡Sucede que estamos salvados! —gritó Ambrosino—. ¡Mirad!
Delante de ellos había un grupo de hombres armados, y una nutrida unidad de infantería, surgida de repente de la niebla; avanzaba, desplegada en un amplio frente, al paso, con las armas empuñadas. Wulfila, perplejo, dio el alto y se detuvo a respetuosa distancia.
También las tropas surgidas de la niebla se detuvieron, el equipo y las insignias no dejaban lugar a dudas: ¡eran tropas romanas!
Un oficial se adelantó.
—¿Quiénes sois? —preguntó—. ¿Y quiénes eran esos que os perseguían?
—¡Que Dios os bendiga! —exclamó Ambrosino—. Os debemos la vida.
Aurelio se cuadró haciendo el saludo militar.
—Aureliano Ambrosio Ventidio —se presentó—. Primera cohorte, Legión Nova Invicta.
—Rufino Elio Vatreno —le hizo eco su compañero—. Legión Nova Invicta.
—Cornelio Batiato... —comenzó a decir el gigante etíope. —¿Legión? —preguntó el oficial, aterrado—. Pero si no existen legiones desde hace medio siglo. ¿De dónde salís, soldado?
—Puedes creerles, comandante —dijo Demetrio—. Y si nos ofreces un plato de sopa caliente y un vaso de vino oirás buenas noticias. —Está bien —concedió el oficial—. Venid detrás de nosotros. Avanzaron cerca de una milla, rodearon la colina, y se encontraron delante de un campamento con capacidad para unos mil hombres. El comandante los hizo bajar del carro y los llevó al interior de su alojamiento. Los asistentes acudieron para desatarle el cinto con la espada, cogieron el yelmo y le ofrecieron una silla de campaña. Un sirviente les sirvió el rancho que estaba distribuyendo a la tropa y todos se pusieron a comer. Rómulo, que se recuperaba por fin del miedo y del frío que le habían agarrotado los miembros, hubiera querido lanzarse gozosamente sobre la comida, pero se adaptó al comportamiento de su maestro y se puso a sorber la sopa a pequeñas cucharadas decorosas, manteniendo bien erguida la espalda.
—Una compañía bien surtida la vuestra —comenzó diciendo el oficial—. Tres legionarios, si he de creer en vuestras palabras; un filósofo, se diría por la barba; un par de desertores, si el ojo no me engaña; una muchacha de porte demasiado altivo y de piernas demasiado esbeltas para ser una compañera de cama y, por último, un chiquillo que no tiene aún sombra de bozo bajo la nariz pero tanta jactancia como un grande de la antigua república. Por no hablar de la nutrida tropa de matarifes que teníais pisándoos los talones. ¿Qué debo pensar de vosotros?
Ambrosino había ya previsto para sus adentros aquella pregunta y fue el más rápido en responder.
—Tienes un agudo espíritu de observación, comandante. Soy consciente de que nuestro estado puede despertar sospechas, pero no tenemos nada que esconder y podemos explicártelo todo. Este muchacho es víctima de una terrible persecución: último heredero de
una nobilísima familia, se vio privado de los bienes de sus antepasados por la maldad de un bárbaro al servicio del ejército imperial. No contento con haberle despojado de todo, ha intentado por todos los medios posibles darle muerte para que no pueda reclamar en el futuro su derecho a la herencia paterna. Ha lanzado tras nuestros pasos a un grupo de feroces sicarios que no nos dan tregua desde hace semanas y que hoy habrían logrado su propósito de no haber sido por tu intervención. La muchacha es la hermana mayor del muchacho, crecida como una virago, émula de Camila y de Pentesilea: se bate con el arco y el venablo con increíble maestría y ha sido una de las más denodadas defensoras de su hermano menor. En cuanto a mí, soy su tutor y con el dinero que tenía guardado he reclutado a estos valerosos combatientes, que sobrevivieron a las matanzas de su unidad por obra de otros bárbaros, y hemos unido así nuestras suertes. Veros aparecer en todo el esplendor de vuestras armas, ver las insignias romanas flamear al viento y oír sonar la lengua latina en vuestros labios ha sido para nosotros un consuelo indecible. Y te estamos profundamente agradecidos por habernos salvado.
