Una hora antes del amanecer, cuando aún estaba oscuro, Demetrio terminó su último turno de guardia y despertó a sus compañeros. Estaban todos ateridos, a pesar de ese pequeño fuego que habían conseguido mantener vivo en el interior de su refugio; también los dos animales que habían pasado la noche al raso se habían acercado para protegerse mutuamente del cortante frío. Después de la gran alegría por el peligro del que habían escapado y por la salvación inesperada de Rómulo todos debían ahora enfrentarse a una realidad que se presentaba de nuevo durísima, si no desesperada. No les había quedado más que un caballo y una mula, y la espada de Aurelio estaba ahora en manos de Wulfila, quien sin duda no veía la hora de poner a prueba su potencia devastadora. ¿Cómo podrían continuar el viaje?, pero, sobre todo, ¿cómo huirían de Wulfila y de sus hombres si los descubrían? Era evidente que los enemigos volverían sobre la colina que dominaba el puerto de montaña para buscar los cadáveres y posibles rastros de los fugitivos que la nevada nocturna no hubiera borrado del todo.
Todos convinieron, tras brevísima consulta, que era necesario abandonar cuanto antes aquel lugar para descender y cruzar la frontera. Ursino les rogó que se apresurasen para atravesar el río, antes de que los enemigos hubieran advertido su presencia. Luego se despidió de cada uno de ellos, presa de una gran emoción.
—El río está directamente delante de vosotros, así como también el puente de barcas, no tiene pérdida. Si no fuese tan viejo iría también yo y sería para mí el mayor de los honores el batirme por mi emperador, pero, estando las cosas como están, sería para vosotros más un incordio que otra cosa, y además tengo que volver para ver cómo se encuentra mi mujer, que debe de estar medio muerta de miedo.
Se acercó a Rómulo y le besó la mano con deferencia.
—Que el Señor te proteja, César, allí donde vayas, y pueda perpetuar por medio de tu persona el nombre romano por los siglos futuros.
Y se alejó con su perro para Llegar a su casa antes de que se hiciera de día. Le vieron alejarse, conmovidos ellos también, y preocupados por que le sucediera algo malo a él y a su mujer por la ayuda que les habían prestado.
—Ahora, movámonos —dijo Ambrosino—. No nos queda ya mucho tiempo.
Comenzaron a descender lentamente hacia el valle. Aurelio en último lugar, llevaba a Juba por las bridas, mientras Vatreno guiaba a la columna buscando los pasos menos pronunciados e impracticables. De repente levantó un brazo.
—¡Quietos!
Aurelio acudió presuroso a su lado.
—¿Qué sucede? —Tú mismo puedes verlo —respondió Vatreno.
Al final de la pendiente se extendía un trecho llano, de tal vez unos doscientos o trescientos pies, atravesado en su parte norte por un torrente que centelleaba en la oscuridad del valle. Unía ambas orillas un puente de balsas amarradas por medio de un par de cabos anclados en las márgenes. Pasado el río, a una distancia de quizá un centenar de pies, se distinguía, en contraste con la blanca extensión nevada, la masa oscura de un espeso bosque de abetos.
—Sí, es el puente. Si conseguimos atraversarlo estamos salvados. Nos adentraremos en el bosque, donde será más fácil esconder nuestro rastro. Por lo menos eso espero.
—No me refiero a eso —rebatió Vatreno—. Mira allí al fondo, a tu izquierda: ¿no ves nada?
Aurelio soltó un juramento:
—¡Malditos hijos de perra! ¿Y ahora qué hacemos?
En el punto indicado por Vatreno se veía, en efecto, en el incierto resplandor de la nieve, una columna de hombres armados que avanzaba en dirección al puente.
—Y por allí llegan otros —dijo Demetrio indicando a otro grupo que avanzaba por la derecha.
—Estamos atrapados.
—No, queda todavía una esperanza —intervino Livia—. Tú, Aurelio, tienes aún el caballo: coge a Rómulo contigo y apenas la pendiente se haga menos pronunciada lánzate a toda velocidad hacia el puente. Los bárbaros avanzan bastante lentamente porque están en la nieve alta. Nosotros buscaremos un escondite y luego te alcanzaremos en el bosque esta noche, a pie.
—No creo que sea posible —objetó Ambrosino—. Esos tienen sin duda órdenes de defender el puente, y por tanto quedaremos aislados para siempre.
