El viaje se prolongó aún durante tres días a través de lugares en gran parte deshabitados, a través de bosques y por senderos ocultos y escarpados, donde era más fácil evitar encuentros indeseados. Cuando se paraban para acampar, Aurelio daba una larga vuelta de reconocimiento con uno de los suyos o con Livia para asegurarse de que no había peligros amenazantes. Pero no encontraron nunca nada que pudiera alarmarlos: probablemente los enemigos no habían llegado a comprender hacia dónde se habían dirigido. Por otra parte, no había motivo para pensar que hubieran podido dar con su rastro. La oscuridad de la noche y el vapor de agua de la erupción habían ocultado su rumbo, luego la barca había sido hundida y los caballos habían sido traídos de un lugar del interior para que no dejaran rastro en el punto del desembarco.
Todo parecía ir a pedir de boca y la marcha estaba programada de modo que coincidiera la llegada a la costa con el día de cita con la nave bizantina. El clima se había vuelto más relajado, la atmósfera más tranquila. Volvían las bromas, a veces incluso la alegría, y Rómulo seguía cabalgando con Livia. Aurelio le sonreía, cabalgaba a menudo a su lado y a veces se le acercaba cuando hacían una parada para preparar el vivaque de la noche, a pesar de que parecía no querer tomarse demasiadas confianzas con él. Rómulo pensó que estaba próximo el inminente alejamiento.
—Puedes también hablarme —le dijo una noche que Aurelio estaba sentado aparte tomándose su cena—. Eso no te compromete de ningún modo.
—Es un placer hablar contigo, César, aparte de un honor —repuso Aurelio sonriendo y sin aceptar la provocación—. Y si siguiese mi inclinación lo haría muy a menudo. Por desgracia tendremos que separarnos muy pronto y estrechar nuestra amistad haría más pesado aún el alejamiento.
—No he dicho que quiera estrechar nuestra amistad —rebatió Rómulo disimulando a duras penas su desilusión—. He dicho que se pueden intercambiar también dos palabras, nada más.
—Siendo así... —dijo Aurelio—. ¿De qué quieres que hablemos?
—De vosotros, por ejemplo. ¿Qué haréis cuando me hayáis entregado a mis nuevos guardianes?
—Entregado no me parece la palabra justa.
—Tal vez, pero ello no cambia sustancialmente la cosa.
—¿Hubieras preferido quedarte en Capri?
—En las presentes condiciones no, pero en realidad no sé al encuentro de qué voy. Mi elección, de haber habido alguna, habría sido, si no he entendido mal, entre dos tipos distintos de prisión, pero al no conocer aún la que me espera, ¿cómo podría expresar una preferencia? A un hombre libre le es dado elegir, mientras que yo soy transferido de un poder a otro y ni que decir tiene que el segundo no ha de hacerme echar de menos el primero.
Aurelio admiró la habilidad retórica de aquellas argumentaciones y no fue capaz de encontrar, por su parte, la manera de rebatirlas. Se limitó a decir:
—Yo espero que no. Y lo espero de todo corazón.
—Esto también yo estoy dispuesto a creerlo. Entonces, ¿qué haréis?
—No lo sé. Alguna vez lo he comentado con los compañeros durante este viaje, un poco para matar el tiempo, un poco por temor al futuro, pero ninguno de nosotros tiene ideas concretas. Un día, el mismo en que fuimos atacados, Vatreno dijo que ya tenía bastante de esa vida, que quería irse a una isla a cuidar cabras y a cultivar la tierra. ¡Por todos los dioses, parece que hace un siglo y han pasado solo unas pocas semanas! Cuando las pronunció, esas palabras me parecieron como una simple ocurrencia; \ sin embargo ahora, en esta situación tan incierta y oscura, parecen una opción concreta, casi deseable.
—Cuidar cabras en una isla. ¿Por qué no, en efecto? También para mí sería algo deseable si pudiera decidir acerca de mi futuro. Pero no puedo.
