26

Wulfila y los suyos asomaban en aquel momento detrás de Livia: dispuestos en un amplio arco se lanzaron contra Aurelio y los suyos desde la cima de la colina.

Livia se volvió, los vio y comprendió.

—No os he traicionado —gritó—. ¡Debéis creerme! ¡Rápido, subid aquí y montad a caballo, rápido!

-—Es cierto —gritó Ursino—. Esta muchacha quería ayudaros. ¡Moveos, vamos, subid hasta aquí!

Aurelio y los demás, sin conseguir aún comprender qué había pasado, ni por qué Livia se encontraba en aquel lugar seguida a breve distancia de sus enemigos más implacables, treparon por la subida situada más en el extremo y se toparon con los jinetes de Wulfila en una falsa explanada llena de desniveles de debajo de la cima de la colina de la que descendían, hundiéndose en la nieve alta. Eran por lo menos unos cincuenta.

—¡No podéis descender por el lado del camino!

—Y allá arriba están también los mercenarios de Esteban —gritó Livia—. ¡Ha sido él quien ha hecho que me siguieran sin que yo me diera cuenta!

En aquel momento Esteban, en vista de la imposibilidad de poner en ejecución su plan, se estaba alejando hacia el camino para reunirse con sus mercenarios. Livia desprendió el arco de la silla, disparó y le alcanzó de lleno a cien pasos de distancia, en medio de la espalda. Luego asaeteó a sus hombres que estaban subiendo del bosque obligándolos a buscar refugio en medio de la vegetación: habían visto caer a su jefe y eran presa de la confusión.

Ursino señaló el lado de poniente de la colina. —Esa es la única escapatoria posible —gritó—, pero corre a lo largo de un precipicio y la nieve puede estar helada, deberéis andar con cuidado. Id, id, rápido, por allí.

Livia se lanzó la primera guiando a la columna, pero Wulfila, desde lo alto de la colina, intuyó el movimiento y ordenó a una parte de sus jinetes que se movieran en esa dirección.

—¡Recordad! —gritaba—. ¡Quiero la cabeza del muchacho y quiero esa espada, al precio que sea! ¡Es ese soldado de allí abajo, ese con el cinturón rojo!

Entretanto Vatreno se había lanzado detrás de Livia y también Aurelio, Batiato y los demás. El camino parecía despejado y todos espolearon a sus cabalgaduras para atravesar lo antes posible el tramo más peligroso que terminaba hacia el oeste con un barranco que caía verticalmente sobre un abismo. Trataban de mantenerse lo más posible a media ladera, y detrás de ellos también Ambrosino espoleaba todo lo que podía a su mula. Aurelio percibía la extrema vulnerabilidad de aquella pequeña columna en marcha y empujó a Juba aún más hacia lo alto para dominar mejor la situación. Justo en aquel instante, asomaron por la cresta, en una nube de nieve pulverizada, Wulfila y los suyos con las espadas desenvainadas.

El bárbaro le cayó encima como un relámpago, le golpeó con el caballo y le derribó, luego se abalanzó sobre él y los dos comenzaron a rodar hacia abajo enzarzados en un inextricable enredijo de miembros anquilosados por el odio y por la nieve helada. En aquellos movimientos incontrolados, en aquel rodar hacia abajo, la espada de Aurelio se salió de la vaina y comenzó a resbalar por el declive. La caída de los dos guerreros se detuvo contra un escollo rocoso que surgía de la capa de nieve, las manos apretadas a las muñecas el uno del otro, jadeantes. Wulfila estaba encima, sus ojos se clavaron en los del otro y el bárbaro tuvo la fulgurante revelación que esperaba desde hacía tiempo para aquel momento crucial:

—¡Por fin te reconozco, romano! ¡Aunque ha pasado el tiempo, tú no has cambiado lo suficiente! ¡Eres el que nos abrió las puertas de Aquilea!

El rostro de Aurelio se contrajo en una máscara de dolor. —¡No! —gritó—. ¡No! ¡Noooo!