Echó una mirada a su mula y a los escudos atados a la albarda y de repente se le iluminó el rostro:
—Escuchad, se me acaba de ocurrir una idea: hace seis siglos, un grupo de guerreros cimbrios consiguió escapar en los Alpes a la maniobra envolvente del cónsul Lutacio Cátulo lanzándose por la nieve, deslizándose sobre los escudos.
—¿Sobre los escudos? —preguntó, incrédulo, Vatreno.
—Sí, sosteniéndose agarrados a las correas interiores. Puede leerse en las Vidas de Plutarco. Pero tenemos que movernos, inmediatamente.
Hubo un momento de incertidumbre, dado lo aparentemente absurdo de la propuesta; luego, uno a uno, fueron desatando los escudos de las correas y los dejaron en el suelo.
—Así —continuó Ambrosino—, tenéis que sentaros en el interior y agarraros a las correas, así. Desplazando el peso de vuestro cuerpo a derecha e izquierda, maniobrando de este modo con las correas deberíais conseguir mantener la dirección deseada. ¿Me he explicado?
Todos asintieron, también el perplejo Batiato que miraba aterrorizado la pronunciada pendiente que le separaba del puente. Aurelio, entre tanto, tras hacer montar a Rómulo delante de él, comenzó a descender la pendiente en zigzag hasta que, alcanzado un punto menos pronunciado, acicateó al caballo primero con los talones a un paso rápido y luego al galope a través de la extensión nevada. Muy pronto los bárbaros desde una y otra parte se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo y espolearon a sus cabalgaduras, pero su velocidad era limitada por la profundidad de la nieve que se había acumulado sobre todo en las hondonadas de los lados de la colina, de modo que Aurelio parecía poder mantener su ventaja.
—Vamos, Juba —gritaba incitando al corcel, mientras Rómulo miraba a los lados para calcular el avance de los enemigos y luego hacia atrás para ver si Ambrosino ponía de veras en práctica su loco plan. Lo que vio le dejó estupefacto.
—¡Mira, Aurelio! —gritó—. ¡Están llegando!
E inmediatamente después, uno tras otro, fueron pasando a derecha e izquierda los escudos lanzados a toda velocidad, cada uno pilotado por su propio ocupante: Demetrio, Vatreno, Orosio, Livia, el mismo Ambrosino con la larga cabellera blanca al viento y por último Batiato, que se sostenía a duras penas en equilibrio sobre aquel precario apoyo.
Aurelio prosiguió su carrera y atravesó el puente al galope, una vez al amparo del lindero del bosque se volvió para ver qué hacían sus compañeros y vio que justo en aquel preciso momento aquella especie de avalancha humana, llegada a las primeras asperezas de la parte llana, había concluido el descenso con una aparatosa caída. Lo que sucedió después fue cuestión de segundos. Vatreno me el primero en levantarse, vio a los bárbaros ya muy cerca por una y otra parte, miró al puente y comprendió que solo le quedaba una posibilidad. Gritó:
—¡Todos al puente! ¡Vamos, ai puente!
Los otros se incorporaron lo más deprisa que pudieron y corrieron detris de él hasta alcanzar el puente. Vatreno ordenó:
—¡Batiato, tú y Demetrio, cortad esa parte, Orosio y yo esta! ¡A una señal mía, ahora!
Aurelio se disponía a acercarse, pero ya las segures y las espadas caían sobre los cabos de anclaje y todo el puente de balsas se deslizó sobre la corriente a gran velocidad, dejando a los bárbaros burlados y furibundos. Wulfila llegó en aquel momento y le gritó a Aurelio:
—Te encontraré, bellaco, te encontraré dondequiera que te escondas, aunque tenga que seguirte hasta los confines de la tierra.
Aurelio se estremeció: por primera vez en su vida no podía reaccionar a un desafío tan arrogante. Pero no respondió, espoleó al caballo y desapareció rápidamente de la vista.
No habían recorrido siquiera una milla, cuando Rómulo, que no perdía de vista el río un solo momento, vio por un instante deslizarse velocísimo el tren de balsas en la corriente y le pareció que no faltaba nadie. Estaban agarrados a las cuerdas de la barandilla y se sos-
tenían uno a otro tratando de no caer dentro de los torbellinos de la impetuosa corriente. Luego la extraña embarcación desapareció detrás de una espesura boscosa que obstaculizaba la vista. Le dio apenas tiempo de gritar «¡Ahí están!», cuando ya habían desaparecido.
