24

Livia se despertó al amanecer y vio sus ropas extendidas sobre una alfombra, lavadas y secas; cuando se las puso las sintió aún tibias: debían de haberlas colgado delante del fuego durante toda la noche. Se introdujo los dos puñales en el cinturón debajo del coselete, se calzó las botas y bajó a la planta baja. Esteban estaba aún delante del fuego, reclinado en su asiento de brazos: un mueble a la antigua de la época de los emperadores Antoninos, que debía de formar parte del preciado ajuar de la casa. Se sacudió al oír el paso ligero de Livia que bajaba la escalera, se volvió hacia ella; era evidente que no se había acostado en toda la noche.

—No te has ido a la cama, por lo que veo —dijo la joven. —He descabezado un sueño delante del fuego. De todas formas el ruido del temporal me habría impedido dormir. ¿Oyes? Llueve aún a cántaros.

—Es cierto —respondió la muchacha, preocupada. Una doncella llegó con una taza de leche caliente con miel y se la ofreció.

—No puedes irte con este tiempo —dijo Esteban—. Tú misma puedes verlo. Parece que estén abiertas las esclusas del cielo. Si hubieras traído a tus compañeros como te dije, les habría dado albergue y aquí hubierais estado en lugar seguro.

—Sabes que no es cierto —respondió Livia—. Un grupo así habría sido advertido de inmediato. Y estoy segura de que tu casa está llena de espías. Muy pronto Odoacro sabrá que estoy aquí y lo sabrá también Wulfila.

—No creo que hubieran estado más en peligro que donde se encuentran ahora, dondequiera que estén. Y no creo que ni siquiera los

espías más diligentes tengan ganas de abandonar su morada con este tiempo de perros para ir a contarle las visitas que recibo. Si cambiases de idea yo podría hacer mucho por ti. Por ejemplo, el reconocimiento de la autonomía de tu pequeña ciudad en la laguna, tanto por parte de Oriente como de Occidente. ¿No ha sido siempre tu sueño?

—Un sueño que hemos defendido con las armas y con la fe en nuestro futuro —replicó Livia.

Esteban suspiró.

—Parece que no hay nada que pueda hacer o decir para convencerte de que renuncies a esta absurda aventura. Y aunque me desagrade admitirlo, no hay más que una explicación: debes de haberte enamorado de ese soldado.

—Preferiría hablar del dinero que me habías prometido. ¿Cuándo llegará?

—¿Tú qué dirías? Con este tiempo el río podría haberse desbordado, podría haber grandes inundaciones de aquí a Rávena. Mi hombre no llegará antes del atardecer, o mañana por la mañana, si todo va bien.

—No puedo esperar tanto —respondió secamente Livia.

—Reflexiona: no tiene sentido que te vayas en estas condiciones. Los tuyos te esperarán en cualquier caso, pienso yo.

Livia meneó la cabeza.

—No. No más de un determinado tiempo. No pueden permitírselo y tú comprendes muy bien por qué.

Esteban asintió. Luego añadió:

—Entonces quédate, te lo ruego, se harán cargo. Has hecho ya mucho por ellos, has arriesgado la vida y ese soldado no puede ofrecerte nada, mientras que yo estaría dispuesto a compartirlo todo contigo: sueños, poder, riquezas. Reflexiona, mientras estás aún a tiempo.

—He reflexionado ya —respondió Livia—. Esta noche, mientras estaba en el calor de ese lecho perfumado, pensaba en ellos que han dormido al raso, en un refugio improvisado, y me sentía mal. Mi sitio está con ellos, Esteban. Si ese dinero no llega durante la mañana me iré de todos modos. Y ahora perdóname, voy a preparar mi caballo.

Salió por el corredor por el que había entrado el día anterior y atravesó a la carrera el trecho que separaba la villa de las caballerizas, bajo una lluvia torrencial. El caballo esperaba tranquilo, atado en su sitio. Había sido almohazado y alimentado y estaba dispuesto a afrontar una dura jornada de viaje. Le puso el bocado y los arreos y le ató la silla, a la que fijó la manta. Esteban la alcanzó poco después, acompañado por dos siervos que sostenían una tela para resguardarle de la lluvia.

—¿Qué puedo hacer por ti —le preguntó—, en vista de que no puedo convencerte de que te quedes?

—Si me das algo —respondió Livia—, lo que puedas, te estaré agradecida... No pediría nunca nada para mi, ya lo sabes.

