22

Esteban vio reaparecer el destacamento de Wulfila en el lindero del bosque, una inedia docena de hombres en total, y se hizo el encontradizo esforzándose por parecer natural.

—¿Dónde están los demás? —preguntó.

—Los he dividido en grupos y les he mandado que busquen por los alrededores. Estoy seguro de que se encuentran aún en las cercanías. Con el viejo y el chiquillo no pueden haberse distanciado mucho de nosotros.

—Sí, pero mientras tanto el tiempo está empeorando y esto no facilitará las cosas —replicó Esteban.

Desde el mar llegaba, en efecto, un frente de nubes oscuras y pronto comenzó a caer una lluvia gélida mezclada de aguanieve.

El incendio, que había consumido ya los rastrojos y los almiares, se apagó del todo, dejando una extensión ennegrecida y humeante. Los troncos de árbol que habían hecho rodar hacia abajo se habían detenido al encontrar obstáculos naturales o bien habían llegado hasta casi la llanura costera o caído dentro del torrente.

A Esteban le castañeteaban los dientes a causa del frío y temblaba como un azogado, pero sacó no obstante fuerzas de flaqueza para hablar.

—Esto no le va gustar a Odoacro y tampoco a los emisarios de Zenón. No quisiera encontrarme en tu pellejo cuando tengas que darle cuenta de cómo han ido las cosas. Y no esperes que yo ponga en peligro mi propia posición para salvar la tuya. Has dejado escapar a un anciano y a un muchacho delante mismo de tus narices con setenta soldados a tus órdenes. No resulta creíble: alguien podría pensar que te has dejado corromper.

—¡Calla la boca! —rezongó Wulfila—. Si me hubieras avisado a tiempo los habría cogido a todos.

—No fue posible. El hombre de Antemio en Nápoles organizó su fuga tan bien que yo mismo perdí su rastro y ellos no se dejaron ya ver. ¿Qué podía decirte yo? El único punto de encuentro seguro estaba aquí, para la cita con la nave. Y es este el que te hice saber.

—No consigo comprender de qué lado estás verdaderamente, pero ándate con cuidado. Si advierto que haces un doble juego te haré maldecir el día que naciste.

Esteban no se vio con ánimos de replicar.

—Dame algo para cubrirme —dijo—. ¿No ves que me muero de frío?

Wulfila le miró de arriba abajo con una sonrisa maliciosa de desprecio, luego cogió una manta de la silla y la arrojó al suelo delante de él. Esteban la recogió y se la puso sobre los hombros, se envolvió con ella hasta la cabeza.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó cuando hubo recobrado un poco el aliento.

—Apresarlos. Al precio que sea. Dondequiera que se hayan dirigido.

—Pero podría pasar mucho tiempo. Si no los has apresado ahora que los tenías al alcance de la mano no cabe esperar que lo consigas más tarde. El tiempo juega a su favor. Además, podrían correr extraños rumores desde Capri y propagarse absurdas expectativas.

Wulfila se decidió finalmente a apearse del caballo y el cuello de Esteban pudo adoptar una posición más natural.

—¿Qué pretendes decir? —le preguntó.

—Es muy simple: que si se corriera la voz de que el emperador ha huido alguien podría sacar partido de ello, con consecuencias incluso muy graves. —Wulfila se encogió de hombros—. Y además la voluntad de Odoacro —continuó Esteban— era que él pasara el resto de sus días en esa isla y así debe ser. Nadie debe notar que el muchacho ha desaparecido.

—¿Qué debería hacer?

—Envía a Capri a alguien de tu confianza. Manda sustituir a Rómulo por un doble, un chico de su edad ataviado con sus mismas ropas y procura que nadie le vea de cerca, por lo menos durante algunos meses, hasta que hayas podido cambiar a todo el personal, incluidos los hombres destinados a su custodia. Para la gente normal y corriente, y no solo para ellos, él no ha salido nunca de la villa y no ha dejado tampoco nunca la isla. Ni nunca la dejará. ¿Me he explicado?

