Wulfila ordenó alzar el fanal de proa y la tripulación siguió iluminando la orilla de enfrente de la nave donde Aurelio esperaba inmóvil con la espada apretada en la mano.
Algunos de sus hombres empulgaron las flechas y apuntaron pensando que su jefe había querido iluminar mejor el ya fácil blanco, pero Wulfila los detuvo:
—¡Abajo esos arcos! He dicho que quiero esa espada: si cae al mar no la encontraremos nunca. ¡Aborda! —gritó acto seguido al piloto—. Aborda he dicho. ¡Le cogeremos vivo!
En lontananza, Vatreno vio confusamente la escena e intuyó lo que estaba pasando.
—¡Afloja la vela! —ordenó a Batiato.
Livia se sobresaltó al oír aquellas palabras y se enjugó las lágrimas de los ojos imaginando una esperanza en aquella orden imprevista.
Batiato obedeció sin comprender y la barca demoró su carrera hasta detenerse.
—¿Por qué nos paramos? —preguntó.
—Porque Aurelio los está atrayendo a los escollos —respondió Vatreno—. ¿No lo comprendes?
—¡Nave a estribor! —resonó la voz de Demetrio desde proa.
Otra embarcación, más pequeña, estaba llegando cargada de guerreros con antorchas y linternas encendidas a lo largo de la borda y en las vergas. Estaba a una distancia de un par de leguas, pero se acercaba a una gran velocidad.
—¿Qué hacemos? —preguntó Demetrio—. Dentro de poco vendrán y se nos echarán encima.
—¡Esperemos! —exclamó Rómulo—. ¡Esperemos todo lo posible, os lo ruego!
En aquel momento el estrépito de la madera rompiéndose contra los escollos resonó sobre la superficie del mar, muy pronto dominado por el rugir mucho más fuerte del volcán, que comenzaba a lanzar contra el cielo una nube de fuego y de centellas. En sus fervientes ansias por llegar hasta donde estaba su enemigo, Wulfila había acabado incrustando la proa entre las rocas, y las olas habían levantado la popa haciendo rodar a todos por cubierta. Todos buscaban donde agarrarse en la barandilla, lanzaban juramentos, también Wulfila trató de recuperar el equilibrio para arrojarse acto seguido sobre su adversario, pero Aurelio se zambulló en el agua y desapareció.
La atmósfera ahora se oscurecía cada vez más: se puso a llover cenizas sobre la cubierta de la barca de Livia y de los suyos y muy pronto comenzaron a granizar los lapilli ardientes.
—Tenemos que irnos —dijo Ambrosino— o será demasiado tarde: el volcán está a punto de alcanzar la fase paroxística de su erupción. Si no nos alcanzan los bárbaros, los lapilli encendidos incendiarán la barca y nos iremos todos a pique.
—¡No! —gritó Rómulo—. Sigamos esperando.
Escrutaba ansioso la superficie oscura del mar, mientras la nave enemiga avanzaba cada vez más situándose entre ellos y la de Wulfila, ahora ya completamente a merced de los golpes de mar. La lluvia de lapilli aumentó de nuevo y algún pequeño foco de fuego comenzó a extenderse por la cubierta cerca de Livia y de sus rollos de cordamen. La embarcación enemiga no estaba aún en una posición tal que pudiera ver los restos del naufragio de Wulfila sacudidos por las olas, pero avistaría en unos momentos la embarcación de Livia.
—¿Cuántos deben de ser? —preguntó Orosio escrutando preocupado delante de sí justo mientras la tripulación enemiga se agolpaba en la proa gritando y esgrimiendo las armas.
—Son bastantes —respondió, sombrío, Vatreno. Se dirigió a Livia—: ¡Si quieres salvar al muchacho, debemos irnos, ahora!
Livia asintió, de mala gana.
—¡Vela al viento! —ordenó entonces Vatreno—. ¡Rápido, larguémonos de aquí!
Batiato maniobró la escota ayudado por Demetrio que se había puesto en el timón y volvieron a tomar velocidad alejándose lentamente. Pero en aquel mismo instante una espada despuntó entre las olas con un rebullir de espuma, luego un brazo musculoso, brillante a la verberación de las antorchas, y luego una cabeza y un torso poderoso: ¡era Aurelio!
—¡Aurelio! —gritó Rómulo fuera de sí de la emoción.
—¡Es él! —gritaron sus compañeros precipitándose hacia la barandilla.
