El canto del búho resonó varias veces desde un bosquecillo de sauces cerca del río, luego una luz empezó a desplazarse hacia abajo, adelante y atrás, cerca del puente que atravesaba el torrente. Livia, que estaba en el interior de la mansio, parecía dormir apoyada contra la pared cerca de una brecha. Aquel canto la hizo sobresaltarse, se puso en pie con un movimiento imperceptible y se deslizó hacia el exterior a través de la abertura del muro. Aurelio, que había acabado el turno de guardia, dormía, envuelto en su manta, cerca de la pared de la parte opuesta de la habitación. Fuera estaba ahora Demetrio vigilando, sentado en tierra y apoyado en el escudo, y controlaba probablemente la línea de la costa esperando avistar la nave que todos aguardaban. Livia dio la vuelta a la esquina sur de la construcción, llegó al recinto de atrás y desató su caballo mientras mantenía una de sus manos sobre el morro para que no delatase su presencia. Juba, que estaba atado un poco más allá, no pareció siquiera reparar en ella, o tal vez el olor familiar no le sacó del reposo nocturno.
Livia avanzó a pie hacia el oeste por la hondonada que había detrás, luego dobló a la derecha hasta alcanzar el valle del torrente por donde podía descender sin ser vista, a caballo, en medio de los bosquecillos de sauces, hasta el puente o hasta el mar.
Entretanto, en el interior de la mansio, sus movimientos no habían pasado inadvertidos a Ambrosino, que no había pegado ojo hasta ese momento y que había tomado su decisión. Se acercó a Rómulo y le sacudió delicadamente hasta que este se despertó.
—¡Chist! —le bisbiseó al oído para prevenir cualquier reacción ruidosa por su parte.
—¿Qué pasa? —preguntó Rómulo más quedamente aún.
—Pasa que nos vamos. Ahora. Livia ha salido, tal vez está llegando la nave.
Rómulo le abrazó estrechamente y en aquel abrazo el sabio preceptor sintió toda la gratitud del muchacho por aquella inesperada escapatoria, sintió su deseo de libertad, la voluntad de dejar a sus espaldas aquel mundo que no le había reservado más que dolores y amarguras. Le susurró al oído:
—Trata de no hacer crujir la paja cuando te levantes, tenemos que movernos como sombras.
Y le precedió hacia la pequeña puerta que daba al huerto, detrás de la construcción. Rómulo miró en torno a él, esperó a que el pesado roncar de Batiato alcanzara su momento álgido, luego se movió a su vez y siguió de puntillas los pasos de su maestro. Ahora estaban ya fuera. A su izquierda los caballos piafaron nerviosos. Juba sacudió varias veces arriba y abajo la cabeza con gran fiereza, resoplando vaho por los ollares. Ambrosino tembló ante aquella reacción y detuvo a Rómulo haciéndole una seña para que se pegara contra la pared.
—Démosle tiempo de que se tranquilice —dijo—, luego nos dirigiremos hacia el bosque, nos esconderemos en un lugar seguro y esperaremos a que todo se haya calmado antes de comenzar nuestro viaje, tú y yo solos.
—Pero si yo me fugo, Aurelio y sus amigos no recibirán ninguna recompensa: tanto esfuerzo y riesgo por nada.
—¡Chist! —le hizo callar de nuevo Ambrosino-—. ¿Te parece que este es el momento de sacar a relucir los escrúpulos? Ya sabrán come apañárselas.
Pero los caballos, en vez de calmarse, estaban cada vez más nerviosos, hasta que Juba se encabritó, golpeó el muro con los cascos delanteros y lanzó un sonoro relincho.
—Vamos, rápido —dijo Ambrosino cogiendo al muchacho por un brazo—. Ese animal los está despertando a todos.
Cuando iba a ponerse en camino, una mano de acero le hundió los dedos en un hombro, inmovilizándole.
—¡Quieto!
—Aurelio —dijo Ambrosino reconociéndole en la oscuridad—. Déjanos marchar, te lo suplico. Devuelve la libertad a este muchacho si le quieres un poco. Ha sufrido demasiado... Deja que sea libre.
Pero Aurelio, sin soltar su presa, mantenía la mirada fija en otra parte.
—No sabes lo que dices —respondió—. Mira, mira allí, cerca de aquellos árboles.
