No había nacido aún cuando las últimas águilas de las legiones romanas dejaron Britania para nunca más volver. El emperador necesitaba a todos sus soldados y así mi tierra fue abandonada a su destino. Durante un cierto espacio de tiempo nada sucedió. Los notables continuaron gobernando las ciudades con los ordenamientos de sus padres, con las leyes y las magistraturas del imperio; siguieron manteniendo contacto con la lejana corte de Rávena esperando que antes o después las águilas regresasen. Pero un día los bárbaros del norte que vivían más allá del gran muro invadieron nuestras tierras sembrando la muerte, la destrucción y el hambre con continuas incursiones y saqueos. Pedirnos de nuevo ayuda al emperador en la esperanza de que no nos hubiera olvidado, pero él no podía ciertamente escucharnos: una marea bárbara amenazaba las fronteras orientales del imperio, jinetes feroces e incansables de piel aceitunada y ojos rasgados habían llegado de las interminables planicies sármatas como espectros de las profundidades de la noche y avanzaban destruyéndolo todo a su paso. No descansaban nunca ni dormían: les bastaba con reclinar brevemente la cabeza apoyados contra el cuello de las peludas cabalgaduras; su comida era carne macerada bajo la silla por el sudor de los caballos.
El comandante supremo del ejército imperial, un héroe de nombre Aecio, rechazó a los bárbaros de ojos rasgados con la ayuda de otros bárbaros en una tremenda batalla que se prolongó desde el amanecer hasta la puesta del sol, pero no pudo devolvernos las legiones. Nuestros emisarios le suplicaron, le recordaron los lazos de sangre, de leyes y de religión que nos habían unido durante siglos y al final, conmovido, se decidió a hacer algo por nosotros. Envió a un hombre de nombre Germán, que decían estaba dotado de poderes taumatúrgicos, y le entregó la insignia de las legiones de Britania: un dragón de plata con la cola de púrpura que parecía cobrar vida con el soplo del viento. No pudo hacer más, y sin embargo la vista de aquella insignia bastó para excitar los ánimos caídos y resucitar el antiguo orgullo adormecido. Germán era un caudillo valeroso y carismático. Su mirada fulgurante y febril, sus gritos agudos como los del halcón, sus manos ganchudas apretadas a la empuñadura de la insignia, su fe sin desmayo en el derecho y en la civilización obraron el milagro: mandó en la batalla a sus hombres al grito de «¡Aleluya!». Los bárbaros fueron repelidos y a muchos ciudadanos armados se les encomendó vigilar el gran muro, para restaurar las partes en ruinas, para defender los castras abandonados. ¡La victoriosa jornada campal se hizo famosa como la batalla del Aleluya!
Pero con el paso de los años la gente volvió a sus propias ocupaciones, escasas tropas de ciudadanos mal adiestrados fueron dejadas vigilando las tierras altas desde las torres del muro. Los bárbaros regresaron, atacaron por sorpresa y aniquilaron a los defensores. Los abatían con sus picas ganchudas, los ensartaban como peces. Luego se dispersaron hacia el sur, tomaron al asalto las ciudades indefensas sin dejar de saquear, incendiar, destruir. Espantosos a la vista, tenían el rostro pintado de negro y de azul y no perdonaban ni a mujeres, ni a ancianos, ni a niños.
Fue enviada una segunda embajada a Aecio, el comandante supremo del ejército imperial, en petición de ayuda, pero también esta vez no pudo hacer otra cosa que mandar a Germán, que ya había sabido infundir fuerza, vigor y determinación en el ánimo de los habitantes de Britania. Germán había dejado abandonada desde hacía tiempo la práctica de las armas, se había convertido en obispo de una ciudad de la Galia y tenía fama de santo. No obstante, no quiso dejar de cumplir cuanto se le pedía, y por segunda vez se embarcó para llegar a nuestra isla. Reunió otras fuerzas, convenció a los habitantes de las ciudades de que forjasen espadas y lanzas, que reanudaran el adiestramiento y, por último, que marcharan contra el enemigo. Esta vez el enfrentamiento tuvo un éxito relativo, el mismo Germán fue gravemente herido.