Wulfila asintió.

—Luego deberás dar cuenta de ello a Odoacro. Y deberás hacerlo tú, personalmente.

Wulfila asintió de nuevo con la cabeza refrenando su cólera. Detestaba a aquel cortesano intrigante, pero se daba cuenta de que en aquel momento, calado hasta los huesos y helado de frío, arrebujado en aquella manta de caballo, se encontraba en una situación sin duda mejor que la suya. Le hizo una indicación para que le siguiera, se fueron hasta la vieja mansio, que por su posición no se había visto afectada por el incendio, y esperaron allí el regreso de los otros hombres de la batida. Esteban se acordó en aquel momento de otra cosa de la que había oído hablar y le hizo seña de que se acercase para no ser oído:

—Antemio tenía informadores también en Capri, así como en las naves con las que trataste de dar caza a los fugitivos y uno de ellos ha logrado transmitirme, entre otras noticias, una extraña historia... —comenzó a decir. Wulfila le miró con sospecha—. Parece que uno de esos hombres tenía un arma formidable, una espada nunca vista. ¿Sabes tú algo de ello?

Wulfila evitó su mirada con suficiente embarazo como para hacer comprender que mentía al responder:

—No sé de qué me estás hablando.

—Es extraño. Supongo que luchaste para impedir a aquel pequeño grupo de hombres armados que se llevara al emperador.

—La gente dice lo que se le antoja. Yo no sé nada. Y cuando uno lucha mira a la cara de su adversario, no a su espada. Además también yo te había pedido una información y no me has dicho nada todavía.

—¿Sobre ese legionario? Lo único que sé es que formaba parte de la unidad que Miedo exterminó en Dertona y que se llama Aurelio.

—¿Aurelio? ¿Has dicho Aurelio?

—¿Te dice algo?

Wulfila se quedó en silencio pensando, luego dijo:

—Estoy seguro de haberle visto antes: hace mucho tiempo. Yo no olvido nunca a una persona después de haberla visto una vez. Pero la cosa no tiene ya importancia. Ese hombre desapareció en el mar esa noche y con toda probabilidad los peces dieron buena cuenta de él.

—No estés tan seguro; puede haberse salvado y tener todavía la espada —repuso Esteban.

Los primeros de sus hombres llegaron al cabo de un rato; cansados, con los caballos vaheando de sudor, y fue enseguida evidente por su expresión abatida que la búsqueda había resultado infructuosa. Wulfila los azotó, fuera de sí por la cólera.

—No podéis decirme que no los habéis encontrado. ¡Siete personas a caballo no se desvanecen así como así en el aire, maldición!

—Hemos buscado por todas partes —dijo uno de ellos—. Tal vez conocían algún escondite. Ellos han vivido siempre en esta tierra, la conocen mejor que nosotros. O quizá alguien les ha dado refugio.

—Hubierais tenido que inspeccionar las casas, hacer hablar a los campesinos. Conocéis la manera, ¿no?

—Lo hemos hecho. Pero muchos no nos entienden.

—¡Fingen no entender! —vociferó Wulfila. Esteban observó sin mostrar ninguna reacción, pero se regodeaba para sus adentros viendo a aquella fiera hirsuta dominada por el pánico. Otros grupos llegaron hacia mediodía.

—Tal vez encuentren huellas más al norte —dijo uno de los jinetes—. De todos modos, nos hemos citado en Pésaro: los primeros en llegar esperarán a los demás. ¿Y ahora qué hacemos? —Reanudemos la caza —respondió Wulfila—. Ahora. Esteban se despidió.

—Supongo que te volveré a ver en Rávena. Yo me quedo aquí esperando la barca que viene a buscarme. —Luego le hizo de nuevo seña de que se acercase—. ¿Es cierto que esa espada tenía la empuñadura de oro en forma de cabeza de águila?

—Yo no sé nada. No sé de qué me hablas —respondió de nuevo Wulfila.

