Rómulo estaba sentado en un banco de madera y hurgaba en un hormiguero con un palito. La minúscula comunidad, ya preparada para el invierno, era presa del pánico, y las hormigas corrían en todas direcciones tratando de poner a salvo los huevos de la reina. Ambrosino, que pasaba por allí en aquel momento, se le acercó.
—¿Cómo está hoy mi pequeño César?
—Mal. Y no me llames así. Yo no soy nada.
—¿Y desahogas tu frustración contra estas pobres criaturas inocentes? En proporción les has causado una tragedia no menor que la caída de Troya o que el incendio de Roma en tiempos de Nerón, ¿sabes?
Rómulo tiró con irritación el palito.
—Quiero tener a mi padre y a mi madre. No quiero estar solo y prisionero. ¿Por qué ha de ser tan cruel mi suerte?
—¿Crees en Dios?
—No lo sé.
—Deberías. Nadie está más cerca de Dios que el emperador. Él es su representante en la tierra.
—No recuerdo a ningún emperador que haya durado más de un año después de su subida al trono. Tal vez Dios debería elegir representantes menos efímeros en esta tierra, ¿no crees?
—Lo hará, y su poder marcará al elegido de manera inequívoca. Y ahora deja de perder el tiempo con las hormigas y vuelve a la biblioteca a estudiar. Hoy tendrás que comentar los dos primeros libros de la Eneida.
Rómulo se encogió de hombros.
—Viejas, inútiles historias.
—No es cierto. Virgilio nos cuenta la historia del héroe Eneas y de su hijo Jubo: un muchacho como tú que se convirtió en el fundador de la mayor nación de todos los tiempos. Eran prófugos, estaban desesperados, y sin embargo supieron resurgir, cobrar fuerzas y tener la voluntad de construir para sí y para su gente un nuevo destino.
—Todo es posible en el mito. Pero el pasado, pasado es y no retorna jamás.
—¿De veras? Entonces, ¿por qué conservas esa espada debajo de la cama? ¿Acaso no es también la reliquia de una vieja, inútil historia?
Echó una mirada al reloj de sol que había en el centro del patio y pareció acordarse de repente de algo. Se dio la vuelta y sin decir nada más atravesó el patio y desapareció en la sombra del pórtico. Pocos instantes después Rómulo le vio subir una escalinata que llevaba al parapeto del recinto amurallado que daba al mar, y quedarse allí derecho y firme mientras el viento le agitaba los largos cabellos grises.
El muchacho se levantó y se dirigió a la biblioteca, pero antes de entrar lanzó una última mirada a Ambrosino, que ahora le pareció ocupado en alguna de sus habituales observaciones. Miraba delante de sí y al mismo tiempo escribía con la pluma en su inseparable cuaderno de hojas. Tal vez estudiaba el movimiento de las olas, o la migración de las aves, o los humos que desde hacía unos días salían cada vez más densos de la cima del Vesubio, acompañados de gruñidos amenazantes.
Meneó la cabeza y se acercó a la puerta de la biblioteca para entrar, pero en aquel preciso instante Ambrosino le hizo seña de que se reuniera con él. Rómulo obedeció y corrió a donde estaba su maestro que le recibió sin decir una palabra, indicando simplemente un punto en medio del mar. Delante de ellos, diminuta por la distancia, se veía una barca de pescadores, una cascara de nuez en la extensión azul.
—Ahora te enseñaré un juego interesante —dijo Ambrosino.
Se sacó de entre los pliegues de su vestimenta un espejo de bronce brillantísimo, lo orientó hacia el sol y proyectó una pequeña mariposa esplendente sobre las olas cerca de la barca, luego sobre la proa y sobre la vela con una precisión impresionante. Inmediatamente después comenzó a mover su muñeca con movimientos rápidos y estudiados, haciendo aparecer y desaparecer intermitentemente el pequeño punto luminoso en el puente de la embarcación.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Rómulo, asombrado—. ¿Me dejas probar también a mí?