Fue conducido al interior del bosque de Gleva y depositado sobre la hierba a los pies de una encina secular, pero antes de morir hizo jurar a los jefes del ejército que no se rendirían jamás, que seguirían defendiéndose y que, para defender el gran muro, construirían un cuerpo permanente y disciplinado como eran en otro tiempo las legiones de Roma. Su insignia sería el dragón que ya los había conducido una vez a la victoria.
Fui testigo directo de estos acontecimientos: yo era aún muy joven, pero había sido instruido en las artes druidas de la medicina además de en la adivinación y en el estudio de los astros, había viajado por distintos países en los que me había enriquecido con muchos conocimientos importantes y fui llamado para curar al héroe moribundo. Nada pude hacer por él salvo aliviarle un poco el dolor de la herida, pero recuerdo aún sus nobles palabras, el brillo de su mirada que ni siquiera la muerte que le amenazaba parecía capaz de apagar. Cuando Germán murió, sus restos fueron transportados a la Galia y sepultados en Lutetia de los Parisii, donde aún reposan nuestros mayores. Su tumba fue venerada como la de un santo y meta de peregrinaciones tanto de la Galia como de Britania.
Aquel cuerpo de escogidos guerreros que él había querido fue efectivamente creado al mando de los mejores hombres, descendientes de la más rancia nobleza romana y celta de las ciudades británicas, y fue establecido en un fuerte del gran muro en las cercanías del mons Badonicus o monte Badon, como se dice en nuestro dialecto de Carvetia.
Pasaron de nuevo algunos años y pareció verdaderamente que el sacrificio de Germán había servido para traer la paz a nuestras tierras, pero era una pura ilusión: la sucesión de una serie de inviernos muy duros y de veranos bastante secos diezmó los rebaños de los bárbaros del norte llevándolos al hambre y a la desesperación. Atraídos por el espejismo de las ricas ciudades de la llanura, desencadenaron una serie de ataques en varios puntos del gran muro, poniendo duramente a prueba la resistencia de los defensores. Me encontraba yo mismo en aquel entonces en el fuerte del monte Badon en calidad de médico y de veterinario y fui convocado por el comandante, un hombre de gran dignidad y de gran valor llamado Cornelio Paulino. Le acompañaba su lugarteniente, Constantino, llamado Kustennin en la lengua de Carvetia, hombre que había sido investido de la dignidad consular. Paulino me habló con una expresión de grave preocupación y desconsuelo:
—Nuestras fuerzas no van a ser suficientes por mucho tiempo para repeler los asaltos enemigos si alguien no acude en nuestra ayuda. Parte inmediatamente junto con los dignatarios que he elegido para esta misión y dirígete a Rávena a ver al emperador. Suplícale que nos envíe tropas de refuerzo, recuérdale la fidelidad de nuestra ciudad y de nuestra gente de antiguo nombre romano, dile que si no manda un ejército nuestras casas serán quemadas; nuestras mujeres. violadas; nuestros hijos, reducidos a la esclavitud. Siéntate, si necesario fuese, ante las puertas del palacio imperial, día y noche, rechaza la comida y la bebida hasta que te reciba. Tú eres el más experto de todos los que conozco, el único que ha viajado allende el mar a la Galia y a Iberia. Hablas varias lenguas además del latín y conoces los secretos de la medicina y de la alquimia con la que podrías ganarte estima y consideración.
