El lago de Brigantium se desplegó ante sus ojos como un enorme espejo reluciente rodeado de bosques y pastos en los que destacaban unos caseríos aislados y aldeas. Hizo falta toda una jornada de navegación para atravesarlo de un extremo a otro hasta un promontorio que separaba, a modo de horca, dos ensenadas largas y estrechas. La barca embocó por la de la izquierda y echó el ancla para hacer noche cerca de una pequeña ciudad llamada Tasgaetium. Al día siguiente el viaje se reanudó en el punto en el que el río proseguía su curso hacia el norte.
—Estamos de nuevo en el Rin —anunció el barquero cuando el bajel tomó el brazo emisario.
—Lo descenderemos durante cerca de una semana hasta que lleguemos a Argentoratum. Pero antes nos espera un espectáculo como no habéis visto nunca otro igual ni lo veréis jamás en toda vuestra vida: los grandes rápidos.
—¿Rápidos? —preguntó Orosio aún aterrorizado por la última aventura fluvial—. Pero entonces existe peligro.
—Ya lo creo que existe —respondió el barquero—, los rápidos tienen una altura de más de cincuenta pies por un ancho de quinientos y se precipitan hacia abajo espumeando con un retumbo de trueno. Si guardáis silencio y prestáis atención, ahora que tenemos el viento a favor, podréis oírlo incluso desde aquí.
Callaron todos mirándose entre sí con aprensión, sin lograr comprender cuál sería el desenlace de aquel aviso anticipado. A lo lejos, en efecto, se oía, o tal vez parecía oírse, una especie de sordo retumbo, confundido con otros ruidos de la naturaleza, que hubiera podido ser la voz de los rápidos.
Ambrosino se acercó al barquero.
—Supongo que tienes un itinerario alternativo: un salto de cincuenta pies me parece, en cualquier caso, excesivo incluso para una sólida barca como la tuya.
—Tu suposición es exacta —respondió el barquero virando de rumbo con el timón.
—Abordaremos e iremos por tierra. Hay un servicio especial en narrias tiradas por bueyes que nos llevará por tierra hasta más abajo de las cascadas.
—¡Númenes! —exclamó Ambrosino—. ¡Un diolkosl ¿Quién lo hubiera dicho en estas tierras bárbaras?
—¿Cómo lo has Llamado? —preguntó Vatreno.
—Un diolkos: un paso terrestre para las naves que deben superar un obstáculo natural. Había uno en el estrecho de Corinto en la Antigüedad, verdaderamente espectacular.
La barca estaba ya atracando. Un grupo de sirga la enganchó y la aseguró a una narria sobre ruedas mientras el barquero acordaba el precio del pasaje. Luego el encargado de la compuerta dio una voz a los bueyes y el imponente tren se puso en movimiento. Se hizo bajar a Juba a tierra y así pudo estirar los miembros en una larga y tranquila paseata. Se requerían casi dos jornadas de camino y frecuentes cambios de rastra antes de que la barca Llegara a terreno llano; cuando pasó cerca de los rápidos todos se pararon a contemplar encantados la inmensa muralla de agua espumeante, el arco iris que lo atravesaba igual que un puente de una orilla a otra, los remolinos y los torbellinos, el rebullir tumultuoso de las aguas en el punto en que el río retomaba su curso hacia poniente.
—¡Qué maravilla! —exclamó Rómulo—. ¡Me recuerdan un poco las cascadas del Nera, solo que mil veces más grandes!
—¡Dale las gracias a Wulfila! —dijo entre risas Demetrio—. Pues de no haber sido por él, no habríamos visto esta maravilla.
También los otros se echaron a reír, mientras la barca era nuevamente varada en las aguas del río. Reían todos como si tomaran parte en un juego, excepto Ambrosino.
—¿Qué pasa, Ambrosino? —preguntó Livia.