Esteban le entregó una bolsa.

—Es todo lo que tengo —dijo—. Deben ser veinte, treinta sólidos.

—Procuraré que alcancen —respondió Livia—. Gracias, de todas formas. Pero dámelas por lo menos en silicuas de plata, pues no encontraré a muchos que puedan cambiarme piezas de tan gran valor.

Esteban le cambió el dinero, Livia lo tomó y se encaminó hacia el pasillo.

—¿Ni siquiera te despides de mi? —preguntó Esteban.

Trató de besarla, pero Livia evitó sus labios y le estrechó la mano. —Un apretón de manos me parece la despedida más adecuada, como entre viejos compañeros de armas.

Él trató de sostenerle la mano entre las suyas, pero ella se soltó.

—Tengo que irme —dijo—. Es tarde.

Esteban ordenó a los criados que le dieran una capa de tela encerada y unas alforjas con provisiones. Livia le dio las gracias de nuevo, luego montó a caballo y desapareció detrás de la cortina de lluvia. Esteban regresó adentro y se hizo servir el desayuno en la gran biblioteca de la villa. Sobre la gran mesa de roble del centro de la sala había un rollo con una preciosa edición ilustrada de la Geografía de Estrabón, abierto en la descripción del foro romano. Una de las láminas representaba el exterior de un templo de Marte Vengador con el altar. Otra representaba un detalle del interior con una magnífica estatua de César en mármoles policromos, revestida con su armadura. Delante de sus pies había representada una espada: pequeña, en el dibujo, pero no tanto como para que no pudiera distinguirse la finura de su factura, la empuñadura en forma de cabeza de águila con las alas extendidas. La contempló largamente, fascinado, luego cerró el rollo y lo guardó en su estante.

Entretanto Livia avanzaba en dirección a la ciudad, imaginando que el puente de vía Emilia era el único paso practicable por el río Arimino, pero se encontró muy pronto frente a una gran inundación que sumergía el camino por completo. A lo lejos podía ver a duras penas el pretil del puente casi totalmente sumergido por la furia de las aguas. Le dominó un profundo descorazonamiento: ¿cómo iba a poder encontrar a sus compañeros dentro del tiempo establecido? Y ellos, ¿la estaban esperando en el lugar convenido o se habían visto obligados a desplazarse a otra parte, en busca de un cobijo que los protegiera de la furia de los elementos? Las lluvias torrenciales habían provocado el desbordamiento del río y anegado un vasto territorio, y más arriba debía de estar aún peor por los desprendimientos y hundimientos de tierras.

Se armó de valor y empezó a remontar el río para encontrar un paso aguas arriba, pero su marcha pronto se convirtió en una pesadilla. Los relámpagos cegaban a su caballo que se encabritaba relinchando aterrorizado, retrocedía resbalando en el barro, y luego volvía a arrancar cuesta arriba paso a paso, tirado de las riendas por Livia a costa de un enorme esfuerzo. El sendero por el que había descendido pronto se convirtió en un torrente erizado de puntiagudas piedras y el río, más abajo, era un rebullir de aguas legamosas que se precipitaban con gran fragor. A mitad de la jornada había recorrido tal vez tres millas y se dio cuenta de que la noche la sorprendería a media pendiente en un territorio desarbolado y completamente desprovisto de refugios. Podía ver en lo alto las cimas blanquearse de nieve y unos picos que podían ser un riesgo para su vida.

Se sintió presa del pánico por primera vez en su vida, del terror a morir sola, en un lugar desierto, en medio del barro; pensó en su cuerpo abandonado, arrastrado aguas abajo por el aluvión, dando vueltas en el fondo del agua turbia entre las rocas cortantes. Trató de reaccionar, de hacer acopio de todas sus fuerzas y de avanzar todo lo posible en dirección a la aldea que había visto el día anterior surgir de la niebla. La avistó hacia el anochecer, cuando la lluvia, con el descenso de la temperatura, se estaba transmutando en una nevisca helada que cortaba la cara como esquirlas de vidrio. La guiaban las tenues luces de los caseríos diseminados entre los pastos y la linde de los bosques y se encontró en un determinado momento teniendo que atravesar un puente colgante de troncos y ramiza, levantado sobre el torrente que discurría por abajo tumultuoso, bullendo de espuma amarillenta. Vio retroceder al caballo aterrado y tuvo que taparle los ojos para conseguir que la siguiera paso a paso, sobre aquella precaria pasarela que oscilaba temiblemente sobre el torrente en avenida. Llegó a la entrada de la aldea que estaba ya a oscuras, avanzó entre las casas y las cabañas arrantrándose con las últimas fuerzas hasta que cayó de rodillas en el barro, extenuada. Oyó ladrar un perro y luego unas voces. Sintió que la levantaban y la llevaban al interior de una estancia. Advirtió el calor del fuego encendido, luego ya nada.

