15

Ambrosino había desaparecido. Desde hacía algún tiempo se había entregado a la exploración de los sectores menos conocidos de la villa, sobre todo de las viejas dependencias ya en desuso, donde su insaciable curiosidad encontraba alimento en una cantidad de objetos de lo más dispares y para él de excepcional interés: frescos, estatuas, documentos de archivo, materiales de laboratorio, instrumentos de carpintería. Pasaba el tiempo ajustando viejos utensilios en desuso de tiempos inmemoriales, como el molino y la fragua, el horno y la letrina de agua corriente.

Los bárbaros le consideraban ya una especie de excéntrico lunático, y se reían a su paso o se burlaban de él. Todos, excepto uno: Wulfila. Este se daba cuenta, incluso demasiado, de su inteligencia para infravalorarle. Le dejaba libre dentro de la villa, pero no le permitía salir del recinto amurallado exterior si no era bajo una estrecha vigilancia.

Rómulo pensó que aquel día se había olvidado de impartirle la lección de griego, ocupado como estaba en alguna actividad especialmente absorbente, y se dirigió hacia la parte inferior de la villa, aquella que descendía a lo largo del declive. Allí los soldados de la guardia eran pocos porque el muro era alto y sin acceso desde abajo, y en el exterior daba a un despeñadero escarpado. Era un día de finales de noviembre, fresco, pero despejado hasta el punto de que se veían en la lejanía las ruinas del Athenaion de Surrentum y, en el fondo del golfo, el cono del Vesubio, de un rojo herrumbroso contra el azul intenso del cielo. El único sonido era el de sus pasos sobre el suelo de balasto y el rumor del viento entre las copas de los pinos y de los acebos seculares. Un petirrojo alzó el vuelo con un ligero susurrar de alas, un lagarto verde esmeralda corrió a esconderse en una grieta del muro: aquel pequeño universo saludaba su paso con estremecimientos apenas perceptibles.

Hasta casi la mañana, las dependencias de los soldados habían resonado de un gran vocerío por la llegada de un cargamento de prostitutas, que le había impedido dormir, y sin embargo el muchacho no se sentía cansado por el insomnio: no podía haber cansancio cuando no había actividad, cuando no había planes, ni perspectivas, ni futuro. En aquel momento no sufría ni disfrutaba de modo particular, al no haber ningún motivo para ello. Su ánimo vibraba absurda e inútilmente en contacto con el mundo circundante, igual que una telaraña al viento. No obstante, aquel aire puro, aquel respirar tranquilo de la naturaleza resultaban gratos, y Rómulo canturreaba en voz baja una cancioncilla infantil que le vino a la mente quién sabe por qué en aquel preciso momento.

Pensaba que al final se acostumbraría a su jaula, que uno se habitúa a todo y que, en el fondo, su suerte no era peor que la de otros muchos. ¿Acaso allí en tierra firme no había matanzas y guerras y carestías e invasiones y hambre? Trataba de acostumbrarse a no reparar en la presencia de Wulfila, a ahuyentar de sí su imagen, único elemento capaz de perturbar la apática modorra de su ánimo y desencadenar en su mente dolorosas convulsiones, una cólera que no podía permitirse ni aguantar, un temor ya no justificado, una sensación opresiva de vergüenza tanto más molesta cuanto inevitable.

De golpe advirtió en el rostro la extraña sensación de un chorro de aire, intenso, concentrado, que sabía a musgo y a destilación de aguas ocultas. Miró a su alrededor, pero no vio nada. Hizo ademán de moverse y advirtió de nuevo aquella sensación nítida, intensa, acompañada del silbido apenas perceptible del viento. Y de repente se dio cuenta de que procedía de abajo, de los agujeros de una rejilla hecha de arcilla para el desagüe del agua de lluvia. Miró a su alrededor detenidamente: no había nadie a la vista. Tomó entonces el estilo de la bolsa escolar que llevaba en bandolera. Se arrodilló y comenzó a raspar en torno a la rejilla de la que seguía manando aquel largo suspiro. Una vez que hubo terminado la limpieza, hizo palanca con un palo por uno de los lados, la rejilla se levantó y la dejó a un lado en el suelo. Miró de nuevo en torno a sí y luego introdujo la cabeza en el vano; se encontró frente a una visión asombrosa, más impresionante aún por cuanto aparecía invertida: debajo de él un vasto criptopórtico, adornado de frescos y de grutescos, se desplegaba en las entrañas del monte.