Ambrosino aguzó la vista en la dirección en la que Aurelio apuntaba el dedo: vio un agitarse confuso de sombras amenazantes y sintió que se le detenía el corazón en el pecho.
—¡Oh, Señor misericordioso...! —murmuró.
Livia, entretanto, había llegado a escasa distancia del puente y podía distinguir, a las primeras luces del alba, una figura derecha detrás de un arbusto de tamarisco que sostenía una linterna en una mano. Un caballo estaba atado a un arbusto a escasa distancia, detrás de un grupo de sauces. Espoleó a su cabalgadura y se le acercó hasta reconocerle.
—Esteban.
—Livia —respondió el otro reconociéndola a su vez.
—Hemos seguido un itinerario difícil a través de los bosques, pero hemos conseguido llegar a tiempo. Por lo demás, todo marcha bien. El chico y su preceptor se encuentran bien, los hombres se han comportado magníficamente. Pero la nave ¿dónde está? Está a punto de salir el sol, hubiera tenido que estar aquí ayer por la tarde. Embarcar a plena luz me parece un riesgo, así como tu señal: alguien podría haber visto...
Esteban la interrumpió con un gesto:
—La nave ya no vendrá.
—¿Qué has dicho?
—Has oído muy bien, por desgracia: la nave ya no vendrá.
—¿Ha habido algún ataque? ¿Un naufragio?
—Ningún naufragio. Simplemente que las cosas han cambiado.
—Eh, oye, esta historia no me gusta nada: he arriesgado la piel y también mis hombres y...
—Cálmate, te lo ruego, no es culpa nuestra: Zenón ha reconquistado el trono que Basilisco le había usurpado, pero necesita paz para consolidar su poder. No puede enemistarse con Odoacro y además su candidato al trono de Occidente ha sido siempre Julio Nepote, lo sabes muy bien.
Livia se dio cuenta de improviso del peligro mortal que representaba para todos ellos aquella absurda situación.
—¿Antemio está al corriente de todo este asunto? —preguntó más alarmada.
—Antemio no ha tenido elección.
—¡Maldición! ¡Pero así condena a muerte al muchacho! —No. Y por esto estoy yo aquí. Tengo una barca más al norte, cerca de la desembocadura del río. Podremos llegar a mi villa de Rímini, allí estaréis todos en lugar seguro. Pero tenéis que daros prisa, este lugar está demasiado descubierto.
Livia montó a caballo.
—Voy a avisarles —dijo espoleando.
—¡No, espera! —gritó Esteban—. Mira allí arriba.
Livia miró hacia la colina y vio a un grupo de jinetes bárbaros procedente del sur que estaba rodeando el pequeño edificio, mientras otros salían en aquel momento del bosque bajo. Esteban trató de nuevo de retenerla.
—¡Espera, te matarán!
Pero tropezó, la linterna se le cayó de la mano y se rompió al impactar con el suelo. Livia miró la mancha de aceite que ardía, luego el rastrojo y los almiares y no lo dudó un instante. Soltó el arco de la abrazadera de la silla, aplicó fuego a una de sus flechas y la disparó en parábola sobre un almiar, luego una segunda y una tercera, hasta que los grandes cúmulos de paja comenzaron a arder lentamente, liberando densas volutas de humo.
—Estás loca —dijo Esteban incorporándose—. No vas a poder conseguirlo.
—Esto está por ver —replicó Livia.
—No puedo quedarme más tiempo aquí, tengo que volver—dijo Esteban aún visiblemente espantado por el cariz que habían tomado los acontecimientos—. ¡Te espero en Rímini: trata de ponerte a salvo, te lo ruego!
Livia apenas si respondió con un cabeceo y lanzó el caballo a lo largo de la orilla del río, en dirección a la colina.
Al principio los bárbaros no se dieron cuenta de nada, pendientes como estaban de completar el cerco de la vieja mansion. Habían desmontado y avanzaban a pie con las espadas desenvainadas esperando una señal de su jefe Wulfila.
El lugar estaba sumido en ese silencio irreal que se hace en la naturaleza cuando cesan las voces de los animales nocturnos y los diurnos no se atreven aún a saludar al sol, ese silencio que delimita la frontera entre la oscuridad de la noche y las primeras luces del día. Solo la insignia de la mansion comenzó a chirriar penosamente al soplo de la primera brisa marina. Wulfila dio la señal bajando de golpe la mano izquierda que tenía alzada y todos se precipitaron al interior con las armas empuñadas y se entregaron a traspasar en la semioscuridad de aquel ruinoso refugio los cuerpos tumbados en pleno sueño. Pero muy pronto un coro de imprecaciones acompañó el descubrimiento del engaño. No había más que paja debajo de las mantas: sus ocupantes se habían marchado ya.
