—Es un viaje muy largo —dijo Livia rompiendo el cerrado silencio que se había hecho de repente en el pequeño campamento—. Necesitaremos dinero y nosotros ya no tenemos.
—Es cierto —tuvo que admitir Ambrosino—, para comprar comida, para pagar peajes en los puentes y en los pasos de los ríos, forraje para los caballos cuando estemos en la alta montaña, o para el alojamiento cuando haga demasiado frío para dormir al raso.
—Solo hay una manera de conseguirlo —replicó Livia—. Esteban tendría que estar en Rímini a estas horas, en su villa junto al mar. Nos debe la recompensa por la misión que llevamos a cabo, y aunque no la pague íntegramente no creo que nos niegue su ayuda. Conozco el lugar, porque en una ocasión me encontré allí con Antemio, y no tendré ningún problema en encontrarlo.
—¿Puedes fiarte? —preguntó Aurelio.
—En el fondo, había venido a Fano para ofrecernos una escapatoria. Esteban debe sobrevivir, como todos, y adaptarse a cada cambio de los equilibrios de poder, pero si Antemio se fiaba de él debía de tener sus razones.
—Esto es lo que me preocupa: Antemio nos ha traicionado.
—Es lo que yo pensé también en un primer momento, pero reflexionando he considerado que el cambio en el trono de Constantinopla debe de haberle puesto en una situación insostenible. Tal vez fue descubierto, torturado: es difícil para nosotros imaginar qué sucedió realmente. En cualquier caso, vosotros no corréis ningún riesgo. Iré yo sola.
—No, yo voy contigo —replicó Aurelio.
—Es mejor que no —insistió Livia—. Tú eres necesario aquí, al lado de Rómulo. Partiré antes del amanecer y si todo va bien estaré de vuelta pasado mañana hacia el atardecer. Si no volviera, partid sin mí. En cualquier caso, conseguiréis sobrevivir: habéis pasado por situaciones peores.
—¿Estás segura de conseguirlo en tan poco tiempo? —preguntó
Ambrosino.
—Sí, si no se presentan imprevistos, estaré en la villa de Esteban antes de que oscurezca. Al día siguiente volveré a partir antes del amanecer y estaré de nuevo aquí para pasar la noche con vosotros.
Los compañeros se miraron entre sí perplejos.
—¿Qué teméis? —los tranquilizó Livia—. Antes de conoceros me las arreglaba perfectamente, y además me habéis visto en acción, ¿no?
Ambrosino alzó los ojos de su mapa.
—Escúchame, Livia —dijo—, cuando uno se separa se crea una situación difícil. Quien espera más tiempo del convenido se pone a hacer las cabalas más extrañas a cada instante que pasa, se imagina todo tipo de situaciones, cuenta los pasos del compañero ausente y trata de calcular una y otra vez el tiempo necesario para su regreso. Y casi nunca las explicaciones que trata de encontrar por el retraso coinciden con las reales. Por otra parte, quien está lejos y está sujeto a algún imprevisto se atormenta pensando que habría bastado concederse unas horas más para el regreso y a los compañeros lejanos les hubieran sido ahorradas otras tantas horas de angustia y de preocupación. Por lo que démonos una segunda cita. Si no te vemos pasado mañana al atardecer nos quedaremos en cualquier caso aquí por la noche y volveremos a partir a primera hora del amanecer. Si tampoco en ese momento te volvemos a ver, pensaremos que algún obstáculo insuperable se ha interpuesto entre tú y nosotros. Quiero que sepas, sin embargo, que cruzaremos los Alpes por el paso de los mesios: este que ves en el mapa —dijo apuntando el dedo en el mapa—. Puedes quedarte con este itinerario, yo ya me lo he aprendido de memoria en todos sus detalles. Te servirá de guía entre este lugar y el paso, de modo que podrás de todas formas alcanzarnos si te es posible a continuación.
—Me parece una solución excelente —dijo Livia—. Voy a prepararme para la partida.
Cogió los arreos y se acercó a su caballo que estaba paciendo no muy lejos.
Aurelio se fue tras ella.
—En Rímini —le dijo— estarás muy cerca de tu casa. Unas pocas horas en barca y estarías de nuevo en tu ciudad de la laguna. ¿Qué harás?