Aurelio puso el caballo al paso.
—¡Pero así no los alcanzaremos nunca! —se lamentó el chico.
—No hay caballo que pueda alcanzar la velocidad de un río de montaña. La inclinación es fuerte y las aguas descienden muy rápidas. Y además Juba está cansado y nos tiene que llevar a los dos, no debemos pedirle más de lo que puede dar de sí. Pero no te preocupes: nosotros seguiremos la corriente, y estoy seguro de que nuestros amigos terminarán por encallar en algún bajío o recalarán en algún puerto apenas el río haya demorado su curso y se haya adentrado en la llanura. Los esperaremos y los alcanzaremos.
—Pero ¿por qué lo han hecho? —preguntó Rómulo—. Habrían podido atravesar el puente y luego cortar el anclaje desde el otro lado.
—Es cierto, pero Vatreno ha tomado la decisión más sabia: ha actuado de veras como un estratega y como gran soldado que es. Ha estado extraordinario. Piensa por un momento: si hubiese hecho tal como tú dices nos habríamos encontrado todos juntos, pero a pie, y por tanto nuestra marcha hubiera sido tan lenta que los bárbaros habrían tenido tiempo de echar alguna pasarela improvisada o bien de vadear el torrente más arriba y luego alcanzarnos sin esfuerzo en una jornada de marcha como máximo. Así, en cambio, nuestros compañeros tienen la posibilidad, siempre que consigan salvarse, de poner una gran distancia entre ellos y sus perseguidores, mientras que nosotros, siendo solamente dos, podemos movernos mucho más ágilmente, escondernos, cambiar de itinerario y quizá también encontrar otro caballo y aumentar considerablemente nuestra velocidad.
Rómulo meditó durante unos instantes y luego dijo:
—Creo que tienes razón, pero me pregunto qué estará pensando Ambrosino y cómo se sentirá ahora que estamos separados.
—Ambrosino sabe perfectamente cuidar de sí mismo y sus consejos resultarán inestimables para nuestros compañeros.
—Es cierto, pero ¿te das cuenta de que esta es la primera vez, desde que me conoció a la edad de cinco años, que estamos separados el uno del otro?
—¿Quieres decir que él siempre ha estado contigo desde que le conociste?
—Así es. Más que mi padre y que mi madre, más que cualquier otro. Es el hombre más sabio y más agudo que conozco y no deja nunca de sorprenderme: le he visto hacer cosas, desde que fuimos hechos prisioneros por Odoacro, que jamás había visto y no me asombraría nada que tuviera en reserva quién sabe cuántos otros secretos y cuántos otros recursos.
—Debes quererle mucho —dijo Aurelio.
El muchacho sonrió, recordando ciertos momentos de la vida en común con su preceptor.
—A veces es un lunático —dijo— pero es la persona que más quiero en este mundo.
Aurelio no añadió nada más. Espoleó al caballo a una andadura sostenida para no distanciarse en exceso de las balsas, que imaginaba aún muy rápidas por el río, o acercarse demasiado a los perseguidores, que pensaba debían de estar ocupados en pasarlo de algún modo por algún sitio. El viaje continuó sin incidentes en medio de un paisaje encantador de picos rocosos que el sol teñía de púrpura mientras descendía hacia el horizonte, de lagos de increíble transparencia, relucientes cual espejos que reflejaban el verde sombrío de los bosques, el blanco deslumbrante de las nieves, el azul intenso del cielo. Rómulo estaba impresionado por tanta belleza y miraba a su alrededor atónito a cada cambio de perspectiva, a cada variación de la luz. Aurelio concedió aún un poco de reposo a Juba poniéndolo de nuevo al paso.
—No había visto nunca nada parecido —dijo Rómulo—. ¿Qué tierra es esta?
—Antiguamente era la tierra de los helvecios, un pueblo perteneciente a la nación celta que se atrevió a desafiar al gran César.
—Conozco ese episodio —repuso Rómulo—. He leído De Bello Gallico varias veces. Pero ¿por qué quisieron dejar una tierra tan encantadora?