—Puede ser, pero si fuera a caer alguna vez en tus manos recuerda que alguien estaría dispuesto a pagar la cantidad que sea por tenerla, a cubrirte de oro, literalmente. ¿Me has comprendido? No hagas tonterías; si fueras a apoderarte de ella, dímelo y yo me las arreglaré para que puedas pasar el resto de tus días rodeado de lujo.

Wulfila no respondió, le miró fijamente durante unos segundos con una mirada enigmática, y luego reunió a sus hombres. Los dispuso en abanico y los lanzó de nuevo al galope en todas direcciones;

él mandó en persona el grupo que se dirigía al norte. Patrullaron el territorio durante días batiendo todos los senderos sin resultados, hasta que volvieron a juntarse con el grupo que los había precedido, en las puertas de Pésaro. El tiempo empeoraba por todas partes y caía una lluvia ligera pero insistente que transformaba los caminos en barrizales y volvía casi impracticables los campos cultivados, mientras las alturas comenzaban a blanquearse hasta casi las pendientes bajas. La vanguardia que los había precedido había hecho ya circular por los puestos defensivos que habían encontrado la indicación de que se estaba buscando a un grupo de cinco hombres y a una mujer con un anciano y un chico. Alguien los vería, más pronto o más tarde. Wulfila avanzó entonces lo más rápidamente posible en dirección a Rávena, donde le esperaba la prueba más difícil: comparecer ante Odoacro.

El magister militum le recibió en una de las habitaciones de la residencia imperial en la que había establecido su alojamiento y por su mirada Wulfila se dio cuenta inmediatamente de que estaba al corriente de los acontecimientos y que dijera él lo que dijera no haría sino empeorar su mal humor. Esperó, pues, a que se desencadenara la tempestad antes de reaccionar.

—¡Mis mejores hombres! —vociferó Odoacro—. Y mi lugarteniente en persona burlados por un puñado de desesperados, de débiles romanos: ¿cómo es posible?

—¡No eran ningunos débiles! —replicó, irritado, Wulfila.

—Esto es evidente. Y por tanto los débiles sois vosotros.

—Cuidado, Odoacro, ni siquiera tú puedes permitirte hablarme de este modo.

—¿Me estás amenazando? Después de haber fracasado tan vergonzosamente en tu cometido, ¿osas incluso amenazarme? Ahora me contarás todo lo que sucedió sin descuidar ni un detalle. Tengo que comprender de qué tipo de hombres me he rodeado, quiero saber si os habéis vuelto más ineptos e incapaces que los romanos a los que habíamos subyugado y sometido.

—Nos cogieron por sorpresa una noche de tempestad, escalando la roca sur, un lugar prácticamente inaccesible. Y escaparon a través de un pasadizo secreto que comunicaba con el mar. A pesar de ello, hice patrullar las aguas por dos naves que tenía disponibles, pero hasta los elementos se pusieron en nuestra contra: cuando la tempestad estaba a punto de amainar se desencadenó la erupción del volcán y su embarcación desapareció en medio de un vapor de agua impenetrable. Vi desaparecer a su jefe tragado por el mar, el mismo que ya había intentado liberar al muchacho aquí, en Rávena, y sin embargo no me he dado por vencido.

—¿Estás seguro? —preguntó Odoacro, estupefacto—. ¿Estás seguro de que era el mismo? ¿Cómo puedes afirmar tal cosa si estaba oscuro, como dices?

—Le vi igual que te veo a ti ahora y no puedo haberme equivocado. Además no me parece nada asombroso que quien lo intentó una vez, y fracasó, pueda volver a intentarlo una segunda, aunque el volver a encontrármelo de frente a tan gran distancia me impresionó mucho.

—Continúa —dijo Odoacro, impaciente por conocer la continuación de aquella extraña historia.