—¡Buscadlos! —gritó Wulfila—. Deben de estar por aquí cerca. ¡Buscad su rastro, tienen caballos!
Sus hombres se precipitaron al exterior, pero se quedaron atónitos al ver el campo sembrado de hogueras, las llamas que se alzaban por todas partes alimentadas por el viento. Parecía un prodigio, porque Livia permanecía aún invisible, escondida como estaba en el fondo del valle del torrente.
—¿Qué diablos sucede? —imprecó Wulfila, que no conseguía encontrar una explicación a aquel imprevisto cambio de escena—. Deben de haber sido ellos, maldición. ¡Buscadlos, buscadlos! ¡Están por aquí cerca!
Los hombres obedecieron desperdigándose por los alrededores, inspeccionando el terreno palmo a palmo hasta que uno de ellos identificó huellas de hombres y de caballos que iban en dirección al bosque.
—¡Por ese lado! —gritó—. ¡Han ido por allí!
Corrieron todos a sus cabalgaduras para lanzarse hacia el bosque, pero Livia, tras intuir adonde se estaban dirigiendo, espoleó a su caballo y salió al descubierto para atraer sobre ella la atención de los enemigos. Otra de sus flechas incendiarias dio en el blanco pegándole fuego, una segunda vibró en el aire abatiendo a uno de los enemigos. En ese mismo instante Livia gritó:
—¡Venid aquí, bastardos! ¡Venid a cogerme!
Y se puso a caracolear adelante y atrás a media pendiente pasando por en medio de las densas cortinas de humo, volviendo a aparecer de improviso al descubierto para disparar de nuevo, para lanzar sus mortíferos dardos.
Tres guerreros, a una indicación de Wulfila, se destacaron del grupo y corrieron tras ella mientras las llamas, alimentadas por el viento, estaban transformando todo el campo en una única hoguera. Livia traspasó a uno de sus perseguidores, esquivó al segundo y se lanzó con la espada contra el tercero que se le venía encima gritando como un poseso. Consiguió desequilibrarle con una finta, luego le golpeó violentamente con el costado de su caballo haciéndole rodar en medio de las llamas. Los gritos de dolor del bárbaro transformado en una antorcha humana no tardaron en confundirse con el rugido de las llamas que lo envolvían todo. Livia se lanzó al galope a través del campo infernal hasta alcanzar el lindero del bosque. Apareció de improviso ante sus compañeros con la espada empuñada y los cabellos al viento, semejante a una antigua diosa de la guerra.
—¡Vámonos de aquí! —vociferó—. ¡Hemos sido traicionados! ¡Seguidme, rápido! ¡Los tendremos encima en unos instantes!
—¡No antes de haberles dejado un recuerdo! —respondió Aurelio, e hizo seña a sus compañeros apostados detrás de las pilas de troncos que Vatreno había observado ya la tarde anterior.
A una indicación de Aurelio sus compañeros cortaron con las segures y las espadas las cuerdas que los retenían y Batiato los empujó hacia delante haciéndolos rodar por la pendiente. Los gruesos troncos enseguida tomaron velocidad y se precipitaron cuesta abajo con estrépito rebotando en las asperezas del terreno, sembrando el pánico y la muerte entre las filas de los jinetes de Wulfila que trataban de subir en dirección al bosque. Otros dieron de lleno contra los almiares en llamas y los desintegraron en torbellinos de chispas, los hicieron estallar en globos de fuego que el viento expandía en abrasadoras nubes.
En el bosque, todos montaron a caballo y Aurelio alargó el brazo a Rómulo para que subiera con él a la grupa de Juba, luego espolearon yendo detrás de Livia que parecía tener una idea de adonde guiarlos. Tomaron a galope tendido un sendero en medio de la vegetación y al cabo de un rato se encontraron de nuevo en una vieja ramificación de la vía Popilia, ahora poco más que un sendero que moría entre zarzales y coscojas. Livia saltó a tierra e indicó un paso en el bosque un poco más arriba.
—Desmontad y venid detrás de mí llevando los caballos de las bridas. El último que trate de borrar las huellas.