—Los hombres no están nunca contentos con lo que tienen —respondió Aurelio—. Están condenados a buscar siempre: nuevas tierras, nuevos horizontes, nuevas riquezas. Como los individuos, que desean destacar sobre los demás, descollar en riqueza o en valor o en sagacidad, así sucede también con los pueblos y las naciones. Esto genera, por un lado, continuos progresos en el terreno de los estudios, de las exploraciones, de la industria y de la actividad humana, pero por otro produce conflictos y choques a menudo sangrientos.
Es un esfuerzo inmenso e inútil: todo lo que obtenemos a base de enormes esfuerzos lo pagamos, de todos modos, a un precio muy alto. Y a menudo, al final, lo que perdemos es muchos más que las ventajas que obtenemos. Los helvecios tenían las montañas y tal vez deseaban las llanuras, las tierras vastas y fértiles. O tal vez se habían multiplicado en exceso y estos valles se habían vuelto para ellos demasiado pequeños. Pensaban que expandiéndose en la llanura se convertirían en una nación más fuerte, más numerosa y por tanto más poderosa. En cambio, fueron al encuentro de su aniquilación.
—Y tú, Aurelio —preguntó Rómulo—, ¿tú qué querrías? ¿Cuál es tu aspiración?
—Yo quisiera... paz.
—¿Paz? No puedo creerlo: tú eres un guerrero, el más fuerte y valiente que haya visto nunca.
—No soy un guerrero, soy un soldado. Es distinto. Lucho solo por necesidad, para defender aquello en lo que creo. Pero nadie más que un combatiente, que un miles, sabe lo terrible que es la guerra. Me gustaría vivir un día en un lugar tranquilo y retirado, cultivar los campos y criar animales, dormir sin tener que saltar de pie por la noche, al menor ruido, con la espada ya empuñada. Despertarme con el canto del gallo y no con los sones de la trompa que llama a las armas. Y quisiera sobre todo la paz de espíritu que no he tenido nunca. Parecen aspiraciones, en el fondo, modestas, y sin embargo imposibles de hacer realidad. Vivimos en un mundo enloquecido donde nada es ya seguro para nadie.
El sol se ponía ya en el horizonte iluminando con un último resplandor rosado las cimas majestuosas que coronaban la inmensa cresta. Aurelio trató de acercarse al río cuanto pudo, para no perder contacto con la única vía que podía permitirle un reencuentro con sus compañeros, pero era consciente al mismo tiempo de que esto le exponía al riesgo de ser visto por los hombres de Wulfila que, sin duda, no habían renunciado a la caza.
—Descansaremos lo mínimo indispensable —dijo—, luego retomaremos el camino.
—¿Dónde estarán a estas horas? —preguntó Rómulo.
—Delante de nosotros, sin duda, por lo menos a una jornada de camino. El río no descansa nunca, corre todo el día y toda la noche, y ellos van con el río. Nosotros recorremos senderos pronunciados, angostos e impracticables, atravesamos bosques y torrentes.
Rómulo cogió las mantas de la silla y preparó la yacija para el descanso en un recoveco de una roca, en posición dominante, mientras Aurelio le quitaba el bocado al caballo y le ponía el cabestro.
—Aurelio...
—Sí, César.
Rómulo se interrumpió durante un instante, contrariado por la insistencia de Aurelio en el uso de aquel título, luego preguntó:
—¿Existe la posibilidad de que no los encontremos más?
—Es una pregunta cuya respuesta ya conoces: sí. Quizá en este río hay rápidos, tal vez cascadas y escollos que afloran y que pueden hacer pedazos sus balsas. Si caen en el río el agua está gélida y nadie puede resistir dentro de él más que por muy breve tiempo. Y a su alrededor hay hielo y nieve. La montaña, en invierno, es el ambiente más hostil. Además puede haber bandas de salteadores de caminos, grupos de soldados en desbandada en busca de una presa. Los peligros en este mundo son infinitos.
Rómulo se tumbó en silencio echándose la manta sobre los hombros.
—Duerme —le dijo Aurelio—. Juba hará una buena guardia: si alguien se acerca nos avisará y podremos alejarnos a tiempo. Además, yo duermo siempre con un ojo abierto.
—¿Y ellos? ¿A qué distancia podrían estar?
—¿Nuestros perseguidores? No lo sé. Tal vez a algunas horas de marcha, tal vez a media jornada o más. Pero no creo que estén demasiado lejos. Y nosotros dejamos huellas tan evidentes en la nieve que hasta un niño podría seguirlas.