—Cabía pensar que habían naufragado —prosiguió Wulfila—, que se habían estrellado contra los escollos al avanzar en la más completa oscuridad y en cambio atravesé los Apeninos y llegué el mismo día que lo hicieron ellos, con la ventaja de que ellos conocían el terreno. Desgraciadamente, cuando ya los tenía en la mano, se me escaparon y por más esfuerzos que hicimos mis hombres y yo no conseguimos dar con su rastro. Es evidente, en cualquier caso, que sabían dónde estaban los prisioneros, sabían que la pared norte normalmente estaba desguarnecida y que conocían un camino de huida de cuya existencia ni siquiera nosotros estábamos enterados y que, por tanto, alguien les había informado.

—¿Quién? —vociferó Odoacro.

—Puede haber sido cualquiera: un siervo, un trabajador, un panadero o un herrador, una de las cocineras o de las vivanderas o bien.., una prostituta, ¿por qué no? Pero, sin duda, detrás debía de haber un personaje importante, pues ¿cómo habría conocido si no la existencia de ese pasadizo secreto? Limité al máximo los contactos entre la villa y el resto de la isla, pero impedirlo totalmente era imposible.

—Si sospechas de alguien, habla.

—Antemio quizá: él podía conocer muy bien la villa de Capri, parece que en Nápoles tiene muchos conocidos. Y el mismo Esteban...

—Esteban es un hombre inteligente, capaz y tiene sentido práctico, me es útil para las relaciones con Zenón —dijo Odoacro, pero era evidente que las palabras de Wulfila le habían impresionado.

Demostraba que había sido la empresa de unos hombres de increíble arrojo y destreza, y de extraordinaria sagacidad: se dio cuenta en aquel mismo momento de lo difícil que sería, si no imposible, reinar sobre aquel país solo con la fuerza de un ejército al que todos veían como extranjero, violento y cruel; bárbaro, en una palabra. Comprendió que debía rodearse de inteligencias mis que de espadas, de conocimiento más que de fuerza y que, en medio de cientos de guerreros que defendían el palacio, él estaba más expuesto y era más vulnerable que en medio de un campo de batalla. Por un instante se sintió amenazado por un muchacho de trece años, ahora libre, protegido y desaparecido: recordó sus palabras de venganza delante del cuerpo de su madre, abajo en la cripta de la basílica. Reaccionó con fastidio.

—¿Y ahora qué debemos hacer, según tú? —dijo.

—He tomados ya las medidas oportunas —respondió Wulfila—. He hecho sustituir al muchacho por un doble: uno de su misma edad y complexión, vestido como él, que vivirá en el mismo sitio pero que solo tendrá trato con personas de confianza. Los demás le verán únicamente de lejos. En breve tiempo haré cambiar a todos los soldados de la guardia y a todos los siervos, de modo que los nuevos no puedan comparar y piensen que ese es el verdadero Rómulo Augusto.

—Me parece un plan astuto del que no te hubiera creído capaz. Es mejor así, pero ahora quiero saber cómo te las arreglarás para apresar al muchacho y a quienes están con él.

—Dicta un decreto concediéndome plenos poderes y la posibilidad de ofrecer una recompensa por su cabeza. No podrán escapársenos. Es la caravana más heterogénea que quepa imaginar y no será demasiado difícil identificarlos. Más pronto o más tarde, tendrán que salir al descubierto, tendrán que comprar comida, buscar un albergue: no estamos ya en la estación en que pueda dormirse al raso.

—Pero si no sabes siquiera adonde se han dirigido.

—Yo creo que se han dirigido al norte, ahora que la vía del este está cerrada. ¿Adonde podrían ir si no? Por fuerza han de intentar salir de Italia. Y la estación de la navegación ha terminado ya.