Orosio se encargó de la tarea, amontonó unas ramas y, retrocediendo, borró las huellas de hombres y caballos. Entretanto Livia había rodeado el denso matorral que interrumpía el sendero hasta detenerse delante de la ladera de una colina baja, cubierta por una espesa vegetación de plantas trepadoras y de hiedra. Tanteó la pared en varios puntos con el extremo del arco hasta que el arma se hundió completamente en la cortina verdeante.
—Por aquí —dijo—. Lo he encontrado.
Desplazó las plantas trepadoras y puso al descubierto un paso abierto en la piedra arenisca que se adentraba en la colina. Los compañeros la siguieron uno tras otro, hasta que Orosio recompuso a sus espaldas la vegetación natural disimulando completamente el paso. Cuando se volvió hacia el interior vio que todos miraban a su alrededor maravillados. La luz del día se filtraba a través del follaje atenuando la oscuridad y dejando intuir los contornos de la cavidad que los ocultaba de la vista.
—Es un viejo santuario de Mitra en desuso desde hace siglos, frecuentado antaño por los marineros orientales que recalaban en Fano —explicó Livia—. Lo he utilizado solo en una ocasión como refugio. Es un milagro que me haya acordado de su ubicación. Dios debe de estar con nosotros si nos indica de este modo el camino de la salvación.
—Si tu Dios está con nosotros, tiene una extraña manera de demostrarlo —comentó Vatreno—. Y para el futuro, si he de ser sincero, preferiría que nos dejase en paz y que se ocupase de algún otro.
—Reagrupad todos los caballos en la zona más oscura y tratad de mantenerlos calmados. Nuestros perseguidores estarán aquí dentro de unos momentos y si nos descubren esta vez se acabó de verdad.
No había terminado de decir estas palabras cuando se oyó un ruido de cascos a lo largo del camino. Livia se acercó a la entrada y atisbo al exterior: Wulfila llegaba a la cabeza de sus hombres y pasaba de largo, lanzado a gran velocidad. Livia soltó un suspiro de alivio y se volvió hacia sus compañeros para informarles de que el peligro había pasado ya, pero tuvo de repente que desdecirse. El ruido del galope había cesado de improviso y ahora se oía el lento pisotear de los caballos al paso que volvían hacia atrás. Livia hizo seña de mantener un completo silencio y echó una mirada al exterior, mientras también Aurelio se le acercaba después de haber dejado las riendas de Juba en manos de Batiato.
Wulfila se encontraba ahora a no más de veinte pasos de la entrada del túnel y sobresalía con el torso y los hombros de la línea del matorral que ocultaba el antiguo trazado del camino. Espantoso a la vista, con la cara negra de hollín, los ojos enrojecidos, la cicatriz le desfiguraba el rostro, miraba a su alrededor como un lobo que husmea a su presa. Detrás de él venían sus hombres; desplegados en abanico batían también el suelo del bosque mirando en busca de huellas. En el interior del túnel todos contenían la respiración, sentían la inminencia del peligro, y apretaban en la mano la empuñadura de la espada, dispuestos, como siempre, a entablar mortal combate sin preguntarse el porqué.
El destacamento se dispersó por los alrededores para explorar otros posibles caminos de huida; luego, en vista de la inutilidad de la búsqueda, Wulfila lanzó una voz reuniéndolos en torno a él y volvió sobre sus pasos.
—He visto a Esteban antes del amanecer —dijo Livia—. Me ha dicho que Antemio nos ha vendido. Lamentablemente no tendré el dinero que os había prometido, por lo menos por ahora.
Ambrosino se acercó.
—Pero... no comprendo.
—Es muy simple —respondió Livia—. En Oriente el emperador Zenón ha reconquistado el poder deponiendo a Basilisco y quiere mantener buenas relaciones con Odoacro. Tal vez ha tenido conocimiento del acuerdo con Antemio, que se ha visto descubierto y probablemente no ha tenido otra elección que sacrificar a Rómulo a la nueva situación política.
—¿Y ahora qué hacemos con el muchacho? —preguntó Vatreno.
—Podemos llevarle con nosotros —respondió Aurelio.
—Un momento... —trató de intervenir Livia.