Y su grito se vio multiplicado por el eco en las paredes heladas de la alta y roqueña montaña. En ese mismo instante reaccionó como poseído por una fuerza espantosa, clavó las rodillas contra el pecho de su enemigo y lo catapultó hacia atrás. Luego rodó sobre un costado para ponerse de nuevo en pie y se encontró a escasa distancia de Ambrosino, que había caído y trataba como podía de no resbalar hacia el abismo. Sus miradas se encontraron durante un instante, pero fue suficiente para que Aurelio se diera cuenta de que el otro había oído y comprendido perfectamente. Reaccionó, y echó a andar deprisa y fatigosamente pendiente arriba para ayudar a sus amigos ya enzarzados en furioso combate. Oía los rugidos de Batiato que aferraba a los enemigos, los alzaba por encima de su cabeza y los estampaba contra abajo, hacia el precipicio, y las imprecaciones de Vatreno que se enfrentaba con una espada en cada mano a dos enemigos a la vez, hundido en la nieve hasta las rodillas.

Finalmente se puso en pie y se llevó la mano a la espada para lanzarse en la refriega con el fin de buscar, tal vez, la muerte en ella, pero encontró solo la vaina vacía. Arriba, en aquel momento, otro grupo de jinetes, los procedentes del puerto de montaña, asomó sobre la cima de la colina y atravesó todo el claro del bosque para acto seguido descender de nuevo, en sentido oblicuo y en dirección opuesta con objeto de evitar así la pendiente demasiado pronunciada. Aquel movimiento tan preciso y transversal cortó en dos la espesa capa de nieve de la cima que comenzó a deslizarse hacia abajo, volviéndose cada vez más amplia y gruesa, hasta embestir de lleno a Vatreno y a Batiato, que combatían en posición más avanzada, y a continuación a todos los demás, incluido Rómulo.

Demetrio y Orosio habían tratado hasta ese momento de protegerle con los escudos de la lluvia de flechas y de venablos de los enemigos que trataban por todos los medios de golpearle para darle muerte, pero el impacto de la avalancha los hizo caer hacia atrás sin que pudieran de ningún modo ayudar al muchacho. También los caballos, que presentaban una masa bastante mayor al impacto, fueron arrollados y arrastrados hacia el barranco.

Wulfila, entretanto, había seguido resbalando, mientras trataba por todos los medios de frenar su caída, hundiendo las manos en la nieve, rompiéndose las uñas y despellejándose las manos, hasta que consiguió detenerse agarrándose con los dedos a una protuberancia rocosa. Colgaba ahora medio en el vacío mientras las manos se le endurecían a causa del frío, sin obedecer ya a su voluntad de escapar a la muerte, de izarse a salvo sobre el borde. Sentía próximo el momento en que el efecto del frío intenso le obligaría a soltar la presa cuando, a escasa distancia, vio la espada fantástica deslizarse también hacia el abismo: había agotado ya su empuje pero continuaba descendiendo, descendiendo, cada vez más lentamente, pero cada vez también más próxima al borde del precipicio, la vio asomar afuera con más de la mitad de la hoja, vacilar oscilando y finalmente, como por un milagro, detenerse. El peso de la maciza empuñadura la había anclado en el suelo en el último instante.

Aquella visión fue para Wulfila como un latigazo: enarcó la espalda y con un grito salvaje hizo acopio de todas sus fuerzas, izándose hasta clavar los codos en el borde helado, luego una rodilla, y seguidamente la otra. Estaba salvado. Y de pie. Se acercó lentamente a la espada, consciente de que la mínima vibración del terreno o el aire podía hacerla caer, hasta que estuvo a unos pocos pasos de distancia. Entonces se pegó contra el suelo, extendiendo las piernas y plantando las puntas de las botas en la nieve como anclado, alargó la mano hacia delante hasta coger la empuñadura de la espada y apretarla con fuerza en la mano. Se puso en pie apuntándola hacia el cielo borrascoso, y su grito de victoria traspasó las nubes para acabar repercutiendo en los picos incrustados de hielo y resonar largamente en los valles boscosos. Luego caminó deprisa y fatigosamente hasta alcanzar al grupo que poco antes había provocado la avalancha y uno de los hombres le ofreció inmediatamente su caballo. El tiempo empeoraba y la luz disminuía por momentos.