—Volveré —respondió Livia—. Como he prometido. —Nosotros vamos al encuentro de lo desconocido —prosiguió Aurelio— siguiendo los sueños de un anciano preceptor, en el séquito de un emperador niño buscado por unos enemigos feroces. No me parece que para ti sea una prudente decisión proseguir con este viaje. Tu ciudad sobre el agua te espera, ¿no es así? Tus conciudadanos estarán preocupados, al haberte visto desaparecer por tanto tiempo. ¿No tienes personas queridas allí?
Livia parecía mantener la mirada fija en el valle, en el mar de niebla del que despuntaban únicamente las copas de los árboles más altos y una minúscula aldea encastillada en lo alto de un otero. De las chimeneas de las casas ascendían delgadas volutas de humo como las oraciones de la noche hacia el cielo estrellado, y el ladrido de los perros llegaba amortiguado por la atmósfera opaca y fría que pesaba sobre la llanura. Tras escapar de la mansio de Fano no había habido un solo momento en que hubieran podido estar a solas, lo cual había provocado una sensación de incomodidad y de malestar como si uno atribuyera al otro la voluntad de evitar aunque solo fuera una breve intimidad; como si temieran que no habría ya una razón tan fuerte como el adiós de Fano capaz de empujar a uno en los brazos del otro, si aquella intimidad se presentaba. Era como cuando se ve el sol ponerse en un horizonte neblinoso y parece imposible que pueda resurgir al día siguiente.
—¿Habrías previsto nunca un desenlace parecido de nuestra empresa? —preguntó aún Aurelio.
—-No —respondió Livia—. Pero no creo que la cosa tenga mayor importancia.
—¿Qué tiene importancia, entonces?
—Lo que sentimos en nuestro interior. ¿Tú por qué vas con ellos? ¿Por qué has decidido seguirlos?
—Porque siento cariño por ese muchacho, porque no tiene a nadie que pueda defenderle, porque una mitad del mundo le quiere muerto y la otra se alegraría de que muriese. Porque sobre sus espaldas de adolescente pesa una carga insoportable que acabará por aplastarle... O tal vez, más simplemente, porque no sé qué otra cosa hacer, ni tampoco adonde ir.
—¿Y cómo puedes pensar, entonces, que tienes unas espaldas tan fuertes como para sostener esa carga en su lugar, como Hércules cuando sustituyó a Atlas para sostener la bóveda del cielo?
—El sarcasmo no me parece una respuesta adecuada —respondió Aurelio dándole la espalda.
—No, en efecto —tuvo que admitir Livia—. Lo siento. En realidad la tengo tomada conmigo misma: por haberme dejado embaucar de este modo, por haberos arrastrado en esta loca aventura sin poder recompensaros ni resarciros, por haberos expuesto a todos a un peligro mortal.
—Y por haber perdido el mando de las operaciones. Ahora no estás ya a la cabeza de los demás, sino que los sigues sin saber adonde van y qué te espera.
—También por eso, también. Estoy habituada a trazar planes seguros, no me gustan los imprevistos.
—¿Y esta es la razón por la que me evitas?
—Eres tú quien me evita a mí —replicó Livia.
—Tememos a nuestros sentimientos... tal vez. ¿Te parece una explicación verosímil?
—Sentimientos... No sabes de lo que hablas, soldado. ¿Cuántos amigos has visto caer muertos en el campo de batalla, cuántas ciudades y pueblos quemados y arrasados, cuántas mujeres forzadas? ¿Y aún te atreves a pensar que en un mundo como este hay cabida para ese tipo de sentimientos?
—No parecías pensar así no hace mucho. Cuando hablabas de tu ciudad, cuando abrazabas a Rómulo y le cubrías con tu capa teniéndole apretado contra ti sobre tu caballo.
—Era una situación distinta: la misión estaba prácticamente cumplida. El muchacho se dirigía hacia un lugar donde habría sido tratado con toda clase de miramientos, vosotros habríais recibido vuestro dinero, y también yo. Era una situación favorable, por más que fuera pasajera.
—Estoy seguro de que no era la única razón.
—No, estaba a un paso de encontrar al hombre que iba buscando desde hacía años.
—Y ese hombre no se ha dejado encontrar, ¿es así?
—Así es: por temor, por cobardía, no sé.
