25

Livia había esperado en un primer momento que el paso obligado por el Po pudiera ofrecerle una segunda oportunidad de alcanzar sus compañeros cuando intentaran atravesarlo por uno de los pocos pasos en barca tirada a cuerda aún en funcionamiento como el que había visto en el Trebia. Los puentes de barcas que habían quedado en el gran río, en otro tiempo estable medio de paso en varios puntos de la corriente, en correspondencia con las principales vías consulares como la Postumia y la Emilia, habían sido destruidos durante los avatares de las últimas décadas de anarquía y las turbulencias que habían seguido al asesinato de Flavio Orestes; los habitantes de las dos orillas habían ido robando uno tras otro los pontones flotantes para usarlos como barcas de transporte o de pesca.

De este modo, todo lo que había contribuido anteriormente a unir las ciudades, las poblaciones, las comunidades rurales y montañesas y las propias provincias de un extremo al otro del imperio estaba en ruinas por la incuria, los saqueos y el abandono. Las estructuras públicas como las mansiones en las vías consulares, las termas, los foros y las basílicas, los acueductos, hasta los mismos revestimientos de losas de las vías eran demolidos, desmontados, revendidos o reutilizados. La miseria y la degradación empujaban a la gente a saquear su propio país para obtener una posibilidad de supervivencia personal, al no ser ya posible una supervivencia colectiva, y menos aún cualquier tipo de progreso de la sociedad. Los antiguos monumentos, las estatuas de bronce que celebraban los fastos de los antepasados y de la patria común habían sido desde hacía tiempo fundidos y transformados en monedas y en objetos de uso cotidiano. Y así el noble metal que había dado forma a las efigies de Escipión y de Trajano, de Augusto o de Marco Aurelio era ahora parte de vajillas para preparar las comidas de los nuevos señores o de monedas para pagar el salario de los mercenarios que dominaban aquella tierra desventurada.

Hasta la lengua común, el latín, que había unido a decenas de pueblos, usado y hablado todavía en sus formas más nobles por los notables, por los rétores y por los eclesiásticos, en el ámbito popular se estaba fragmentando en miles de hablas locales, no solo poniendo el énfasis en los acentos de las antiguas gentes que habían poblado Italia antes de la conquista romana, sino también evolucionando rápidamente en nuevas hablas ligadas exclusivamente a las pequeñas comunidades regionales, cada vez más cerradas en sí mismas. Las ciudades podían aún, en parte, contar con sus tradiciones municipales; muchas mantenían las propias magistraturas y algunas un recinto amurallado que a veces permitía organizar también formas de defensa, cuando menos contra grupos de soldados huidos en desbandada o bandas errantes de hombres armados que batían los campos en busca de alguna presa.

Los mismos templos de la religión antigua, ahora abandonados, cran de tiempo en tiempo demolidos y desmantelados en cuanto asilo de antiguos demonios. A veces sus columnas y sus mármoles preciosos eran más razonablemente reutilizados en la construcción de las iglesias del dios cristiano, y así, al menos, insertados en nuevas y no menos majestuosas arquitecturas, seguían viviendo e inspirando con su belleza el espíritu de la gente que las frecuentaba.

Debido a todas estas causas, sin embargo, aumentaba todo lo que dividía y se perdía todo lo que estaba hecho para unir. El mundo se fragmentaba, se desintegraba en muchas esquirlas a la deriva en el río de la historia. Solo la religión parecía tener aún la virtud de mantener unidos a los hombres con su promesa de inmortalidad, con su esperanza de felicidad en otra vida, pero solo superficialmente. Se difundían continuamente herejías que desencadenaban conflictos a menudo sangrientos, y provocaban anatemas y excomuniones mutuas, lanzadas en el nombre de un único dios que debería ser el padre común de la humanidad entera. La existencia era tan mísera para la mayoría de las personas que para muchos habría sido imposible soportarla, de no haber sido por su promesa de una felicidad sin fin tras las exequias, a menudo prematuras.