Le escuché sin interrumpirle en ningún momento, consciente de la extrema gravedad de la situación y de la gran confianza que depositaba en mi, pero para mis adentros pensaba que una expedición semejante era extremadamente arriesgada y con escasas posibilidades de éxito. Los caminos inseguros, las provincias del imperio en gran parte en manos de poblaciones turbulentas, la dificultad de encontrar comida para mí y para mis compañeros a lo largo del camino me parecían obstáculos bastante difíciles de superar. Por no hablar de la última dificultad: ser recibido por el emperador y obtener la ayuda solicitada.
Respondí:
—Noble Paulino, yo estoy dispuesto a hacer lo que me pides y a arriesgar mi propia vida, si necesario fuera, por la salvación de la patria, pero ¿estás seguro de que esta es la solución mejor? ¿No sería preferible llegar a un acuerdo con el noble Wortigern? Él es un combatiente valeroso de gran fuerza y valor y dispone de numerosos guerreros bien adiestrados que otras veces, si no recuerdo mal, combatieron a nuestro lado contra los bárbaros del norte. Además, él es de padre celta y de madre romana y consanguíneo de la mayor parte de los habitantes de esta tierra. Y tu lugarteniente, Constantino, lo conoce muy bien.
Paulino suspiró, como si ya hubiera esperado una objeción semejante.
—Es lo que hemos intentado hacer, pero Wortigern ha pedido un precio demasiado alto: el poder sobre toda Britania, la disolución de las asambleas de ciudadanos, la abolición de las antiguas magistraturas, el cierre de las salas senatoriales allí donde se encuentren. El remedio, mucho me temo, sería peor que la enfermedad, y las ciudades que ya han tenido que someterse a su yugo sufren una violenta tiranía y una dura opresión. Tomaré, de verme obligado a ello, una decisión semejante, pero cuando no me quede otra elección, cuando todas las alternativas estén ya agotadas. Además...
Dejó en suspenso su palabra como si no se atreviera a decir nada más o no quisiera, pero yo creí interpretar su inexpresado pensamiento.
—... además —continué—, tú eres un romano de los pies a la cabeza, hijo y nieto de romanos, tal vez el último de esta estirpe, y puedo también comprenderte si piensas que es imposible detener el tiempo, hacer retroceder la rueda de la historia.
—Te equivocas -—respondió Paulino—. No pensaba en ello, aunque en mi fuero interno he seguido soñando que un día volverán las águilas. Pensaba en cuando te trajimos del campo de batalla a Germán herido de muerte, en el bosque de Gleva, para que pudieras curar su herida...
—Recuerdo perfectamente ese día —respondí yo—. No podía hacer mucho.
—Hiciste bastante —dijo Paulino—. Le diste tiempo para recibir de un sacerdote la extremaunción y la absolución cristianas y para pronunciar sus últimas palabras.
-—Que solo tú escuchaste. Las murmuró en tu oído antes de exhalar el último suspiro.
—Y que ahora trato de revelarte —continuó Paulino.
Se llevó una mano a la frente, como si quisiera concentrar en aquel lugar la fuerza de su memoria y las potencias de su espíritu. Luego dijo:
Veniet adulescens a mari infero cum spatha
pax et prosperitas cum illo,
aquila et draca itcrurn volabunt
Britanniae in térra lata.
—Parecen los versos de una vieja canción popular —dijo tras haber reflexionado—. Un joven guerrero que viene del mar trayendo paz y prosperidad: es un tema muy común. Canciones parecidas corrían entre el pueblo durante los períodos de hambruna, de guerra y de carestía.
Pero era evidente que para Cornelio Paulino tenían otro significado. Dijo:
—Este es solo el significado aparente: esas palabras, las últimas salidas de la boca de un héroe a las puertas de la muerte, deben de tener otro significado, más profundo e importante, esencial para la salvación de esta tierra y de todos nosotros. El águila representa a Roma y el dragón es nuestra insignia, la insignia de la legión de Britania, Yo siento que todo se volverá claro para ti cuando hayas llegado a Italia y veas al emperador. Vamos, te lo suplico, y lleva a cabo tu misión.