—Piensa lo que quieras. No puedo hacer el papel de otro: no soy el héroe que tú andas buscando y tampoco el actor capaz de interpretarlo. Creo ser un buen combatiente, es decir, un hombre lo bastante común en estos tiempos. Nada más. Tú quieres alguien o algo que perdiste la noche que huiste de Aquilea. Ese muchacho que cedió el sitio a tu madre en la barca representa para ti la raíz de la que fuiste arrancada cuando aún no habías crecido. Algo se marchitó dentro de ti esa noche y tú no consigues hacerlo revivir. Luego, de improviso, pensaste que un desconocido, un legionario malherido que escapaba en las marismas de Rávena buscado por una horda de bárbaros, podía ser ese fantasma redivivo, pero era solo la repetición de una situación parecida que había provocado en tu mente esa asociación de pensamientos: el legionario, los bárbaros, la barca, las marismas... Son cosas que pasan, Livia, como en los sueños, ¿comprendes? Como en los sueños.
La miró fijamente a los ojos, húmedos de lágrimas que ella trataba inútilmente de contener apretando los dientes. Continuó:
—¿Qué esperabas? ¿Que yo te siguiera a tu ciudad sobre el agua? ¿Que te ayudara a hacer revivir Aquilea perdida para siempre? No sé, habría sido posible. Cualquier cosa es posible y cualquier cosa es imposible para un hombre en mi situación, alguien que lo ha perdido todo, incluso los recuerdos. Pero hay una cosa que me ha quedado, el único patrimonio que me queda: mi palabra de romano. Un concepto obsoleto, lo sé, algo que se encuentra solo en los libros de historia, y sin embargo un ancla de salvación para alguien como yo, un punto de referencia si quieres. Y yo esta palabra se la di a un hombre moribundo. Le prometí salvar a su hijo e inútilmente he tratado de convencerme de que un primer intento me había exonerado, que podía considerarme liberado aunque hubiera fracasado. Nada que hacer, esas palabras continúan resonando en mis oídos y no hay manera de que pueda liberarme de ellas. Por eso te seguí a Miseno y por eso continuaré estando a su lado hasta que esté en lugar seguro en alguna parte. En Britania, en los confines del mundo, ¿qué sé yo?
—¿Y yo? —preguntó Livia—. ¿Yo no represento nada para ti?
—Oh, sí, por supuesto —respondió Aurelio—. Representas todo lo que no podré nunca amar.
Livia le fulminó con una mirada de pasión herida y desilusionada, pero sin decir palabra; acto seguido se alejó y fue a prepararse para la partida.
Ambrosino se le acercó sosteniendo entre las manos el pequeño rollo de pergamino con el itinerario.
—Aquí tienes tu mapa —dijo—. Hago votos para que no tengas que hacer uso de él y que te veamos pasado mañana al atardecer.
—También yo así lo espero —deseó Livia.
—Tal vez esta misión no sea realmente necesaria...
—Es indispensable —replicó la joven—. Imagina que tropieza un caballo o alguien cae enfermo, o tenemos que coger una barca. Si tenemos dinero nuestro viaje será mucho más rápido y expedito, en cambio si tuviéramos que pedir ayuda a alguien deberíamos exponernos, nuestra presencia sería notada... Quédate tranquilo. Volveré. —No estoy tan seguro. Pero hasta ese momento estaremos todos preocupados, especialmente Aurelio...
Livia inclinó la cabeza sin decir nada. —Trata de descansar —dijo Ambrosino y se alejó.
Livia se despertó antes del amanecer, puso el bocado a su caballo y cogió su manta y sus armas.
—Ten cuidado, te lo ruego —sonó la voz de Aurelio detrás de ella.
—Estaré atenta —respondió Livia—. Sé cuidar de mí misma.
Aurelio la atrajo hacia sí y le dio un beso. Livia le abrazó estrechamente unos instantes, luego montó en la silla.
—Cuídate —dijo.
Espoleó a su caballo y se lanzó al galope. Avanzó a través del bosque hasta alcanzar el valle del río Arimino y lo siguió al paso durante varias horas, como una guía segura hacia su meta. El cielo estaba cubierto nuevamente por unas grandes nubes negras e hinchadas que empujaban el viento marino; pronto comenzó a llover. Livia se cubrió lo mejor posible y prosiguió su viaje a lo largo del sendero solitario sin encontrar más que unos pocos caminantes ateridos, campesinos en su mayoría, o siervos sorprendidos por el mal tiempo mientras se dirigían al trabajo.