—¿Y adonde? —rebatió Demetrio, sin hacerle caso—. Odoacro nos lanzará encima hasta el último de sus hombres, no nos dará un momento de respiro, un instante de tregua. No nos hagamos ilusiones por el hecho de que los bárbaros se hayan alejado. Volverán cuando menos nos lo esperemos y nos las harán pagar. Es bueno que todos tengamos esto claro, me parece a mí.
—Y, entonces, ¿qué tenemos que hacer, según tú? —preguntó Aurelio—. ¿Negociar una recompensa de los bárbaros y entregarle nosotros?
—¡Eh, un momento! —dijo Batiato—. También a mí me gustaría entender algo de todo esto, si alguien quiere explicármelo...
—Si me dejáis hablar, maldición... —trató de decir de nuevo Livia.
Rómulo miró en torno, angustiado por aquel vocerío confuso, por aquella discusión que prescindía de él, sin que su presencia fuera tenida en cuenta lo más mínimo: una vez más su suerte estaba en manos de otros. Ahora que no había ya recompensa que percibir, para aquella gente no era más que una carga, una molestia indesea-da. Aurelio se dio cuenta de su estado de ánimo, leyó en sus ojos la humillación y el extravío y trató de remediarlo:
—Escucha, ellos no...
Pero la voz de Ambrosino le interrumpió, una voz que nunca se había alzado antes tan llena de cólera y de indignación.
—¡Ya basta! —exclamó—. ¡Eres tú quien tiene que escuchar, y escuchad también todos vosotros! Yo vine de Britania a este país hace muchos años, en delegación junto con otros emisarios para hablar con el emperador. Pedíamos ayuda para la población de nuestra isla oprimida por un feroz tirano, humillada por los continuos saqueos y violencias de unos bárbaros salvajes. Perdí a mis compañeros durante el viaje, muertos a causa del frío, de las enfermedades, de las emboscadas y de los salteadores de caminos. Llegué solo y no fui ni siquiera recibido. El emperador era un inepto fantoche en manos de otros bárbaros: no quiso escucharme. En poco tiempo me vi reducido a la miseria, sobreviví gracias a mis conocimientos de medicina y de alquimia hasta que me convertí en el preceptor de este muchacho. Le he seguido y asistido en la fortuna y en la adversidad, en los momentos de alegría y en los de desesperación, de humillación y de prisión, y puedo deciros que hay más valor, compasión y nobleza de espíritu en él que en cualquier otro que haya conocido nunca.
Todos enmudecieron subyugados por la voz del improvisado orador que en aquel momento apoyó una mano en el hombro de Rómulo y lo puso en medio, como para imponerlo a la atención general. Luego, en un tono más contenido, prosiguió diciendo:
—Ahora yo le pido que escuche la invocación de sus subditos de Britania abandonados desde hace años y años a su suerte y que acuda en su auxilio, le pido que afronte conmigo otros peligros y otras privaciones, con vuestra ayuda o sin ella.
Los presentes le observaron estupefactos y luego se miraron unos a otros, como si no dieran crédito a lo que estaban oyendo.
—Sé lo que estáis pensando, puedo leerlo en vuestros rostros —dijo de nuevo Ambrosino—. Pensáis que no estoy en mis cabales, pero estáis en un error. Ahora que os habéis visto privados de vuestra recompensa y del éxito de vuestra misión no os quedan más que dos alternativas: podéis entregar a Rómulo Augusto a sus enemigos y obtener tal vez una compensación aún mayor, podéis traicionar a vuestro emperador y mancharos con un delito horrendo, pero no lo haréis. He tenido ocasión de conoceros en este breve tiempo en que hemos estado juntos y he visto sobrevivir en vosotros algo que creía muerto desde hace siglos: el valor, el coraje y la fidelidad de los verdaderos soldados de Roma. O bien podéis dejarnos marchar, devolvernos la libertad. —La mirada de Ambrosino cayó sobre la empuñadura de la espada que colgaba del hombro de Aurelio—. Esta espada será nuestro talismán, y nuestra guía, la antigua profecía que solo él y yo conocemos.
Se hizo un gran silencio en la vasta cavidad. Todos estaban subyugados por las palabras de aquel sabio, por la dignidad y por el coraje del pequeño soberano sin reino y sin ejércitos.
—Yo voy contigo, Ambrosino —dijo Rómulo—, adondequiera que me lleves, con espada o sin ella. Dios nos ayudará.
Le cogió de la mano e hizo ademán de encaminarse hacia el exterior.
Aurelio se plantó delante de él.