—Es mejor que no. Estoy hablando con los hombres de esa barca con señales de luz. Un sistema conocido como notae tironianae. Lo inventó un siervo de Cicerón, hace cinco siglos. Al comienzo era solo un sistema para escribir deprisa al dictado, pero posteriormente fue transformado en un código de comunicación para el ejército.
No había terminado de decir estas palabras cuando una señal análoga respondió intermitentemente de la barca.
—¿Qué dicen?
—Dicen: «Venimos a buscaros. Para las nonas de diciembre». Lo que significa... dentro de tres días exactos. Ya te dije que no nos abandonarían y que no hay que desesperar nunca.
—¿No me estarás tomando el pelo...? —preguntó Rómulo, incrédulo.
Ambrosino le abrazó.
—Es cierto —respondió con voz trémula—. ¡Es cierto, por fin!
Rómulo conseguía a duras penas dominar su emoción. No quería ceder a esta nueva esperanza, por temor a verse defraudado una vez más. Se limitó a preguntar:
—¿Cuánto tiempo dura esta historia?
—Un par de semanas. Tenemos varias cosas de las que hablar.
—¿Y quién fue el primero en comenzar?
—Ellos. Me hicieron llegar un mensaje a través de uno de los siervos que baja al puerto a hacer la compra, y así pude citarme con ellos con mi espejo bien abrillantado. Ha sido agradable tener un par de charlas con alguien de fuera, por fin.
—Y no me dijiste en ningún momento nada...
Rómulo miró aterrado a su preceptor que le sonreía con un guiño de inteligencia y luego a la pequeña barca lejana. Ante su mirada el diálogo luminoso se reanudó, interrumpiéndose tan solo cuando un ruido de pasos indicó la llegada de la ronda. Ambrosino le cogió de la mano y juntos bajaron la escalinata y se dirigieron hacia la biblioteca.
—No quería crearte ilusiones otra vez sin motivo. Pero ahora estoy convencido de que esta empresa podría tener éxito. Es solo un puñado de desesperados, pero tienen un arma poderosa.
—¿Y cuál es?
—La fe, hijo mío. La fe que mueve montañas. No la fe en un Dios con quien no están acostumbrados a contar. Tienen fe en el hombre, incluso en esta época oscura, pese al desmoronamiento de todos los ideales y de todas las certezas. Y ahora vamos a estudiar, podría enseñarte las notae tironianae, ¿qué me dices?
Rómulo le miró con admiración.
—¿Hay algo que tú no conozcas, Ambrosino?
El rostro del maestro adquirió de improviso una expresión pensativa.
—Muchas cosas —dijo—, y de las más importantes: un hijo, por ejemplo; una casa, una familia..., el amor de una esposa...
Le hizo una caricia y por sus ojos azules cruzó la sombra de una pesadumbre.
La barca prosiguió su rumbo doblando el cabo septentrional de la isla.
—¿Estás seguro de que han comprendido? —preguntó Batiato.
—Claro que estoy seguro. No es la primera vez que nos intercambiamos mensajes —respondió Aurelio.
—Ahí está el promontorio oriental y ahí la pared norte —dijo Vatreno—. Por Hércules, es recta como una pared: ¿y, según tú, tenemos que trepar hasta allá arriba, arrebatar al muchacho enfrentándonos a una muralla de unos setenta soldados de la guardia ferocísimos, descender hasta el mar, volver a subir a la barca e irnos insalutato hospite?
—Más o menos —respondió Aurelio.
Livia largó una escota quedándose al pairo y la barca se detuvo cabeceando suavemente sobre las olas. La pared se alzaba ahora casi verticalmente sobre ellos, desnuda y escabrosa, rematada en lo alto por el muro de la villa.
—Este es para nosotros el único punto accesible —continuó Aurelio—, precisamente porque se considera imposible que uno pueda subir por aquí. Hemos visto que la ronda pasa solo dos veces: una en el primer turno de guardia y otra en el tercero, antes del amanecer. Tenemos casi dos horas para llevar a cabo nuestra misión. —Invirtió una clepsidra y señaló con el dedo los diferentes niveles marcados en el cristal—. Una hora para subir, media hora para apoderarnos del muchacho, media hora para bajar y desaparecer y media hora para llegar a la costa donde nos esperan los caballos. Batiato estará en la base custodiando la barca y maniobrando las cuerdas, los otros subirán. Livia, en ese momento, se encontrará ya en su puesto, en la trinchera superior del muro norte de la villa.