Vatreno le lanzó un cabo y lo izó a bordo. Estaba extenuado, y solo el abrazo de sus compañeros impidió que se desplomase inerte sobre cubierta. Livia corrió a su encuentro y le estrechó contra sí, casi sin sentido, también Rómulo se le acercó y le miraba como si aún no pudiera creer que estuviera vivo y sano y salvo, como si aquella atmósfera irreal fuera un sueño destinado a disolverse con la reaparición de la luz del día.
La erupción del volcán se extendía ahora sobre el mar, deslizándose sobre las olas hasta lamer las orillas de la isla. La barca de Livia se sumergió y desapareció de la vista. Los perseguidores oyeron entonces los gritos de llamada de sus compañeros que les hacían gestos al pie de la pendiente entre los tablones de revestimiento desarticulados de su nave. Wulfila había conseguido encaramarse sobre los escollos y gritaba a voz en cuello que vinieran en su ayuda. Los náufragos se arrojaron a nado y subieron a bordo uno tras otro. Cuando también Wulfila hubo subido dio orden de perseguir a los fugitivos, pero el piloto, un viejo marinero de Capri experto en aquellas aguas, le disuadió de ello:
—Si ponemos proa hacia alta mar ninguno de nosotros saldrá vivo. ¡No se ve a un palmo de nuestras narices y llueve fuego, mira!
Wulfila lanzó una mirada en dirección al continente hacia el cielo negro surcado por miles de meteoros llameantes, sintió que el terror cundía entre sus hombres, gente del norte, que nunca había visto nada por el estilo. Se mordió los labios al pensar que había dejado escapar a un chiquillo de trece años y a un anciano de una fortaleza vigilada por setenta formidables guerreros, pero lo que más le corroía era la pérdida de aquella espada fantástica que había deseado tener con todas sus fuerzas desde el primer momento en que la había visto brillar con destellos siniestros en la mano de su enemigo.
—Volvamos a puerto —ordenó.
La nave viró invirtiendo la ruta. Los marineros, todos lugareños, remaban con fuerza sabedores del peligro que los amenazaba, pero obedecían disciplinados y tranquilos a las órdenes del piloto. Los bárbaros, en cambio, estaban ya dominados por el pánico y miraban pálidos de espanto la lluvia infernal que caía del cielo. Por todas partes se extendía el vapor de agua, un acre olor a azufre impregnaba el aire, y el horizonte, hacia tierra, se estremecía de relámpagos sangrientos.
Entretanto la barca de Livia avanzaba lentamente, sumida en la oscuridad. Demetrio se había acercado hasta la punta del mástil de proa del que colgaba el fanal y escrutaba el horizonte tratando de prevenir peligros y obstáculos imprevistos, pero su suerte seguía dependiendo del azar en aquellas espantosas condiciones. Reinaba a bordo una gran tensión, nadie hablaba para no distraer a sus compañeros pendientes de las maniobras en aquella navegación casi a ciegas. Demetrio, apoyado en la verga de proa con las piernas colgando fuera de la barca, trataba de guiar lo mejor posible el rumbo confiando más en su instinto que en cualquier otro sentido. Ambrosino se acercó a Vatreno.
—¿Hacia dónde estamos yendo? —preguntó.
—¿Quién puede saberlo? Hacia el norte, supongo. Es la única posibilidad que tenemos.
—Tal vez podría ayudaros... con solo que...
Vatreno meneó la cabeza, escéptico.
—Déjalo, ya estamos suficientemente confundidos nosotros. No he visto nunca nada parecido.
—Y sin embargo ya sucedió. Hace cuatrocientos años. El volcán sepultó tres ciudades con todos sus habitantes. No quedó ni rastro de ellos, pero Plinio describe exactamente las fases de erupción del volcán. Por esto os propuse esta noche... pues pensaba que en la confusión general nuestra fuga resultaría más fácil. Lamentablemente me he equivocado: la fase paroxística ha dado comienzo con unas horas de retraso respectos a mis previsiones.
Vatreno le miró estupefacto.
Aurelio, que se había recobrado, se acercó.
—¿En qué querías ayudarnos? —preguntó.
Ambrosino iba a responder cuando en aquel momento resonó desde proa la voz de Demetrio:
—¡Mirad!
La nube comenzaba a aclarar y un brillo casi imperceptible de las olas delante de ellos anunciaba la aparición de las primeras luces del día. Estaban doblando el cabo Miseno que alzaba ahora la cabeza sobre el manto de humo y cenizas que cubría el mar y la luz del sol naciente iluminaba su parte superior. Todos clavaron extasiados su mirada en aquella improvisada aparición, mientras el vapor de agua aclaraba por momentos cada vez más hasta que la barca y su tripulación fueron heridos de lleno por los rayos del sol que se asomaba por las cimas de los montes Lattari.