—No es culpa de nadie.
—En cambio, yo creo que sí. Todo aquel que no impide una injusticia es cómplice de ella. —Séneca.
—No cambies de conversación, soldado.
—No podemos batirnos seis o siete contra el mundo entero y yo mismo no quiero poner en peligro la vida de mis compañeros. Han hecho todo lo humanamente posible: ahora se merecen la recompensa prometida y la libertad de decidir qué quieren hacer con su vida. Tal vez nos vayamos a Sicilia, donde Vatreno tiene una finca, o tal vez nos separaremos y cada uno se vaya por su lado. O tal vez, ¿quién sabe?, tal vez iremos también nosotros a Oriente un día a verte a tu suntuoso palacio. ¿Qué te parece? Espero que por lo menos nos invites a comer.
—¡Oh, sí, por supuesto, sería fantástico! Me sentiría feliz por ello, orgulloso y... —Se contuvo. Comprendía que no había cabida para los sentimientos—. Tal vez sea mejor que me vaya a dormir —dijo levantándose—. Gracias por la compañía.
—Gracias a ti, César —respondió Aurelio haciendo un gesto con la cabeza, y le siguió un buen rato con la mirada.
Avanzaron durante todo el día siguiente por un terreno a menudo accidentado, y durante largos trechos tuvieron que hacer el camino a pie para no correr el riesgo de dejar cojos a los caballos. Seguían el curso de un riachuelo, un camino dificultoso y lleno de abrojos para alcanzar el mar que, sin embargo, permitía evitar los lugares habitados donde su paso no habría pasado inadvertido. De vez en cuando el pequeño valle se ensanchaba en una explanada y veían ocasionalmente pastores que apacentaban sus ganados o a campesinos que recogían ramas secas en los bosques para quemar en el hogar durante el invierno. Todos tenían un aspecto hirsuto y asilvestrado, largas barbas y el pelo sin cuidar, llevaban un calzado de piel de cabra y se cubrían con ropas gastadas y remendadas, que apenas los protegían del viento frío del norte. Al paso de la columna se detenían, no importa qué estuvieran haciendo, y los observaban mudos. Hombres armados y a caballo eran, en cualquier caso, unos personajes importantes para ellos, capaces de defenderse o de agredir y por eso mismo temibles. En una ocasión Rómulo observó a unos muchachos de su edad y a unas niñas un poco más jóvenes: pasaban encorvados, casi doblados en dos bajo el peso de un cuévano cargado de leña, jadeando, las piernas medio desnudas amoratadas por el frío, el moco que le chorreaba de la nariz y los labios agrietados por el intenso frío y por la desnutrición. Uno de ellos se envalentonó: dejó en el suelo la carga, desproporcionada para su endeble complexión, y se le acercó tendiéndole la mano.
Rómulo, que cabalgaba con Livia, le dijo:
—¿Podemos darle algo?
—No —respondió Livia—. Si lo hiciéramos pronto encontraríamos a una nube de ellos más adelante y no sabríamos cómo quitárnoslos de encima. Terminaríamos por llamar la atención de un modo u otro: algo que no podemos permitirnos.
Rómulo miró al chico, su mano tendida y vacía, y la expresión de tristeza y de desilusión en sus ojos a medida que se alejaba. Se volvió hacia atrás para seguirle un poco con la mirada, como si quisiera hacerle comprender que habría querido ayudarle pero que no podía, que no dependía de él. Luego, cuando se dio cuenta de que estaban de nuevo a punto de entrar en el bosque, levantó la mano para saludarle. El muchacho macilento respondió al saludo con una media sonrisa, moviendo la mano a su vez, luego volvió a coger su carga y se adentró, tambaleándose, en la maleza.
—Es triste pero necesario —dijo Livia intuyendo los pensamientos de Rómulo—. A menudo en la vida tenemos que llevar a cabo elecciones que nos repugnan, pero que no dejan alternativa. Es un mundo duro y despiadado este en el que vivimos, gobernado por la arbitrariedad y el azar.