Tan intensas e inspiradas eran sus palabras que acepté lo que me pedía, aunque aquellos extraños versos no habían suscitado en mí ninguna visión particular. Delante del Senado de Carvetia, reunido en sesión plenaria con la presidencia de Kustennin, juré que volvería con un ejército para liberar de una vez por todas a nuestra tierra de la amenaza bárbara. Partí al día siguiente y, antes de bajar al puerto con mis compañeros de viaje, eché una última mirada al tuerte del gran muro, al dragón rojo que ondeaba en la torre mis alta, a la figura que se alzaba en la atalaya envuelta en un manto del mismo color; Cornelio Paulino y sus esperanzas se desvanecieron lentamente detrás de mí en la leve neblina de un amanecer otoñal.
Zarpamos con viento a favor directos hacia la Galia, donde desembarcamos a finales de octubre, pero luego nuestro viaje fue largo y fatigoso tal como había previsto. Uno de mis compañeros enfermó y murió tras haberse caído en las gélidas aguas de un río, otro se perdió durante una tormenta de nieve mientras atravesábamos los Alpes. Los dos últimos murieron en una emboscada tendida por un grupo de salteadores de caminos en un bosque de la Padusa. Yo fui el único que se salvó, y cuando llegué a Rávena traté en vano de ser recibido por el emperador: un inepto fantoche en manos de otros bárbaros. De nada valieron las súplicas y tampoco el ayuno, tal como había pedido Paulino. Al final, hartos de mi presencia, los criados me echaron a bastonazos del atrio de palacio.
Extenuado por la larga espera y por la inanición, me fui dominado por la desesperación lejos de aquella ciudad y de aquellos hombres arrogantes, vagué de pueblo en pueblo pidiendo hospitalidad a los aldeanos y pagando con un mendrugo de seco pan o un vaso de leche mi trabajo de médico o de veterinario, alternando según los casos las dos profesiones. No cabía duda de que en ciertos casos estaba más motivado para hacer sobrevivir a inocentes bestias de carga que a seres humanos obtusos y brutales.
¡Qué se había hecho de la noble sangre latina! Los campos estaban infestados de bandas de salteadores de caminos; las haciendas, habitadas por campesinos miserables vejados por insoportables tributos. En las viejas y gloriosas vías consulares, aquellas que en otro tiempo habían sido urbes con unos poderosos recintos de bastiones torreados no había ya más que fantasmas de murallas caducas y semidestruidas entre las que se insinuaban los oscuros ramos sarmentosos de la hiedra. Mendigos macilentos en las entradas de las casas de los neos se disputaban los restos que se daban a los perros y se peleaban entre sí para disputarles trozos de intestinos malolientes de bestias descuartizadas. No había en las colinas las vides y los olivos plateados con los que había soñado leyendo de niño en las escuelas de Carvetia los poemas de Horacio y de Virgilio, ni blancos bueyes de cuernos arqueados tiraban de arados para roturar la tierra, ni el amplio gesto solemne del sembrador completaba la labor. Solo hirsutos pastores asilvestrados empujaban rebaños de ovejas y cabras en pastos áridos, o manadas de puercos bajo los bosques de encinas a menudo disputándoles las bellotas por el hambre.
¡Qué se había hecho de nuestras esperanzas! El orden, si puede llamarse así, era mantenido por hordas de bárbaros que ahora ya componían en gran parte el ejército imperial, más fieles a sus jefes que a los escasos oficiales romanos. Humillaban al pueblo bastante más que lo defendían. El imperio no era ya más que un fantasma, una vacua apariencia como su mismo emperador, y aquellos que habían sido los señores del mundo yacían ahora bajo el talón de unos opresores toscos y arrogantes. ¡Cuántas veces escruté aquellos rostros embrutecidos, aquellas frentes sucias, chorreantes de sudor servil, buscando en ellas los nobles rasgos de César y de Mario, las majestuosas facciones de Catón y de Séneca! Y sin embargo, así como un rayo de sol penetra de pronto entre una densa masa de nubes en el momento álgido de una tempestad, así también a veces, sin razón aparente, de aquellas miradas destellaba imprevista la orgullosa valentía de los antepasados y esto me inducía a pensar que tal vez no estaba todo perdido.