Todos guardaron silencio, impresionados por aquel alarde de elegante elocuencia, pero el comandante era un veterano muy fogueado y no se dejó impresionar demasiado. Respondió:
—Me llamo Sergio Volusiano, comes regís et magister militum. Venimos de una misión de guerra en apoyo de nuestros aliados en la Galia central y estamos regresando a Parisii donde daré cuenta de ella a nuestro señor, Siagrio, rey de los romanos. Y le hablaré también de vosotros y de cómo os he encontrado. Desde ahora estáis obligados a no dejar bajo ningún concepto nuestras unidades, también por vuestra propia seguridad: el territorio que atravesaremos es muy peligroso y está sometido a imprevistas correrías de los francos. Seréis tratados como romanos. Ahora permitidme que me despida de vosotros: nuestra partida es inminente.
Apuró una copa de vino y, tras recuperar la espada y el yelmo, salió seguido de dos asistentes y de su ayuda de campo.
—¿Qué os parece? —preguntó Ambrosino. —No lo sé —respondió Aurelio—. No me ha parecido muy convencido de la historia que le has contado.
—Que, después de todo, es casi la verdad.
—El problema está en ese «casi». Esperemos que todo vaya bien. De todos modos, ahora nuestra situación es mucho mejor y por el
momento podemos considerarnos a salvo. El comandante es seguramente un excelente soldado y probablemente también un hombre de honor.
—¿Y Wulfila? —preguntó Orosio—. ¿Pensáis que renunciará? En este momento no le caben esperanzas: estamos protegidos por una unidad del ejército numerosa, además es él quien está en peligro por esta parte del Rin.
—No os hagáis demasiadas ilusiones —dijo Aurelio—. Puede pedir ayuda a los francos. Ahora ya hemos visto que su determinación no conoce límites, nos ha obligado a escapar hacia los confines del mundo. Cualquier otro en su lugar habría renunciado, pero él no: ha caído encima de nosotros cada vez con más ferocidad y agresividad como si saliera de los mismísimos infiernos. Además, tiene en su poder la espada de César.
—A veces pienso que de veras es un demonio —dijo Orosio, y la expresión de sus ojos era más elocuente que sus mismas palabras.
—Fue Aurelio quien le hizo un corte en la cara y puedo asegurarte que es de carne y hueso —replicó Demetrio—. De todos modos, no consigo explicarme esta implacable persecución por su parte, esta caza despiadada más allá de todo límite imaginable.
—Yo, en cambio, sí —rebatió Ambrosino—. Aurelio le desfiguró, ha vuelto su imagen irreconocible. Así desfigurado no podrá aspirar al paraíso de los guerreros, una condena insoportable para un hombre de su estirpe. Wulfila proviene de una tribu de godos del este que profesan una fe fanática en el valor militar y en la suerte que espera a los combatientes en el más allá. Para resarcirse debe hacerte lo que tú le hiciste a él, Aurelio: debe cortarte la cara hasta el hueso, por tanto debe ofrecer una libación al dios de la guerra dentro de tu cráneo transformado en copa. Solo podremos esperar no volver a verle nunca más el día que esté muerto.
—Una perspectiva que no te envidio —comentó Vatreno. Pero Aurelio parecía haberse tomado muy en serio aquellas palabras.
—Entonces, es a mí a quien quiere apresar. ¿Por qué has esperado hasta ahora para decírmelo?
—Porque habrías hecho probablemente alguna tontería, como desafiarle a combate singular.
—Podría ser una solución —replicó Aurelio.
—En absoluto. Con esa espada en sus manos no tendrías ninguna esperanza. Además, también quiere apresar a Rómulo, sin duda, pues de lo contrario no hubiera caído sobre nosotros en la mansio de Fano. No podemos permanecer sino unidos, pues es la única forma de sobrevivir. Pero sobre todo recordad una cosa: es necesario que Rómulo llegue a Britania, a toda costa. AhÍ se cumplirá todo aquello por lo que hemos luchado y no tendremos que temer ya nada. Nada, ¿comprendéis?
Todos se miraron porque en realidad no comprendían, todavía no. Pero sentían de algún modo que aquel hombre tenía razón, que la expresión inspirada de su mirada no mentía. Cada vez que se refería al futuro destino para él tan claro, y tan nebuloso para todos los demás, hablaba como quien está de centinela al amanecer en una torre de guardia y es el primero en ver surgir la luz del sol.