17

La atalaya superior estaba desierta y el suelo de grandes losas de esquisto brillaba como un espejo a la súbita luz de los relámpagos. Rea-grupadas contra la pared estaban aún las tinajas que habían sido izadas en las primeras horas de la tarde y Livia les echó una mirada recordando su reciente aventura en el vientre de una de ellas.

—Detrás de esas tinajas hay una plataforma que lleva al interior con un montacargas —dijo—. Orosio y Demetrio pueden hacernos subir con el árgana hasta el patio y llegar a la biblioteca. Es allí donde nos esperan, ¿no?

—Sí —respondió Aurelio—, pero si nos descubren mientras estamos colgados en el vacío seremos un blanco fácil. Es mejor un itinerario interior. No debe de ser demasiado difícil llegar al patio y en la biblioteca habrá una luz encendida para guiarnos. —Se dirigió a Orosio—. Tú quédate aquí de defensa manteniendo despejado el camino de huida. Cuenta lentamente hasta mil a partir del momento en que nos veas desaparecer: si cuando hayas terminado no hemos llegado todavía, baja, reúnete con Batiato y haceos a la mar. Os alcanzaremos en tierra de algún modo dentro de dos días como máximo, de lo contrario querrá decir que nuestra misión habrá tenido un desenlace desgraciado y que seréis libres de ir a donde os parezca.

—Estoy seguro de que volveréis sanos y salvos —respondió Orosio—. Buena suerte.

Aurelio se la deseó asimismo con una sonrisa insegura, luego hizo una indicación a sus compañeros y tomó por la escalera de piedra que llevaba a los pisos superiores. Él el primero con la espada empuñada, luego Livia, Vatreno y por último Demetrio.

El hueco de la escalera estaba completamente oscuro y solo los relámpagos la iluminaban de vez en cuando a través de las estrechas troneras que daban al parió interior; luego, en un determinado punto, se empezó a entrever un leve halo luminoso que irradiaba sobre las paredes y los escalones de toba.

Aurelio hizo una seña a sus compañeros de que siguieran con la máxima cautela y luego volvió a avanzar hacia la luz. La gradería terminaba en un pasillo iluminado por algunas lucernas de aceite colgadas en las paredes en las que se abrían unas habitaciones.

Aurelio hizo de nuevo otra seña a sus compañeros de que se acercaran y bisbiseó:

—Delante de nosotros hay un pasillo y esas puertas deben de ser dormitorios. A una indicación mía atravesadlo lo más deprisa que podáis y alcancemos el segundo tramo que debe llevarnos abajo, a la planta interior. Animo, por ahora todo parece tranquilo.

—Vamos —dijo Vatreno—. Nosotros vamos detrás de ti.

Pero apenas Aurelio se hubo movido, se abrió una puerta a su izquierda y salió de ella un guerrero bárbaro junto con una muchacha semidesnuda. Aurelio le agredió con la espada y antes de que le hubiera dado tiempo de darse cuenta le traspasó de parte a parte. La muchacha se puso a gritar, pero Livia saltó enseguida encima de ella y le apretó la boca con las manos.

—¡Estáte calladita! No queremos hacerte ningún daño, pero si gritas de nuevo te corto el gaznate. ¿Entendido?

La muchacha hizo convulsamente un gesto de asentimiento con la cabeza. Demetrio y Vatreno le ataron las muñecas y los tobillos, la amordazaron en pocos instantes y la arrastraron a un nicho oscuro.

Abajo, en el antiguo triclinio, Wulfila, que estaba terminando de cenar, se sacudió aguzando el oído.

—¿Has oído tú también? —preguntó vuelto hacia su lugarteniente, uno de los esciros que habían combatido a las órdenes de Miedo.

—¿Qué?

—Un grito.

—Los hombres se están divirtiendo arriba con las nuevas rameras que llegaron ayer de Nápoles. Quédate tranquilo.

—No era un grito de placer, sino un grito de terror —insistió Wulfila mientras se alzaba y echaba mano a la espada.