En las ciudades y en los pueblos la religión de Cristo había vencido por todas partes y el dios crucificado miraba a sus fieles desde altares esculpidos en piedra y mármol, pero en los campos, ocultos y casi protegidos por los espesos boscajes, aún se alzaban los templos de las antiguas divinidades de los mayores. Manos desconocidas depositaban ofrendas ante las efigies rotas y mutiladas y a veces el sonido de las flautas y de los tambores resonaba desde la espesura de las florestas o de las cimas de los montes para llamar a los desconocidos fieles a evocar a las dríades de los bosques, a las ninfas de los riachuelos y de los lagos. En los lugares más apartados, en el interior de las grutas, entre olorosos musgos, podía aparecer inesperada la imagen bestial de Pan de uña hendida, con el enorme falo sobresaliendo obsceno de la ingle, testimonio de orgías no olvidadas ni desaparecidas.
Los sacerdotes de Cristo predicaban la inminencia de su retorno y de su juicio final y exhortaban a abandonar el pensamiento de la ciudad terrenal para elevar la mirada y las esperanzas a la única ciudad de Dios. Así, cada día moría en el corazón de la gente romana el amor por la patria, se desvanecía el culto a los antepasados y a los recuerdos más sagrados dejados a los estudios puramente académicos de los rétores.
Durante años me preocupé solo de sobrevivir día a día, olvidé el motivo por el que me había ido tan lejos de mi tierra, convencido ahora ya de que también allí, al pie del gran muro, todo estaba en rumas, todo perdido, muertos los amigos y los compañeros, desvanecidas las esperanzas de libertad y de dignidad de la vida civil. ¿Con qué dinero y provisiones podía intentar, en efecto, un regreso, si todo cuanto ganaba apenas me bastaba para calmar a duras penas la comezón del hambre? No me quedaba más que un deseo, o tal vez un sueño: ¡ver Roma! A pesar del feroz saqueo que había sufrido más de medio siglo atrás por los bárbaros de Alarico, la urbe se alzaba aún como una de las más hermosas ciudades de la tierra, protegida más por la égida del sumo pontífice que por las violadas murallas de Aureliano, y allí todavía se reunía el Senado en la antigua curia más para perpetuar una tradición venerable que para tomar decisiones que ahora ya escapaban casi por completo a su autoridad. Así un día emprendí el viaje con aspecto de sacerdote cristiano, el único, tal vez, que infundía un cierto temor reverencial a Jos salteadores de caminos y a los ladrones. Y fue durante aquel viaje a través de los Apeninos cuando el signo de mi suerte cambió de improviso como si el destino se hubiera acordado de golpe de mi, como si se hubiera dado cuenta de que aún estaba vivo y que podía ser bueno para algo en ese desolado paisaje, en aquella tierra sin esperanza.