Una de las paredes laterales estaba agrietada, de modo que se había creado una especie de plano inclinado que permitía introducirse hasta el suelo interior. Entró, echó la rejilla sobre la cabeza y bajó, sin demasiadas dificultades, hasta el suelo, y un nuevo fantasmagórico espectáculo se ofreció a sus ojos: desde lo alto, una lluvia de rayos luminosos se filtraba por las rejillas de desagüe iluminando un largo pasillo enlosado, flanqueado a ambos lados por una larga hilera de estatuas. El muchacho avanzaba presa del estupor y de la maravilla entre aquellos hombres de corazas historiadas, los rostros esculpidos por la luz cambiante que caía de lo alto, y en cada uno de los pedestales de mármol encontraba grabadas las empresas llevadas a cabo, los títulos honoríficos, los triunfos sobre los enemigos: ¡eran las estatuas de los emperadores romanos!

A cada paso Rómulo se sentía cada vez más abrumado por aquella enorme carga de historia, por la grandiosa herencia que sentía pesar sobre sus frágiles hombros. Caminaba lentamente leyendo las inscripciones, repitiendo en voz baja aquellos títulos y aquellos nombres:

—Flavio Constante Juliano, restaurador del orbe, defensor del imperio...; Lucio Septimio Severo, Pártico Máximo, Germánico, Pártico Adiabénico, Pontífice Máximo...; Marco Aurelio Antonino, Pío Feliz, siempre Augusto, Pontífice Máximo, seis veces tribuno de la plebe...; Tito Flavio Vespasiano, Augusto; Claudio Tiberio Druso César, Británico; Tiberio Nerón César, Germánico, padre de la patria, Pontífice Máximo; Augusto César, hijo del divino Julio, Pontífice Máximo, cónsul por séptima vez...

Una leve capa de polvo se había depositado en aquellas imponentes efigies, en las cejas, en las arrugas profundas que surcaban las frentes, en los pliegues de los mantos, en las armas y en las decoraciones, pero ninguno de ellos había sufrido desperfectos o mutilaciones. Aquel lugar debía de ser una especie de sanctasanctórum creado en secreto quién sabe por quién, tal vez por Juliano, a quien los cristianos habían condenado a la infamia con el nombre de el Apóstata y que inauguraba con la propia imagen ceñuda y melancólica aquel desfile de señores del mundo.

Ahora Rómulo, temblando de emoción y de asombro, se encontraba delante del muro sur del criptopórtico y tenía ante sí una lápida de mármol verde decorada en el centro con una corona de laurel en relieve y en bronce dorado. En su interior se leía en letras mayúsculas la leyenda:

Y debajo, en cursiva, una expresión sibilina: quindecim caesus, que Rómulo repitió en voz baja:

—Herido por quince puñaladas.

¿Qué quería decir? César había sido herido con veintitrés puñaladas como tantas veces había leído en los libros de historia, no quince... ¿Y por qué en una inscripción conmemorativa, en un epígrafe imponente de preciado mármol, de bronce y de oro, había de aparecer el triste recuerdo del idus de marzo, la evocación del magnicidio del más grande de todos los romanos?

Pero, entonces, ¿qué podía significar aquella cifra? En aquel momento le vinieron a la mente de pronto los muchos juegos de acrósticos y de enigmas que su preceptor le había propuesto mil veces para ejercitar su agudeza y su perspicacia y para matar el tiempo. La mirada de Rómulo recorrió aquellas letras una por una, hacia delante y hacia atrás y viceversa: debía de haber una clave, pues de lo contrario no tenía sentido.

Ningún ruido llegaba del exterior, aparte del monótono gorjear de los gorriones; en aquella atmósfera vacía y suspendida la mente del muchacho recorría frenéticamente todas las posibles combinaciones para encontrar una solución: era consciente de que muy pronto advertirían su ausencia y que en la villa se desencadenaría un verdadero infierno, el propio Ambrosino estaría en peligro. La angustia creciente excitó al máximo su mente y de repente su pensamiento se fijó, se posó como una mariposa en aquel escrito descomponiéndolo en una sucesión de números que daban un total de quince. Es decir, la suma de V,V,V: las «V» de bronce dorado que aparecían en las palabras CAIVS IVLIVS, mientras que la siguiente expresión no por casualidad era en letras cursivas, donde la «u» no podía ser equivalente a la «v» como en las letras mayúsculas. ¡Sí, aquella debía de ser la solución! Apretó con mano temblorosa y en sucesión continua las tres V que retrocedieron fácilmente dentro de la lápida, pero no sucedió nada. Suspiró resignado y se dio la vuelta para volver por donde había venido cuando se le ocurrió una nueva idea: el escrito decía quindecim, o sea, la suma de los tres cincos y no su sucesión. Volvió atrás y apretó al mismo tiempo las tres V en la palabra CAIVS IVLIVS. Las tres letras retrocedieron y enseguida se oyó un chasquido metálico, el ruido de un contrapeso, el chirrido de un árgana, e inmediatamente después, una corriente de aire surgió por los laterales de la lápida: ¡la gran piedra, rodando sobre sí misma, se había abierto!