—Está ya oscuro —dijo a sus hombres—. Volveremos mañana. Al fin y al cabo han perdido los caballos, y aunque se haya salvado alguno no puede ciertamente andar lejos. Mañana, de todos modos, cerraréis todos los pasos de abajo, al norte y al sur del puerto de montaña: no quiero que se escape ninguno. Luego, con la luz, buscaremos los cuerpos. Quiero la cabeza del muchacho y el primero de vosotros que me la traiga recibirá una buena recompensa.

Les hizo una indicación de que le siguieran y todos juntos comenzaron a descender para llegar a la casa de postas en el puerto de montaña.

Empezaba a nevar, pequeños cristales puntiagudos cual agujas que perforaban el rostro y las manos. Luego la punzante nevisca se transformó en copos cada vez más grandes y tupidos que danzaban vertiginosamente en torno a las siluetas de los jinetes que cual espectros descendían la colina manchada de sangre y diseminada de cuerpos exánimes. Entre ellos, Wulfila vio también el de Esteban, asaeteado por la espalda por un dardo que le había atravesado de parte a parte y que el hombre había tratado de arrancarse del cuerpo en el último espasmo de angustia.

Ha tenido el final que se merecía, pensó, y prosiguió bajando la cabeza y estrechándose la capa en torno a los hombros para defenderse de la tempestad.

Entraron en la mansio caldeada por un bonito fuego de leña de pino que chisporroteaba y se sentaron en un banco mientras el posadero preparaba un carnero en el asador y servía jarras de cerveza v hogazas de pan. Pese al dolor por las heridas, Wulfila estaba en el colmo de la euforia. Pendía de su costado el arma más formidable que hubiera nunca podido desear y su víctima yacía ahora ya rígida bajo una espesa capa de nieve. Cortarle la cabeza sería aún más fácil, como romper una estalactita de hielo.

—Vosotros —dijo señalando al grupo que tenía sentando enfrente de él—, apenas se haga de día bajaréis por el camino hasta llegar al río que discurre por el fondo del valle y bloquearéis el puente, que es el único paso hacia el territorio rético. Vosotros, en cambio —y se dirigió hacia el grupo sentado a su derecha—, vosotros iréis por este camino en sentido contrario hasta que encontréis un sendero que lleva al mismo puente, pero avanzando desde el oeste. Llevaréis un guía y no podéis perderos. De este modo no escapará nadie. Vosotros —e indicó a los que estaban sentados a su izquierda— volveréis conmigo allí abajo a buscar los cadáveres. Y como ya he dicho, aquí hay una bolsa de dinero para el primero que encuentre el cadáver del muchacho y le separe la cabeza del busto. Ahora comamos y bebamos y que no falte la alegría, porque la diosa fortuna ha sido benigna con nosotros.

Levantó la jarra llena hasta los topes y todos le aclamaron: exultantes por la victoria conseguida, empezaron a beber increíbles cantidades de cerveza y acompañando cada trago con ruidosos regüeldos.

Juba se enderezó sobre sus patas con un esfuerzo poderoso, sacudiéndose la nieve de encima y resoplando una densa nube de vaho por los ollares orlados de escarcha. Resopló, sacudiendo las crines, y relinchó sonoramente llamando a su amo, pero el lugar estaba desierto y la oscuridad descendía con el silencio de la noche sobre el

vasto campo de nieve desbarajustado por la avalancha. Comenzó a recorrerlo al paso, resoplando de nuevo de vez en cuando y agitando la cola hasta que, de golpe, se detuvo y se puso a piafar, despacio, apartando un poco de nieve cada vez, hasta que apareció la espalda de su amo y luego el cuello, que el caballo comenzó a lamer con el morro soplando vaho caliente sobre la nuca del hombre semidesvanecido. Aquel contacto tibio y delicado infundió a Aurelio, aterido de frío, un poco de energía. Con esfuerzo y lentamente consiguió apoyar manos y codos, y a continuación se incorporó sobre las rodillas mientras Juba relinchaba quedamente, como si quisiera dar su aprobación a aquellos esfuerzos, hasta que estuvo de pie delante de él y lo abrazó.

—Bien, Juba, bien, sé que eres bueno, lo sé. Y ahora ayúdame a sacar a los demás, vamos.