Tales pensamientos pasaban por la mente de Livia mientras avanzaba a través del gran valle del norte, consciente del riesgo que corría viajando sola y montada en un hermosísimo caballo que suponía un valor enorme, tanto como reserva de comida como animal de guerra. Trataba por ello de adoptar todas las triquiñuelas aprendidas en una vida de fugas, asaltos y emboscadas en tierra y agua. No imaginaba que su integridad nunca había estado tan garantizada, ni que unos ojos invisibles la tenían bajo control día y noche y que cada uno de sus movimientos o cambios de dirección eran inmediatamente señalados a Esteban, quien avanzaba a una cierta distancia para evitar toda posibilidad de contacto. Por el momento.

Lo había previsto todo, excepto el ser a su vez controlado y vigilado por unos perseguidores más peligrosos aún que sus mercenarios.

Livia siguió, en un determinado momento, los taludes del cauce del Po, que como estaban en parte sobrealzados respecto a los campos circundantes permitían vigilar mejor el territorio y constituían una línea de guía mucho más segura que un camino. Pensaba, mientras avanzaba a lo largo de aquellos taludes, que sería imprudente y muy peligroso para sus compañeros tratar de atravesar por el paso de barca, cosa de la que ella misma había tenido la prueba al encontrarse soldados bárbaros en la posada Ad pontem Trebiae. Por otra parte, ¿cómo podrían atravesar con los caballos sin una barca y por tanto sin llamar la atención sobre ellos? Tal vez los habían vendido para volver a comprar otros en la orilla opuesta, pero ¿se habría separado nunca Aurelio de Juba?

Trató de no pensar en ello y de preocuparse de sí misma, por el momento; por fin vio que había un modo de pasar sin demasiados problemas: a media milla delante de ella, casi en el arenal del río, había una gran gabarra que transportaba arena y cantos rodados al otro lado. Negoció el precio para que la pasaran y embarcó al caballo sin ninguna dificultad. Ahora ya comenzaba a tener esperanzas de que lo peor hubiera pasado, que ahora su rapidez, seguramente muy superior, le permitiría llegar al puerto de montaña al menos un par de días antes que sus compañeros, si no ocurría nada especial. Así pues, tomó resueltamente en dirección a Pavía, manteniéndose sin embargo a una respetuosa distancia de la ciudad, porque temía la presencia de una nutrida guarnición del ejército de Odoacro. Por tanto se dirigió hacia el lago Verbano, donde consiguió sumarse a una caravana

de mulos que subía hacia el puerto de los mesios con una carga de trigo y tres carros de heno. Aquellos víveres estaban destinados a las haciendas de alta montaña, donde las vacas y las ovejas eran estabuladas durante el invierno. Los criadores —le dijeron— no se fiaban ya de bajar al llano, por temor a ser desvalijados.

El acento de la gente era muy distinto, y también el paisaje cambiaba de continuo conforme subían hacia los lugares más elevados. Dejaban a sus espaldas el gran lago verdeazulado encajonado en un profundo valle, enmarcado por colinas y laderas boscosas, por pastos y viñedos e incluso por olivos, y avanzaban a lo largo de pendientes cada vez más pronunciadas a través de bosques de hayas y de robles y luego de abetos y de alerces ya desnudos de hojas.

Al cuarto día de marcha, Livia, siguiendo siempre las indicaciones del mapa de Ambrosino, dejó a sus ocasionales compañeros de viaje y subió sola por el largo camino cubierto de nieve, hacia el puerto de montaña. La vieja casa de postas del cursus publicus estaba aún en funcionamiento algo al norte de una aldea llamada Tarussedum, tal como podía verse por el humo que salía de la chimenea, y tentada estuvo de entrar en ella para protegerse del cortante frío. Pero vio numerosos caballos de guerra atados al comedero que había debajo de un cobertizo, cubiertos por unas gruesas gualdrapas de fieltro, y buscó en los alrededores un lugar más retirado, en posición lo bastante elevada como para permitirle controlar el paso a lo largo del camino. Observó, en el lado de levante del paso, un par de cabañas de madera de las que también salía humo. Pensó que debían de estar habitadas por leñadores, porque en torno había pilas de troncos, algunos todavía con su corteza, otros descortezados y escuadrados. Se acercó y llamó a la puerta repetidamente, hasta que una anciana fue a abrir. Vestía unas pesadas ropas de basta lana y calzaba zapatos de fieltro. Llevaba el pelo en trenzas y recogido sobre la nuca con unos pasadores de madera.