El viejo arrugó la frente:
—Wulfila. Nuestro viaje por tierra nos ha hecho perder toda la ventaja que llevábamos. A estas horas podría estar en alguna parte de estas colinas.
Las carcajadas se atenuaron apagándose en un rumor quedo. Alguno comenzó a calibrar con la mirada las alturas del entorno; otros, apoyados en la barandilla, observaron el plácido discurrir de las aguas.
—La corriente del río ha perdido velocidad —continuó Ambrosino— y cuando doblemos hacia el norte tendremos también viento contrario. Por si fuera poco nuestra barca es fácilmente reconocible con toda esta sal y con un caballo a bordo.
Nadie tenía ya ganas de reír, y tampoco de charlar.
—¿Qué haremos, además, cuando hayamos llegado a Argentoratum? —preguntó Livia para desviar la conversación de ese tema.
—Pienso que deberíamos entrar simplemente en la Galia, donde estaremos menos expuestos —respondió Ambrosino.
Tomó el mapa que había dibujado en la mansio de Fano y que Livia le había devuelto tras su encuentro en el puerto de montaña, lo extendió sobre un banco e hizo seña a sus compañeros de que se acercaran.
—Mirad —dijo—. Esta es, más o menos, la situación. Aquí, en la parte centromeridional del país están asentados los visigodos, desde hace muchos años amigos y federados del pueblo romano. Combatieron en los Campos Cataláunicos contra Atila a las órdenes de Aecio, de quien el rey visigodo era amigo personal. Es más, pagó con su vida la fidelidad a esa amistad: cayó en combate mientras defendía valerosamente el ala derecha de las filas confederadas.
—Así pues, no todos los bárbaros son crueles y salvajes —comentó Rómulo.
—Nunca he dicho tal cosa —respondió Ambrosino—. Más aún: muchos de ellos poseen dotes extraordinarias de valor, de lealtad y de sinceridad, dotes que, lamentablemente, no forman parte de nuestras costumbres Llamadas civilizadas.
—No obstante, han provocado la destrucción de nuestro imperio, de nuestro mundo.
—No por culpa nuestra —dijo Batiato—. Yo he matado a tantos que he perdido ya la cuenta.
Ambrosino volvió al meollo de la cuestión.
—No se trata aquí, hijo mío, de distinguir quién es bueno de quién es malo. Aquellos a quienes nosotros llamamos «bárbaros» eran pueblos que vivían desde tiempos inmemoriales como nómadas en las vastas estepas sármatas. Tenían sus tradiciones, sus usos y costumbres de vida. Luego, en un determinado momento, comenzaron a presio-
nar sobre nuestras fronteras. Tal vez hubo carestía en sus territorios, o epidemias que diezmaron el ganado, tal vez fueron empujados por otros pueblos que huían de su tierra natal: es difícil decirlo. Tal vez también se dieron cuenta de lo miserables que eran respecto a nuestra riqueza, de lo pobres que eran sus tiendas de pieles en comparación con nuestras casas de adobe y de mármol, de nuestras villas, de nuestros palacios. Aquellos que vivían en las fronteras y comerciaban con nosotros veían la enorme diferencia entre su vida tan frugal y nuestro derroche. Veían la profusión de bronce, de oro y de plata, la belleza de los monumentos, la abundancia y el refinamiento de las comidas, de los vinos, la suntuosidad de las vestiduras y de las joyas, la fertilidad de los campos. Quedaron deslumhrados y fascinados, quisieron también ellos vivir de ese modo. Y así comenzaron los ataques, los intentos de forzar nuestras defensas o bien, en otros casos, una presión continua, una lenta infiltración. El enfrentamiento dura desde hace trescientos años y aún no ha concluido.
—¿Qué dices? Ha terminado del todo: nuestro mundo ya no existe.
—Te equivocas. Roma no se identifica con una raza, o un pueblo, o una etnia. Roma es un ideal y los ideales no pueden destruirse...
