28

Ambrosino volvió cuando era ya de noche con un par de mozos cuerda que traían pieles de oveja, mantas y capas para la noche, y anunció que había cerrado un trato con un barquero que transportaba sal gema hacia el norte descendiendo la corriente del Rin. Por un suplemento bastante módico estaba dispuesto a llevarlos hasta destino, a tierras de Argentoratum, adonde, si todo iba bien, llegarían en una semana aproximadamente de navegación. Además, le había vendido aquella bendición del cielo por poco dinero, lo que les permitiría pasar la noche decentemente bajo aquel cielo frío y en aquel ambiente tan húmedo. Su optimismo, sin embargo, contrastaba con la sensación de incertidumbre y de inquietud que los dominaba a todos por la suerte de Aurelio y de Rómulo, de quienes no se sabía nada desde hacía algunos días. Se daban cuenta de que todos los esfuerzos y peligros afrontados hasta aquel momento no tenían ningún sentido sin el muchacho. Comprendían que habían unido su propio destino a su suerte, y que esta dependía a su vez de su sostén y apoyo, de modo que la falta de ese punto de referencia parecía restar significado a su propia existencia.

Ambrosino se sentó en la cubierta con las piernas cruzadas, cogió un poco de pan y queso de la comida preparada sobre uno de los escudos y se puso a comer con escaso apetito.

—He hecho y rehecho los cálculos —dijo Vatreno—. Teniendo en cuenta el tipo de terreno que el río atravesaba, he llegado a la conclusión de que debemos de haberles sacado dos días de marcha de ventaja.

—¿Significa eso que tendremos que esperar aún toda la noche,

todo el día de mañana y quizá también el siguiente? —preguntó Orosio.

—Es posible, pero nunca puede asegurarse. Estoy convencido de que Aurelio está tratando de sacar la mayor distancia posible entre él y sus perseguidores, y Juba es un caballo veloz y resistente. Seguro que reducen el descanso al mínimo y avanzan lo máximo posible —observó Demetrio.

—Sí —objetó Batiato—, pero los días son ya muy cortos y caminar por la montaña en la oscuridad es imposible o muy peligroso, y dudo que Aurelio quiera arriesgarse a caer por un precipicio o tropezar con el caballo. Yo haría una estimación teniendo en cuenta recorridos limitados.

Todos expresaban su parecer, y pronto fue evidente que el cálculo de cada uno de ellos no coincidía con el de sus compañeros.

—Podrían estar allí, en esas alturas —dijo Livia mirando hacia las montañas—. Deben de tener hambre y frío y estar extenuados por el cansancio. En el fondo, nosotros hemos tenido suerte, aunque nues-

viaje haya sido más movido.

Vatreno trató de aportar una nota de optimismo.

—Tal vez nos preocupamos por nada. Es posible que Wulfila no laya conseguido pasar el torrente o que haya perdido mucho tiempo remontándolo o descendiéndolo hasta encontrar un vado. Aurelio puede también tomarse su tiempo y llegar cuando le sea posible. Sabe que le esperamos en un lugar visible y que no nos moveremos de este convoy flotante hasta que él nos haya visto.

—¿No podríamos hacerle una señal luminosa? —propuso Demetrio—. Si estuvieran allá arriba la verían y ello les infundiría ánimos. Comprenderían que los estamos esperando. Mi escudo es de metal: podríamos bruñirlo y...

—Es mejor que no —respondió Ambrosino—. Lo saben de todas formas, y nos encontrarán porque no se apartarán en ningún momento del río. Una señal luminosa atraería también a Wulfila, porque no os quepa duda de que no ha renunciado a la caza. No cejará hasta que nos haya exterminado a todos, os lo aseguro. Pero ahora tratad de descansar: el día ha sido movido y mañana no sabemos lo que nos aguarda.

—Haré el primer turno de guardia —dijo Livia—. No tengo sueño.

Fue a sentarse en la proa con las piernas colgando sobre el agua.

Los demás extendieron sobre la cubierta las pieles de oveja que Ambrosino había conseguido y se tumbaron uno al lado de otro cubiertos con las capas para darse mutuamente calor. Ambrosino se sentó aparte, escrutando largamente en la oscuridad, luego se levantó y se acercó a Livia.

—También tú deberías dormir. Este sitio es bastante tranquilo: tal vez un viejo hombre de estudios es suficiente para montar la guardia.

—Ya he dicho que no tengo sueño.