—¿Quién eres? —preguntó la mujer desabridamente—. ¿Qué quieres?

Livia descubrió su cabeza y sonrió.

—Me llamo Irene y viajaba con mis hermanos hacia Retía. Ayer la tempestad de nieve nos separó, pero habíamos quedado en que cualquiera que se perdiera debería esperar a los demás aquí en el puerto de montaña. He visto que la casa de postas está llena de soldados y soy una muchacha sola. Ya me comprende.

—No puedo hospedarte y no tengo nada que ofrecerte de córner —respondió la mujer, un poco más conciliadora.

—Me conformo con dormir en el establo sobre mi manta de viaje y puedo pagarte por la comida que me des. Además mi padre y mis hermanos serán generosos contigo cuando lleguen.

—¿Y si no llegan?

Livia se ensombreció ante aquellas palabras, pensando que efectivamente sus compañeros habrían podido tomar otro camino o haberse perdido y que tal vez no los volvería a ver nunca más. La mujer intuyó aquellos pensamientos y, al verla tan turbada, se volvió aún más comprensiva.

—Pues sí —dijo—, si has llegado tú, ¿por qué no habrían de llegar también ellos? Y además tienes razón —continuó—, una muchacha sola no puede dormir en la posada en medio de todos esos bárbaros. ¿Eres virgen?

Livia asintió con una media sonrisa.

—A tu edad no deberías ya serlo. Quiero decir, deberías haberte casado y tener hijos, tanto más cuanto no estás nada mal. Aunque bien es verdad que el estar casado no es ninguna garantía de felicidad. Vamos, no te quedes aquí en la puerta: deja el caballo en el establo y entra.

Livia hizo lo que se le dijo, entró y se puso delante del fuego para calentarse las ateridas manos.

—Tal vez podría mandar a mi marido a dormir al establo y tú podrías dormir conmigo en mi cama —dijo la mujer cada vez menos desconfiada a la vista del aspecto inofensivo de la muchacha—. A fin de cuentas, para lo que hace... En la cama, quiero decir.

—Se lo agradezco —respondió Livia—, pero no quisiera crear ninguna molestia. Dormiré en el establo, sé adaptarme y además será por poco tiempo.

—Siendo así... Entonces te pondré un jergón de paja del otro lado de la pared del hogar, así sentirás el calorcito durante toda noche. Aquí hace frío, cuando oscurece.

El marido regresó a casa a la caída de la tarde: era un leñador, volvía con el hacha sobre el hombro y llevaba en la mano un saco con las cuñas de hierro. Le acompañaba un perro, un bonito animal de pelaje claro y suave como el de una oveja, que obedecía a cada una de sus indicaciones y no le dejaba ni a sol ni a sombra. El hombre se mostró feliz de tener una huésped y le hizo un montón de preguntas, mientras cenaban, sobre lo que había sucedido en Pavía, en Milán y en la corte de Rávena. Evidentemente el vivir junto a una vía de tráfico tan importante le permitía tener a menudo noticias sobre cuanto sucedía en el resto del país o por lo menos en la gran llanura. Aquellos dos individuos se llamaban Ursino y Ágata y no tenían hijos, vivían solos en aquella cabana desde que se casaron, es decir, cabía suponer que por lo menos unos cuarenta años atrás. Ursino insistió para que la muchacha durmiera con su mujer, pero Livia rehusó cortésmente.

—Mi caballo podría espantarse al no verme, y no nos dejaría dormir en toda la noche. Y además temo que me lo roben: es un bonito caballo y sin él estaría perdida.