Rómulo guardó silencio durante un rato, luego preguntó de nuevo:
—¿Qué sucedería si nos alcanzaran?
Aurelio dudó un instante antes de responder.
—Los peligros se afrontan en el momento en que se presentan. Augurarlos no hace sino empeorar la situación: el temor aumenta, la amenaza los agiganta a causa de nuestra imaginación. En cambio, cuando uno se encuentra de improviso frente al peligro, nuestra mente moviliza en un instante todos sus recursos, nuestro cuerpo se ve invadido por un poderoso flujo de energía, los latidos del corazón aumentan, los músculos se expanden y se endurecen, el enemigo se convierte en un blanco a batir, a hacer pedazos, a aniquilar...
Rómulo le miró admirado.
—Tú no eres solo un soldado, Aurelio. Eres también un guerrero...
—Sucede cuando durante años debes vivir en medio de amenazas continuas, de horrores y destrucciones, de matanzas y calamidades, de torturas y sevicias. Hay una bestia que duerme en cada uno de nosotros: la guerra la despierta. —¿Puedo preguntarte una cosa? —Por supuesto.
—¿En qué piensas cuando estás en silencio durante horas y ni siquiera oyes mis palabras si te digo algo?
—¿De veras hago eso?
—Sí. Tal vez mi conversación te aburre o te fastidia.
—No, César, no... Yo trato solo de..., trato de...
—¿De qué?
—De recordar.
El puente de barcas, liberado de sus anclajes, había sido arrastrado por la corriente a gran velocidad y en un primer momento había mantenido su disposición transversal haciendo pronto prever una catástrofe. Se perfilaba, en efecto, a una media milla de distancia, un peñasco en el centro del río que rompería en dos el frágil tren de balsas. Ambrosino se dio cuenta inmediatamente y gritó:
—¡Todos a la balsa del extremo, rápido! —Él fue el primero en llegar a ella a gatas sujetándose lo mejor posible para no caerse en el agua.
Los compañeros le siguieron, y a medida que el peso se acumulaba sobre la balsa de la izquierda esta tomaba mayor velocidad y se situaba en cabeza, mientras que las demás balsas se desviaban rápidamente en la misma dirección. Así estabilizado, el convoy pasó por la derecha del escollo rozándolo sin golpearlo y todos dejaron escapar un suspiro de alivio.
—Necesitamos unos palos para usar como remos —dijo Ambrosino—. Tratad de coger alguna ramas de la corriente.
—¡Podríamos desenganchar una parte de las balsas! —propuso Vatreno.
—No, pues tomarían más velocidad y perderíamos en estabilidad; esta larga cola de pontones flotantes nos mantiene en equilibrio. Necesitamos cuanto antes unos palos para usar como remos.
Pero no había ramas en la corriente, solo ramitas demasiado ligeras que no servían de nada. Batiato entonces se acercó a la barandilla.
—¿Serviría esto? —gritó para dominar el rumor de la corriente.
Ambrosino asintió y el etíope arrancó la barandilla de la izquierda, una especie de largo palo burdamente escuadrado, y fue a colocarse cerca de Ambrosino que ahora ya hacía las veces de piloto de aquella extraña embarcación. La velocidad seguía siendo muy fuerte y se divisaban ya unos rápidos: el agua rebullía y espumeaba desde el centro hacia la derecha hasta casi la orilla, Ambrosino ordenó a Batiato plantar el palo en la izquierda con todas sus fuerzas y el máximo que pudiera. Batiato, con insospechada pericia, así lo hizo y el pontón viró a la izquierda pasando a ras de los rápidos, pero la cola no se adecuó tan rápidamente al cambio de dirección de las balsas de cabeza de manera que la última golpeó violentamente contra las piedras que afloraban y se hizo pedazos.