La noche quedaba a sus espaldas junto con el terror, la angustia, las fatigas de una fuga afanosa, de una persecución despiadada y sin cuartel, con el terror de que la esperanza se disipase como un sueño a la aparición de la luz. El sol resplandecía sobre ellos como un dios benévolo, el rugir del volcán se perdía en la lejanía así como los últimos truenos de un temporal, el azul del mar y del cielo se confundían en un único triunfo de luz, de aire, de intensos aromas que el viento traía de tierra.
Rómulo se acercó a su maestro.
—¿Somos libres ya, ahora? .
Ambrosino hubiera querido explicarle que los peligros no estaban del todo conjurados, que les aguardaba un viaje probablemente lleno de peripecias y erizado de obstáculos, pero no tuvo valor de ensombrecer la alegría que por primera vez después de tanto tiempo veía brillar en los ojos del muchacho. Respondió controlando a duras penas la emoción que le temblaba en la voz:
—Sí, hijo mío, ya somos libres.
Rómulo asintió repetidamente como si quisiera convencerse de la veracidad de aquellas palabras, luego se acercó a Aurelio y a Livia que le miraban a distancia y dijo con un hilo de voz:
—Gracias.
La barca tomó tierra en una localidad desierta de la costa cerca de las ruinas de una villa marítima, a unas treinta millas al norte de Cumas; Livia saltó al agua de un brinco precediendo a todos en tierra firme, mostrando que el mando de la empresa estaba cada vez más firmemente en sus manos.
—¡Hundid la barca! —le gritó a Aurelio—. ¡Y luego venid detrás de mí, por esa parte, rápido!
Señaló un caserío derruido que apenas si se distinguía detrás de un grupo de árboles, a poco menos de una milla de distancia. Aurelio ayudó a Rómulo a descender de la barca, mientras Batiato y Demetrio echaban mano a las segures ante la mirada angustiada de Ambrosino.
—Pero ¿por qué? —preguntó—. ¿Por qué hundir la barca? Es el medio más seguro en estos tiempos para viajar. ¡Deteneos, os lo ruego, escuchadme!
Livia se dio cuenta del contratiempo y volvió sobre sus pasos.
—¡Os he dicho que me sigáis! No hay un instante que perder. Pueden caer encima de nosotros en cualquier momento. Ese muchacho es la persona más buscada de todo el imperio, ¿no te das cuenta?
—Sí, por supuesto —respondió Ambrosino—. Pero la barca es el medio más seguro y...
—¡No quiero discusiones, seguidme y basta, y a la carrera! —ordenó Livia en tono seco y perentorio.
Ambrosino la siguió de mala gana volviéndose varias veces para contemplar la barca que comenzaba a hundirse. Orosio había ya descendido. Demetrio le siguió e inmediatamente después Aurelio, Vatreno y Batiato saltaron a tierra uno tras otro lanzándose a la carrera detrás del pequeño grupo de cabeza que Livia estaba ya guiando a cubierto dentro de los matorrales costeros que cubrían la región.
—No lo puedo creer todavía —decía entre jadeos Vatreno—. Nosotros seis hemos jodido a setenta soldados de la guardia atrincherados en esa especie de fortaleza.
—¡Como en los viejos tiempos! —dijo, exultante, Batiato—. Pero con una grata diferencia —añadió haciendo un guiño hacia Livia que le correspondió con una sonrisa.
—No veo llegada la hora de contar todas esas bonitas monedas de oro —dijo también Vatreno—. Mil sólidos dijiste, ¿no es así?
—Así es exactamente —confirmó Aurelio—. Pero te recuerdo que todavía no nos los hemos ganado. Hemos de atravesar toda Italia de punta a punta hasta el lugar convenido para la cita. —¿Y dónde está ese lugar? —preguntó Vatreno.
—Es un puerto del Adriático donde nos espera una nave. Allí el muchacho estará en lugar seguro y nosotros tendremos un montón de dinero.
Livia se detuvo delante del caserío y exploró cautamente las ruinas manteniendo el arco con la flecha empulgada apuntando hacia adelante. Oyó un quedo bufido e inmediatamente después vio seis caballos y una muía atados por las bridas a una cuerda tendida entre dos rejas. Entre ellos se distinguía enseguida a Juba, que comenzó a piafar apenas sintió el olor de su amo.