Llegó a la vista de Rímini a media tarde y se desvió hacia el sur dejando la ciudad a la izquierda. Podía ver las murallas y en lontananza la parte superior del anfiteatro en parte derruido. La villa de Esteban apareció ante ella una vez que hubo cruzado la vía Flaminia con sus losas de basalto relucientes cual hierro bajo la lluvia. Se asemejaba a una fortaleza, con dos torreones que flanqueaban la puerta de entrada y un camino de ronda a lo largo del recinto amurallado. Unos hombres armados vigilaban la entrada y patrullaban el recinto amurallado; Livia dudó si presentarse ante la entrada: no quería hacerse notar. Dio la vuelta al edificio hasta que vio a un siervo salir por una puerta de servicio por el lado de las caballerizas y se le acercó. —¿Tu señor, Esteban, está en casa?
—¿Por qué quieres saberlo? —le respondió desabridamente—-, Preséntate en la puerta de entrada y hazte anunciar.
—Si está en casa, dile que la amiga que vio en Fano hace dos días está aquí fuera y necesita hablar con él.
Luego tomó una de las últimas monedas que le quedaban y se la puso en la mano.
El hombre miró la moneda, luego a Livia, chorreante bajo la lluvia. Dijo:
—Espera. —Y desapareció nuevamente hacia el interior del edificio. Volvió al poco con grandes prisas y se limitó a decir: —Rápido, entra.
Aseguró él mismo el caballo a una anilla de hierro fijada en la pared debajo de un cobertizo y a continuación le indicó el camino. Recorrieron un corredor que se adentraba en la villa, hasta una puerta cerrada delante de la cual el siervo la dejó sola. La joven llamó con unos toques ligeros, inmediatamente oyó alzar el pestillo y delante de ella estaba Esteban que decía:
—¡Por fin! No podía esperaros más. He estado de lo más angustiado durante todo este tiempo, no sabía ya nada de lo que había sido de ti... Entra, vamos, sécate. Estás calada hasta los huesos.
Livia entró en una amplia habitación en medio de la cual ardía un hermoso fuego, y se acercó para calentarse. Esteban llamó a dos mujeres de servicio.
—Cuidaos de mi huésped —ordenó-—-. Preparadle un baño y ropas limpias con las que pueda cambiarse, rápido.
Livia trató de detenerle.
—No tengo tiempo, he pensado que es mejor que vuelva a irme enseguida, no quiero correr riesgos.
—Ni lo digas siquiera. Estás en unas condiciones deplorables. No hay nada para ti más urgente que tomar un baño caliente y luego sentarte conmigo delante de una bonita mesa bien puesta. Tenemos que hablar, nosotros dos. Debes contarme todo lo que te ha sucedido y qué puedo hacer para ayudarte.
Livia sintió la tibieza del fuego en el rostro y en las manos, y en aquel preciso momento las fatigas y las peripecias de los últimos días parecieron pesarle encima todas juntas. Un baño y una comida caliente le parecieron la cosa más deseable del mundo e hizo un gesto de asentimiento.
—Tomaré un baño y comeré algo —dijo—, pero luego debo partir de nuevo.
Esteban sonrió.
—Así está mejor. Sigue a estas buenas mujeres que se ocuparán de ti.
La condujeron a una sala apartada, decorada con unos mosaicos antiguos, perfumada de esencias raras, saturada de vapores que se desprendían de la gran pila de mármol abierta en el centro del pavimento, colmada de agua caliente. Livia se desnudó y entró en el agua dejando apoyadas sus armas, un par de puñales afiladísimos, en el borde de la pila, ante la mirada asombrada de las doncellas. Estiró los miembros encogidos por la fatiga y por el frío y aspiró con voluptuosidad el perfume que impregnaba el ambiente. En su vida no había tenido nunca una experiencia semejante, no había disfrutado nunca de tantos lujos. Una de las mujeres le pasó una esponja por los hombros y por la espalda masajeándola con gran pericia, la otra le lavó el pelo con un agua perfumada y tonificante. En un determinado momento Livia se dejó sumergir totalmente al tiempo que cerraba los ojos y casi le pareció que se disolvía en aquella tibieza envolvente. Cuando salió le hicieron ponerse una túnica elegantísima de lana frigia, finamente bordada, y dos mullidas zapatillas, mientras su coselete y sus pantalones de piel sucios de fango eran confiados a la lavandera.