—¿Y qué vas a hacer ahora? Ya sabes que a alguno le gustan las emociones fuertes. Están acostumbradas: forma parte de su oficio.

La única cosa que me preocupa es que estas pelanduscas dejen deslomados a nuestros guerreros. Me parece que desde hace un tiempo no piensan en otra cosa que en joder...

No había terminado de hablar cuando se oyó otro grito, esta vez de rabia y de dolor, inmediatamente ahogado en un estertor de muerte.

—¡Maldición! —renegó Wulfila acercándose a la ventana que daba al patio.

No había más que una linterna encendida dentro de la biblioteca, pero pudo ver un confuso agitarse de formas, un centellear de hojas que asaeteaban la oscuridad y a continuación también gritos y estertores de agonía.

—Nos están atacando. ¡Da la voz de alarma, rápido, rápido! El hombre obedeció: llamó a un soldado de la guardia y este hizo sonar su cuerno de guerra, repetidamente, entonces otro cuerno respondió y de nuevo otro más, hasta que toda la villa resonó de aquel sonido tremendo. Un relámpago iluminó como a plena luz del día el gran patio y Wulfila reconoció desde lo alto a Aurelio en el momento en que abatía a uno de sus hombres que había acudido a despejarle el camino. Lo flanqueaban otras figuras, dos o tres, y detrás venían el anciano con el muchacho.

—¡Maldito! —gritó—, ¡otra vez él!

Se precipitó por el pasillo espada en mano gritando como un poseso:

—¡Le quiero vivo, traédmelo vivo!

Abajo, Aurelio se dio cuenta de que solo disponía de unos pocos instantes y guió a sus hombres hacia la rampa de la escalera mientras otros guerreros llegaban por todas partes enarbolando antorchas encendidas. Ganaron el pasillo superior, pero lo encontraron bloqueado por un nutrido grupo de hombres armados. Livia atacó por la izquierda, Vatreno y Demetrio por la derecha, atacaban con golpes mortíferos tratando de atraerlos lejos de la escalera para permitirle a Aurelio abrirse paso hacia la atalaya superior. Ambrosino se había pegado contra la pared y mantenía apretado contra él a Rómulo. El preceptor estaba ya dominado por el más negro desconsuelo: la empresa estaba comprometida desde su mismo origen. De golpe Aurelio lanzó un gran mandoble, pero su adversario lo esquivó y la espada del romano se hizo pedazos contra el pilar que sustentaba la escalera. Rómulo no lo dudó un instante y, mientras Aurelio retrocedía defendiéndose lo mejor posible con el puñal, se desprendió de Ambrosino y le lanzó la espada gritando:

—¡Prueba esta!

El arma fabulosa voló, relampagueando como un rayo en la noche, hacia la mano de Aurelio que se alzaba para atraparla a media altura. Ahora estaba firmemente apretada en su puño, y enseguida cayó inexorable.

Nada podía resistírsele: cascadas de chispas saltaban al impacto con escudos y segures. Cortaba los yelmos y penetraba en los cráneos como si se hundiera en la materia misma y cuando se abatía contra el pilar saltaban de él mil esquirlas incandescentes produciendo un ruido agudo, ensordecedor. Estupefactos y espantados, los supervivientes fueron arrollados; Livia se llevó enseguida a Rómulo y a Ambrosino escaleras abajo ya libre de obstáculos. Aurelio se quedó el último cubriendo la espalda a sus compañeros y en aquella posición, en medio de un montón de cuerpos exánimes, con el arma esplendente y ensangrentada apretada en la mano, le vio Wulfila. No hubo más que un fulminante cruce de miradas entre los dos guerreros, pero Aurelio desapareció inmediatamente uniéndose a sus compañeros en la galería superior. Antes de que los perseguidores los alcanzasen, cerraron y atrancaron la puerta detrás de ellos. Wulfila, un instante demasiado tarde, se abatió contra la maciza puerta con herrajes y la aporreó con los puños, echaba espumarajos de rabia por la boca, impotente. Gritó:

—¡Rápido, a la escalera de levante! ¡No tienen escapatoria!