—Yo tampoco. Tal vez podría hacerte un poco de compañía... si quieres.

—Me encantaría. Con tanta más razón cuanto que dejamos una conversación a medias, ¿recuerdas?

—Sí, por supuesto.

—Hablabas de un enigma relacionado con la vida de Aurelio.

—Sí, así es. Unas palabras que oí sin querer. Esa noche en Fano y la otra noche en el puerto de montaña, mientras resbalaba hacia el abismo.

—¿De qué se trata? —preguntó Livia, turbada.

—Tal vez primero deberías decirme lo que tú sabes de él.

—Muy poco.

—Lo que crees saber.

—Yo..., yo creo que fue el joven héroe que defendió Aquilea durante nueve meses contra los hunos de Atila y que se sacrificó cediéndonos a mi madre y a mí la última posibilidad que tenía de escapar, la noche en que la ciudad cayó por obra de un traidor.

—¿Cómo puedes estar segura de ello?

—Lo presiento. Sé que no me equivoco.

Ambrosino buscó los ojos de Livia en la oscuridad.

—De hecho le mentiste... ¿No es así? Necesitabas un hombre capaz de intentar una empresa imposible y has querido atribuirle la memoria de un héroe que tal vez desapareció hace años.

—No... —respondió Livia—. Al comienzo, tal vez; pero luego, cuando le vi combatir, prodigarse, arriesgar en todo momento su vida para salvar la de los demás, no tuve ya dudas: él fue el héroe de Aquilea y, aunque no fuera cierto, para mi esta es la pura verdad.

—Una verdad que él rechaza. Y esta es la causa de vuestro desacuerdo, el fantasma que se interpone entre vosotros y os vuelve extraños el uno para el otro. Escucha, ninguna memoria, ningún recuerdo puede arraigar en su mente si debajo hay un vacío. No es posible construir sobre el agua.

—¿Tú crees? Yo lo he visto hacer.

—Ya, tu ciudad en la laguna. Pero esto es distinto, pues estamos hablando del alma de un hombre, de su mente herida, de sus sentimientos. Y por si ello fuera poco, ahora ha surgido otra verdad de su pasado y corre el riesgo de destrozarle.

—¿A qué verdad te refieres? Dímelo, te lo ruego.

—No puedo. No tengo ningún derecho a hacerlo.

—Comprendo —respondió Livia, resignada—. Pero ¿no podemos hacer nada por él?

Ambrosino suspiró.

—Hay que hacer salir la verdad, la única, del fondo de su mente donde está enterrada desde hace muchos años. Quizá yo conozco la manera, pero es terrible, terrible... Podría no sobrevivir a ello.

—¿Dónde debe de estar ahora, Ambrosino?

Ante aquella pregunta vio que se ponía rígido, que su mirada se volvía ausente, toda su persona parecía concentrada en un esfuerzo tremendo.

—Tal vez... en peligro —dijo con una voz extraña, metálica.

Livia se le acercó y le miró asombrada. De repente se dio cuenta de que él no estaba ya: su pensamiento y tal vez su misma alma estaban en otra parte. Recorrían misteriosos senderos, exploraban territorios remotos y álgidas extensiones nevadas. Vagaba por los montes, llevado por el viento, entre bosques de abetos y puntiagudos picachos, volaba por la superficie de lagos helados, silencioso e invisible como un ave rapaz nocturna.

Livia no dijo nada más, y permaneció largo rato absorta, escuchando el débil chapalear de las olas contra las tablas de la balsa. Un viento frío del norte desgarró las nubes y desveló durante unos instante el disco de la luna. El rostro de Ambrosino, iluminado por aquella luz diáfana, se asemejaba a una máscara de cera: los párpados estaban inmóviles, los ojos blancos y vacíos, como los de las estatuas. Solo la boca estaba abierta, como si estuviera gritando, pero sin emitir ningún sonido, ni tampoco su aliento se condensaba en vaho como el de los demás, como si no estuviera respirando.

El agudo chillido de un ave rapaz resonó en las tranquilas profundidades del bosque y Aurelio se sobresaltó en su duermevela, miró a su alrededor y aguzó el oído tratando de percibir las mínimas vibraciones del aire. Al punto sacudió a Rómulo que estaba durmiendo acurrucado a su lado.

—Rápido —le dijo—, tenemos que irnos. Wulfila anda por aquí

Rómulo miró alrededor aterrorizado, pero todo estaba silencioso y tranquilo y la luna se mostraba a ratos entre las nubes y las copas de los abetos.

