19

—Es hermosa, ¿no?

Aurelio se estremeció ante aquellas palabras. Rómulo le había sorprendido saliendo de la oscuridad a sus espaldas mientras hacía girar la espada delante del fuego, casi hipnotizado por los reflejos azulados de la hoja, cambiantes como la cola de un pavo real.

—Perdóname —respondió alargándosela—. Había olvidado devolvértela. Tuya es.

—Mejor que la tengas tú por ahora. Sin duda harás un mejor uso de ella.

Aurelio la contempló de nuevo.

—Esta arma es increíble, con los golpes que ha infligido y sufrido no tiene la menor melladura, no tiene ni una señal ni un rasguño. Parece el arma de un dios.

—En cierto sentido lo es. Esta espada perteneció a Julio César. ¿Has visto la inscripción?

Aurelio hizo un gesto con la cabeza y pasó los dedos a lo largo de la serie de letras grabadas en el centro de la hoja, en el interior de una estría apenas perceptible.

—La he visto y no podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Tiene una fuerza misteriosa que emana de ella, que penetra bajo la piel, en los dedos, en el brazo, hasta en el corazón...

—Ambrosino dice que fue forjada por los cálibes en Anatolia de un bloque de hierro sideral y templada en la sangre de un león.

—Y la empuñadura... ninguna espada de combate tiene una tan rica y preciosa. Solo las espadas de gala. Y sin embargo el cuello del águila se adhiere como ninguna otra empuñadura que yo haya estrechado en la palma de mi mano, se diría una prolongación del brazo...

—Es solo un formidable instrumento de muerte —dijo Rómulo—, fabricado para un gran conquistador. Tú eres un combatiente: es natural que te fascine. —Dirigió una mirada a su tutor, atareado en alinear sus cosas cerca del fuego—. ¿Ves a Ambrosino? Él es un hombre de saber, está tratando de salvar sus instrumentos empapados en agua tras la zambullida en la gruta: sus polvos... sus hierbas... Y mi copia de la Eneida: un regalo para el día de mi aclamación.

—¿Y ese cuaderno?

—Es su diario personal. En él está escrita su historia... y también la nuestra.

—¿Quieres decir que hablaba también... de mí?

—Puedes estar seguro. Pero ¿por qué dices «hablaba»? —Ha sido sumergido en el agua. Me imagino que se ha salvado muy poco.

—Se ha salvado, por el contrario, todo. Tinta indeleble. Otra de sus recetas. Y conoce también la de la tinta invisible.

—Me estás tomando el pelo.

—Oh, no. Mientras escribe no ves nada, como si mojara la pluma en el agua de una fuente y luego, de repente, cuando él...

Aurelio le interrumpió.

—Le quieres mucho, ¿no?

—No tengo a nadie más en este mundo —respondió Rómulo.

Lo dijo con un tono especial como si pidiera un desmentido de su interlocutor. Pero Aurelio no dijo nada y Rómulo le miró mientras envainaba la espada con un movimiento continuo y armónico, como el gesto de un sacerdote. Se quedaron contemplando las llamas del vivaque durante un rato, luego Rómulo rompió de nuevo el silencio.

—¿Por qué no has querido que subiera hoy contigo en tu caballo?

—Ya te lo he dicho: si he de protegerte, he de tener libertad de movimientos.

—No es por eso. Quieres ser libre y nada más, ¿no es así?

Antes de que le diera tiempo a responder se fue para alcanzar a Ambrosino que estaba extendiendo la manta para él sobre una capa de hojas secas. Demetrio montaba la guardia en la linde del campo, Orosio se había situado a cierta distancia, en una pequeña colina, para prevenir los movimientos de eventuales perseguidores que vinieran

de poniente. Los otros, Batiato, Livia, Aurelio y Vatreno, se preparaban también para descansar.

—Es extraño —dijo Vatreno—. Debería estar muerto de sueño y en cambio no tengo ningunas ganas de dormir.

—Hemos hecho demasiado en el último día —observó Aurelio— y nuestro cuerpo no consigue aún creer que pueda descansar.

—Es una buena explicación —afirmó Batiato—. En efecto, yo que no he hecho nada me caigo de sueño.

—No sé... a mí me gustaría cantar —dijo Vatreno— como se hacía determinadas noches en el campo, al amor del fuego. ¿Os acordáis? Por los dioses... ¿os acordáis de la voz que tenía Antonino?

—Ah, sí —dijo Aurelio—. Cómo no acordarse. ¿Y qué me dices de Canidio? ¿Y de Paulino?