Rómulo no respondió y sin embargo el ver aquellas miserias le hacía comprender que aquellos pobrecillos habrían considerado una bendición del cielo y quizá también un lujo el tipo de vida que él había llevado en Capri hasta hacía pocos días y que no había en el mundo estado tan triste que no pudiera ser comparado con otros con creces peores.
A medida que pasaba el tiempo y avanzaban en su viaje, el riachuelo se había convertido en un torrente que discurría entre pedruscos pulimentados y gorgoteaba en gargantas, remolinos y pequeñas cascadas, que confluía finalmente con otro curso de agua que Ambrosino identificó con el Metauro. La temperatura resultaba más benigna, señal de que estaban acercándose al mar y por tanto a la meta y a la conclusión de una aventura cuyo epílogo nadie habría podido prever. El bosque comenzaba a ralear cada vez más cediendo paso a los pastos y a los cultivos, a medida que se acercaban a la costa. De vez en cuando encontraban pueblos de los que era más difícil mantenerse a distancia, a veces se cruzaban con algún tramo de la vía Flaminia y al final de la última jornada de viaje avistaron una vieja mansio abandonada que conservaba todavía la insignia, más bien herrumbrada, la piedra miliar y la fuente que llenaba los abrevaderos. Estos eran unos bonitos pilones excavados en piedra arenisca de los Apeninos, que en otro tiempo servían para los caballos de la casa de postas y que ahora eran frecuentados por los rebaños de la trashumancia, tal como cabía deducir por las tupidas huellas de pequeñas uñas hendidas y por los abundantes sirles diseminados por todo alrededor.
Livia fue la primera en acercarse, a pie, con el fin de asegurarse de que no hubiera ningún peligro; dejó a Rómulo las bridas de su caballo. Fingió coger agua y, cuando vio que no había nadie en las proximidades, dio un silbido e hizo venir a todos los demás. Rómulo fue de los primeros en entrar, después de haber atado el caballo, y miró en torno a sí: en el encalado de las paredes se leían aún los grafitos dejados por millares de clientes durante los siglos de frecuentación, muchos de ellos obscenos; a un lado, en alto, había pintado al fresco un mapa en el que se podían reconocer Italia con Sicilia, Cerdeña y la costa de África en la parte inferior, la de Iliria en lo alto con los mares, los montes, los ríos, los lagos, todos ellos con sus colores. Y se veía un trazo rojo, el cursus publicus, la red de caminos que había sido el orgullo y la prez del imperio, con todos sus puntos de parada y las distancias señaladas en millas. En lo alto un título medio borrado por las infiltraciones de agua rezaba: TABVLA IMPERII ROMANI. La mirada de Rómulo cayó sobre el escrito CIVITAS RAVENNA ilustrado con una miniatura que representaba a la ciudad con sus torres y sus murallas y se sintió dominado por el temor. Desvió enseguida la mirada y encontró la de Aurelio y cada uno de ellos leyó en los ojos del otro los pensamientos angustiosos que aquella imagen les traía a la memoria: la fuga afanosa, el fracaso, la prisión, la muerte de Flavia Serena. Ambrosino comenzó a revolver alrededor en busca de algo que pudiera ser de utilidad y, cuando descubrió en el fondo de un mueble desvencijado un par de rollos de pergamino parcialmente usados, los cogió y se puso a copiar uno de los itinerarios representados en el mapa mural.