Rómulo meneó la cabeza, incrédulo: ¿cómo podía ese hombre alimentar todavía tanta fe cuando todo era desolación y ruina? Ambrosino apuntó de nuevo con el dedo en el mapa.
—Aquí, entre el Rin y Bélgica, hay francos, de quienes te he hablado un poco. Vivían en los bosques de Germania, y ahora viven en las mejores tierras de la Galia, al oeste del Rin. ¿Y sabes cómo consiguieron pasar? A causa del frío. Una noche la temperatura del aire descendió tanto que el Rin se cuajó y, al nacer el día, a nuestros soldados se les presentó una visión espectral: un inmenso ejército a caballo surgía de la niebla y avanzaba por el río transformado en una losa de hielo. Los nuestros se batieron denodadamente, pero fueron arrollados.
—Es cierto —confirmó Orosio—. En cierta ocasión en el Danubio, le oí contar a un veterano esta historia. No le quedaban ya casi dientes y tenía todo el cuerpo cubierto de cicatrices, pero conservaba una buena memoria. Y la visión de aquellos guerreros atravesando el río a caballo era para él una pesadilla recurrente, que le hacía sobresaltarse y aun en sueños gritaba: «¡Alerta, alerta! ¡Llegan!».
No faltaba quien decía que estaba loco, pero yo os aseguro que nadie se atrevía a burlarse de él por esto.
—Al nordeste —prosiguió Ambrosino— está lo que queda de la provincia romana de la Galia que se volvió independiente. Reina en ella Siagrio, el general romano que se hizo reconocer con el título de rex romanorum. Solamente un tosco soldado podía adoptar un título tan anticuado y al mismo tiempo tan altisonante.
—Eh, maestro —bromeó Batiato—, que también nosotros somos unos toscos soldados, pero poseemos nuestras buenas cualidades. A mí este Siagrio no me cae mal.
—Sí, tal vez no andes equivocado. Nos conviene atravesar su reino que conserva aún una buena organización y un control bastante amplio del territorio. Podremos tomar por el Sena y luego descenderlo hasta Parisii y desde allí alcanzar el canal británico. Es un largo y difícil viaje, pero debemos conseguirlo. Una vez llegados al canal cabe esperar que nuestro rastro se pierda y casi sin duda encontraremos quien nos pase. Hay muchos mercaderes que van allí a vender lana de nuestras ovejas en la Galia, donde es tejida, y también a comprar manufacturas que escasean entre nosotros.
—¿Y luego? ¿Cuando estemos finalmente en tu Britania? ¿Nos irá mejor después, tendremos una vida más fácil? —preguntó Vatreno, convencido de ser intérprete de la curiosidad general.
—Mucho me temo que no —respondió Ambrosino—. Llevo tuera desde hace muchos años y no sé nada en concreto, pero no me hago ilusiones. La isla está dejada a su suerte desde hace medio siglo; como sabéis, muchos caudillos locales se hacen la guerra, pero yo espero que hayan sobrevivido las instituciones civiles en las ciudades más importantes y sobre todo en la ciudad que encabezó la resistencia contra las invasiones del norte: Carvetia. Es allí adonde nos dirigimos y, para hacerlo, tendremos que atravesar casi toda la isla, de sur a norte.
Nadie preguntó ya nada. Aquellos hombres llegados del Mediterráneo miraban a su alrededor y veían un continente entero sumergido en el frío: la nieve cubría todo con su manto uniforme borrando toda demarcación, todo confín. Era la naturaleza la que imponía sus reglas y sus limitaciones hechas de ríos, de montañas y de selvas interminables.