Se precipitaron escaleras abajo donde se encontraron con otro grupo al mando de su lugarteniente, que acudía en aquel preciso momento.

—¡Vosotros, por la escalera exterior de los almacenes, ligeros, los atraparemos en medio! —ordenó.

Los hombres obedeciendo se lanzaron a la carrera en dirección opuesta y desaparecieron por el fondo del pasillo.

En la galería superior Aurelio y sus compañeros corrieron hacia el parapeto donde Orosio esperaba ansiosamente defendiendo el único camino de huida.

—¡Primero el muchacho! —ordenó Aurelio.

Orosio se inclinó sobre el vacío gritando a pleno pulmón para dominar el fragor de la tempestad y de la marejada. Batiato le oyó y se preparó para recibir a los fugitivos. Entretanto Demetrio, Vatreno y los demás se colocaron en semicírculo en torno a Rómulo que se disponía a descender. El muchacho miró hacia abajo y sintió que se le encogía el corazón: la pared, desde aquella distancia, relucía como el acero y en el fondo había un rebullir de espuma entre los cortantes escollos; la barca, balanceada por las olas, hubiérase dicho una frágil cascara. Soltó un hondo suspiro mientras Orosio trataba de asegurarle a la cuerda de descenso con una eslinga improvisada, pero en aquel preciso momento Livia, que se había encaramado sobre un saliente del parapeto, vio llegar a lo lejos por la derecha y por la izquierda a los hombres de Wulfila y dio la voz de alarma.

—¡Las tinajas! —gritó inmediatamente después saltando a tierra—. ¡Lancemos contra ellos las tinajas! ¡La primera y la tercera están llenas de aceite!

Acudieron sus compañeros y también Orosio abandonó la cuerda para echar una mano. Uno tras otro fueron inclinando los grandes recipientes y los hicieron rodar en direcciones opuestas. Abandonados a sí mismos, los dos recipientes oscilaron a derecha e izquierda deslizándose primero contra el parapeto y luego contra la pared interior hasta que, con un golpe más violento, se rompieron en pedazos liberando una reluciente oleada oleosa que alcanzó a los dos grupos lanzados en plena carrera. Los primeros resbalaron y cayeron, y las antorchas que sostenían en sus manos prendieron fuego al líquido haciendo elevarse remolinos de llamas en los dos extremos de la atalaya. Algunos de los guerreros, transformados en antorchas humanas, se lanzaron al mar y desaparecieron entre las olas, otros acabaron destrozados contra las rocas y sus cuerpos rebotaron de un saliente a otro quebrantándose entre los escollos cual muñecos desarticulados. Pero ya otros acudían en su ayuda y Aurelio se dio cuenta de que no quedaba más remedio que combatir hasta el último aliento. Apretó los dientes y estrechó en el puño la espada que su emperador le había confiado. La arrojaría al mar con el último destello de energía antes de morir, antes de que cayera en manos de los enemigos. Pero mientras los cinco se apretaban espalda contra espalda, Rómulo se sacudió de improviso como asaltado por una inspiración.

—¡Seguidme! —gritó—. ¡Conozco un camino de huida! Corrió hacia la portezuela de hierro y descorrió el cerrojo, Aurelio comprendió su intención, se asomó por el parapeto gritando y haciendo amplios gestos a Batiato de que soltara amarras y se hiciera a la mar y lanzó hacia abajo la cuerda para que no tuviera ninguna duda de que no bajarían ya por ahí. Luego corrió hacia la puerta y se lanzó detrás de sus compañeros por la escalera que había subido poco antes. El temporal estaba disminuyendo de intensidad, pero se oían a lo lejos cada vez más fuertes los retumbos del volcán que incubaba en la oscuridad su cólera.