—¡Rápido! —insistió Aurelio—. No tenemos un instante que perder.

Puso el bocado al caballo, lo cogió por las bridas y comenzó a descender a pie, lo más rápidamente posible, por el sendero que atravesaba el bosque, con Rómulo corriendo a su lado.

—Pero ¿qué has visto? —le preguntó el muchacho entre jadeos.

—Nada. Me ha despertado un grito, un grito de alarma. Y mi instinto. Estoy acostumbrado a percibir una amenaza, después de tantos años de guerra. Corre, tenemos que ir más rápidos. Más rápidos. Pasaron el bosque y se encontraron al descubierto en una vasta extensión nevada. La luna difundía una vaga claridad que el reflejo de la nieve volvía más intensa aún y Aurelio vio a escasa distancia las señales de dos ruedas que salían del bosque y se dirigían hacia el valle.

—Por allí —dijo—. Por donde pasa un carro el terreno es bueno. Ahora podemos montar a caballo, por fin. Vamos, sube, ligero.

—No comprendo..., pero si no hay nadie que... Pero Aurelio no respondió siquiera, aferró al muchacho por el brazo, lo izó sobre el lomo del caballo, delante de él, y espoleó. Juba se lanzó al galope por la pendiente, siguiendo el rastro del carro, a través del prado cubierto de nieve. A lo lejos se entreveía la forma oscura de una aldea, y Aurelio espoleó aún más rápido. Desde detrás de las primeras casas fueron recibidos por un coro de ladridos, entonces se desvió hacia el fondo del valle hasta encontrarse en una llanura en ligero realce desde la que podía dominarse el cauce del río. Dejó escapar un suspiro de alivio y puso al paso a Juba durante un breve trecho, para permitirle recuperar el aliento. El generoso animal, vaheando de sudor, resoplaba lanzando grandes nubes de vapor por los ollares y bufaba mientras mordía el freno, como si estuviera impaciente por retomar la carrera. Tal vez también él presentía la amenaza de un peligro.

Wulfila y los suyos se asomaron en el lindero del bosque de abetos e inmediatamente observaron las huellas sobre el manto nevado inmaculado: huellas de un caballo que poco después se confundían con las de un carro que descendía por el declive.

Uno de los suyos saltó a tierra y exploró las huellas con la punta de los dedos.

—La herradura trasera izquierda tiene solo tres clavos y las huellas delanteras son más profundas que las traseras. Hay un peso entre la silla y el cuello del caballo. Son ellos.

—¡Por fin! —exclamó Wulfila—. Y ahora apresémoslos, no pueden ya escapársenos.

Levantó la mano e hizo seña a los suyos de que le siguieran al galope montaña abajo. Eran unos setenta y a su paso levantaban una nube blanca, un halo de polvo de plata que la luna hacía centellear como un mágico arco iris nocturno. Despertados por los ladridos cada vez más fuertes de los perros, algunos de los hombres de la aldea se levantaron y vieron aquella cabalgada fantasmagórica atravesar el gran claro del bosque que dominaba sus viviendas. Se santiguaron pensando en las almas condenadas que se decía salían del infierno por la noche en busca de víctimas a las que arrastrar con ellas a los tormentos del más allá, y a continuación volvieron a cerrar las ventanas y se quedaron con el oído pegado a los postigos, temblando de miedo, hasta que el ruido de aquel galope se desvaneció en la lejanía, hasta que el último ladrido de los perros de guardia se hubo aquietado en un quedo gañido.

La fría luz del alba comenzó lentamente a bañar la fina capa de nubes que cubría el cielo y a despertar uno tras otro a los hombres que dormían acurrucados bajo las capas. También Livia se levantó, se pasó las manos por la frente y por las sienes: le parecía haberlo soñado todo, y que en realidad Ambrosino no había hablado nunca con ella. También él, en efecto, yacía junto con los demás, tumbado sobre las pieles de carnero. Demetrio, que en aquel momento parecía escrutar la línea de las colinas cubiertas de nieve, montaba guardia. Ambrosino propuso trasladarse mientras tanto a la barca que los había de transportar al norte, y así estar listos para partir tan pronto como

ello fuera posible. Habían dejado las balsas como valor de cambio al mismo barquero, que pensaba utilizarlas como remolcadores para sus transportes fluviales.

Era un hombre de unos cincuenta años, robusto, fornido, con una gran cabellera de pelo cano, ataviado con una casaca de fieltro y un gran mandil de piel, de modales bruscos y resueltos.