Avanzaron así durante días y también de noche, cuando lo permitía la claridad de la luna. Descendían la corriente del gran río y a medida que se adentraban hacia el norte el cielo se volvía cada vez más límpido y frío, el viento más cortante. Aurelio y sus compañeros se habían confeccionado unas burdas casacas con pieles de oveja, llevaban la barba y el pelo largo y sin cuidar, y se asemejaban, cada día más, a los bárbaros que habitaban aquellas tierras. Rómulo contemplaba aquellos paisajes con una mezcla de asombro y de temor; aquella extensión desolada embargaba de espanto su corazón. A veces casi sentía nostalgia de los colores de Capri y de su mar, el aroma de los pinos y de las retamas, su otoño tan benigno que hubiérase dicho una primavera, pero trataba de cobrar ánimos y de no mostrar nunca abatimiento, consciente de qué sacrificios y peligros estaban afrontando sus amigos. Solo que aquellos sacrificios le pesaban cada vez más. Cada día que pasaba los sentía como tributos exagerados, desproporcionados para el fin para el que eran gastados. Aquel fin, a sus ojos, no era otro que un proyecto oscuro para todos excepto para Ambrosino. Su sabiduría y su conocimiento del mundo y de la naturaleza no dejaban nunca de asombrarle, pero era el aspecto misterioso de su personalidad el que le inquietaba. Pasados los momentos de entusiasmo después de la liberación y la nueva unión con sus compañeros, ahora predominaban en él la preocupación y casi el sentimiento de culpa con respecto a aquellos hombres que habían unido su propia suerte a la de un soberano sin tierra y sin gente, a un muchacho pobre que no podría pagarles con honores ninguna deuda de gratitud.
Vatreno, Batiato y los demás en realidad se sentían cada vez más ligados unos a otros, no tanto en función de una finalidad o de un proyecto que llevar a cabo, sino más bien por el hecho mismo de estar juntos, armados y en marcha. Era la inquietud de su jefe, la expresión a menudo ausente o pensativa de Aurelio lo que los turbaba, porque no la comprendían y no sabían a qué los conduciría. También Livia se daba cuenta de ello, pero su turbación tenía por causa razones mucho más íntimas y personales.
Una noche se le acercó mientras estaba apoyado en la barandilla de la barca, solo, montando la guardia; contemplaba cómo la proa hendía las aguas grises del Rin.
—¿Estás preocupado? —le preguntó.
—Como siempre. Nos estamos adentrando en un territorio completamente desconocido.
—No pienses en ello. Estamos todos juntos, afrontaremos conjuntamente lo que nos espere. ¿Acaso no es un consuelo? Cuando tú y Rómulo estabais en la montaña yo no tenía paz; trataba, mentalmente, de seguir cada uno de vuestros pasos, os imaginaba entre esos senderos en medio de aquellos bosques, perseguidos por los enemigos, expuestos a la intemperie.
—También yo pensaba en vosotros y... sobre todo en ti.
—¿En mí? —preguntó Livia buscando su mirada.
—Como he pensado siempre, como te he deseado siempre desde la primera vez que te vi bañarte en aquella fuente de los Apeninos, semejante a una deidad de los bosques, y como he sufrido siempre cada instante en que me he separado de ti.
Livia sintió que un estremecimiento recorría su cuerpo y no era ya el viento del norte: era aquel verse de improviso e inesperadamente frente a una brecha en el ánimo de Aurelio, frente a una manifestación de sus sentimientos en una situación tan inesperada y casual.
—¿Por qué no has querido nunca abrirte? —le preguntó—. ¿Por qué no me has dejado nunca conocer tus sentimientos, y cuando he intentado hacerlo siempre me has mantenido a distancia cerrando toda entrada en tu corazón? Mi vida no tiene ya sentido lejos de ti. Lo sé, también yo me he equivocado, no me di cuenta de que te amaba desde el primer momento, quise resistirme a este sentimiento, mantenerlo oculto. Pero parecía que me mostraba débil, que me hacía más vulnerable, y la vida me había enseñado a no mostrar nunca, a nadie, ningún tipo de debilidad.