Esteban la esperaba en el comedor y fue a su encuentro con una sonrisa.
—¡Es increíble! —exclamó—. Una metamorfosis asombrosa: eres la mujer más hermosa que haya visto jamás. ¡Estás magnífica!
Livia se sintió incómoda en aquella situación para ella nueva y embarazosa, y respondió con tosquedad:
—No he venido para recibir cumplidos, sino por lo que habíamos pactado. No es culpa mía si las cosas han cambiado: he llevado a cabo la misión y debo pagar a mis hombres.
Esteban adoptó un tono más desapegado.
—Es más que justo — admitió—. Pero lamentablemente el dinero que se te prometió hubiera tenido que llegar de Constantinopla, pero dada la situación tan radicalmente distinta, como comprenderás... Pero te ruego, acomódate, come algo.
Le hizo una indicación al trinchante de que les sirviera pescado frito y les pusiera vino.
—Necesito dinero —insistió Livia—. Aunque no sea la suma pactada, dame lo que puedas. Esos hombres han arriesgado la vida y recibieron mi palabra. No puedo decirles: «Gracias, ha sido un excelente trabajo, adiós».
—No hay necesidad. Puedes quedarte cuanto quieras, sería para mi un gran placer y nadie vendría nunca a buscarte aquí.
Livia se llevó a la boca un grueso trozo de pescado y apuró un vaso de vino, luego dijo:
—¿De veras lo crees? Olvidas que esos hombres escalaron la roca de Capri, dieron muerte a una quincena de soldados de la guardia, liberaron al emperador y han atravesado media Italia eludiendo a cientos de perseguidores mandados de todas partes por Wulfila. Podrían llegar aquí hasta esta misma sala en cualquier momento, solo con que se lo propusieran.
Esteban acusó el golpe.
—No trataba de decir eso... solo que... nadie podía prever cómo irían las cosas. ¿Qué pretendéis hacer con el muchacho? —preguntó acto seguido.
—Llevarle a un lugar seguro.
—¿A tu ciudad?
—Esto no puedo decírtelo, alguien podría escucharnos.
Esteban fingió hacer caso omiso de aquella manifestación de desconfianza.
—Justo —respondió—. Es mejor ser prudentes. Las paredes oyen por estos lugares, especialmente en estos tiempos.
—Entonces, ¿qué me respondes? Mañana por la mañana como muy tarde debo irme de nuevo.
—¿Cuánto necesitas?
—Doscientos sólidos me bastarían. Es una mínima parte de lo que habíamos acordado.
—En cualquier caso, es una suma considerable. No los tengo en estos momentos. Pero puedo hacerlos traer.
Llamó a un siervo, le bisbiseó algo y este se alejó a paso ligero.
—Deberían estar aquí mañana, si todo va bien. Así por lo menos tendré el placer de hospedarte por esta noche. ¿Estás segura de que no puedes quedarte por más tiempo?
-—Ya te lo he dicho. He de volver a partir lo antes posible.
Esteban pareció resignado y se puso de nuevo a córner sin decir nada más. En un determinado momento se sirvió de beber y fue a sentarse cerca de ella, como para hablar de modo más confidencial.
—Habría aún la posibilidad, para vosotros, de obtener esa suma... es más, mucho, mucho más.
—¿De qué modo? —preguntó Livia.
—Me consta que uno de tus hombres tenia una espada... un objeto muy particular... Su empuñadura es en forma de cabeza de águila, la guarda son dos alas desplegadas. Sabes de qué te hablo, ¿no?
Era evidente que Esteban tenía información muy precisa, que de nada serviría negar, y Livia asintió.
—Hay quien pagaría una suma enorme por tenerla. A vosotros os podría convenir tanto dinero, ¿no crees? Todo se volvería más fácil.
—Mucho me temo que se perdió durante el combate —mintió.
Esteban inclinó la cabeza para disimular su decepción y no insistió más.