—¿Y cómo? —preguntó Vatreno.
Aurelio intercambió una mirada de inteligencia con Livia.
—Con una estratagema tan antigua como el mundo: la del caballo de Troya.
Batiato calibró con la mirada la pared palmo a palmo hasta el muro de lo alto y suspiró.
—Por suerte, yo me quedo en tierra. No quisiera estar en vuestra piel.
—No es tan terrible —dijo Livia—. Hubo un hombre que ya lo hizo trepando hasta allá arriba simplemente con las manos.
—No puedo creerlo —rebatió Batiato.
—Y sin embargo así es. En tiempos de Tiberio un pescador quería regalarle al emperador una langosta enorme que acababa de pescar, y como no le dejaban pasar por la puerta principal trepó la pared por el lado del mar.
—¡Por Hércules! —exclamó Vatreno—. ¿Y cómo acabó?
Livia esbozó una media sonrisa.
—Te lo contaré una vez cumplida la misión. Y ahora yo diría que regresásemos antes de que cambie el viento.
Tensó la escota mientras Demetrio maniobraba la verga para poner la vela a favor del viento y la barca viró con una amplia curva poniendo proa a tierra. Aurelio lanzó una última mirada a los glacis de la villa y vio claramente aparecer una figura espectral: un guerrero gigantesco envuelto en una capa negra henchida por la brisa.
Wulfila.
Tres días después, hacia la caída de la tarde, una gran embarcación oneraria entró en el pequeño puerto y el capitán dio una voz a los estibadores lanzándoles el cabo de amarre. Desde la popa el timonel lanzó una segunda amarra y la barca abordó. Los estibadores acercaron una pasarela y los mozos comenzaron a descargar los fardos más pequeños: sacos de trigo y de harina, de alubias y de garbanzos, ánforas de vino, de vinagre y de mostillo. Luego hicieron acercar un elevador de balancín para las cargas pesadas: seis grandes tinajas de barro cocido de dos mil cotilos cada una, tres llenas de aceite de oliva y tres llenas de agua potable para la guarnición de la villa.
Livia, agazapada en la popa entre los sacos, se aseguró de que nadie mirase por su lado y se acercó a una de las tinajas. Levantó la tapadera de la primera y la encontró llena de agua, arrojó dentro un rollo de cuerda, luego se introdujo ella misma y echó la tapadera sobre su cabeza. Una cierta cantidad de agua se desbordó por los bordes, pero toda la tripulación estaba ocupada en las operaciones de descarga y nadie hizo el menor caso. Uno tras otro, los enormes recipientes fueron alzados con el balancín y depositados en un carro tirado por una yunta de bueyes. Cuando la carga fue completada el carretero hizo restallar la fusta gritando: «¡Arre, arre!», y el carro se puso en movimiento por el empinado y estrecho camino que llevaba a lo alto, a la villa. Llegó cuando la parte baja de la isla estaba ya sumida en las sombras, mientras los últimos reflejos de la puesta del sol hacían enrojecer los cirros del cielo y los tejados en las partes más altas de la gran morada. El portón fue abierto de par en par y el carro hizo su entrada en el patio bajo en medio de un chirriar de ruedas sobre el adoquinado. Ocas y gallinas se pusieron a aletear y a corretear por todas partes, los perros se pusieron a ladrar y enseguida hubo un gran trajín de siervos y de mozos que se preparaban para descargar.
El jefe de la servidumbre, un anciano napolitano de piel apergaminada, dio una voz a sus hombres que habían preparado ya el montacargas en la galería superior, y estos comenzaron a hacer descender la plataforma con un árgana hasta acercarla a la batea del carro. La primera de las tinajas fue tumbada de costado, se la hizo rodar hasta la plataforma, y luego inmovilizada con cuerdas y cuñas. El jefe de la servidumbre se puso en jarras y exclamó:
—¡Subidla!