Así, Livia se acomodó en el establo junto con los animales; apoyó la espalda contra el muro exterior del hogar, que irradiaba una agradable tibieza. Ágata le dio otras mantas y le deseó buenas noches. Una noche estrellada, tan clara como no había visto nunca otra igual, y la Vía Láctea que atravesaba el cielo parecía una diadema de plata sobre la frente de Dios. Por fin se durmió, vencida por el cansancio, pero permaneció en todo momento en un estado de duermevela en el que percibía cualquier ruido procedente del puerto de montaña. De vez en cuando se despertaba y miraba hacia abajo. ¿Y si los compañeros pasaban mientras ella estaba durmiendo? Todo aquel esfuerzo habría sido baldío. Debía encontrar imperiosamente una manera de evitar que se le escapasen.

Habló con Ursino a la mañana siguiente, mientras se tomaba un vaso de leche caliente.

—Me aterra que mis hermanos puedan pasar sin que yo lo advierta. Y, por otra parte, no sé cómo hacer: no puedo estar despierta toda la noche.

—No debes, no —respondió Ursino—. Porque ellos pasarán seguramente de día. Es demasiado peligroso viajar de noche.

—Mucho me temo que no. ¿Ves?, mi familia perdió casa y hacienda porque los bárbaros se las quitaron, y ahora nuestra única esperanza es reunimos con algunos de nuestros parientes en Retía que podrían ayudarnos. Pero precisamente por eso los míos podrían también evitar el puerto de montaña y a los guerreros que lo defienden.

Ursino la miró fijamente en silencio durante un instante: saltaba a la vista que no le convencía aquella extraña situación. Livia se puso, entonces, de nuevo a hablar con la esperanza de convencerle para que la ayudara.

—Somos prófugos y perseguidos, buscados por los soldados de Odoacro que quiere vernos muertos. Pero no hemos hecho ningún daño, salvo el de habernos negado a plegarnos a su tiranía y haber mantenido la fidelidad a nuestros principios.

—¿Y cuáles son vuestros principios? —preguntó Ursino con una extraña expresión en la mirada.

—La fidelidad a la tradición de nuestros padres, la confianza en el futuro de Roma.

Ursino suspiró, luego dijo:

—No sé si me estás diciendo la verdad sobre tus desventuras, muchacha, y comprendo que debes ser muy cauta también con respecto a quien te ha ofrecido hospitalidad, pero deja que te muestre algo que tal vez te ayude a confiarte...

Livia trató de objetar algo, pero Ursino la detuvo con un gesto de la mano. Se levantó, sacó de un cajón una pequeña placa de bronce y la dejó sobre la mesa delante de ella. Era una honesta missio, un licenciamiento honorífico a nombre de Ursino, hijo de Sergio y firmado por Aecio, comandante supremo del ejército imperial en tiempos del emperador Valentiniano III.

—Como ves —dijo—, yo fui soldado. Hace muchos años combatí en los Campos Catalaúnicos contra Atila a las órdenes de Aecio el día en que los bárbaros sufrieron la más desastrosa de las derrotas, el día en que todos nosotros esperábamos haber salvado nuestra civilización,

—Discúlpame —dijo Livia—. No podía imaginármelo.

—Y ahora dime la verdad: ¿es verdaderamente a tus hermanos a quienes esperas?

—No... A amigos y compañeros de armas. Tratamos de salir de este país y de salvar de la muerte segura a un muchacho inocente.

—¿Quién es ese muchacho? ¿Puedes decírmelo?

Livia le miró a los ojos: eran los ojos claros de un hombre honesto. Respondió:

—Mi verdadero nombre es Livia Prisca. He mandado a un grupo de soldados en el intento de liberar de su prisión al emperador Rómulo Augusto, y lo conseguimos. Debíamos entregarlo a unos amigos de confianza, pero fuimos traicionados y tuvimos que escapar perseguidos como bestias por todos los rincones de esta tierra.

Muestra única esperanza es cruzar la frontera y entrar en Retía y luego en la Galia, donde Odoacro no tiene ya poder.