Rómulo se agarró al borde, a duras penas la hizo rodar un poco más sobre sus goznes y puso en medio una piedra para que no volviera a cerrarse a sus espaldas. Dejó escapar un largo suspiro y entró.

Una visión más asombrosa aún impactó sus ojos apenas se hubieron habituado a la semioscuridad: ante él había una estatua, magnífica, esculpida con el empleo de distintos mármoles policromos que imitaban los colores naturales, revestida de verdaderas armas metálicas finamente repujadas.

Rómulo alzó lentamente la mirada para explorar cada detalle, desde el calzado atado a las pantorrillas musculosas hasta la coraza historiada con imágenes de gorgonas y pristes de colas escamosas, pasando por el rostro austero, la nariz aquilina, los ojos rapaces del dictator perpetuus: ¡era Julio César! Había en aquellas superficies una extraña oscilación luminosa, como el reflejo de un movimiento ondulante invisible, y se dio cuenta de que una luz fantasmagórica, azulada, lo iluminaba desde abajo por un puteal de mármol esculpido que a simple vista había confundido con un ara votiva. Rómulo se asomó por encima del borde y vio en el fondo un centellear azulino, una luz cambiante. Dejó caer una piedra y aguzó el oído para percibir cómo rebotaba y rodaba durante largos instantes antes de oír la zambullida de la piedra tragada por el agua. El pasadizo debía de ser largo; el salto, enorme.

Retrocedió, y dio la vuelta a la estatua observándola de nuevo con mayor detenimiento. Vio el cinto que sostenía la vaina y le pareció de un realismo como no se encontraba en ningún tipo de estatuaria, ya fuese de mármol o de bronce. Subió sobre un capitel y alargó la mano temblorosa para rozar y luego apretar la empuñadura de la espada, tratando de evitar al mismo tiempo la mirada ceñuda del dictador, que parecía querer fulminarle. Tiró de ella. La espada siguió dócilmente a su mano y comenzó a salir de la vaina que la contenía: una hoja nunca antes vista, afilada como una navaja barbera, reluciente como el cristal, oscura como la noche. Y llevaba grabadas unas letras que por el momento no consiguió leer. Ahora la tenía apretada con ambas manos a un palmo del rostro y temblaba como una hoja ante aquella visión: tenía en frente la espada que había domado a los galos y a los germanos, a los egipcios y a los sirios, a los númidas y a los íberos. ¡La espada de Julio César!

El corazón le latía como loco y de nuevo le vino a la mente Ambrosino, quien debía de estar angustiado al no verle por ninguna parte, y la furia de Wulfila. Pensó en devolver la espada a su sitio, pero una fuerza superior a su voluntad se lo impidió. No quería ni podía separarse de ella.

Se despojó de su capa, la envolvió en ella y volvió sobre sus pasos cerrando de nuevo la losa. Lanzó una última mirada al ceñudo dictador antes de que desapareciera de la vista, y murmuró:

—La tendré solo un poquito... solo un poquito y luego te la traeré de nuevo...

Volvió a salir con esfuerzo del hipogeo atisbando alrededor desde debajo del desagüe, espiando el momento en que nadie pudiera verle, y se deslizó detrás de una hilera de matojos; luego, oculto por una fila de paños puestos a secar, ganó jadeando su habitación y escondió el envoltorio debajo de la cama. En el exterior, toda la villa resonaba ahora de llamadas, de gritos, y de pasos difusos que revelaban un frenético ir y venir de los soldados de la guardia que no conseguían encontrarle. Descendió a la planta baja, pasó a través de las caballerizas, se ensució de pajuz y finalmente salió al aire libre. Uno de los bárbaros le vio inmediatamente y gritó:

—¡Está aquí! ¡Le he encontrado!

Le aferró brutalmente por un brazo y le llevó hacia el cuerpo de guardia. Desde el interior llegaban unos lamentos que Rómulo reconoció enseguida con el corazón encogido: Ambrosino estaba pagando caro la temporal desaparición de su alumno.

—¡Dejadle! —gritó soltándose de su guardián y precipitándose en el interior—. ¡Dejadle inmediatamente, bastardos!

Ambrosino, inmovilizado sobre un taburete con las manos atadas a la espalda, sangraba abundantemente por la nariz y por la boca y tenía la mejilla izquierda tumefacta. Rómulo corrió a su encuentro y le abrazó.