Alcanzaron el patio recorriendo a lo largo el muro septentrional que estaba en sombra, luego Rómulo encontró la alameda que ofreció de nuevo abrigo a los fugitivos hasta el lugar en el que la rejilla de desagüe permitía la entrada a] criptopórtico. La abrió e hizo una indicación a los demás de que le siguieran mientras se descolgaba hacia abajo.

—Por suerte no está Batiato con nosotros —dijo Vatreno—. Pues no habría logrado nunca pasar por aquí.

Comenzaron a descolgarse uno tras otro, pero uno de los siervos, despertado por todo aquel alboroto, los vio y se puso a gritar. Le hicieron eco los ladridos furiosos de los perros y un grupo de soldados de la guardia acudió con antorchas y linternas inspeccionando el terreno a su alrededor.

—¿Dónde están esos intrusos? —preguntó el hombre que los mandaba.

El siervo no sabía qué decir.

—Pero yo os juro que estaban aquí hace poco. Los he visto, estoy seguro.

Debajo de la rejilla de desagüe estaban todos inmóviles porque los perseguidores se hallaban de pie justo encima de ellos y podían verse claramente sus rostros iluminados por las linternas que sostenían en la mano.

—¿Y ahora qué? —insistió el jefe de la guardia.

El hombre se encogió de hombros mientras los perros seguían corriendo adelante y atrás, gañendo. El bárbaro le dio un empellón, jurando, y se llevó a sus hombres a otra parte, donde otros grupos seguían la búsqueda. Rómulo alzó ligeramente la rejilla, miró al exterior para cerciorarse de que se habían alejado de veras y luego comenzó a dejarse caer hasta el suelo del criptopórtico, seguido por todos los demás. El subterráneo estaba completamente inmerso en la oscuridad; Ambrosino sacó su pedernal y, al cabo de algunos intentos, consiguió encender una torcida que tenía enrollada dentro de un tarrito lleno de una sustancia negruzca de la consistencia del sebo. La minúscula llamita humeante brilló muy pronto con un pequeño globo de luz blanquísima que los guió a través de la impresionante sucesión de monumentos imperiales hasta la gran losa de mármol verde.

Aurelio y los demás estaban asombrados ya por la milagrosa llama de Ambrosino, ya por aquella increíble parada de cesares representados en el fulgor de sus paludamentos y de sus armaduras.

—Por todos los dioses... —murmuró Vatreno—, no había visto un lugar así en toda mi vida.

—Jesús... —le hizo eco Orosio desorbitando los ojos ante aquellas maravillas.

—Fue él quien lo descubrió —dijo orgulloso Ambrosino señalando a su discípulo, que se acercaba en aquel preciso momento a la gran losa de mármol brecha verde.

Rómulo se volvió hacia Aurelio diciendo:

—Y todavía no habéis visto nada. La espada que tienes en tu mano procede de aquí. ¡Mira!

Apoyó los dedos sobre las tres «v» y empujó a fondo. Se oyó el ruido de los contrapesos y del mecanismo que entraba en acción y, ante las miradas cada vez más pasmadas de sus compañeros, la gran losa comenzó a girar sobre sí misma hasta que apareció a la vista, erguida sobre el pedestal, la estatua de Julio César esplendente en su armadura de plata, en los mármoles policromos que simulaban la púrpura de la túnica y del paludamento, pálido y ceñudo el rostro, esculpido por un gran artista en el más preciado mármol lunense. Pero el silencioso estupor del pequeño grupo se vio interrumpido de golpe por la voz de alarma de Demetrio.

—Nos han descubierto —gritó—. Han visto la luz.

En el fondo del gran criptopórtico se veía, en efecto, un refulgir de antorchas e inmediatamente se oyeron gritos y llamadas: Wulfila en persona mandaba a su guardia derrumbadero abajo y luego a lo largo de la avenida de las estatuas.

—¡Rápido, adentro! —dijo Rómulo—. ¡Hay una vía para escapar por esa celia!