Odoacro meditó de nuevo en silencio durante un rato. Wulfila le observaba ahora como si le viera por primera vez. Se habían separado solo hacía unos meses y el cambio era impresionante: llevaba el pelo corto y muy cuidado, tenía el rostro recién afeitado, vestía una dalmática de lino de largas mangas con dos franjas recamadas con hilo de oro y plata que descendían desde los hombros hasta el borde inferior, calzaba sandalias de piel de ternero también adornadas con bordados de lana roja y amarilla y con correas de cuero rojo. Del cuello le colgaba un medallón de plata con la cruz de oro y ceñía un cinturón de malla de plata. En el dedo anular de la mano izquierda llevaba un anillo con un precioso camafeo. No se hubiera diferenciado en nada de un gran dignatario romano salvo por el color del pelo y del vello, de un rubio bermejo, y por las pecas que tenía en el rostro, en la nariz y en las manos. Odoacro se dio cuenta del modo en que Wulfila le miraba y prefirió interrumpir aquel incómodo escrutinio.

—El emperador Zenón me ha enviado el nombramiento de patricio romano —dijo— y esto me da derecho a preceder mi nombre con el de Flavio; además me han sido conferidos plenos poderes para la administración de este país y de las regiones adyacentes. Te concederé los poderes que me pides y, teniendo en cuenta que la existencia de ese muchacho no tiene ya ningún valor político, por lo menos en lo que se refiere a nuestras relaciones con el imperio de Oriente, y en vista del peligro que representa de graves disturbios, encuéntrale y dale muerte. Tráeme su cabeza, quema el resto y dispersa sus cenizas. El único Rómulo Augusto, o Augústulo, como le llaman con escarnio sus cortesanos a sus espaldas, será el que está en Capri. Para todos, y para siempre. En cuanto a ti, no volverás hasta que hayas cumplido la orden. Le perseguirás, si fuera necesario, hasta los confines del mundo y si vuelves sin esa cabeza tomaré la tuya a cambio. Sabes que soy capaz de hacerlo.

Wulfila no se dignó siquiera dar una respuesta a aquella amenaza

—Prepara esos decretos —dijo—. Partiré lo antes posible.

Se encaminó hacia la salida, pero, antes de traspasar el umbral, volvió atrás.

—¿Qué es de Antemio? —preguntó.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Para comprender mejor quién es el tal Esteban que parece haberse convertido en un hombre tan importante aquí en Rávena.

—Esteban ha hecho posible recomponer las buenas relaciones entre Oriente y Occidente —respondió Odoacro— y ha contribuido a consolidar mi posición en Rávena: una operación compleja y delicada que tú no serías capaz ni siquiera de comprender. En cuanto a Antemio, ha tenido el fin que se merecía: le había prometido a Basilisco una base en la laguna a cambio de protección para Rómulo; y tramaba con él asesinarme. Le he hecho estrangular.

—Comprendo —dijo Wulfila, y salió.

Esteban desembarcó en Ríminí al día siguiente porque su embarcación había tenido que remontar el Adriático con un viento de través del nordeste muy peligroso. Desde aquel momento Wulfila se las ingenió para que ninguno de sus movimientos le pasara inadvertido. Había comprendido algunas cosas fundamentales a su costa: que aquella espada le obsesionaba, al menos tanto como le obsesionaba a él, y por motivos que ignoraba pero que sin duda debían de estar relacionados con el poder y con el dinero si estaba dispuesto a prometer tanto por ella. Esteban, además, debía de haber heredado la red de informadores que antes tenía Antemio sin ensuciarse directamente las manos con su muerte. Por último, él era el hombre más hábil y peligroso con el que había tenido que vérselas hasta aquel momento. Tratar con él equivaldría a jugar en su terreno y seguramente acabar perdiendo. Lo mejor que cabía hacer era, pues, ver si él hacía algún movimiento, como alejarse de Rávena. Si no había entendido mal, esto no tardaría en suceder y en ese caso le seguiría los pasos, convencido de llegar a algún objetivo importante. Entretanto, había enviado correos por todas partes para pedir información sobre el eventual paso de una caravana de seis o siete personas con un negro gigantesco, un anciano y un muchacho.