—Tampoco el comandante Claudiano tenía mala voz —dijo Batiato—. ¿Os acordáis? A veces llegaba así, de su ronda de inspección, y tomaba asiento cerca del fuego y si estábamos cantando algo se ponía también él a canturrear, en voz baja. Luego mandaba traer un poco de vino y se tomaba un vaso junto con nosotros. Decía: «Bebed, muchachos, que os hará entrar un poco en calor». Pobre comandante, recuerdo también su última mirada mientras caía traspasado en medio de un tropel de enemigos...

Al gigante negro le brillaban los ojos en la oscuridad, mientras evocaba aquella cruel escena.

Aurelio alzó la cabeza ante aquellas palabras y los dos intercambiaron una larga mirada en silencio; por un instante hubo una expresión inquisitiva y casi la sombra de una sospecha en la de Aurelio, que no escapó a Batiato.

—Sé en qué estás pensando —dijo—. Te estás preguntando cómo es que nos salvamos en Dertona, ¿no es así? Quieres saber por qué estamos vivos...

—Te equivocas, yo no...

—No mientas: te conozco demasiado bien. Pero ¿acaso te hemos preguntado nosotros por qué no volviste tú? ¿Por qué no volviste a morir con el resto de nuestros compañeros?

—Volví para liberaros, ¿eso no te basta?

—Déjalo —dijo Vatreno. Lo dijo sin gritar, en tono sereno y firme—. Yo te diré cómo fue la cosa, Aurelio, así zanjaremos la cuestión de una vez por todas y no se hable más de ello, ¿te parece? Quizá no quieras, pero pienso que es necesario hacerlo. Así pues, después de que te fuiste nosotros comenzamos a combatir, nos atacaban por todas partes, y luchamos durante horas. Y horas. Y horas. Primero desde las empalizadas, luego desde el muro, luego en el exterior, dispuestos en tortuga, todos a pie, como en tiempos de Aníbal. Y mientras nosotros éramos cada vez menos y estábamos cada vez más cansados, ellos seguían lanzando tropas de refresco, a oleadas: una, y luego otra y otra más... Nos cubrían de dardos, nubes de dardos. Luego, cuando nos vieron extenuados, ensangrentados, acabados (en ese momento caía ya el sol) avanzaron al paso, sobre sus caballos acorazados, empuñando las segures para terminar con nosotros, para despedazarnos. Uno por uno. Veíamos a nuestros compañeros caer a docenas, a cientos, incapaces ya siquiera de aguantar el peso de sus armas; algunos se arrojaban sobre la espada poniendo así fin a sus propios sufrimientos, otros eran hechos pedazos aún vivos... dejados en el suelo ya sin piernas y sin brazos, pobres troncos informes aullando, desangrándose en el barro...

—¡No quiero oírlo! —exclamó Aurelio, pero Vatreno ni siquiera le prestó oídos—. Fue entonces cuando intervino su jefe, ese Miedo, uno de los lugartenientes de Odoacro. Habíamos quedado en total un centenar, creo yo, desfigurados por la fatiga, sucios de sangre y de fango, molidos. ¡Hubieras tenido que vernos, Aurelio..., hubieras tenido... que vernos!

En aquel momento le tembló la voz: Rufio Elio Vatreno, el duro soldado, el veterano de cien batallas, se había tapado el rostro y lloraba, sollozaba como un niño mientras Batiato le apoyaba la mano en un hombro, dándole palmaditas, como para calmarle. Fue él quien continuó:

—Miedo gritó algo en su lengua y la matanza cesó. Un heraldo nos ordenó que arrojáramos las armas y así salvaríamos nuestras vidas. Nosotros las arrojamos, sí, ¿qué otra cosa hubiéramos podido hacer? Nos encadenaron y nos arrastraron a puntapiés y a escupitajos hasta su campamento, donde muchos de ellos habrían querido hacernos morir entre los más espantosos tormentos porque habíamos dado muerte al menos a cuatro mil de sus compañeros, y herido a muchos otros. Pero Miedo debía de haber recibido órdenes de salvar a un determinado número de hombres para utilizarlos como esclavos. Fuimos conducidos a Classe y enviados a diferentes destinos. Algunos fueron mandados a Istria, creo, a las canteras; otros a Nórico a talar árboles. Nosotros a Miseno, donde nos encontraste. Sí, Aurelio, esto es todo, no tengo nada más que decirte. Y ahora me voy a dormir si no me necesitas.

Aurelio hizo seriamente un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Ve —dijo—. Ve a dormir, negro. Dormid vosotros si podéis, y también tú, Vatreno, viejo amigo. Yo... nunca he dudado... Yo... lo único que esperaba era encontraros vivos, nada más, lo juro... No hay nada que no hubiera dado por poder encontraros vivos. La vida es lo único que nos queda.