Los siervos comenzaron a tirar de los agarraderos del árgana y la plataforma, entre gemidos y chirridos, se tambaleó primero oscilando en el vacío y a continuación, poco a poco, comenzó a subir hacia la galería superior.
Del otro lado de la villa, en la base de la pared que caía en picado, Batiato saltó a tierra y tiró de la barca de la popa hasta el socaire de la pequeña cala circundada de grandes cantos rodados y de puntiagudas rocas. El tiempo estaba cambiando: rachas de viento frío encrespaban las olas del mar levantando bullones de espuma, y un frente de nubes negras avanzaba desde poniente, atravesado por los resplandores intermitentes de los relámpagos. El rugido del trueno se confundía con los sordos retumbos del Vesubio amortiguados por la distancia.
—Solo nos faltaba una tempestad —gruñó Vatreno mientras descargaba dos rollos de cuerdas de la barca.
—Mejor así —dijo Aurelio—. La guardia se quedará a cubierto y tendremos más libertad de acción. Vamos, moveos, que el tiempo vuela.
Batiato aseguró el cabo de popa a un peñasco e hizo seña a Demetrio de que soltara el ancla de proa, luego todos saltaron a tierra. Todos llevaban sobre su túnica un coselete de cuero reforzado o de malla metálica, pantalones ceñidos, cinto con espada y puñal y un yelmo de hierro. Aurelio se dirigió a la base de la roca y soltó un hondo suspiro, como hacía siempre que estaba a punto de enfrentarse a un enemigo. Vista desde abajo, la primera parte de la pared tenía una cierta inclinación, de manera que permitía una escalada no demasiado difícil.
—Tenemos que subir de dos en dos hasta esa gran pendiente, allí donde se ve aquella veta de roca más clara —dijo—. Yo llevaré la cuerda que tiene insertados los palos que hará las veces de escala. Tú, Vatreno, llevarás la alforja con los clavos y el martillo. Livia deberá lanzarnos desde arriba la otra cuerda para permitirnos subir hasta el segundo desnivel, el más pronunciado. En caso contrario, haremos una ascensión libre: si lo consiguió ese pescador también podemos conseguirlo nosotros. —Se volvió hacia Batiato—: A nuestro regreso deberás mantener bien tenso el extremo inferior de la cuerda para que no oscile con el viento: el muchacho podría espantarse o desequilibrarse y caer, sobre todo si comienza a llover y se pone todo resbaladizo. Vamos, mientras hay aún un poco de luz.
Vatreno le asió por un brazo:
—¿Estás seguro de que tu hombro aguantará? Tal vez sería mejor que subiera Demetrio, que es también más ligero.
—No, ya subo yo. Mi hombro está bien, descuida.
—Eres un testarudo, y si estuviéramos en el campamento ya te enseñaría yo quién es el que manda, pero aquí decides tú y está bien así. Vamos, movámonos.
Aurelio se puso el rollo de cuerda en bandolera y comenzó a trepar. A escasa distancia de él comenzó a subir Vatreno, con una pesada bolsa de cuero: contenía el martillo y los clavos de tienda de campaña que había usado para fijar la cuerda de Aurelio en la roca una vez alcanzado el primer punto de apoyo.
En el patio bajo de la villa estaban izando la quinta de las grandes tinajas cuando una imprevista ráfaga de viento hizo fluctuar la plataforma. Una segunda ráfaga imprimió una oscilación aún más amplia, de manera que el enorme recipiente, ya a media altura entre el suelo del patio y la galería superior, rompió la frágil eslinga que lo sostenía y cayó estrellándose con gran estrépito en el suelo y expandiendo por todas partes añicos de terracota y una gran oleada oleosa. Algunos de los hombres quedaron heridos, otros empapados en aceite de la cabeza a los pies, transformados en grotescas figuras goteantes e inestables sobre sus pies. El jefe de la servidumbre lanzó un juramento y la emprendió a patadas con ellos gritando fuera de sí:
—¡Justo el aceite teníamos que perder, malditos incapaces! ¡Pero os lo haré pagar, ya veréis como os lo haré pagar!