—Perdóname, perdóname, Ambrosino —decía—. Yo no quería, no quería...

—No pasa nada, hijo mío, no es nada —respondió el anciano—. Lo importante es que hayas vuelto, estaba preocupado por ti.

Wulfila le aferró por los hombros y le arrojó hacia atrás, haciéndole rodar por los suelos.

—¿Dónde te habías metido? —aulló.

—Estaba en las caballerizas, y me he dormido sobre la paja —respondió Rómulo alzándose en pie como movido por un resorte y plantándole cara valientemente.

—¡Mientes! —gritó el otro soltándole un revés que le hizo estamparse violentamente contra la pared—. ¡Hemos mirado por todas partes!

Rómulo se limpió la sangre que le chorreaba de la nariz y se acercó de nuevo, con un coraje que dejó patidifuso a Ambrosino.

—No habéis mirado bien —respondió—. ¿No veis que todavía tengo el pajuz en la ropa?

Wulfila levantó de nuevo la mano para golpear, pero Rómulo le miró fijamente impertérrito diciendo:

—Si te atreves a tocar de nuevo a mi preceptor te mato como a un cerdo. Lo juro.

El bárbaro estalló en una ruidosa carcajada.

—¿Y con qué? Ahora apártate de en medio, y da gracias a tu Dios de que hoy estoy de buenas. ¡Vamos, he dicho, tú y tu vieja cucaracha!

Rómulo desató las ataduras que sujetaban a Ambrosino y le ayudó a levantarse. El maestro vio en los ojos de su discípulo un brillo de bravura y de orgullo como no le había visto nunca antes y se quedó impresionado por ello como si fuera un milagro, una aparición inesperada. Rómulo le sostuvo cariñosamente, le guió hacia su aposento, entre las carcajadas y las mofas de los bárbaros. Pero su eufórico y casi frenético regocijo mostraba que se habían visto dominados por el terror hasta hacía poco. Un muchacho de trece años había escapado al control y a la vista de setenta de los mejores guerreros del ejército imperial durante más de una hora, sumiendo a todos en el pánico.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó Ambrosino apenas estuvieron a solas en su aposento.

Rómulo cogió un paño húmedo y comenzó a limpiarle el rostro.

—En un lugar secreto —respondió.

—¿Qué? No hay lugares secretos en esta villa.

—Hay un criptopórtico debajo del pavimento del patio inferior, y yo... he caído dentro —mintió.

—No se te da bien contar mentiras. Dime la verdad.

—He entrado por iniciativa propia, por una rejilla del desagüe. He notado que salía aire, la he arrancado y he descendido a su interior.

—¿Y qué has encontrado allí abajo? Espero que algo que valga por todos los golpes que he recibido por tu culpa.

—Antes de responder he de hacerte una pregunta.

—Oigamos.

—¿Qué se sabe de la espada de Julio César?

—Extraña pregunta, en verdad. Déjame pensar... Pues bien, a la muerte de César hubo un largo período de guerras civiles: de un lado Octaviano y Marco Antonio, del otro Bruto y Casio, los que organizaron la conjura de los idus de marzo en los que César fue asesinado. Como debes de saber perfectamente, hubo una batalla final en Filipos, en Grecia, donde Bruto y Casio fueron derrotados y asesinados. Quedaron así Octaviano y Marco Antonio, que durante algunos años compartieron el imperio de Roma: Occidente para Octaviano, y Oriente para Marco Antonio. Pero muy pronto las relaciones entre ambos se deterioraron, porque Marco Antonio había repudiado a la hermana de Octaviano para casarse con Cleopatra, la fascinante reina de Egipto. Antonio y Cleopatra fueron derrotados en una gran batalla naval, en Accio, y huyeron a Egipto donde posteriormente se suicidaron, primero él y luego ella. Octaviano se quedó como único señor del mundo y aceptó del Senado el título de Augusto. En aquel momento hizo construir el templo de Marte Vengador en el foro romano y depositó en él la espada de Julio César. Con el paso de los siglos, cuando los bárbaros llegaron a amenazar Roma de cerca, retiraron la espada del templo y la escondieron. Creo que fue Valeriano o Galieno, o tal vez algún otro emperador. He oído también decir que Constantino la cogió para llevarla a Constantinopla, su nueva capital. Se afirma también que, a partir de un cierto momento, la espada fue sustituida por una copia, pero qué fin ha podido tener la original lo ignoro.

Rómulo le miró con una mirada enigmática y triunfal al mismo tiempo:

—Ahora verás —dijo.