Los hombres se volvieron a mirar la balsa rota en mil astillas esparcidas entre los remolinos y la espuma de los rápidos, luego volvieron enseguida a concentrarse en el problema de mantener el equilibrio que se veía continuamente amenazado por sacudidas y ondulaciones. En ciertos momentos tenían la sensación de estar sobre la silla de un caballo salvaje, tantas y tan fuertes eran las oscilaciones de las balsas sobre las olas que seguían las continuas asperezas del fondo y de las márgenes. Puntas rocosas asomadas hacia el centro de la corriente alimentaban remolinos imprevistos y torbellinos; ensanchamientos del cauce provocaban remansamientos no menos súbitos de la corriente que inmediatamente después, con el aumento de la inclinación, retomaba velocidad obligando a los ocupantes de la extraña embarcación a un esfuerzo enorme y continuado para mantener el equilibrio. De pronto el torrente comenzó a demorar su velocidad y las asperezas del fondo se hicieron menos frecuentes y peligrosas, pero comenzaron a aparecer grandes bancos de cantos rodados en los que era fácil encallar con efectos no menos devastadores. En uno de estos improvisados virajes, Orosio perdió el equilibrio, rodó sobre el tablado y se precipitó al agua.
—¡Orosio ha caído al agua! —gritó, angustiado, Demetrio—. ¡Rápido, ayudémosle, la corriente se lo lleva!
Vatreno cortó con un golpe de espada una de las cuerdas que hacían las veces de tensores y la arrojó varias veces al náufrago, quien sin embargo no conseguía aferraría.
—Si no conseguimos cogerle el frío acabará con él —gritó Ambrosino.
Livia, entonces, sin decir nada, se ató la cuerda a la cintura y dio el otro cabo a Vatreno.
—Sostenía fuerte —dijo, y se lanzó al agua nadando con toda su energía hacia Orosio que estaba ya a merced de la corriente y no podía reaccionar.
Le alcanzó y le aferró por la cintura, gritando:
—¡Le he cogido! ¡Tirad! ¡Rápido!
Vatreno y sus compañeros tiraron de la cuerda con todas sus fuerzas mientras Batiato trataba de mantener la proa lo más recta posible, hasta que Livia primero, y luego Orosio semidesvanecido, fueron izados sobre el pontón. Estaban completamente calados de agua gélida y sus compañeros los cubrieron con las mantas para que pudieran quitarse las ropas mojadas y secarse de algún modo. Les castañeteaban los dientes y estaban amoratados por el frío y el esfuerzo que habían soportado. A Orosio apenas si le dio tiempo de balbucear un «gracias», y luego cayó sin sentido. Vatreno se estrechó a Livia y le apoyó una mano sobre el hombro.
—Y yo que no te quería con nosotros. Eres fuerte y generosa. Dichoso el hombre al que un día unas tu vida.
Livia respondió con una sonrisa cansada y fue a acurrucarse cerca de Ambrosino.
La corriente comenzó a demorarse hacia el atardecer y el río a ensancharse a medida que descendía hacia zonas llenas de colinas y de mesetas, pero no fue posible encontrar ningún lugar en el que anclarse para esperar a Aurelio, al que todos imaginaban que estaba siguiéndolos lo más deprisa posible. A la mañana siguiente se encontraron en la confluencia con otro curso de agua que procedía de su izquierda y al día siguiente también, hacia la noche, cuando el río discurría ya por una zona llana, fue posible guiar la embarcación hacia la orilla y asegurarla con un cabo a una estaca. La gran aventura fluvial había llegado por el momento a su epílogo: ahora había que esperar con paciencia a que el grupo se recompusiera, a que el pequeño ejército reencontrase a su caudillo y a su emperador. Ambrosino, que era el más preocupado de todos, trató de transmitir tranquilidad y seguridad a los demás. La paz que reinaba en aquel lugar parecía infundir seguridad, ver a pastores que regresaban con sus rebaños a los rediles; la franja roja que el sol había dejado en las nubes desapareciendo bajo la línea lejana de la llanura, la ensenada tranquila del río, el lento remar de los barqueros que descendían la corriente para encontrar también ellos un cobijo para la noche.
—Que Dios nos asista —dijo Ambrosino—. Y seguirá haciéndolo porque nuestra causa es justa y porque somos perseguidos. Estoy convencido de que muy pronto podremos reunimos con nuestros compañeros.
—Ha sido sobre todo gracias a ti —dijo Vatreno—. No sé cómo te las arreglaste para maniobrar esa embarcación a través de los rápidos, los bajíos y los remolinos. Pienso que en realidad eres un mago, maestro.