—¡Señor omnipotente! —exclamó Ursino—. ¿Y por qué estás sola? ¿Por qué dejaste a tus compañeros?

—Fue a causa de un aluvión por lo que nos separamos, y yo no conseguí dar ya con ellos.

—¿Y cómo sabes que pasarán por aquí?

—Porque lo convinimos así.

—¿No te dijeron nada más? Es importante, debes contarme exactamente lo que te dijeron.

—Con nosotros va un anciano, el preceptor del muchacho, que pasó por aquí hace muchos años de camino de Britania. Dijo que hay un paso por el monte que permite evitar el puesto de control del camino. Aquí tienes, mira.

Y le mostró el mapa de Ambrosino.

—Creo haber comprendido. No hay un instante que perder, entonces. ¿Cuánta ventaja piensas que les has sacado?

—No lo sé, imagino que un día, tal vez dos o tres, pero es difícil saberlo. Puede haber sucedido de todo. Puede ser también que hayan cambiado de idea.

—No lo creo —respondió Ursino—. Si saben que aquí es la cita contigo no te fallarán. Ahora dime cuántos son y qué aspecto tienen, tengo que poder reconocerlos.

—No es necesario. Ya voy yo contigo.

—No te fías aún, ¿verdad? Pero tú debes quedarte aquí por si intentan pasar por el puerto de montaña. Es algo que no puede descartarse, porque el sendero del que hablas está cubierto de nieve y no es fácil de reconocer. ¿Comprendes ahora?

Livia asintió.

—Son seis hombres, uno de los cuales es un negro gigantesco, difícil de que pase inadvertido. Otro es un anciano, con barba, la cabeza casi calva, de unos sesenta años, viste un sayo y camina apoyado en un largo cayado de peregrino. Luego hay un muchacho de unos trece años. Él es el emperador. Tienen armas y caballos.

—Ahora escúchame bien: yo iré allí arriba y cuando los vea te mandaré al perro, ¿entendido? Si ves que llega y se pone a ladrar, síguele: te traerá a donde yo esté. Si en cambio los ves tú, trata de detenerlos antes de que crucen el puerto y escóndelos en el bosque: yo los ayudaré a pasar en cuanto oscurezca. La señal para mí será humo blanco por la chimenea. Ágata echará en el fuego unas ramas verdes.

—Pero ¿cómo te las arreglarás allá arriba con este frío?

—No te preocupes: tengo un pequeño refugio de troncos de árbol perfectamente al abrigo del viento, me las apañaré, además estoy acostumbrado.

Se puso en camino, seguido por el perro, que agitaba la cola alegremente.

Livia le llamó:

—¡Ursino!

—Sí.

—Gracias por lo que haces por mí.

Ursino sonrió:

—Lo hago también por mí. Es un poco como reanudar el servicio militar, volver a ser joven, ¿no crees?

Se alejó sin decir nada más y al cabo de un rato Livia le vio subir la otra vertiente, a lo largo de una pendiente nevada que conducía a lo alto de las colinas. Pasaron varias horas y a Livia le pareció notar extraños movimientos abajo en el puerto, un ir y venir de hombres armados a caballo, y comenzó a sospechar: ¿qué podía suceder de nuevo, en un lugar tan poco frecuentado en aquella época del año? Luego pareció retornar la calma. Un par de soldados de la guardia a caballo iban adelante y atrás por el camino en su normal actividad de patrulla. Livia se sintió dominada por las dudas: ¿cómo había podido hacerse ilusiones de poder interceptar a un minúsculo grupo en viaje a través de un territorio inmenso, entre bosques, torrenteras y valles laberínticos? Pero mientras estaba enfrascada en estos melancólicos pensamientos se sintió sacada de ellos por el repentino ladrar de un perro que hasta ese momento no había observado, blanco como era en medio de la nieve. Miró hacia lo alto y le pareció que Ursino le hacía gestos como para llamarla. ¡Señor omnipotente! ¿Era posible que sus plegarias se hubieran visto atendidas? ¿Era posible que hubiera ocurrido semejante milagro? Se cubrió con la manta y se fue detrás del perro pendiente arriba y luego por la ladera opuesta del valle, un recorrido que la mantenía fuera del campo visual de los hombres del puerto de montaña. Estaba dominada por una emoción incontenible, pero no se atrevía a creerlo, no se atrevía a esperar que los volviera a ver, y la preocupación de que Ursino hubiera tenido un deslumbramiento o que el perro se hubiera reunido con ella por cualquier otro motivo desencadenaba dentro de ella una tempestad de pasiones violentas y encontradas. Finalmente llegó al lado del viejo que ni siquiera se volvió, ni apartó la mirada de algo que se movía allá abajo a gran distancia por el sendero que, arrancando del camino, subía serpenteando hacia lo alto de la colina.