A escasa distancia apareció, como materializada de la nada, la mula de Ambrosino, y Aurelio se acordó de los escudos que llevaba colgados en la albarda. Desató uno y comenzó a excavar usándolo a modo de pala para la nieve. Muy pronto golpeó contra el pecho de Vatreno, que dejó escapar un lamento.

—¿Estás entero? —le preguntó Aurelio.

—Creo que sí —rezongó Vatreno—. Sobre todo si dejas de darme en la panza con ese azadón.

Del otro lado de la pendiente, en dirección al camino, resonó un gañido prolongado e inmediatamente después apareció Ursino, con su perro, subiendo con esfuerzo. El hombre se presentó a los dos soldados diciendo:

—Soy quien dio albergue a Livia y puedo seros de ayuda: mi perro está adiestrado para buscar a gente enterrada por las avalanchas. No queda mucho tiempo: si cae la noche se acabó.

—Te lo agradezco —respondió Aurelio—. Por favor, ayúdanos.

El hombre asintió y lanzó a su perro a la busca. —Vamos, Argos, vamos, busca, busca a nuestros amigos, venga... Se llama Argos —le explicó a Aurelio ya atareado en palear con el escudo— como el perro de Ulises. ¿No es un bonito nombre?

—Por supuesto —comentó Vatreno—. Tiene un nombre precioso. Esperemos que sea también bueno.

Pero el perro había ya olido otra vida en peligro y escarbaba frenéticamente con las patas delanteras.

—Excavad donde indica él —ordenó Ursino.

Aurelio y Vatreno obedecieron y sacaron a Ambrosino amoratado y medio aterido.

—¡Ayudadnos, rápido! —resonó una voz a su derecha, del lado del barranco rocoso.

Aurelio acudió corriendo muy atento a no resbalarse por la pendiente. Se encontró ante una escena impresionante: Orosio colgaba sobre el abismo agarrado a un tronco de pino que sobresalía sobre el vacío. Demetrio estaba asido al mango de su puñal clavado en el hielo, y Livia se estaba dejando deslizar cuan larga era hasta alargar las piernas hacia los brazos de Orosio, que se aferró a ellas. Livia comenzó entonces a arrastrarse hacia arriba agarrada con todas sus fuerzas al cinto de Demetrio, quien se mantenía aferrado con todas sus fuerzas al mango del puñal. Aurelio comprendió que podía ceder de un momento a otro. Hincó a su vez el puñal en el hielo y alargó la otra mano para coger la de Demetrio, que pudo así hacer más fuerza y se arrastró hacia, delante clavando de nuevo el arma en una capa más compacta. La mayor resistencia ofrecida por el nuevo anclaje y la mayor energía proporcionada por Aurelio imprimieron a la cadena humana un movimiento decisivo que llevó a todos a salvarse.

—¿Y Batiato? —preguntó Aurelio.

—La última vez que le vi, rodaba hacia abajo por aquella pendiente enzarzado con dos enemigos, o tres, no sabría decirlo. Ya verás cómo vuelve —respondió Demetrio.

—Si no le han matado —objetó Aurelio.

—Si no le han matado —repitió Demetrio—. Pero lo dudo.

Resonó un gruñido a escasa distancia y un guerrero bárbaro se alzó delante de Livia, quien le derribó de un puntapié en el rostro y le hizo rodar hacia el barranco.

—¿Dónde está Rómulo? —preguntó inmediatamente después la muchacha, al no verle por parte alguna, pero la voz de Ambrosino resonó en aquel mismo instante cargada de angustia.

—¡Corred! —gritaba—. ¡Corred, por el amor de Dios!

La mole de Batiato apareció en aquel momento por el perfil de la pendiente que daba al este y el etíope se acercó lo más deprisa que pudo.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—Creo que ha encontrado al muchacho —respondió Aurelio con un tono que, sin embargo, no tenía nada de alegre.

Se acercaron al punto en que oían gañir al perro y vieron a Vatreno que levantaba en brazos el cuerpo exánime de Rómulo. El rostro del veterano, azotado por el viento, era una máscara de piedra Livia tocó los miembros helados y amoratados del muchacho y rompió en llanto.

—¡Oh, Dios mío, no! ¡No!

Aurelio se acercó y miró fijamente a Vatreno con una mirada interrogativa.