La pequeña caravana de Aurelio, después de que los hombres de Wulfila se hubieran alejado, había hecho enseguida borrar su rastro remontando el valle encajonado y escondido de un pequeño torrente y manteniéndose a continuación bastante arriba por las laderas de las montañas para poder dominar un vasto radio del territorio. Además se habían dividido en tres grupos que marchaban a una milla aproximadamente de distancia el uno del otro. Batiato iba a pie cubierto por una larga capa con el capuchón que le tapaba casi por completo y caminaba solo de manera que su estatura parecía menos imponente de lo que lo hubiera sido de haber caminado en medio de sus compañeros de viaje. Rómulo caminaba con Livia y Aurelio, con lo que parecían una familia que se trasladaba con su modesto equipaje. Todos llevaban escondidas las armas debajo de la capa excepto los escudos que, por lo incómodos que eran, habían sido cargados y escondidos debajo de un paño en la muía de Ambrosino. Había sido él quien había propuesto esta estratagema, mientras que Livia había elegido el itinerario demostrando una vez más la experiencia de un consumado veterano. Había nieve casi por todas partes, pero aún no era tan alta como para impedir el paso; además, la temperatura no era demasiado baja, al estar el cielo casi siempre cubierto de nubes.

La primera noche prepararon un alojamiento improvisado cortando ramas de abeto con las segures y construyendo una cabaña al abrigo de un refugio natural. Cuando estuvieron convencidos de no tener ya al enemigo pisándoles los talones, encendieron un fuego, en el interior del bosque al amparo de la vegetación. Al día siguiente el cielo se despejó y la temperatura se volvió más rigurosa; de tal modo que el aire que llegaba del mar, más tibio y húmedo, se condensaba en las primeras alturas de los Apeninos creando una espesa cortina de niebla que los ocultaba completamente de la vista de abajo. Una vez llegados a las proximidades de la llanura al final del segundo día, tuvieron que decidir si descender y atravesarla o bien seguir por la cresta de los Apeninos, que los llevaría hacia poniente. Aquel habría sido con creces el camino más fácil, y quizá también el menos impracticable, pero tenía un paso obligado por la costa ligur hacia la Galia donde podrían encontrarse con las guarniciones de Odoacro probablemente puestas sobre aviso de su paso. No cabía tampoco descartar que Wulfila hubiera enviado a cada uno de los puertos de montaña a un hombre capaz de reconocer a los fugitivos, en vista de que varias docenas de sus guerreros conocían muy bien tanto a Rómulo como a su tutor por haberlos visto en Capri durante algunas semanas de cautiverio. El mapa que Ambrosino había copiado providencialmente en la mansio de Fano se había convertido en algo de un valor inapreciable y al anochecer se reunieron al amor del fuego del vivaque para decidir el itinerario y discutir sobre lo que convenía hacer.

—Yo evitaría descender a la llanura ahora y atravesar la Emilia —dijo Ambrosino—. Estaremos demasiado cerca de Rávena y los espías de Odoacro podrían identificarnos. Propongo mantenernos en la montaña avanzando a media ladera en dirección a poniente hasta que estemos a la altura de Piacenza. En ese momento habrá que optar entre avanzar hasta encontrar la vía Postumia y descender desde allí hacia la Galia; o bien tomar en dirección norte, hacia el lago Verbano, desde el que puede alcanzarse el paso que comunica el valle del Po con la Retia occidental, ahora bajo el control de los burgundios.

Ambrosino además recordaba, por haberlo recorrido a su llegada a Italia que, no lejos del paso, un sendero no demasiado difícil llevaba, a través del territorio de los mesios, a un pueblo rético casi en la vertiente.

—Si queréis saber mi parecer —concluyó—, yo descartaría la primera hipótesis porque estaremos siempre en un itinerario muy batido y frecuentado y por tanto expuestos a un peligro constante. El itinerario sur es mucho más duro, fatigoso e impracticable, pero precisamente por eso más seguro.

Aurelio asintió y junto con él Batiato y Vatreno. A Ambrosino no le pasó por alto aquella unanimidad de los tres compañeros de unidad: sabían que yendo en dirección a poniente tendrían que pasar por Dertona, donde los campos estaban blancos todavía de los huesos de sus compañeros caídos.