—¿Crees que pueden ser ellos? —preguntó—. Mira tú, mi vista no es ya la que era.

Livia miró abajo y le dio un vuelco el corazón: estaban distantes, diminutos, pero eran siete, con seis cabalgaduras, uno de ellos era con creces más alto que el resto y uno mucho más pequeño, subían a pie, lentamente, llevando los caballos de las riendas. Habría querido gritar, llorar, llamarlos a voz en cuello y tenía en cambio que callar mientras se estremecía: esperar, sufrir, prepararse de nuevo para correr riesgos, hacer frente a otros peligros mortales. Pero ¿qué importaba? Los había reencontrado y nada en el mundo valía lo que la alegría de aquella vista.

Echó los brazos al cuello de Ursino.

—¡Son ellos, mi buen amigo, son ellos, son ellos!

—Voy a coger mi caballo —dijo—. Espérame aquí, vuelvo enseguida.

—No hay prisa —respondió—. Les queda aún camino que hacer, y en la montaña las distancias engañan, ¿sabes? Y por si esto fuera poco —alzó los ojos al cielo que se nublaba—, el tiempo está cambiando y no ciertamente para mejor.

Livia echó de nuevo una larga mirada al pequeño grupo que subía fatigosamente la cuesta nevada y comenzó a descender la pendiente. Llegó a la casa y entró para despedirse de su anfitriona.

—Ágata, me voy, han llegado los míos y...

Pero Ágata tenía una expresión aterrorizada, estaba rígida y pálida.

—Pero ¡qué buena noticia! —exclamó una voz detrás de ella. Una voz bien conocida que la hizo estremecerse: ¡Esteban!

—La pobre no está de su humor natural porque uno de mis hombres la está apuntando con una lanza en la espalda, como puedes ver. Y ahora, querida mía, deja que te mire: hace un poco que no nos vemos.

—Maldito bastardo —imprecó Livia dándose la vuelta de golpe—. ¡Hubiera tenido que esperármelo!

—Errores que se pagan —replicó Esteban sin mostrar la menor emoción—. Pero todo tiene remedio, por suerte. Basta con ponerse de acuerdo.

Livia hubiera querido clavarle contra la pared con el puñal que apretaba espasmódicamente debajo de su vestido, pero Esteban pareció leer sus pensamientos.

—No te dejes llevar por las emociones, son malas consejeras.

—¿Cómo has hecho para encontrarme? —preguntó Livia casi resignada.

—¡Ah, qué cierto es que la curiosidad es femenina! —ironizó Esteban—. Pero quisiera complacerte: en el fondo, no me cuesta nada. Mi sierva encontró un mapa en tus ropas antes de lavarlas y así pude conocer exactamente tu itinerario. Además te traicionó esta medalla que llevas en el cuello —Livia la apretó instintivamente entre los dedos como para protegerla—, un objeto carente de todo valor pero muy raro. Uno de mis hombres lo observó en la posada cerca del paso de barca del Trebia. Ese buen muchacho no solo se dio cuenta de que eras una mujer por la armonía de tus movimientos y de tus piececitos de chiquilla, sino que también observó ese tosco colgante que yo les había indicado a todos como uno de tus signos distintivos. Tenían orden de no actuar si os encontraban a alguno de vosotros, simplemente de avisarme, y eso es exactamente lo que ha sucedido.