—¡Juba! —gritó Aurelio corriendo a desatarle.
Lo abrazó como a un viejo amigo.
—¿Estás contento? —dijo Livia—. Eustaquio ha hecho un buen trabajo: Esteban tiene excelentes contactos por estos lugares. Todo marcha sobre ruedas.
—Me siento feliz —respondió Aurelio—. No hay en el mundo un caballo mejor que Juba.
Ambrosino se adelantó acercándose a Livia, que estaba desatando a su cabalgadura y se disponía a montar en la silla.
—Soy responsable de la seguridad del emperador —dijo mirándola con firme mirada— y creo tener derecho a saber adonde le estás llevando.
—La responsable de la seguridad del muchacho soy yo, dado que os liberé a ambos de la prisión. Pero comprendo tu preocupación. No he actuado por iniciativa mía, supongo que esto lo entiendes, ¿no? Cumplo instrucciones que he recibido. Llevaremos al muchacho al Adriático y saldrá de allí para ser conducido a un lugar donde los bárbaros no puedan nunca llegar hasta él y donde su dignidad imperial encontrará su sede natural...
El semblante de Ambrosino se ensombreció.
—Constantinopla... ¿no es así? Le queréis llevar a Constantinopla... Es un nido de víboras donde la lucha por el poder no perdona a nadie, ni a hermanos, ni a hermanas, ni a padres y tampoco a los hijos...
No había advertido que Rómulo se había acercado y que no se había perdido probablemente ni una palabra de su apasionado discurso. Pero era ya demasiado tarde y daba igual que el muchacho fuera consciente de la situación. Apoyó una mano sobre un hombro de Rómulo y le estrechó contra sí como si quisiera protegerle de una nueva amenaza, amenaza no inferior a aquellas que había tenido que afrontar hasta aquel momento.
—Allí no habrá nadie que lo proteja —continuó diciendo—. Estará a merced de cualquier antojo, de cualquier arbitrariedad. Déjale conmigo, te lo ruego.
Livia no consiguió sostener su mirada. Respondió, no sin incomodidad:
—No es un chico cualquiera y tú lo sabes perfectamente. No puedes pensar en llevarle donde creas, y sin nosotros no llegarías muy lejos. De todos modos podrás ir con él, si así lo deseas. Subid a la silla, más bien, y movámonos: es peligroso quedarse aquí, estamos demasiado cerca de la costa.
Espoleó a su caballo por el sendero que se adentraba en el monte.
—Es una cuestión de dinero, ¿verdad? Una cuestión de dinero, ¿no es así? —le gritó detrás Ambrosino.
Aurelio le puso en las manos las bridas de la muía.
—No digas tonterías, maestro. ¿Tienes idea de lo que le habrían hecho de haberla apresado mientras trataba de liberarnos? Nadie arriesga su vida solo por dinero. Y todos nosotros la hemos arriesgado, y varias veces. Y ahora muévete, ¿me has oído?
—¿Puedo subir a caballo contigo? —le preguntó Rómulo, pero Aurelio se negó.
—Es mejor que subas con tu maestro —dijo—. Nosotros necesitamos tener libertad de movimientos en caso de ataque.
Y espoleó a su caballo. Rómulo subió desilusionado detrás de Ambrosino que tomó las riendas de su cabalgadura y se internó taciturno por el sendero; siguieron Vatreno, Orosio, Demetrio y Batiato avanzando en parejas y a paso sostenido. Una vez que hubieron llegado a lo alto de una eminencia, volvieron la mirada hacia atrás para contemplar la costa: el mar centelleaba bajo los rayos del sol ahora ya lo bastante alto sobre la cresta de los montes y se veía perfectamente la forma de la barca que se hundía en un leve rebullir de espuma. Del otro lado, las cimas de los Apeninos alzaban sus cúspides blancas de nieve sobre el manto boscoso, sobre el verde oscuro de los abetos. La subida se hizo más pronunciada y los jinetes disminuyeron su andadura poniéndose al paso. Vatreno espoleó y se situó al lado de Livia y de Aurelio para reforzar el grupo de cabeza, que estaba más expuesto.
—Me ha quedado una curiosidad —dijo en un determinado momento a Livia.
—¿Cuál?
—¿Qué le sucedió al pescador que escaló la pared norte para llevar una langosta a Tiberio César?
—El emperador no lo tomó muy bien, molesto de que un intruso hubiera logrado entrar en su villa por una parte considerada inaccesible, ordenó a su guardia coger la langosta y refregársela repetidamente por las narices antes de ponerle en la puerta.