El grupo desapareció en el interior y la gran losa se volvió a cerrar a sus espaldas. El ruido de las armas que golpeaban contra el mármol y los gritos de rabia de Wulfila resonaron inmediatamente después en la cavidad del pequeño hipogeo y, aunque el grosor del gran monolito constituyera una defensa inexpugnable, el retumbar de los golpes de aquella cólera salvaje llenaba el espacio angosto de una sensación angustiosa, ademaba aquel aire inmóvil de una amenaza impotente pero no obstante terrible y amenazante. Durante unos instantes se miraron los unos a los otros, espantados, pero Rómulo les señaló el puteal del que llegaba un misterioso relampaguear azulino, como si aquella abertura estuviera en contacto con el más allá.

—Este pozo comunica con el mar—dijo de nuevo Rómulo—. Es la única vía de escape. Vamos, no hay nada que podamos hacer aquí.

Y ante la mirada de todos sus compañeros, antes de que nadie tuviera tiempo de decir una palabra, se descolgó dentro del puteal. Aurelio no lo dudó un instante y se arrojó detrás de él. Inmediatamente después se lanzó Livia y tras ella Demetrio, Orosio, Vatreno. Ambrosino fue el último en hacerlo; el largo deslizamiento sobre una especie de plano inclinado, primero, y acto seguido la caída en vertical a través de una estrecha embocadura le parecieron interminables. El contacto con el agua le produjo una sensación de pánico y de ahogo y luego, inmediatamente después, de paz. Sentía que fluctuaba en un fluido gorgoteante en medio de una luz celeste y palpitante. La antorcha que tenía apretada en la mano se le escapó y se hundió lentamente hasta posarse en el fondo; aquel globo luminoso encendió las aguas de un azul intenso y brillante, como de zafiro. Se lanzó con todas sus fuerzas hacia lo alto emergiendo entre sus compañeros, que trataban de alcanzar la orilla. Se encontraban en el interior de una gruta que comunicaba con el mar por medio de una pequeña abertura, tan baja respecto a la superficie que apenas si resultaba visible. Aurelio y los demás contemplaron asombrados aquella llama que ardía debajo del agua, pero Ambrosino miraba a su alrededor también con ojos llenos de asombro. Vatreno se le acercó señalando la luz que parecía brotar del fondo mismo del mar.

—Pero ¿qué es este prodigio? ¿Acaso eres un mago?

—Fuego griego, una receta de Hermógenes de Lampsaco —respondió Ambrosino restándole importancia—. Arde en el agua.

Pero su mirada vagaba en torno para contemplar las asombrosas imágenes de los dioses olímpicos que emergían del todo o en parte de las aguas de aquella gruta marina: Neptuno montado en un carro arrastrado por caballos con cola de pez, su esposa Anfitrite con un cortejo de ninfas oceánicas, tritones que soplaban dentro de conchas marinas hinchando su escamoso pecho. La luz irreal, reflejada en aquellas formas por el movimiento ondulante, parecía darles vida, animando los rostros y la fijeza de sus miradas de mármol. Un antiguo ninfeo, secreto y abandonado.

También Rómulo observaba arrobado aquellas imágenes.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Efigies de dioses olvidados —respondió Ambrosino.

—Pero... ¿existieron alguna vez?

—¡Claro que no! —respondió, escandalizado, Orosio—. Solo existe un Dios.

Ambrosino le dirigió en cambio una mirada enigmática. —Tal vez —respondió—. Mientras haya alguien que crea en ellos. Siguió un largo silencio: la magia del lugar parecía dominarlos a todos. Aquella luz azul difundida por la gran bóveda rocosa, aquellas imágenes, el rugir lejano del trueno, el poderoso respirar del mar que relajaba lentamente sus olas después de la tempestad infundía a todos una sensación de quietud casi sobrenatural. Temblaban de frío, estaban exhaustos por la fatiga, por los esfuerzos sobrehumanos que habían realizado, pero sentían su espíritu embargado de una felicidad indecible. Rómulo fue el primero en romper el silencio. —¿Somos libres ya? —preguntó.