—No quería rechazarte —respondió Aurelio—, ni temía tampoco abrir mi corazón. Temía lo que habrías podido ver en él. Tú no te das cuenta de lo que pasa en nü mente, de lo que debo sufrir, de cómo he de luchar con mis fantasmas. ¿Cómo puedo atarme a otra persona si yo mismo estoy dividido, si he de temer, en cada instante, la aparición de un recuerdo que podría cambiarme completamente, hacer de mí un extraño, tal vez un ser odioso, despreciable. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Livia apoyó la cabeza sobre el hombro de él y buscó su mano.
—No es como tú piensas: para mí eres lo que veo, lo que conozco. Te miro a los ojos y veo a un hombre bueno y generoso. Y en ese momento no me importa siquiera saber si eres verdaderamente el que pienso, si es tu rostro el que se grabó en mi memoria de niña. No me importa lo que pueda esconder tu pasado, se trate de lo que se trate.
Aurelio se alzó y la miró a los ojos con una expresión apesadumbrada.
—¿Se trate de lo que se trate? ¿Sabes qué significa eso?
—Significa que te amo, y que te amaré siempre, sea lo que sea lo que el destino nos depare. Y el amor es intrépido. Nos da fuerzas para afrontar cualquier aspereza en la senda de la vida, de superar cualquier dolor, cualquier desilusión. Deja de atormentarte: lo único que me importa saber de ti es si tú también sientes lo que yo siento por ti.
Aurelio la abrazó con fuerza y la besó, buscó su boca con labios sedientos, luego la estrechó de nuevo contra sí como para transmitir a través de su cuerpo también lo que no conseguía manifestarle de palabra.
—Te amo, Livia —le dijo—, más de lo que puedas imaginarte, y en este momento el calor que siento en mi espíritu podría disolver toda la nieve y el hielo de que estamos rodeados. Aunque todo se vuelva contra nosotros, aunque el futuro sea para mí un misterio no menos angustioso que mi pasado, te amo como nadie podrá nunca amarte en este mundo o en el reino de los infiernos.
—¿Por qué ahora? —le preguntó Livia—. ¿Por qué has elegido este momento?
—Porque tú estás cerca y porque mi soledad, en estas gélidas aguas, en esta bruma informe, es insoportable. Estréchame, Livia, dame fuerzas para creer que nadie podrá nunca separarnos.
Livia le echó los brazos al cuello y permanecieron así, estrechados el uno contra el otro, largo rato, mientras el viento agitaba y confundía sus cabellos en una sola nube oscura, en la débil luz invernal.
Estaban ya en vísperas del último día de navegación y el barquero observaba preocupado los cuajos de hielo que fluctuaban en la superficie del río.
—Tus temores no eran infundados —manifestó Ambrosino acercándose—. El río se está cuajando.
—Lamentablemente —asintió el barquero—. Pero por suerte casi hemos llegado. Mañana hacia el atardecer echaremos el ancla. Conozco a un hombre de negocios en el puerto germánico, en la orilla oriental, que sí podría pasaros hasta la desembocadura, pero,
estando así las cosas, la navegación se verá seguramente interrumpida hasta que las aguas vuelvan a correr.
—¿Y cuándo será eso, en primavera?
—No necesariamente. Puede haber cambios de temperatura incluso durante el invierno. Podríais encontrar un alojamiento y esperar. Puede tratarse de un fenómeno pasajero y en ese caso os sería posible proseguir la navegación con otro navio, hasta el océano. Desde allí se pasa fácilmente a Britania el primer día de mar tranquila.
Echaron el ancla por la tarde en la orilla derecha frente a Argentoratum. Justo a tiempo: el viento había empezado a arreciar desde el noroeste y las placas de hielo eran cada vez más frecuentes, compactas y chocaban contra los costados de la barca con ruido sordo. El barquero miró al extenuado grupo de prófugos y se compadeció de ellos. ¿Adonde irían sin conocer el país, los caminos, los itinerarios más seguros en pleno invierno que avanzaba trayendo tormenta y nieve, un frío intenso y hambre? Se acercó a Ambrosino que echaba ya mano a la bolsa para pagarle y dijo:
—Déjalo: he sido afortunado de poder llevar a buen puerto mi cargamento. El viento norte me llevará de nuevo a casa más rápidamente de lo que podía esperar. Guardaos para vosotros ese dinero: podrías necesitarlo. Por esta noche podéis quedaros en mi barca: será probablemente más segura y confortable que cualquier posada de la ciudad. Además, así no os haréis notar. Vuestros enemigos podrían andar por aquí.