—No puedo seguir esperando mucho —-dijo apenas los vio—. La gente está empezando la matanza del cerdo y necesita sal para conservar las salazones. Y luego hay otra razón, mucho más importante. Cuanto más entrado el invierno, más riesgo corremos de quedar bloqueados cuando estemos ya al norte. Quiero decir que el mismo río puede helarse y el hielo puede aprisionar y hacer pedazos mi embarcación.

—Pero habíamos dicho que se podía esperar hasta esta noche. No te vendrá de esperar unas pocas horas más, digo yo —objetó Ambrosino.

Livia notó que su voz era muy débil, como velada por la ronquera, su color terroso, que su rostro estaba marcado por unas profundas arrugas, como si no hubiera pegado ojo en toda la noche.

—Lo siento —rebatió el barquero—, pero el tiempo está cambiando, como vosotros mismos podéis ver, se está levantando también la niebla y la navegación puede hacerse muy arriesgada. No es culpa mía si el tiempo empeora.

Ambrosino insistió.

—Te hemos dejado las balsas en propiedad y ya tienes tu ganancia sobre la carga, y además te daremos más dinero para que nos lleves. Consiente a nuestra petición. Estamos esperando a otros amigos que no tardarán en llegar. Te lo aseguro.

Pero el barquero no daba su brazo a torcer.

—Tengo que zarpar —respondió—. ¿Qué queréis que os diga?

Se acercó Vatreno.

—Yo sí sé qué decirte. Escúchame bien: o haces lo que te decimos por las buenas o tendrás que hacerlo por las malas. Estamos todos armados y por tanto zarparás cuando te lo diga yo.

El barquero se retiró a la popa hecho una furia y se puso a confabular con su tripulación.

—No hubieras tenido que decir eso —dijo Ambrosino—. Siempre es mejor negociar, siempre es mejor convencer que obligar.

—Será como tú dices —repuso Vatreno—, pero por el momen-

to estamos todavía anclados porque mis argumentos han sido más convincentes que los tuyos.

No había terminado de decir estas palabras cuando Livia soltó un grito.

—¡Son ellos!

Y era cierto. Aurelio y Rómulo estaban descendiendo la pendiente a toda velocidad, pero eran perseguidos ahora ya de cerca por el escuadrón de Wulfila que cargaba con las espadas desenvainadas lanzando gritos que dejaban helado el corazón. El barquero vio la escena y se imaginó enseguida a su querida embarcación transformada en campo de batalla, o peor aún, quemada por aquellos demonios aullantes corno represalia por haber dado refugio a unos fugitivos tal vez buscados por algún delito. Gritó a pleno pulmón:

—¡Soltad amarras, ahora!

Y dos hombres de la tripulación soltaron en un abrir y cerrar de ojos las amarras, mientras otro empujaba con un remo contra el muelle a fin de poner la proa en la corriente.

Vatreno gritó:

—¡No! ¡Malditos bastardos!

Pero era ya demasiado tarde: la barca ya se había soltado y se alejaba lentamente del embarcadero de madera en el que estaba amarrada. Livia vio que Aurelio tenía un momento de incertidumbre: se estaba dirigiendo hacia las balsas, pero debía de haber visto que estaban vacías. Gritó entonces lo más fuerte que pudo:

—¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí! ¡Corre, Aurelio, corre!

Y se puso a agitar la capa. También los otros comenzaron a agitarse de todas las maneras posibles mientras gritaban:

—¡Aquí! ¡Estamos aquí! ¡Corre!

Aurelio los vio, apretó entre las rodillas los ijares de Juba y tiró violentamente del bocado haciéndole dar al caballo un brusco giro. Luego lo lanzó de nuevo adelante gritando:

—¡Vamos, Juba, vamos, salta!

Y le hizo sentir el estirón de las riendas en el bocado y en el cuello. La barca estaba ahora paralela a la orilla y superando el extremo del embarcadero. Aurelio lo embocó recorriéndolo a toda velocidad hasta el fondo, luego lanzó a Juba en un salto acrobático que le llevó a aterrizar sobre el montón de sal gema, hundiéndose hasta los corvejones. Aurelio y Rómulo se lanzaron hacia un lado aterrizando asimismo sobre la blanca capa de sal, que amortiguó su caída. Batiato, visto el súbito cambio de situación, arrancó los dos timones de popa, los calzó en los escalmos y usándolos a modo de remos imprimió nueva velocidad a la barca. También Wulfila recorrió al galope el embarcadero, llevado por el ardor de la persecución, pero tuvo que frenar a su semental en el último momento para no precipitarse al agua. Alcanzado por sus compañeros, tuvo que asistir una vez más furioso e impotente, a la fuga de sus presas.