Se alejó y fue a sentarse contra el tronco de un roble, cerca de Juba. Livia no estaba lejos y debía de haberlo oído todo, pero no dijo nada y él tampoco. Aurelio hubiera querido llorar, sí, de haber podido, pero el corazón, en su interior, era de piedra y los pensamientos en su cerebro se retorcían cual serpientes enredadas en su nido.

Más allá, Rómulo estaba tumbado en su yacija sin conseguir conciliar el sueño. Había comprendido que algo tremendo había encendido un duro enfrentamiento entre sus compañeros de viaje, pero no sabía de qué se trataba. Temía ser de algún modo el objeto de aquella discusión. Por eso seguía dándole vueltas en la cabeza una y otra vez sin encontrar la paz.

—¿No duermes? —le preguntó Ambrosino.

—No lo consigo.

—Lo siento, es culpa mía. No hubiera tenido que decir esas cosas respecto a Constantinopla y todo lo demás. Soy un torpe. Perdóname.

—No te atormentes, era de suponer. ¿Por qué iban a organizar una empresa tan difícil y arriesgada sino por una razón de carácter político? O por dinero, como has dicho tú. Te he oído mientras le gritabas a Livia.

—Estaba fuera de mí. No debes dar excesiva importancia a esas palabras.

—Y en cambio tienes razón. Son unos mercenarios, tanto Livia como Aurelio y también los demás que se unieron a ellos: ¿qué más?

—Eres injusto. Aurelio intentó liberarte en Rávena sin ninguna recompensa, solo porque tu padre se lo pidió a las puertas de la muerte. No lo olvides: Aurelio es el hombre que oyó las últimas palabras de tu padre. Hay, pues, algo de tu padre en él y muy importante.

—No es cierto.

—Piensa lo que quieras, pero es así.

Rómulo trató de calmarse y de relajar sus miembros contraídos. El reclamo de un autillo resonó a lo lejos como un canto desolado y le hizo estremecerse bajo la manta.

—Ambrosino...

-¿Sí...? -Tú no quieres que me lleven a Constantinopla, ¿verdad?

—No.

—¿Y qué podemos hacer para evitarlo?

—Bastante poco. Nada, prácticamente.

—Pero tú vendrás conmigo, de todos modos.

—¿Acaso lo dudas?

—No. No lo dudo. Pero, si de ti dependiera, ¿qué harías?

—Te llevaría conmigo.

—¿Adonde?

—A Britania. A mi patria. Es hermosa, ¿sabes? Es una isla totalmente verde con hermosas ciudades y campos fértiles, bosques majestuosos de encinas gigantescas, de hayas, de arces que en estos días alzan al cielo sus brazos desnudos, como gigantes que tratasen de coger las estrellas. Y prados, vastísimos, pasto de rebaños y manadas. Aquí y allá se alzan monumentos grandiosos, enormes monumentos de piedra en forma de círculo cuyo significado les es conocido solo a los sacerdotes de la antigua religión: los druidas.

—Sé quiénes son. Lo leí en Dé Bello Gallico de Julio César... ¿Es por esto por lo que llevas esa ramita de muérdago, Ambrosino? ¿Eres también tú un druida?

—Fui instruido en esa antigua sabiduría, sí.

—¿Y crees también en nuestro dios?

—No existe más que un Dios, César. Lo único que es distinto es el camino que recorren los hombres para buscarlo.

—Y sin embargo en tus memorias leí la descripción de una tierra turbulenta. También entre vosotros hay bárbaros feroces...

—Es cierto. El gran muro desde hace tiempo no es suficiente para contenerlos.

—Por tanto, ¿no existe paz en este mundo? ¿No existe un lugar en el que se pueda vivir en paz?

—La paz debe ser conquistada, hijo mío, porque es el bien más preciado. Pero ahora duerme. Dios ya nos inspirará cuando llegue el momento. Estoy seguro de ello.

Rómulo no dijo nada más y se acurrucó debajo de la manta, escuchando el sollozo monótono del autillo que resonaba desde los montes, hasta que le embargó una sensación de gran flojera y cerró los ojos.

Las estrellas aparecían lentamente en el firmamento y el viento frío del norte volvía la atmósfera transparente como el cristal. Las llamas del vivaque se reavivaron desprendiendo una luz intensa y brillante; luego se apagaron rápidamente y sobre la vasta montaña oscurecida quedó solo la leve reverberación de las brasas.