—Te lo agradezco —respondió Ambrosino—, también en nombre de mis compañeros. En nuestra situación un amigo es lo más preciado que se pueda desear.
—¿Y mañana qué haréis?
—Mi intención era pasar a la otra orilla, donde nuestros enemigos no deberían de contar con apoyos y donde nosotros podríamos encontrar alguna ayuda. Por tanto dirigirnos hacia el Sena y descenderlo en barca hasta el canal británico.
—Me parece una buena decisión.
—¿Por qué no nos llevas ahora a Argentoratum, al otro lado del río?
—No puedo, por muchos y valiosos motivos. Espero un cargamento de pieles del interior. Además tenemos el viento en contra; y los bloques de hielo que lleva la corriente podrían echarnos a pique. Os conviene seguir por la orilla y cruzar más adelante, cuando encontréis un paso. Mañana, cuando suba la temperatura, podréis encontrar a algún barquero dispuesto a llevaros a la otra orilla.
Ambrosino reunió a sus compañeros y les comunicó las perspectivas para el día siguiente. Decidieron que, en cualquier caso, uno de ellos se quedaría de guardia. Se ofrecieron Vatreno para el primer turno y Demetrio para el segundo.
—He montado guardia muchas veces en el Danubio con nieve y hielo —dijo Demetrio—. Estoy acostumbrado.
Al caer la noche el barquero bajó a tierra y volvió entrada la noche dando una voz a Vatreno que estaba alerta. Juba, trabado y atado a la barandilla de proa, bufó quedamente. Livia llegó en aquel momento con una taza de sopa humeante para Vatreno y luego tomó un puñado de cebada de un saco y se lo dio al caballo.
—¿Dónde están los otros? —preguntó el barquero.
—En el interior. ¿Hay novedades?
—Por desgracia sí —dijo—. Baja en cuanto puedas.
Y descendió a su vez, llevando en la mano la linterna.
Livia le siguió poco después y el hombre comenzó a hablar:
—Traigo noticias poco tranquilizadoras. Han llegado al burgo unos desconocidos que por las descripciones y el comportamiento podrían ser vuestros perseguidores. Piden información sobre un grupo de forasteros que deberían haber desembarcado esta noche y no cabe duda de que os están buscando a vosotros. Si descendéis a tierra seréis localizados fácilmente. Prometen dinero para cualquiera que les proporcione alguna información y hay gente, en este lugar, que vendería a su propia madre por un puñado de calderilla, os lo aseguro. Además, he oído que veinte millas al norte el río está helado. No podría llevaros aunque quisiera.
—¿Es todo? —preguntó Ambrosino.
—A mí me parece suficiente —observó Batiato.
—Sí, es todo —confirmó el barquero—. Y hay que tener también presente que están en condiciones de reconocer esta barca: la vieron de cerca y además es inconfundible con esta carga de sal gema en medio de la cubierta. Ahora es noche cerrada y no se ve nada, pero mañana, con la luz, no tardarán mucho en identificaros. Mi intención es cargar y descargar antes del amanecer y zarpar inmediatamente después: no quiero que le prendan fuego. Nunca hubiera creído que pudieran llegar al mismo tiempo que nosotros. Deben de haber cabalgado sin descanso durmiendo poco o nada, o tal vez embarcaron en una nave mucho más rápida que esta gabarra. Un día, si nos volvemos a encontrar en alguna parte del mundo, sentiría curiosidad por que me explicarais la razón de tanta tenacidad, pero ahora hay cosas más importantes que decidir. Es decir, cómo podéis salvar el pellejo.