Los otros entraron a su vez y comenzaron a colocar las mantas. Demetrio observó que más abajo había un campo de rastrojos con almiares diseminados en él y fue a recoger paja para la noche. Las capas superficiales estaban grises y enmohecidas, pero debajo la paja estaba aún seca, a pesar de lo avanzado de la estación, y de un bonito color rubio que daba una sensación de calor solo con verla. Más allá había un bosquecillo de arces quejigos y de zarzas interrumpido en varios puntos, pasado el cual se extendía una vegetación baja de matorrales que llegaba hasta casi la costa baja y arenosa. A su izquierda se veía la desembocadura del Metauro, el río que habían seguido durante los últimos días de marcha por el interior. A sus espaldas se extendía de nuevo el bosque, hacia el oeste y hacia el norte. Vatreno lo inspeccionó a caballo, para cerciorarse de que no escondía ningún peligro y vio que a escasa distancia de la linde con el campo cultivado había, hacia el norte, unas pilas de troncos de roble y de pino fijadas en el suelo con unas cuerdas hechas de corteza entrelazada aseguradas con unos palos clavados en el terreno. Debían de ser de los leñadores de aquella zona que vivían del comercio de la leña con las poblaciones de la costa.
A lo lejos podía verse el mar encrespado por el Bóreas, pero no agitado, y las condiciones del tiempo permitían esperar que la nave llegase sin mayores problemas. Ambrosino quería, sin embargo, mostrar su gratitud a los hombres que le habían liberado con riesgo de su vida y conducido hasta allí, y cuando fue el momento preparó con mucho cuidado la cena para todos sazonándola con hierbas y raíces que había recogido en las cercanías. Consiguió recoger incluso fruta: algunas manzanas silvestres que colgaban de un árbol ya desnudo de hojas en aquel que en otro tiempo debía de haber sido el vergel de la casa de postas. Había encendido fuego en la vieja chimenea y, aunque el tejado dejaba ver las estrellas en varios puntos por unos amplios boquetes, el crepitar de las llamas y la luz del hogar difundían una sensación de alegría y de intimidad que mitigaba en parte la tristeza por la inminente separación.
Nadie hizo alusión al hecho de que Rómulo se iría al día siguiente, que los dejaría tal vez para siempre, que el pequeño emperador seguiría un destino oscuro en la otra parte del mundo, en una metrópoli inmensa y desconocida, entre las intrigas y los peligros de una corte corrupta y sanguinaria. Pero era evidente que todos estaban pensando en ello, por las miradas huidizas que de vez en cuando dirigían al muchacho, por las medias palabras y por las medias frases que de vez en cuando dejaban escapar, por las rudas caricias que le hacían, al pasar por su lado, casi por casualidad.
Aurelio eligió para sí el primer turno de guardia y fue a sentarse cerca de los abrevaderos, miró fijamente el mar que se había vuelto de un color plomizo. Livia se le acercó por detrás.
—Pobre chico —dijo—. En todos estos días ha tratado de ganarse el afecto de cada uno de nosotros, sobre todo de ti y de mí, pero no se lo hemos permitido.
—Hubiera sido peor —respondió sin volverse.
Una bandada de grullas atravesó la noche y sus reclamos llovieron del cielo oscuro como lamentos de cautivo.
—Estarán en el Bósforo antes que él —dijo Livia.
—Es cierto.
—-La nave debería llegar al amanecer. Cogerán al muchacho y se nos pagará el rescate. Es mucho dinero: podréis comenzar una nueva vida, comprar tierras, siervos... Os lo habéis ganado.
Aurelio no respondió.
—¿En qué piensas? —preguntó Livia.
—No es seguro que la nave llegue a tiempo. Podría tardar incluso unos días.
—¿Es una conjetura o una esperanza?
Aurelio pareció por un momento escuchar en silencio el canto sincopado de las grullas que se desvanecía a lo lejos. Suspiró.
—Es la primera vez en mi vida que he sentido algo parecido a tener una familia. Y mañana todo habrá terminado. Rómulo se irá hacia su destino y tú...
—Y yo también —dijo Livia imprevistamente decidida—. Vivimos unos tiempos duros, asistimos impotentes a la agonía de nuestro mundo. Cada uno de nosotros debe buscar un objetivo, una razón lo bastante fuerte que le permita sobrevivir a tanta ruina.
—¿Y por eso quieres volver a esa laguna? ¿No querrías...?