—Por el momento —respondió Aurelio—. Estamos aún en la isla. Pero de no haber sido por ti, estaríamos todos muertos. Te has comportado como un verdadero caudillo.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Vatreno.

—Batiato ha visto que no podíamos bajar y habrá soltado amarras. Probablemente debe de andar por algún sitio de los alrededores. Hemos de tratar de alcanzarle o de que sea él quien nos alcance.

—Voy a ver —dijo Livia—. Tú quédate aquí con el muchacho.

Y antes de que Aurelio pudiera responder se zambulló en el agua, atravesó la gruta con unas pocas pero vigorosas brazadas y salió a mar abierto. Nadó durante un rato cerca de la costa hasta que encontró un punto en el que era posible encaramarse sobre una roca. Subió lo más alto que pudo para dominar una amplia extensión de mar y esperó temblando de frío. Las nubes comenzaban a abrirse y la luna difundía su claridad sobre la extensión de las olas; en el continente el Vesubio lanzaba rojos relámpagos contra los nimbos que galopaban en el cielo empujados por el viento de poniente.

De pronto se sobresaltó: de detrás de un promontorio apuntaba una barca con un pequeño fanal en la proa. En la popa una forma inconfundible gobernaba el timón. Gritó:

—¡Batiato, Batiato!

La barca viró de rumbo y se dirigió hacia la costa.

—¿Dónde estás? —preguntó el piloto.

—¡Aquí, de este lado!

—¡Por fin! —dijo Batiato apenas estuvo más cerca—. Comenzaba ya a perder la esperanza. ¿Estáis todos?

—Sí, gracias a Dios. Los otros están escondidos aquí dentro, en una gruta. Ahora los hago salir.

Batiato aflojó la vela mientras Livia se zambullía de nuevo y llegaba a la gruta para avisar a sus compañeros.

Uno por uno los fugitivos se lanzaron al agua y nadaron hacia la barca mientras Batiato los animaba:

—¡Rápido, rápido, antes he visto salir una nave de puerto; rápido antes de que nos descubran!

Livia se situó la primera al lado de Rómulo y subieron juntos a bordo ayudados por Batiato. Luego le tocó el turno a Ambrosino. Siguieron Vatreno, Orosio y Demetrio. Aurelio se había encaramado a una de las rocas del exterior de la gruta para vigilar mejor la situación, cuando vio a su izquierda un resplandor rojizo que se extendía por encima de las olas y luego apareció una nave de guerra empujada a fuerza de remos. Wulfila estaba en la proa y se dirigía hacia la barca de Batiato. Aurelio no lo dudó y gritó con todo su aliento:

—¡Wulfila, te espero! ¡Ven a cogerme, bárbaro, si tienes valor! ¡Maldito desfigurado, ven a cogerme!

Wulfila se volvió hacia la costa y al claro del fanal de proa y de las antorchas vio a su enemigo derecho sobre una roca con la espada invencible empuñada. Gritó:

—¡Virad! ¡Virad! ¡Quiero coger a ese hombre, quiero esa espada al precio que sea!

Batiato comprendió y puso vela a favor del viento alejándose en dirección del continente, mientras Rómulo gritaba:

—¡No! ¡No! ¡Tenemos que ayudarle! ¡No podemos abandonarle! ¡Vuelve atrás, vuelve atrás, te lo ordeno!

Livia se le acercó:

—¿Quieres volver inútil su sacrificio? Lo ha hecho por ti. Ha llamado su atención para que nosotros podamos alejarnos.

Volvió la cabeza hacia la isla y la imagen de Aurelio derecho en la orilla en el resplandor de las antorchas se disolvió en otra imagen lejana en el tiempo, la de un soldado romano, con el telón de fondo de una ciudad en llamas y se volvió a ver a sí misma, de niña, en una barca cargada de prófugos que se deslizaba, como ahora, sobre las negras aguas de la laguna.

Lloró.