—¿Tienes alguna recomendación que hacernos? —preguntó Aurelio—. Tú conoces mejor que nosotros estos lugares y a esta gente.
El barquero abrió los brazos.
—Quizá tengo una idea —dijo Ambrosino—. Necesitamos un carro. Ahora mismo.
—¿Un carro? No es tan sencillo a estas horas de la noche, pero sé dónde los alquilan. En teoría deberíais devolverlo a veinte millas de aquí, pero hay que contar con que abusan: lo que ganan es tanto que amortizan costes al cabo de dos o tres viajes, por lo que no os andéis con demasiados escrúpulos. Voy a ver: vosotros estad listos... ¿Puedo preguntaros qué queréis hacer con el carro?
Ambrosino bajó la cabeza con una expresión de incomodidad.
—Es mejor que no lo sepas: comprendes lo que quiero decir, ¿verdad?
El barquero asintió y volvió a subir del interior. Poco después se había perdido en el dédalo de callejuelas que partían en sentido radial del puerto.
—¿Qué tienes en mente? —preguntó Aurelio.
—Haremos lo mismo que hicieron los francos hace treinta años. Pasaremos al otro lado sobre el hielo.
—¿De noche, y sin saber si aguantará? —preguntó Batiato desorbitando los ojos.
—Si alguien tiene una idea mejor que la exponga —respondió Ambrosino.
Todos permanecieron en silencio.
—Entonces, está decidido —concluyó Ambrosino—. Preparad vuestras cosas y que alguien vaya arriba a avisar a Vatreno.
Demetrio se disponía a hacer el encargo, pero Rómulo, tras alzarse de improviso, se le adelantó.
—Ya voy yo. Le llevaré de nuevo un poco de sopa.
Rómulo había desaparecido desde hacía un rato del interior de la barca cuando se oyó un gran alboroto y la voz de Vatreno que gritaba:
—¡Deteneos, deteneos, adonde vais!
Ambrosino intuyó lo que estaba sucediendo y comenzó a llamar:
—¡Corred, por el amor de Dios, corred!
Aurelio se lanzó a la carrera subiendo en dos zancadas a cubierta, seguido de Livia y Demetrio. Vatreno había ya bajado al muelle y corría gritando:
—¡Detente, detente he dicho!
También los otros fueron tras él y se encontraron frente a tres calles que se ramificaban en tres distintas direcciones.
—Vatreno ha tomado por la del centro —dijo Demetrio—. Yo voy por la derecha, tú y Lívia por la izquierda: nos encontraremos aquí tan pronto como sea posible.
Se oía en la distancia el ruido de una carrera alborotada y la voz de Vatreno que seguía llamando a Róniulo. Todos se lanzaron en su persecución. Aurelio se encontró pronto en un cruce de calles. —Por allí —dijo a Livia—. Yo voy por ese lado.
Entretanto Demetrio corría en una leve subida por la calle que imaginaba paralela a la que había tomado Vatreno. Buscó por todas partes, miró en cada rincón, pero las calles estaban vacías: era como buscar una aguja en un pajar. Livia y Aurelio no habían tenido mejor suerte. Se volvieron a encontrar jadeantes en un cruce de calles.
—Pero ¿por qué lo ha hecho? —preguntó Livia.
—¿No lo comprendes? No quiere que nosotros afrontemos más peligros y penalidades por él. Siente que es una carga y una amenaza para nosotros y quiere desaparecer de en medio.
—¡Dios mío, no! —exclamó Livia conteniendo a duras penas las lágrimas.
—Sigamos buscando —dijo Aurelio—. No puede estar muy lejos.