—Está muerto —respondió el compañero—. No tiene pulsaciones ni actividad en las carótidas.

Se miraron unos a otros presa del espanto. Batiato lloraba y se secaba las lágrimas con el dorso de la mano que aún sostenía la espada. Solo Ambrosino parecía estar en posesión de sus propias facultades en medio de aquella ventolera y de la desesperación general.

—Tenemos que buscar un refugio, rápido —dijo tomando el mando del extraviado grupo.

—No hay un instante que perder. Si nos cae encima la noche estamos perdidos.

—Seguidme, entonces —dijo Ursino—. No está muy lejos de aquí. Pero seguidme de cerca, es fácil perderse.

Echó a andar a media pendiente rodeando la colina hacia el lado norte hasta que les indicó una roca en forma de losa que sobresalía de la ladera de la montaña. Una empalizada de troncos de abeto la unía con el terreno creando una especie de ambiente resguardado por tres lados. Se introdujo en él e hizo entrar también a los demás. En el fondo había una espesa capa de hojas secas y de pequeña ramiza, en el lado interior de la empalizada había extendidas unas pieles curtidas de cabra.

—Es la paridera de las ovejas —dijo—. Es todo cuanto puedo ofreceros.

Vatreno depositó en tierra el cuerpo del muchacho y Livia rompió de nuevo en un llanto incontenible escondiendo su rostro contra la pared. Ambrosino no parecía sentir ni ver nada. Por su mente pasaban imágenes lejanas, nunca olvidadas: un niño moribundo en su camita, dentro de una tienda en un bosque de los Apeninos muchos años atrás; una mujer bañada en lágrimas, altiva y rota por el dolor... No se rendiría, nunca. Le hizo una caricia, luego empezó a desnudarle.

—Pero... ¿qué estás haciendo? —preguntó Aurelio.

Ambrosino apoyó una mano sobre el pecho desnudo del muchacho y cerró los ojos.

—Hay una chispa de vida en él —dijo—. Tenemos que alimentarla.

Aurelio meneó la cabeza, incrédulo.

—Está muerto, ¿no lo ves? Está muerto.

—No puede estar muerto —respondió tranquilamente Ambrosino—- La profecía no miente.

Estaba ahora ya casi completamente oscuro, y la única respuesta a aquellas palabras fue el silbido rabioso del viento que flagelaba la montaña. Ambrosino, tras quitarle las ropas al muchacho hasta la cintura, le había depositado en posición yacente sobre la capa de hojas, y la blancura de sus miembros destacaba en aquella oscuridad ya completa. Ambrosino se volvió hacia Batiato.

—Tú emanas más calor que nadie —le dijo—, porque has acumulado dentro de ti el ardor del África. Desnuda tu torso y abrázale, tenle apretado contra ti, haz que tu corazón lata contra el suyo. Yo trataré de encender un fuego.

Batiato hizo lo que se le pedía, levantó como si fuera una pajuela al muchacho exánime y lo apretó contra sí. Livia echó sobre ellos una manta, para que no se perdiera el calor. Aurelio y Vatreno meneaban la cabeza, incrédulos y desconsolados.

Ambrosino, casi a tientas, arrancó de las paredes unos pocos liqúenes secos y los apiló con gran cuidado hasta formar un montoncito. Encima colocó también unas hojas secas, luego cogió los pedernales de la alforja y comenzó a frotarlos el uno contra el otro con movimientos expertos. Saltaron grandes chispas en la base del diminuto hogar y finalmente apareció un minúsculo punto rojo, a duras penas visible; entonces, Ambrosino se agachó y comenzó a soplar. Todos miraron estupefactos, incapaces de comprender aquellos gestos suyos. Pero el pequeño punto rojo comenzaba poco a poco a dilatarse, y el viejo continuaba sin detenerse, como si soplase, para reencenderla, sobre la vida casi apagada de su muchacho.