Se acercó hasta la ventana y la puerta para cerciorarse de que no hubiera nadie en los alrededores, luego se agachó cerca de la cama para sacar el envoltorio que había escondido en ella, ante la mirada llena de curiosidad de su maestro.

—¡Mira! —dijo.

Y desnudó la espada maravillosa. Ambrosino la contempló estupefacto, sin conseguir articular palabra. Rómulo la sostenía apoyada en ambas manos abiertas y extendidas y se podía ver la empuñadura de oro magníficamente modelada en forma de cabeza de águila con unos ojos de topacio. El acero pulcro de la hoja brillaba en la penumbra.

—Es la espada de Julio César —dijo Rómulo—. Mira lo que hay escrito: Caí Iulii Caesaris ensis ca... —se puso a deletrear.

—¡Oh, gran Dios! —le interrumpió Ambrosino acercando a la hoja sus temblorosos dedos—. ¡Oh, gran Dios! ¡La espada cálibe de Julio César! Siempre pensé que estaba perdida desde hacía siglos. Pero ¿cómo la has encontrado?

—Estaba precisamente sobre su estatua, dentro de su vaina, en un sitio secreto. Un día, cuando se haya relajado de nuevo la vigilancia, te llevaré y te dejaré verlo todo. No darás crédito a lo que van a ver tus ojos. Pero ¿qué palabras has dicho antes? ¿Qué es una espada cálibe?

—Significa simplemente «forjada por los cálibes», un pueblo de Anatolia famoso por su capacidad de producir un acero insuperable. Dicen que cuando César venció en la guerra contra Farnaces, rey del Ponto...

—¿Cuando dijo: «Veni, vidi, vid»?

—Exactamente. Pues bien, dicen que un maestro forjador al que había perdonado la vida la fabricó para él empleando para ello un bloque de siderita, hierro caído del cielo. El meteoro, encontrado entre los hielos del monte Arafat, fue pasado por el fuego, batido incesantemente durante tres días y tres noches y luego templado en la sangre de un león.

—¿Es posible?

—Más que posible —respondió Ambrosino—. Es cierto. Sabremos enseguida si la que has encontrado es la espada más fuerte del inundo. ¡Vamos, empúñala!

Rómulo obedeció.

—Y ahora golpea ese candelabro, con todas tus fuerzas.

Rómulo lanzó el golpe, la hoja dio la vuelta en el aire silbando, pero erró el golpe por muy poco. El muchacho se encogió de hombros y se preparó para un segundo intento, pero Ambrosino le detuvo con un gesto de la mano.

—Ahora lo haré mejor —dijo Rómulo—, cuidado... —Pero se detuvo, perplejo, al ver la mirada arrebatada y emocionada de su maestro.

—¿Qué pasa, Ambrosino? ¿Por qué me miras así?

El golpe que no había dado en el candelabro había cortado en dos una tela de araña tendida en un ángulo de la habitación, dejándole a la araña que la había tejido solo la mitad superior, con un corte tan neto y perfecto que causaba pasmo.

Ambrosino se acercó incrédulo a aquel prodigio murmurando:

—Mira, hijo mío, mira... ninguna espada en el mundo habría podido hacer nunca esto.

Se quedó como encantado observando a la araña que abandonaba su trampa demediada, se balanceaba por un instante en el polvillo dorado dentro de un rayo de sol que se filtraba por una rendija del postigo y desaparecía en la oscuridad. Luego se volvió para encontrar la mirada de Rómulo: en los ojos del muchacho brillaba ahora la misma luz de orgullosa bravura que cuando había asumido su defensa enfrentándose al feroz Wulfila sin pestañear. Un brillo que no había visto nunca antes... El mismo reflejo metálico y cortante que centelleaba en el filo de aquella hoja, en los ojos relucientes del águila. Y los antiguos versos brotaron en sus labios como una plegaria:

Veniet adulescens a man infero cum spatha...

—¿Qué has dicho, Ambrosino? —preguntó Rómulo envolviendo de nuevo la espada en el paño.

—Nada..., nada... —respondió el preceptor—. Solo que soy feliz... Feliz, hijo mío.

—¿Por qué? ¿Porque he encontrado esta espada?

—Porque ha llegado el momento de irse de este lugar. Y nadie podrá impedírnoslo.

Rómulo no dijo nada: volvió a guardar la espada y salió cerrando la puerta. Ambrosino se arrodilló en el suelo estrechando entre las manos la ramita de muérdago que le colgaba del cuello y suplicó, desde lo más profundo de su corazón, que las palabras que acababa de pronunciar se hicieran realidad.