Rómulo, entretanto, había llegado a una plazoleta a la que daba una posada y se detuvo. Pensó que podía entrar y ofrecerse como mozo para la limpieza y para lavar la vajilla a cambio de comida y alojamiento. Se sentía solo, desesperado, espantado por la decisión que había tomado y por el futuro que le aguardaba, pero estaba convencido de que había actuado debidamente. Soltó un profundo suspiro y se disponía a echarse a andar, cuando, apenas había dado unos pocos pasos, la puerta de la taberna se abrió de par en par y apareció, bajo la luz de la linterna, uno de los bárbaros de Wulfila. Luego salieron
otros tres y se encaminaron hacia donde él estaba. Aterrorizado, Rómulo se dio la vuelta para echar a correr, pero se golpeó contra alguien que venía por el lado opuesto. Sintió una mano que le aferraba por un hombro y otra que le cerraba la boca. Trató de soltarse de nuevo más espantado aún, pero una voz familiar le dijo:
—¡Chist! Soy Demetrio. Guarda silencio: si esos nos ven somos hombres muertos.
Retrocedieron sin hacer el más mínimo ruido y luego Demetrio se lo llevó a la carrera en dirección al puerto. Ambrosino, el rostro contraído por la angustia, esperaba en la barandilla de la barca, flanqueado por sus compañeros.
—¡Pero qué has hecho! —exclamó apenas le vio. Levantó la mano en actitud de querer abofetearle, pero Rómulo ni pestañeó y le miró directamente a los ojos. Ambrosino percibió en aquella mirada la dignidad y la majestad de su soberano e inclinó la cabeza.
—Has puesto en peligro la vida de todos. Livia, Vatreno y Aurelio te están buscando todavía y pueden toparse en cualquier momento con un peligro mortal.
—Es cierto —confirmó Demetrio—. Un poco más y me doy de bruces con los hombres de Wulfila. Andan rondando por el burgo, evidentemente nos están buscando.
Entonces Rómulo rompió a llorar y corrió a esconderse en el interior de la barca.
—No seas demasiado severo con él —le dijo Demetrio—. No es más que un muchacho y debe enfrentarse a emociones tremendas y a decisiones que le superan.
Ambrosino suspiró y volvió a la barandilla para ver si los demás regresaban. Oyó, en cambio, la voz del barquero.
—He encontrado el carro —dijo mientras subía la pasarela—. Estáis de suerte. Pero hay que darse prisa: el alquilador quiere cerrar el trato e irse a dormir.
—Hemos tenido un problema —respondió Demetrio—. Y algunos de los nuestros andan por el burgo.
—¿Un problema? ¿Qué clase de problema?
—Ya voy yo con él —dijo Ambrosino—. Vosotros esperad aquí y que nadie se mueva, ¡por el amor de Dios!, hasta que hayamos vuelto. Demetrio asintió y se quedó de vigilancia esperando a sus compañeros junto con Orosio y Batiato. El primero en llegar fue Vatre-
no y luego, al cabo de un rato, Livia seguida de Aurelio. Estaban abatidos.
—Tranquilizaos —dijo Demetrio—. Pues yo le he encontrado, de puro milagro. Quería entrar en una taberna, creo. Un poco más y terminamos en manos de los carniceros de Wulfila.
—¿En una taberna? —preguntó Aurelio—. ¿Y ahora dónde está?
—Abajo. Pero ya le ha reconvenido Ambrosino.
—Voy yo —dijo Livia, y bajó al interior.
Rómulo estaba acurrucado en un rincón y lloraba quedamente, con la cabeza apoyada sobre las rodillas. Livia se le acercó y le hizo una caricia.
—Nos has dado un susto de muerte —le dijo—. No lo hagas más, te lo ruego. No eres tú quien tiene necesidad de nosotros. Somos nosotros quienes tenemos necesidad de ti, ¿comprendes esto?
Rómulo alzó el rostro y se secó las lágrimas con el borde de la túnica, luego se levantó y la abrazó estrechamente sin decir nada. De fuera llegó un ruido de ruedas sobre el adoquinado.
—Ahora ven —dijo Livia—. Coge tus cosas: es hora de irse.