Vatreno les hizo un gesto obsceno gritando una expresión castrense que Rómulo no comprendió. El muchacho se le acercó, quitándose de encima la sal de la que estaba completamente cubierto.

—¿Qué significa temetfutue? —le preguntó ingenuamente.

—¡César! —le reconvino Ambrosino—. No se repiten esas cosas.

—Significa «jódete!» —repuso, tranquilo, Vatreno. Y luego levantó al muchacho entre los brazos y le izó por encima de las cabezas de todos gritando—: ¡Bienvenido, César!

Hubo un estallido de alegría incontenible que la tensión había ahogado hasta pocos instantes antes. Todos se abrazaron y también Juba era objeto de efusiones, como era justo para el heroico corcel que había llevado a la salvación a Rómulo y a Aurelio con una increíble proeza. Batiato entregó de nuevo los timones a la tripulación y se unió al regocijo de sus compañeros.

Entretanto Wulfila continuaba siguiéndolos, cabalgando a lo largo de la orilla y agitando en la mano la espada de César como una amenaza eterna, implacable. Aurelio se apoyó en la barandilla de estribor plantándole cara a su enemigo, exponiéndose a la oleada de su odio como a un viento gélido que le quemara la piel; no podía dejar de mirar fijamente la espada resplandeciente que el bárbaro empuñaba. Los jinetes lanzaban contra ellos una lluvia de flechas que caían en el agua con ligeras zambullidas. Una, lanzada en amplia parábola, cayó sobre la cubierta, pero el escudo de Demetrio, prestamente alzado, la recibió de lleno antes de que hiriera a Livia. Ahora ya, a cada instante, la distancia aumentaba y pronto se volvería insuperable.

Entonces Rómulo se acercó a Aurelio y le abrazó.

—No pienses más en esa espada —dijo—. No me importa si la has perdido. Hay cosas más importantes.

—¿Cuáles? —preguntó Aurelio con amargura.

—Que estamos todos juntos, de nuevos juntos. Y lo único que me importa es que todos me quieran. Y espero que tú también.

—Te quiero, César —respondió Aurelio sin darse la vuelta.

—No me llames César.

—Te quiero, chico —respondió Aurelio.

Luego se volvió, finalmente, hacia él y le abrazó estrechamente, con los ojos bañados en lágrimas.

En aquel momento la densa masa de nubes se abrió, la niebla que se extendía sobre el agua se volvió más rala y el sol incendió la superficie del gran río, iluminando la extensión nevada que cubría las orillas y haciéndola brillar como un manto de plata. Todos se quedaron encantados ante aquella vista, como ante una visión de esperanza. Luego, desde popa, del pequeño grupo de veteranos, la voz ronca de Elio Vatreno entonó, lento y solemne, el himno al sol, el antiquísimo carmen saeculare de Horacio:

Alme Sol curru nitido diem qui

promis et celas...[3]

A aquella voz se le sumó una segunda y luego una tercera y una cuarta, y luego la de Livia y la del mismo Aurelio:

aliusque et idem

nasceris, possis nihil Roma

visere mains...[4]

Rómulo dudó, mirando a Ambrosino.

—Pero es un canto pagano... —dijo.

—Es el canto de la grandeza de Roma, hijo mío, que no habría alcanzado tanto esplendor de no haberlo permitido Dios. Y ahora que se dirige a su ocaso, justo es elevar este canto de gloria.

Y se unió él mismo al coro.

También Rómulo cantó. Alzó su voz aún clara de chiquillo como no lo había hecho nunca hasta aquel momento, dominando las profundas y potentes de sus compañeros, uniéndose a la de Livia tensa y trémula. Y también el barquero, bajo el influjo de aquella atmósfera tan intensa, cantó con ellos siguiendo la melodía aunque sin conocer la letra.

Al final el canto se apagó mientras el sol, tras imponerse a las núbes y disipar definitivamente la niebla, resplandecía triunfante en el cielo invernal.

Rómulo se acercó al barquero, que ahora estaba callado y tenía una extraña luz, como de emoción, en los ojos.

—¿También tú eres romano? —le preguntó. —No —respondió—. Pero me gustaría serlo.