Aurelio y sus compañeros esperaron largamente antes de decidirse a abandonar el precario refugio que se habían construido para defenderse de la intemperie, considerando que Livia debía de haber encontrado obstáculos de todo tipo durante el camino de vuelta. Esperaron todo el día y toda la noche siguientes, luego tuvieron que tomar una decisión.

—Si no nos movemos, serán el hambre y el frío los que acaben con nosotros —dijo Ambrosino—. No tenemos elección.

Miró a Rómulo arrebujado en su manta, pálido por el cansancio y por el hambre.

—Lo mismo pienso yo —aprobó Vatreno—. Tenemos que movernos mientras estemos en condiciones de caminar. No podemos reducirnos a tener que matar los caballos para comérnoslos. Y además no se puede excluir que Livia, tras haber intentado inútilmente alcanzarnos, haya regresado a su ciudad.

—Sería una elección perfectamente comprensible —admitió pensativo Ambrosino—. Esta no es ya su misión, no es ya su viaje. Ella tiene una patria, tal vez seres queridos. —Miró a Aurelio como si quisiera interpretar su pensamiento—. Creo que todos nosotros la echaremos de menos. Es una mujer extraordinaria, digna de los más brillantes ejemplos del pasado.

—No cabe duda —añadió Vatreno—. Y uno de nosotros la echará más de menos que el resto. ¿Por qué no te vas a su casa, Aurelio, por qué no te diriges a su refugio de la laguna mientras estés aún a tiempo? Tal vez es esto lo que ella quiere, ¿no crees? Tal vez ha querido obligarte a que tomes una determinación, a llevar a cabo una elección que de lo contrario tú nunca habrías tomado. Nosotros seremos suficientes para proteger al muchacho, y algún día sabremos encontrarte. No debe de haber muchas ciudades sobre el agua. Es más, me parece que esa será la única. Y en cualquier caso, si nos volvemos a ver, será hermoso celebrarlo juntos. En cambio, si no nos volvemos a ver, esta será la mejor despedida, la de los amigos sinceros que no olvidarán nunca los años pasados juntos.

—No digas cosas absurdas —respondió Aurelio—. Os he metido yo en esta empresa y continuaré haciendo lo que debo hacer. Moveos, nos espera una larga marcha y tenemos que apresurarnos lo más posible: cada día perdido vuelve más duro y difícil el paso que nos espera en los Alpes.

No dijo nada más porque estaba espantado y habría dado en aquel momento cualquier cosa por volver a ver a la mujer que amaba, aunque solo fuera por un instante. Montaron a Rómulo sobre un caballo, arrebujado lo mejor posible, y los otros avanzaron a pie por el sendero impracticable, a través de lugares salvajes y solitarios, bajo la nieve que caía en grandes copos.

Livia volvió a abrir los ojos muchas horas después, y se encontró en una cabaña apenas iluminada por una lucerna de sebo y por las llamas que ardían en el hogar. Un hombre y una mujer de edad indefinible la observaban llenos de curiosidad; la mujer sacó de la olla que barbotaba en el fuego un cazo de sopa de verduras caliente y se la ofreció junto con un pedazo de pan seco, duro como una piedra: no era más que una sopa de nabos, pero Livia se sintió recuperada solo de ver la escudilla humeante. Untó el pan en ella y comenzó a comer ávidamente.

—¿Quién eres? —preguntó el hombre al cabo de un rato—. ¿Qué hacías dando vueltas con este tiempo? No pasa nunca nadie por estos parajes.

—Viajo con mi familia y me he perdido en la tormenta. Me esperan en el claro del bosque que hay cerca del puerto de montaña. ¿Podríais acompañarme, por favor, para que no me pierda? Puedo pagaros.

—¿El puerto? —preguntó el hombre—. El sendero está completamente lleno de desprendimientos y el agua lo ha hecho desaparecer. Y ahora nieva, ¿no ves?