—¿Qué más quieres? —preguntó Livia sin mirarle a la cara—. ¿No te basta con lo que ya nos hiciste?

—La zona está rodeada por mis hombres, y además hay una guarnición de cuarenta auxiliares godos aquí en el puerto a los que puedo impartir órdenes y que he puesto en prealerta: estén donde estén, tus amigos no tienen escapatoria. Pero soy una persona civilizada: no quiero sangre. Solo lo que me interesa. Quiero esa espada y te quiero a ti. Ese objeto me hará tan rico que no tendré suficiente con una vida para gastar tanto dinero, y tú lo compartirás conmigo. Ya verás, enseguida se acostumbra uno a las comodidades y a la riqueza. Olvidarás a tu tosco amigo. Y de todas formas, si él realmente te importa, haz lo que te digo.

—Ya te lo dije, esa espada se perdió.

—No mientas, o mandaré al punto que maten a esta mujer. —Levantó la mano.

—No, detente —dijo Livia—. Déjala. Te diré lo que sé. Es cierto, esa espada existe, pero no veo a esos hombres desde hace unos días, no sé quién la tiene en estos momentos, podrían haberla perdido o vendido.

—Lo sabremos enseguida, bastará con que tú se la pidas. Serás mi negociador. Quiero esa espada y los dejaré irse a todos, incluso al niño. A todos excepto a ti, obviamente. Es una oferta generosa. ¿Sabías que Odoacro ha dado órdenes de exterminaros? Entonces, ¿qué me respondes?

Livia asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Pero ¿cómo puedo estar segura de que no nos traicionarás igualmente?

—En primer lugar, el hecho de que no se lo he dicho a Wulfila. También él la busca y ¡ay si llegara antes que yo, pues no escaparía nadie! Segundo: no soy un sanguinario, no tengo ningún interés en causar estragos si puedo obtener lo que quiero por las buenas. Tercero: no tienes alternativa.

—Está bien —respondió Livia—. Vamos. Pero recuerda que, si me has mentido, te mataré como a un perro, aunque para ello tenga que emplear toda mi vida. Y antes de morir tendrás tiempo de arrepentirte de haber nacido.

Esteban no reaccionó. Se limitó a decir:

—Movámonos, entonces. Y vosotros, venid conmigo.

Una veintena de soldados apareció por la parte del establo y los siguió a una distancia de algunos pasos.

—Si tratas de hacer alguna tontería mis hombres tienen orden de matarte, y además de dar la voz de alarma a todos los demás apostados en el bosque y a los de la guarnición: la vida de los tuyos sería segada en pocos instantes.

—Entonces, deja que coja mi caballo y ordena a tus mercenarios que permanezcan escondidos a una cierta distancia, allí, en el lindero del bosque. Hay un hombre mío allí arriba, el marido de esta mujer: podría sospechar y dar la voz de alarma.

Esteban ordenó a los suyos permanecer al abrigo entre las plantas del bosque que se extendía hasta detrás de los primeros calveros nevados. Livia tomó su caballo por las bridas y comenzaron a descender hasta el camino y luego, lentamente, a remontar hacia la colina.

—Ahora quédate detrás también tú —dijo de nuevo Livia—. No sé cómo podrían reaccionar.

Esteban disminuyó el paso mientras Livia se acercaba a Ursino. En aquel momento Aurelio, Vatreno y los otros se asomaban a unas pocas decenas de pasos después de haber rodeado por detrás un saliente de roca.

—¡ Livia! —gritó Rómulo apenas la vio.

—¡Rómulo! —exclamó Livia.

Luego se dirigió enseguida a Aurelio.

—¡Aurelio, escucha!... —dijo, pero no le dio tiempo a terminar la frase: vio la expresión de alegría y de sorpresa de sus compañeros transformarse en una mueca de desdén.

Vio a Aurelio desenvainar la espada gritando:

—¡Maldita, nos has traicionado!