—No es más que el principio de Arquímedes, mi buen amigo —respondió Ambrosino—. La embarcación que más se sumerge en el agua se vuelve más rápida y arrastra a las otras más ligeras si la corriente es fuerte, mientras que cuando la corriente es lenta eso mismo hace que presente más resistencia. Por eso reequilibré los pesos apenas llegamos a las aguas tranquilas: ha bastado con desplazar a Batiato sobre el pontón de cola. Y ahora querría bajar a tierra con Livia, que tiene dinero, si no me equivoco, para ir en busca de un poco de comida: la leche y el queso deberían abundar en estos lugares, y tal vez también pan.
Descubrió que había una aldea no muy lejos, llamada Maggia, y que la gente hablaba aún un dialecto celta no demasiado distinto de su lengua natal. Pero los notables y el presbítero que oficiaba los ritos cristianos en la pequeña iglesia del lugar se expresaban en un latín sorprendentemente bueno. Consiguió saber por ellos que el río en el que se encontraban era el Rin. Muy pronto encontrarían un gran lago y luego unos rápidos imposibles de superar y solo yendo por vía terrestre podrían retomar la corriente del río, el más grande de Europa y uno de los más grandes del mundo, no inferior siquiera al Tigris y al Eufrates que discurrían en el paraíso terrenal. Ambrosino asintió.
—He aquí que nos ha indicado el camino. Descenderemos la corriente y podremos evitar una gran cantidad de peligros y quizá también alcanzar el océano. Pero antes tenemos que encontrar una embarcación digna de tal nombre, es ya un milagro que hayamos llegado hasta aquí sanos y salvos sobre un puente de barcas a merced de la corriente.
Consideró también cuál era la situación más al norte, donde los francos habían ocupado vastos territorios en la que otrora había sido
la Galia, la provincia más rica y leal al imperio. Su parte central, en cambio, había seguido siendo una especie de isla romana, gobernada por un general de nombre Siagrio que se había proclamado rey de los romanos.
—Por eso pienso que en un determinado momento nos convendrá desembarcar en la orilla occidental —concluyó— y proseguir por vía terrestre hasta alcanzar las riberas del canal británico; allí finalmente estaremos a una sola jornada de navegación de nú tierra. ¡Dios mío! ¡Cuánto tiempo ha pasado, quién sabe cuántas cosas habrán cambiado, cuántas personas que conozco habrán desaparecido..., cuántos amigos se habrán olvidado de mí!
—Hablas como si ya estuviéramos a la vista de sus costas —dijo Livia—. Y en cambio el camino que nos queda es aún largo y no menos erizado de dificultades que el que hemos recorrido.
—Tienes razón —respondió Ambrosino—, pero el corazón es más rápido que los pies, más rápido que el más veloz de los corceles y no le teme a nada. ¿Acaso no es cierto?
—Así es —tuvo que admitir Livia.
—Y tú, ¿no piensas en tu ciudad sobre el mar? ¿No la echas de menos?
—Muchísimo, y sin embargo no podría separarme de Rómulo...
—Y de Aurelio..., si no he comprendido mal.
—Sí, también de Aurelio, pero en todo el tiempo que llevamos juntos solo una vez ha dejado entender que siente por mí algo parecido a un sentimiento, y fue aquella noche de Fano, cuando estaba convencido de que al día siguiente seguiríamos caminos distintos, que no nos volveríamos a ver nunca más. Y tampoco yo aquella noche tuve el valor de pronunciar las palabras que tal vez él esperaba.
Ambrosino adoptó una expresión grave.
—Aurelio está desgarrado por una duda angustiosa que le ocupa la mente. Hasta que no haya resuelto el enigma que le atormenta no habrá espacio para nada más en su espíritu. De esto puedes estar segura.
Habían llegado ya a la vista del río y Ambrosino cambió de repente de tema.
—Tenemos que encontrar una embarcación —dijo—. Es indispensable. Si Aurelio ha conseguido escapar a la persecución de Wulfila podría estar aquí dentro de un par de días como máximo y tendremos que estar preparados para zarpar. Preparad la cena: yo espero volver pronto con una buena noticia.
Se separó de ella y se dirigió hacia el embarcadero de amarre, donde ahora ya un cierto número de embarcaciones estaban ancladas para pasar la noche. Algunos pescadores exponían en tenderetes de madera el producto de sus capturas y un cierto número de clientes compraban el pescado. En las barcas comenzaban a encenderse los fanales que reflejaban su luz trémula en la superficie del gran río.