—¿Qué?
—¿... venir con nosotros... conmigo?
—¿Y adonde? Ya te lo he dicho: en esa laguna está naciendo una esperanza. Venetia es mi patria, aunque a ti pueda parecerte extraño: un grupo de cabañas construidas por un puñado de desesperados, fugitivos de sus ciudades destruidas.
Aurelio se estremeció imperceptiblemente ante aquellas palabras y Livia prosiguió:
—Estoy convencida de que se convertirá en una verdadera ciudad. Por eso necesito el dinero que me darán mañana: para reforzar las guarniciones, para armar nuestras primeras naves, para construir nuevas casas para nuevos inmigrantes. También tú deberías unirte a nosotros, con tus compañeros, ¿por qué no? Necesitamos hombres como vosotros. En Venetia revive el alma de nuestras ciudades quemadas y arrasadas: Aluno, Concordia... ¡Aquilea! ¡Acuérdate de tu ciudad, Aurelio, acuérdate de Aquilea!
—¿Por qué sigues atormentándome con ese nombre? —reaccionó Aurelio—. ¿Por qué no me dejas en paz?
Livia se arrodilló delante de él mirándole fijamente con ojos febriles.
—Porque yo puedo devolverte el pasado que fue borrado de tu mente o que tú mismo has querido borrar. Lo comprendí la primera vez que te vi. Lo comprendí por la manera en que mirabas esto, aunque tú sigas negándolo.
Alzó la medalla que le colgaba del cuello, se la puso en la frente, como una sagrada reliquia que pudiera curarle de un mal misterioso. Sus ojos brillaban en la sombra, de lágrimas y de pasión. Aurelio sintió que se encendía, que le invadía una poderosa emoción, el deseo ardiente que había ahogado inútilmente durante todo ese tiempo. Sintió los labios de ella que se acercaban, la respiración de ella que se confundía con la suya en un beso ardiente y repentino, largamente deseado y sin embargo inesperado. La abrazó y la besó como no había besado nunca a ninguna mujer en su vida, con toda la energía que le salía del corazón y con infinita, rendida dulzura; ella le rodeó el cuello con sus brazos, sin despegar los labios de su boca, se adhirió a los miembros de él con cada parte de su cuerpo tembloroso, con el pecho firme, con el vientre tenso, con las largas piernas nerviosas. Él la tumbó en el suelo sobre su capa, la poseyó, así, sobre la seca hierba, con el olor de la tierra que se confundía con el perfume de sus cabellos. Y se quedó largo rato dentro de ella para prolongar al máximo aquella intimidad que le embargaba el corazón y que hubiera querido que no acabara nunca. Se tendió a su lado envolviéndola con su capa, manteniéndola estrechada contra sí, disfrutando de la tibieza de su cuerpo y del olor de su piel.
Luego Livia se despidió de él con un beso.
—Ha sido hermoso —le dijo— y habría sido más hermoso todavía de haber un futuro, pero estoy convencida de que la nave llegará a no mucho tardar. Con el nuevo día todo parecerá distinto, más difícil y fatigoso, como ha sido siempre hasta ahora. Tú seguirás a tus compañeros, tratarás de huir de tus recuerdos perdidos y yo volveré a mi laguna. Nos quedará el recuerdo de estos días, de este amor que le hemos robado a la última noche; el recuerdo de esta formidable aventura, de este muchacho desventurado y amable al que heme querido sin tener el valor de decírselo. Tal vez un día decidas venir a verme y yo te recibiré con entusiasmo, si no es demasiado tarde, o tal vez no te volveré a ver nunca más porque las vicisitudes de la vida te habrán llevado lejos. Adiós, Aurelio, que tus dioses te protejan.
Se alejó y volvió a entrar en la vieja construcción semiderruida. Aurelio se quedó solo bajo el cielo oscuro escuchando la voz del viento y los reclamos de las grullas que cruzaban las tinieblas.