Livia atisbo por debajo del borde de la tapadera y enseguida se agachó. Tras un primer momento de confusión bajaron de nuevo la plataforma y la muchacha se dio cuenta de que estaban bloqueando la tapadera e inclinaban el recipiente. Contuvo el aliento hasta que el agua en el interior se hubo estabilizado, luego se llevó a la boca un cañuto y se puso de nuevo a respirar. A medida que la plataforma ascendía, el chirrido de toda la estructura se acrecentaba con las oscilaciones, y el silbido del viento que soplaba más fuerte llegaba al interior de la tinaja como un sordo mugido. Livia sentía que el palpitar de su corazón aumentaba cada vez más de intensidad en la oscuridad de aquella angosta prisión líquida, en aquella especie de útero de piedra en el que cada oscilación la tumbaba, en el que la orientación y el equilibrio era difícil.
Ya en el límite de su resistencia, estaba a punto de romper con la espada la pared del recipiente, sin preocuparle lo que pudiera ocurrir, cuando notó que la plataforma de carga se había finalmente acomodado sobre un apoyo estable. Sacó fuerzas de flaqueza, contuvo la respiración mientras la tinaja rodaba por el suelo empujada por los sirvientes y el aire le faltaba casi completamente. A continuación se dio cuenta de que los operarios la estaban enderezando en posición vertical, presumiblemente cerca de las otras. Alzó entonces la cabeza por encima del nivel del agua y respiró hondo, expeliendo el líquido por la nariz. Esperó a que el ruido de los pasos de los operarios que se alejaban se hubiera desvanecido por completo, se sacó el puñal y lo introdujo por la hendidura entre el cuello del recipiente y la tapadera hasta encontrar la cuerda que la mantenía fijada y comenzó a cortar. Estaba exhausta y tenía los miembros ateridos, casi paralizados por el frío.
A escasa distancia, en una habitación de los aposentos imperiales, Ambrosino y Rómulo se preparaban para la fuga en el más absoluto silencio, poniéndose unas ropas cómodas y calzado de fieltro adecuado para moverse con rapidez. El viejo recogió cuantas cosas pudo en su alforja de viaje: comida, y además de sus polvos, los amuletos. Y añadió la Eneida.
—Pero si es un peso inútil —dijo Rómulo.
—¿Tú crees? Es, por el contrario, la carga mis preciosa, hijo mío —respondió Ambrosino—. Cuando se huye y uno deja todo a sus espaldas, el único tesoro que podemos llevarnos con nosotros es la memoria. Memoria de nuestros orígenes, de nuestras raíces, de nuestra historia ancestral. Solo la memoria puede permitirnos renacer de la nada. No importa dónde, no importa cuándo, pero si conservamos el recuerdo de nuestra pasada grandeza y de los motivos por los que la hemos perdido, resurgiremos.
—Pero tú eres natural de Britania, Ambrosino, eres un celta.
—Es cierto, pero en estos momentos tan terribles en que todo se hunde y se disgrega, en que la única civilización de este mundo ha sido golpeada en pleno corazón, no podemos considerarnos sino romanos, aunque hayamos nacido en la más remota periferia del imperio, aunque fuéramos abandonados, hace muchos años, a nuestro destino... Y tú, César, ¿no te llevas nada contigo?
Rómulo extrajo la espada de debajo de la cama. La había envuelto y atado ya con todo cuidado con una cuerdecilla y le había aplicado un cinto que le permitía colgársela detrás de los hombros.
—Yo me llevo esto —dijo.