—¿Estáis seguros de que no hay manera de volver a subir? He de alcanzarlos como sea. Deben de estar preocupados, creerán que he muerto. Os lo suplico, ayudadme.

—Lo haríamos con mucho gusto —dijo la mujer—. Somos cristianos y temerosos de Dios, pero es realmente imposible. Nuestros hijos, que trataban de llevar de nuevo abajo el ganado, han quedado aislados en lo alto y hasta ahora no han podido volver. También nosotros estamos preocupados, pero no podemos hacer otra cosa que esperar

—Entonces descenderé yo —dijo Livia—. Los encontraré más adelante.

—¿Por qué no esperas a que deje de nevar? —le dijo el hombre—. Puedes quedarte con nosotros un día más, si así lo deseas. Somos pobres, pero te daremos hospedaje con mucho gusto.

—Os lo agradezco —respondió Livia—, pero he de reencontrar a las personas que quiero. Que Dios os lo pague por esta protección y por esta comida que me habéis ofrecido y que me ha salvado la vida. Adiós, rezad por mí.

Se echó la capa sobre los hombros y salió.

La muchacha descendió con gran dificultad a lo largo de las pronunciadas laderas del valle, se detenía a menudo para explorar los pasos más peligrosos y no correr el riesgo de hacer tropezar al caballo. Cuando finalmente estuvo en el llano volvió a montar en la silla y partió de nuevo; seguía un itinerario paralelo a la vía Emilia por terrenos más elevados a fin de evitar las vastas zonas sumergidas por las aguas de los ríos y de los torrentes desbordados. Mientras avanzaba trataba de imaginar qué les habría sucedido a sus compañeros, qué habría pensado Aurelio al no verla volver. ¿Sabían de los obstáculos que se habían interpuesto en su camino de vuelta o se habían sentido abandonados? ¿Y cómo habrían conseguido avanzar en su itinerario casi sin dinero como estaban y con pocas provisiones?

Viajó así durante tres días sin detenerse en ningún momento, durmiendo en los heniles o en las cabañas que los campesinos utilizaban en verano para vigilar de noche sus cosechas. Pensaba que la única manera de alcanzar a sus compañeros sería precederlos en un punto obligado de tránsito que le parecía haber identificado en el mapa de Ambrosino: un signo en la hoja, que coincidía con un puente o un paso del río Trebia, como la indicación de un punto de tránsito. Había hecho tantas veces los cálculos de su itinerario que al final se había convencido de que los reencontraría en el paso del río adonde contaba llegar aquel anochecer después de la puesta de sol. La ansiedad de alcanzarlos era tal que, casi sin darse cuenta, había empujado al galope al caballo, y solo cuando oyó el resuello de la cabalgadura volverse corto y entrecortado, y romperse el ritmo de la carrera, la puso al paso para ahorrarle fuerzas. Avanzó así, lentamente, en las tinieblas de la

larga noche, entre esqueletos de árboles y largos lamentos de perros vagabundos. No se detuvo hasta que se sintió desfallecer de cansancio, atraída, como una falena, por una luz, la única luz que podía ver en la completa oscuridad del cielo y de la tierra. Al aproximarse, un perro se puso a ladrar furiosamente, pero Livia no se preocupó. Estaba rota, exhausta, hambrienta: el frío y la humedad le entorpecían los miembros hasta el punto de que cada movimiento le costaba aún más dolor que esfuerzo. La luz que había visto era una linterna colgada delante de un edificio medio en ruinas que exhibía el letrero de una posada: Ad pontem Trebiae.

No había ningún puente, como pretendía el oxidado letrero, tal vez solo un paso de barca de orilla a orilla, pero el ruido del río entre las riberas era lo bastante fuerte como para hacer comprender que no había otro modo de pasar para quien se dirigiese al norte. Entró; la acogió una atmósfera densa y pesada. En el centro de la estancia un fuego de ramas húmedas de chopo desprendía más humo que calor. Un pequeño grupo de viajeros estaba sentado en torno a una mesa de tablas alabeadas. Estaban tomando una sopa de mijo y se servían de un plato central unas habas verdes y nabos que sazonaban con un poco de sal. El posadero, sentado del otro lado, cerca de los fogones, despellejaba unas ranas aún vivas y las arrojaba en un cesto mientras se retorcían entre espasmos. Una niña macilenta cubierta con unos harapos las recogía una a una, las decapitaba, las limpiaba de sus visceras y acto seguido las echaba en una sartén para que se frieran en grasa de cerdo. Livia se sentó a su vez, aparte, y cuando el posadero se acercó le preguntó si tenía pan.