—¿Qué ha sido de Antemio? —preguntó Livia para cambiar de tema.
—Fue él quien me mandó llamar con urgencia para decirme que estabais en peligro, porque su plan había sido descubierto, y para pedirme que os salvara. Por desgracia llegué tarde. Pero por lo menos conseguisteis escapar... En cuanto a Antemio, no le he vuelto a ver desde entonces y mucho me temo que no podré hacer mucho por él, siempre que siga aún con vida.
—Comprendo —dijo Livia.
Esteban se puso en pie y se le acercó apoyándole una mano en un hombro.
—¿Estás de veras decidida a volver a las montañas, en medio de los bosques, a vivir como un animal perseguido? Escúchame, has hecho ya cuanto estaba en tus manos, no estás obligada a seguir arriesgando tu vida por ese muchacho. Quédate conmigo, te lo ruego: yo siempre te he admirado, yo...
Livia le miró fijamente.
—No es posible, Esteban, no podría nunca vivir en un lugar como este, en medio de toda esta molicie, después de haber visto tanta miseria y tantos padecimientos.
—¿Adonde iréis? —preguntó el hombre—. Tal vez podría seros de ayuda, al menos...
—No lo hemos decidido aún. Y ahora, si me lo permites, quisiera ir a descansar. Hace muchas noches que no duermo profundamente.
—Como quieras —respondió Esteban, y llamó a las doncellas para que la acompañaran al dormitorio.
Livia se despojó de sus ropas para acostarse mientras las mujeres se llevaban el ánfora de barro cocido que contenía ascuas y cenizas que había calentado el lecho hasta aquel momento; se acostó saboreando aquella maravillosa tibieza perfumada de lavándula, pero no consiguió dormirse. Fuera el temporal arreciaba: se oía el martillear de la lluvia sobre el tejado y en sus terrazas exteriores y de vez en cuando los relámpagos penetraban a través de las rendijas de los contramarcos de las ventanas proyectando sobre el techo destellos de pálida luz, los truenos que estallaban con un ruido ensordecedor la hacían sobresaltarse bajo las mantas. Pensaba en sus compañeros cobijados en alguna parte en medio del bosque, reunidos en torno a un vivaque humoso, en el frío y la oscuridad, y contenía a duras penas el llanto. Partiría inmediatamente, apenas tuviera el dinero.
En la sala de la planta baja Esteban, absorto en sus pensamientos, velaba al lado del fuego mientras acariciaba de vez en cuando a un gran moloso echado a su lado sobre una esterilla. La belleza de Livia le había turbado, la admiración y el deseo que siempre había sentido por ella desde la primera vez que la había visto en la laguna se convertía en una obsesión solo de pensar que ella estaba en su casa, que yacía a escasa distancia de su dormitorio, cubierta únicamente por unas ligeras ropas. Pero ¿cómo poder domar a una criatura semejante? El lujo y la comodidad de la que la había rodeado parecían no tener ningún efecto sobre ella, así como tampoco la promesa de una gran suma de dinero. Y era indudable que ella le había mentido al decirle que la espada se había perdido. Aquella espada... habría dado cualquier cosa por poder verla, tocarla con sus propias manos. Era el símbolo del poder que deseaba con toda su alma y de un tipo de fuerza que no había tenido nunca y siempre había querido.
De pronto entró una de las mujeres llevando algo entre las manos.
—He encontrado esto en las ropas de tu huésped —le dijo alargándole un pequeño pergamino doblado—. No quería que se echase a perder.
—Has hecho muy bien —respondió Esteban, y lo desplegó bajo la luz de la lucerna que ardía a su lado.
Vio el itinerario y enseguida se dio cuenta de hacia dónde se dirigían. La espada fantástica no se le escaparía ya y, en aquel momento, tal vez también Livia sería suya. Se volvió hacia la mujer que se estaba alejando.
—Espera —le dijo dándole el mapa—. Vuelve a. ponerlo donde lo has encontrado.
La mujer asintió con un cabeceo y se fue.
Esteban entonces apoyó la cabeza contra el respaldo de su silla para permitirse un poco de sueño. En la gran sala resonaba ahora solamente el ruido de la lluvia que golpeaba y el silbido del viento que empujaba desde el mar enormes olas para romperse retumbando en la costa desierta.