Aurelio se encontraba a una treintena de pies de la pronunciada pendiente rocosa que cortaba transversalmente la pared cuando un relámpago imprevisto iluminó como en pleno día la roca, seguido del estruendo de un trueno, y enseguida se puso a llover a cántaros. Todo se volvió más difícil, los asideros más resbaladizos, la visión más contusa por el agua que empapaba los cabellos y penetraba en los ojos, y a cada instante que pasaba el rollo de cuerda que Aurelio llevaba en bandolera se volvía mis pesado, cada vez más empapado. Vatreno intuyó las dificultades por las que pasaba su amigo y trató de acercarse a él todo lo que pudo. Encontró un punto de apoyo e hincó un clavo en la roca lo más alto posible. Aurelio lo vio, se desplazó hacia él y apoyó el pie en el clavo, izándose hacia arriba hasta agarrarse a un saliente que asomaba de la montaña a su derecha. Desde aquel punto en adelante la roca tenía una inclinación más acentuada y permitía avanzar con mayor seguridad hasta la plataforma inferior de la pared que caía en picado. Se trataba de un talud calcáreo cubierto de escorias caídas durante milenios de la roca superior. Aurelio arrojó al suelo la cuerda y se inclinó hacia atrás para ayudar a su compañero a subir.
Una vez llegado a lo alto, Vatreno extrajo la maza de la bolsa, hincó dos clavos en la roca, aseguró la cuerda, la desenrolló y la hizo descender hasta el punto de atraque. Batiato la asió y tiró de ella enérgicamente para probarla.
—Aguanta —comentó Vatreno, satisfecho. Tensa de aquel modo, con una treintena de estacas colocadas en sentido transversal a una distancia de aproximadamente tres pies la una de la otra, tenía casi el aspecto de una escala.
—El muchacho lo conseguirá seguro —dijo Aurelio.
—¿Y el viejo? —preguntó Vatreno.
—También él. Y más fácilmente de lo que tú crees. —Alzó la mirada tratando de resguardarse los ojos del diluvio de agua—. No se ve aún a Livia, maldición. ¿Qué hacemos? La esperaré un poco más y luego subiré yo solo.
—Es una locura. No lo conseguirás nunca. Y menos en estas condiciones.
—Te equivocas. Subiré con los clavos. Pásame la bolsa. Vatreno le miró pálido por el espanto, pero en aquel momento un puñado de piedrecillas le golpeó desde lo alto. Aurelio miró hacia arriba y vio una forma que hacía amplios gestos con la mano.
—¡Livia! —exclamó—. Por fin.
La joven lanzó su cuerda, cuyo extremo se detuvo a una cierta distancia de la cabeza de Aurelio que comenzó a trepar despellejándose las manos, los brazos, las rodillas, dejándose trozos de piel en los cortantes salientes, hasta aferrar el extremo inferior. Luego comenzó a subir a costa de un enorme esfuerzo. El viento que aumentaba a cada momento hacía oscilar la cuerda a derecha e izquierda, le estampaba a veces contra la aspereza de la roca arrancándole gritos de dolor que se confundían con el aullido de la tormenta. En lontananza, a ratos, podía ver siniestros reflejos sangrientos resplandecer por la boca del Vesubio. La cuerda, empapada en agua, resultaba cada vez más resbaladiza y el peso de su cuerpo le arrastraba a veces hacia abajo haciéndole perder en un instante lo que tan a duras penas había conquistado con un prolongado esfuerzo. Pero cada vez volvía a subir, obstinadamente, apretando los dientes, venciendo el cansancio y el dolor que atormentaba cada uno de sus músculos, cada articulación y las punzadas de su vieja herida que le penetraban en el cráneo como puñaladas.
Livia seguía con espasmódica tensión cada movimiento; cuando finalmente Aurelio estuvo cerca se asomó con todo el busto sobre el parapeto y le aferró el brazo tirando de él con todas sus fuerzas. Con un último esfuerzo Aurelio superó el parapeto y estrechó contra sí a su compañera en un abrazo liberador bajo la lluvia que arreciaba. Fue ella la que se desprendió.
—Rápido, echémosles una mano a Vatreno y a los demás.
Abajo, Demetrio y Orosio habían subido hasta la pronunciada pendiente rocosa por la cuerda de estaquillas, y desde allí habían alcanzado el extremo inferior de la cuerda lanzada por Livia. Uno a uno se la ataron a la cintura y subieron rápidamente, ayudados por sus compañeros que tiraban desde lo alto. Vatreno fue el último en llegar.
—Os dije que lo lograríamos —manifestó, exultante, Livia—. Y ahora vamos a buscar al muchacho, antes de que pase la ronda.