—De centeno —respondió el hombre. Livia asintió.

—Y heno y un cobijo para mi caballo.

—Hay solo paja. Y el caballo puede dormir contigo en el establo.

—Está bien. Mientras tanto échale encima la manta que hay sobre la silla.

El posadero le dijo algo a la niña, que se fue en busca del pan. Él salió rezongando para ir a llevarse el caballo. Aquella joven, en cualquier caso, pensó, debía de tener dinero para pagar, si poseía una cabalgadura y si calzaba botas de cuero. Se estremeció apenas estuvo en -1 exterior al ver a un grupo de jinetes que llegaban en aquel preciso momento a la orilla en el paso de barca tirado a cuerda. Descendieron uno tras otro jurando, mientras sujetaban los caballos por las bridas en una mano y unas antorchas encendidas en la otra. Confiaron los animales al posadero y le intimaron a traerles enseguida de comer. Querían carne.

—¡Carne! —continuaban gritando al sentarse.

El posadero llamó a un mozo.

—Mata al perro —le dijo—, y cocínaselo. No tenemos otra cosa y no se darán cuenta de nada. Son como bestias. Si no les damos lo que quieren destrozarán el establecimiento.

Livia los miró a hurtadillas: eran mercenarios bárbaros probablemente al servicio del ejército imperial. Se sintió muy incómoda, pero no quiso levantar sospechas en ellos abandonando el lugar enseguida. Masticó con esfuerzo el pan y bebió algún sorbo de un líquido que más parecía vinagre que vino, pero cuando estaba a punto de levantarse se dio cuenta de que uno de aquellos bárbaros estaba de pie frente a ella y la escrutaba. Instintivamente se llevó la mano al puñal que tenía debajo del coselete y con la otra mano se puso de nuevo a beber para aparentar aplomo. Bebió lentamente, luego soltó un largo suspiro y se levantó. El bárbaro se alejó sin decir palabra y se fue hacia la cocina a pedir vino. Livia pagó la cena y salió a buscarse una yacija en el establo, cerca de su caballo. No vio que el bárbaro, mientras salía, se daba la vuelta de nuevo para mirarla y luego intercambiaba una mirada de inteligencia con su jefe como diciéndole: «¿Es ella?». Este asintió para confirmarlo, e inmediatamente después gritó:

—¡Posadero, trae vino y esa carne si no quieres recibir una somanta de palos!

—Solo un poco de paciencia, mi señor —respondió el posadero—. Hemos matado un cabrito expresamente para vosotros, pero debes darnos un poco de tiempo para prepararlo.

Hizo falta aún una hora para que el perro estuviese cocinado y servido en la mesa ya troceado, acompañado de hierbas amargas. Los bárbaros sacaron las hierbas, se lanzaron sobre la carne y la devoraron hasta el hueso ante la mirada satisfecha del posadero, que solo pasó un momento de terror cuando el jefe ordenó:

—Tráeme la cabeza, los ojos son la parte mejor.

Pero se recuperó rápidamente:

—¿La cabeza, mi señor? Oh, cuánto lo siento, no puedo complacerte, pues la cabeza y las visceras se las hemos dado... al perro.

Livia, aún turbada por el encuentro con el bárbaro, se quedó despierta durante algún rato escuchando la barahúnda, lista para montar en el caballo y huir. Pero no sucedió nada, y en un determinado momento oyó que salían de la posada y se alejaban hacia el sur. Soltó un suspiro de alivio y se acomodó para descansar un poco, pero un tumulto incontrolable de emociones asaltaron su mente. Echaba de menos a Aurelio, su voz y su presencia, y se atormentaba por la ausencia de Rómulo, por no saber cómo estaba, dónde se encontraba, qué pensaría en aquellos momentos. Hasta echaba de menos al viejo Ambrosino: su actitud serena de sabio que siempre tenía una respuesta para todo, su afecto celoso por el muchacho y, por el contrario, su fe ciega en el futuro del chico a pesar de que todos los buenos presagios se revelaban adversos. Echaba de menos a los otros compañeros: Vatreno, Batiato, Orosio y Demetrio, inseparables como los Dioscuros, su coraje, su abnegación, su increíble entereza. ¿Cómo había podido separarse de ellos sólo para encontrar el dinero?