Y de pronto una llamita brilló en la oscuridad, tan pequeña que apenas si podía distinguirse. Pero muy pronto se fue agrandando, los liqúenes de alrededor se encendieron alimentándola, a cada instante era más grande y fuerte. Ambrosino no se detenía, seguía soplando mientras añadía trozos de musgo seco y luego alguna hoja, una ramita... hasta que la llama se convirtió en fuego, y luz, y comenzó a conquistar palmo a palmo la oscuridad de aquel mísero refugio hasta lamer los cuerpos hacinados en el angosto espacio, los ojos de poseso de Ambrosino, y el ancho rostro del gigante etíope con los ojos, de los que corrían unas grandes lágrimas de alegría, abiertos de par en par en la oscuridad,

—Respira —dijo.

Ambrosino dirigió en torno una mirada trastornada, la mirada de un hombre que se ha despertado de improviso, en plena noche, huyendo de una pesadilla espantosa.

Todos se estrecharon en torno a Rómulo abrazándole, disputándoselo, mientras Ambrosino decía:

—Calma, despacio, este muchacho está aún muy débil. Dejadle que recupere el aliento y un poco de vigor.

Ursino salió a recoger unas ramas secas de los árboles y las añadió al fuego. Luego colgó extendiéndolas otras pieles delante de la entrada para no dejar entrar el frío. En el angosto refugio comenzó a difundirse un poco de calor, y Rómulo se calentó alargando las ateridas manos hacia la llama.

—Ha sido él quien te ha devuelto a la vida —le dijo Ambrosino señalando a Batiato.

Rómulo se levantó y abrazó estrechamente al etíope y también Batiato le abrazó, suavemente, para no triturarle. Aurelio dijo:

—Me voy afuera a tapar a mi caballo: es el único que nos ha quedado, aparte de la mula de Ambrosino que no nos será de gran utilidad. Esta noche va a hacer un frío de perros.

Pero Ambrosino vio la tristeza en su mirada, se arrebujó en la capa y parecía mirar hacia el valle y el río. La voz de Ambrosino le sacó de su ensimismamiento.

—Dos verdades, dos imágenes distintas y contrastantes de tu pasado, la de Livia y la de Wulfila... ¿En cuál de ellas creer?

Aurelio no se volvió siquiera, se estrechó aún más la capa encima, como si el frío le hubiera penetrado dentro del alma.

—Si conoces ambas, ¿por qué no me lo dices tú?

—Es cierto, oí las palabras de ese bárbaro, pero pides demasiado a un pobre preceptor. Tú te enfrentas ahora a una verdad surgida de la oscuridad, una mancha en la conciencia que no sabías que tenías.

Aurelio no dijo nada.

—Duele, lo sé —prosiguió diciendo Ambrosino—, pero es mejor así. Cuando el mal está escondido, nos devora lentamente sin que nosotros podamos oponerle ningún remedio y a veces puede cogernos por sorpresa en cualquier momento. Ahora por lo menos sabes.

—No sé nada.

—No es posible. Algo debes de recordar.

Aurelio suspiró. Sentía dentro de sí una gran necesidad de hablar, de confiarse a alguien que pudiera levantar la pesada carga que le oprimía el corazón.

—Únicamente fragmentos de recuerdos —dijo—. Es una pesadilla recurrente.

—¿Cuál? —le apremió Ambrosino—. ¿Qué pesadilla?

La voz de Aurelio empezó a temblar.

—Es de noche... Dos viejos, cada uno colgado de un poste atado por las muñecas. Sus cuerpos muestran los estigmas de horribles sevicias, y luego...

—Continúa, te lo ruego.

—Y luego... un bárbaro gigantesco se acerca con la espada desenvainada y... y los traspasa, uno tras otro.

Dejó escapar un largo suspiro, como si hubiera realizado un esfuerzo sobrehumano.

—¿Quiénes son? —preguntó Ambrosino—. Tal vez ahí está el secreto de tu identidad.

—No lo sé —respondió Aurelio cubriéndose los ojos con las manos—, no lo sé.

Ambrosino podía sentir el tormento que mortificaba su espíritu y le apoyó la mano sobre el hombro.

—No te atormentes —le dijo—. Quienquiera que seas no tiene importancia. Solo existe el futuro. Tú mismo has podido ver que es casi imposible apagar su fuerza vital.

—He perdido la espada —dijo Aurelio.

—Ni pensarlo: la volveremos a encontrar, estoy convencido. Y volverás a encontrar tu pasado, pero antes tendrás que pasar por el infierno, como ya ha hecho ese muchacho inocente.