A medianoche Aurelio dio el cambio a Demetrio y Vatreno hizo lo propio con Orosio. Se habían habituado a aquellos ritmos en años de vida castrense y algo dentro de ellos les despertaba en el momento justo, como si sus mentes pudieran seguir midiendo el movimiento de las estrellas mientras descansaban. Reanudaron el viaje al amanecer tras un frugal desayuno. En las alforjas de los caballos Eustaquio había hecho poner algunas provisiones: pan, aceitunas, queso y un par de odres de vino. Ambrosino recogió las cosas que había puesto a secar cerca de las brasas y las volvió a guardar en la alforja. Rómulo enrollaba y ataba su manta con los movimientos lentos de un soldado.

En aquel momento pasó por allí Livia, con los arreos de su caballo en la mano.

—Eres muy valiente —le dijo—. ¿Dónde lo aprendiste?

—También yo tuve un instructor militar en los últimos dos años: un oficial de la guardia de mi padre. También él murió la noche del asalto a la villa de Piacenza. Le cortaron la cabeza.

—¿Te gustaría montar conmigo hoy? —preguntó Livia mientras ponía el bocado y el cabestro a su cabalgadura.

—No importa —dijo Rómulo—. No quiero ser un incordio para nadie.

—A mí me gustaría —insistió Livia.

Rómulo dudó un instante antes de responder:

—Está bien, pero a condición de que no hablemos de Constantinopla y de todas esas cosas.

—De acuerdo —consintió Livia—. Nada de Constantinopla.

—Pero antes tengo que decírselo a Ambrosino. No quisiera que se ofendiese.

—Te espero.

Rómulo volvió al cabo de unos instantes.

—Ha dicho Ambrosino que está bien, pero que no vayas demasiado deprisa.

Livia hizo un gesto de asentimiento con una sonrisa.

—Vamos, monta.

Y le hizo subir delante de ella.

La columna se puso en movimiento hacia el puerto de montaña que aparecía en lontananza como un horcajo entre dos picos nevados.

—Hará frío allá arriba —dijo Rómulo—. Y llegaremos precisamente esta noche.

—Sí, pero luego comenzaremos a descender hacia el Adriático, mi mar. Encontraremos también los últimos rebaños de pastores que bajan a los pastos bajos para el invierno. Tal vez veas algún ternerillo recién nacido. ¿Te gustaría?

—Soy experto también en agricultura y en la cría de animales: he leído a Columela, Varrón, Catón y Plinio, he practicado la apicultura y conozco las técnicas de la podadura y del injerto, las estaciones para la monta, la vinificación de los mostos...

—Como un verdadero romano de los tiempos antiguos.

—Y todo esto lo habré aprendido para nada. No creo que tenga nunca la oportunidad de ejercer estas artes. Mi futuro no depende de mí.

Livia no respondió a aquellas palabras que sonaban casi como un reproche. Fue Rómulo quien habló nuevamente.

—¿Eres la chica de Aurelio?

—No. No lo soy.

—Pero ¿te gustaría serlo?

—No creo que esto sea asunto tuyo. En cualquier caso, por si quieres saberlo, fui yo quien le salvó a él la noche que intentó liberarte de Rávena. Tenía una fea herida en un hombro.

—Lo sé. Estaba con él cuando le hirieron. De todas formas, esto no hace de ti su chica.

—No, en efecto. Estamos juntos para esta misión.

—¿Y luego?

—Luego cada uno se irá por su lado, supongo.

—Ah.

—¿Defraudado?

—¿Por qué debería estarlo? No es asunto mío, me parece.

—No, en efecto.

Avanzaron durante un par de millas en silencio. Rómulo parecía mirar a su alrededor, observar el paisaje casi desierto pero de encantadora belleza. Ahora pasaban cerca de un lago que reflejaba un cielo no menos terso y límpido. Una pequeña manada de jabalíes que hozaba en el lindero del bosque corrió a esconderse. Un gran ciervo macho alzó su soberbia cabeza recortándose durante un instante inmóvil y majestuoso contra el sol naciente, luego desapareció de un solo brinco.

—¿Es cierto que lo habéis hecho por dinero? —preguntó de nuevo Rómulo.

—Tendremos una recompensa, como se le da a todo soldado que sirve a su país, pero esto no significa que lo hayamos hecho por eso.

—¿Y por qué, entonces?

—Porque somos romanos y tú eres nuestro emperador.

Rómulo no dijo nada. El viento aumentó de intensidad, un viento frío procedente del nordeste que había lamido las cimas de los Apeninos cubiertas de nieve. Livia sintió que el muchacho se estremecía, entonces le recubrió con su capa y le atrajo dulcemente hacia sí ciñéndole con los brazos. Rómulo trató de resistirse primero, pero luego se abandonó a la tibieza de su cuerpo. Cerró los ojos y le pareció que podía ser de nuevo feliz.