Hasta el mismo recuerdo de su ciudad parecía en aquel momento desvanecerse de su mente. Lo único que sentía ahora era que lo echaba todo de menos, y ninguna perspectiva que no fuera la de reunirse nuevamente con sus compañeros le parecía deseable. Aquel mundo horrible, aquella miseria despreciable que caracterizaba todo cuanto le rodeaba, la sensación angustiosa de soledad que sentía, tan aguda y punzante, y la conciencia de que reencontrar a los amigos sería bastante difícil la convencieron de que debía tomar deprisa una determinación. Podía esperar un día o dos más para ver si llegaban, pero si no lo hacían se encontraría muy distanciada respecto al itinerario hacia el puerto de montaña y corría el riesgo de no cruzarse con ellos nunca más. Pensó que lo único prudente que se podía hacer era lo que en el fondo le había aconsejado Ambrosino: llegar al puerto de montaña antes que ellos y esperarlos allí hasta que llegaran. Y luego que se hiciera la voluntad de Dios.

Esperó los primeros albores del día, ensilló el caballo y se alejó furtivamente; se dirigió hacia el norte por la vía que tenían que recorrer sus amigos, tanto si iban delante de ella como si iban detrás. Estaba sola y avanzaba sin encontrar obstáculos en su camino, casi sin duda conseguiría precederlos en el puerto de los mesios por donde sabía que pasarían. Durante un instante le dominó el desaliento al pensar que podían haber cambiado también de ruta, obligados por las condiciones del terreno o por unos acontecimientos imprevistos, y

en ese caso no los volvería a ver más. Pero ahuyentó de sí aquel pensamiento considerando que Ambrosino tomaba siempre la decisión más prudente y que la mantenía, a toda costa.

Aquella misma noche informaron a Esteban de que una persona que respondía a la descripción de Livia había sido vista en la posada de] paso de barca del Trebia; se puso en viaje con su escolta para seguirla a una cierta distancia sin ser visto. Estaba seguro de que si la seguía por el camino que llevaba hacia Retia al final conseguiría llevársela consigo, y tendría la espada que debía de estar en posesión de alguno de sus compañeros. Había hecho mención de aquella arma maravillosa a los emisarios del emperador Zenón, y no cabía duda de que el César de Oriente le ofrecería una buena cantidad de dinero y algún privilegio con tal de poseer un objeto tan preciado, casi un símbolo y una reliquia de la potencia primigenia del imperio de Roma.

Alegando un pretexto a Odoacro para hacerse asignar un grupo de mercenarios de escolta, partió en cuanto amainó el temporal y las aguas de los ríos se escurrían hacia el mar. Pero detrás de él había partido también Wulfila, convencido de que solo Esteban disponía de los medios y de la información para llevarle tras el rastro de sus presas. El bárbaro había enviado ya correos por todas partes para pedir información sobre el paso de una caravana con un negro gigantesco, un anciano y un muchacho, pero no le había llegado ninguna respuesta satisfactoria. Cuando se enteró de que Esteban hacía los preparativos para una partida harto sospechosa y precipitada, y que se había hecho asignar una escolta armada por Odoacro con la excusa de llevar a cabo una operación diplomática con los gobernadores de las regiones alpinas, intuyó inmediatamente la razón de ello.

Preparó a sus hombres, unos sesenta guerreros dispuestos a todo, y salió tras sus pasos. Estaba seguro de que el objetivo de Esteban y el suyo coincidían completamente. Si resultaba que no era así, si se daba cuenta de que lo había apostado todo a una sola carta, perdedora, no habría vuelta de hoja para él. Tendría que desaparecer en las profundidades infinitas del continente, desaparecer para siempre, porque Odoacro no comprendería dos fracasos, tan seguidos uno de otro, y reaccionaría de modo incontrolable. Pero estaba convencido de no equivocarse. Alcanzaría a los fugitivos, y muy pronto pondría fin a su larga fuga. Decapitaría al muchacho con aquella misma espada y le haría un corte en la cara al romano que le había desfigurado, descubriría finalmente su identidad antes de borrarla para siempre.

Mientras tanto Livia avanzaba en busca de sus compañeros. No podía ni siquiera imaginar que, mientras atravesaba los húmedos campos cisalpinos, era el guía involuntario que conduciría a los enemigos más aborrecidos y feroces a amenazar de nuevo a sus amigos, a perseguirlos como animales en fuga.