—¿Y puedo preguntarte cómo piensas llegar hasta allí?
—A pie —respondió lacónicamente Ambrosino.
—A pie —repitió Aurelio como si quisiera convencerse de no haber oído mal.
-Sí.
—Y cuando estéis allí —intervino, sarcástico, Vatreno—, admitiendo que lleguéis, ¿cómo os las arreglaréis para derrotar a ese feroz tirano del que hablabas y de sus temibles bárbaros, siendo dos, un anciano y un...
—Niño —completó la frase Rómulo—. Es eso lo que querías decir, ¿no? Pues bien también Julio, el hijo del héroe Eneas, era un niño cuando dejó Troya en llamas y vino a Italia. Y sin embargo se convirtió en el fundador de la mayor nación de todos los tiempos. Yo no tengo nada que ofreceros, no tengo bienes, ni dinero, ni posesiones con las que pagar la deuda que tengo contraída con vosotros. Puedo solo daros las gracias por lo que habéis hecho por mí. Puedo deciros que no os olvidaré nunca, que estaréis siempre en mi corazón, aunque viva cien años... —Le temblaba la voz de la emoción—. Tú, Aurelio, y tú, Vatreno, y Demetrio, Batiato, Orosio, y también tú Livia, no me olvidéis... Adiós. —Se volvió hacia su maestro—: Vamos, Ambrosino, pongámonos en marcha.
Llegaron a la entrada del santuario, desplazaron la vegetación y tomaron el sendero. Aurelio entonces cogió a Juba por las riendas, miró a la cara a sus compañeros y dijo:
—Yo me voy con ellos.
Como si hubiera dicho la cosa más obvia del mundo.
Vatreno se recobró de su estupor.
—Pero ¿lo dices en serio? —preguntó—. Espera, diablos, espera, ¿adonde vas?
Y se fue detrás de él. Livia sonrió, como si no esperase otra cosa, y echó a andar a su vez, situándose detrás de su caballo. Batiato se rascó la cabeza.
—¿Está muy lejos esa Britania? —preguntó a los otros dos.
—Creo que sí —respondió Orosio—. Mucho me temo que es la tierra más lejana de todas, por lo menos de las que yo he oído hablar.
—Entonces, será mejor apresurarse.
Lanzó un silbido a su caballo y se puso en camino, a través de la cortina de plantas trepadoras, hacia la luz del sol.
Ambrosino y Rómulo, que estaban ya en el sendero, oyeron el ruido del follaje a sus espaldas y el pisotear de los cascos, pero siguieron caminando. Luego, dándose cuenta de que todos estaban haciendo el mismo camino, Rómulo se detuvo y apretó el brazo de Ambrosino; luego se volvió hacia atrás lentamente y se los encontró de frente a los seis. Preguntó:
—Pero ¿adonde vais?
Aurelio se le acercó.
—¿De veras creías que te abandonaríamos? —preguntó—. A partir de ahora, si así lo quieres, tienes un ejército. Pequeño, pero valeroso. Y fiel. Ave, Caesar!
Desenvainó la espada y se la entregó. En aquel momento un rayo de sol asomó entre las nubes y se filtró entre las ramas de los pinos y de los acebos hasta iluminar al muchacho y a su prodigiosa espada, con una luz mágica, irreal.
Rómulo se la devolvió a Aurelio con una sonrisa.
—Guárdala tú por mí —dijo.
Aurelio le alargó la mano y le ayudó a montar delante de él, luego hizo una seña a los demás de que devolvieran a Ambrosino su jumento.
—Ahora nos espera un largo y peligroso viaje —dijo—. Dentro de dos o tres días se desplegará delante de nosotros la llanura paduana,
en gran parte despejada y carente de escondites, donde podremos ser vistos fácilmente.
—Es cierto —respondió Ambrosino—. Pero tendremos un poderoso aliado.
—Ah, ¿sí? ¿Y cuál, si puede saberse?
—La niebla —respondió.
—Tal vez Esteban pueda hacer algo por nosotros —dijo Livia—. Vino con su barca para ofrecernos una escapatoria. Tal vez puede entregarnos al menos parte del dinero que nos fue prometido, o por lo menos provisiones. La llanura paduana es grande; las jornadas, breves y neblinosas: no será tan fácil distinguirnos.
—Es cierto —aprobó Aurelio—. Pero luego tendremos que atravesar los Alpes, y estaremos ya en pleno invierno.