Vatreno se rascó el cogote.
—Demonios. A nosotros nos ha ido mejor, a fin de cuentas.
—Por ahora —dijo Aurelio.
—Es cierto, por ahora —tuvo que admitir Vatreno. Separados por una distancia de un centenar de pies venían Ambrosino y el muchacho, a lomos de la muía.
—¿Piensas de veras que me llevarán a Constantinopla? —preguntó Rómulo.
—Eso me temo —respondió Ambrosino—. O mejor dicho, estoy convencido de ello. Livia no me ha desmentido cuando lo he dicho, es más, en un cierto sentido, lo ha confirmado.
—¿Y es de veras tan terrible? Ambrosino no supo qué responder.
—Dímelo —insistió Rómulo—. Tengo derecho a saber lo que me espera.
—El hecho es que ni siquiera yo lo sé: no puedo hacer suposiciones. Una cosa está clara: alguien ha encargado a Livia que nos saque de Capri. Y ha sido ella quien lo ha organizado todo. La presencia de Aurelio en un primer momento me llamó a engaño, sabiendo que lo había intentado ya una vez en Rávena. Me parecía verosímil que pudiera intentarlo de nuevo. El hecho de que tuviera a la chica consigo no me asombraba ya tanto. Podía ser su compañera. Muchos soldados tienen una y al final del servicio militar normalmente la toman por esposa. Pero he tenido que cambiar de opinión. Es evidente que es ella quien manda y por tanto ella la que dispone del dinero para pagarles.
—Entonces es cierto lo que has dicho... lo han hecho por dinero.
—Incluso siendo así debemos estarles de todos modos agradecidos. Tiene razón Aurelio: nadie arriesga su vida solo por dinero, pero sin duda el dinero ayuda. Es legítimo que un hombre trate de mejorar su situación, especialmente en los tiempos que corren, y ellos son una tropa disuelta, soldados ya sin ejército y sin patria.
—¿Por qué has dicho antes esas cosas? ¿Qué puede pasarme si voy a Constantinopla?
—Probablemente nada. Vivirás en medio del lujo, incluso excesivo. Pero siempre serás el emperador de Occidente y esto representaría en cualquier caso un peligro en esos lugares. Alguien podría simplemente utilizarte contra algún otro, como un peón en un juego de mesa, ¿comprendes? Y los peones se sacrifican a veces sin pensarlo ni por un instante para preparar el movimiento siguiente más favorable con el fin de lograr la victoria. En tal caso, serías tú quien pagaría el pato, lamentablemente. Constantinopla es una capital corrupta.
—Tampoco ellos, por consiguiente, son mejores que los bárbaros.
—Todo se acaba pagando en el mundo, hijo mío: si un pueblo alcanza un gran nivel de civilización se desarrolla al mismo tiempo también un cierto grado de corrupción. Los bárbaros no son corruptos porque sean bárbaros precisamente, pero también ellos aprenderán pronto a apreciar las bonitas vestiduras, el dinero, las comidas rebuscadas, los perfumes, las bellas mujeres, las hermosas residencias. Todo esto cuesta lo suyo y, para tenerlo, es necesario tanto dinero, tanto que solo la corrupción puede proporcionarlo. De todas formas, no hay civilización que no entrañe un cierto número de actos bárbaros y no hay barbarie que no contenga algún germen de civilización. ¿Me comprendes?
—Sí, creo que sí. Pero, entonces, ¿qué mundo es este en el que vivimos, Ambrosino?
—El mejor de los posibles, o el peor de los posibles, según se mire. En cualquier caso, la civilización, a mi juicio, es con creces preferible a la barbarie.
—¿Y qué es, según tú, la civilización?
—Civilización significa leyes, ordenamientos políticos, confianza en el derecho. Significa profesiones y oficios, vías y comunicaciones, ritos y solemnidades. Ciencia, pero también arte, sobre todo arte; literatura, poesía como la de Virgilio que hemos leído tantas veces juntos: actividades del espíritu que nos hacen muy parecidos a Dios. Un bárbaro, en cambio, es muy parecido a una bestia. No sé si me explico. Ser parte de una civilización te da un orgullo especial, el orgullo de participar en una gran empresa colectiva, la más grande que le haya sido dado llevar a cabo al hombre.
—Pero la nuestra, nuestra civilización quiero decir, está muriendo, ¿no es cierto?
—Sí —respondió Ambrosino.
Y se quedó un largo rato en silencio.