Era un atardecer de octubre, la oscuridad estaba a punto de caer y yo me preparaba un refugio para la noche acumulando una yacija de hojas secas bajo el saliente de una roca, cuando me pareció oír un lamento que subía del bosque. Pensé en la voz de un animal nocturno o en el reclamo del autillo que tanto se asemeja al gemido de la voz de una mujer, pero luego no tardé en darme cuenta de que se trataba del lamento de una mujer. Me levanté y seguí aquel sonido deslizándome entre las sombras del bosque, ligero e invisible como había aprendido a moverme en el bosque sagrado de Gleva en mi juventud. De repente apareció ante mí, en el centro de un calvero, un campamento vigilado por soldados en parte romanos y en parte bárbaros, pero todos equipados y dispuestos a la manera romana. En el centro del campamento ardía un fuego y una de las tiendas estaba iluminada. El lamento procedía de allí. Me acerqué y nadie me detuvo porque en aquel momento mis antiguas artes de druida me permitían adelgazar mi cuerpo, volverlo casi una de las muchas sombras de la noche, y cuando me puse a hablar estaba ya dentro de la tienda y todos se volvieron asombrados hacia mi como si me hubiera materializado de la nada. Tenía delante a un hombre de aspecto imponente, el rostro enmarcado por una barba oscura que le daba el aspecto de un antiguo patricio. La mandíbula contraída, la expresión de los ojos oscuros y profundos mostraban la angustia que oprimía su corazón. A su lado una mujer de gran belleza lloraba a lágrima viva junto a un lecho en el que yacía un niño de tal vez unos cuatro o cinco años aparentemente exánime.
—¿Quién ha dado orden de llamar a un sacerdote? —preguntó el hombre mirándome perplejo.
Era evidente que había en mi aspecto humilde, en mis sucias y ajadas vestiduras un algo de miserable y tal vez de despreciable que me asociaba más a un mendigo que a un ministro de Dios.
—No soy sacerdote..., aún no —respondí—. Pero todavía soy experto en el arte de la medicina y tal vez puedo hacer algo por este niño.
El hombre me miró fijamente con una lacrimosa mirada de fuego, y respondió:
—Este niño está muerto. Y era nuestro único hijo.
—Yo no lo creo —respondí—. Advierto aún su aliento vital en esta tienda. Deja que lo examine.
El hombre aceptó con la resignación de los desesperados y la mujer me dirigió una mirada llena más de estupor que de esperanza.
—Dejadme a solas con él, y antes del amanecer, si existe la más mínima posibilidad, os lo devolveré con vida —dije maravillándome yo mismo de mis palabras.
No me daba cuenta, en efecto, de por qué de repente, en aquel lugar solitario, advertía en el fondo de mi alma que revivía la antigua ciencia del saber romano y la herencia del poder druídico en una única concentración de formidable energía y serena conciencia. Era como si durante todos aquellos años hubiera vivido olvidado de mí mismo y de mi dignidad y de repente me diera cuenta de que podía devolver el color a las mejillas exangües de aquella criatura, y luz a los ojos que parecían apagados bajo los párpados cerrados. Veía, evidentes, los signos del envenenamiento, pero no podía saber cuan avanzado estaba el proceso de intoxicación. El hombre dudó, pero fue su mujer quien le convenció. Se lo llevó afuera cogiéndole por un brazo mientras le susurraba algo al oído. Debió de pensar que yo no podía hacerle ya más daño del que le había hecho ya la enfermedad de la que le creía aquejado.
Abrí mi alforja e hice el inventario de lo que contenía. En todos aquellos años no había dejado agotar la reserva de mis medicamentos, había continuado recogiendo hierbas y raíces en las estaciones adecuadas y tratándolas según las reglas, de modo que me puse a calentar sobre un brasero agua y a preparar una infusión poderosa capaz de hacer reaccionar al organismo ahora ya casi inerte del niño, calenté unas piedras y las envolví en unos paños limpios colocándolas alrededor de su cuerpo helado. Eché agua caliente, casi hirviendo, en un odre y se lo apoyé sobre el pecho. Debía despertar un mínimo de vida en aquel cuerpo antes de aplicar el remedio. Cuando vi aparecer en su piel cianótica unas gotitas de sudor le instilé la infusión en la boca y en la nariz y noté casi enseguida una reacción, una contracción apenas perceptible de las pequeñas ventanillas de la nariz.
Fuera, el mundo estaba sumido en el silencio, no oía ya ni siquiera el llanto de la madre: ¿acaso aquella mujer orgullosa y hermosísima se había resignado a una pérdida tan dura? Instilé de nuevo algunas gotas y vi una reacción más fuerte e inmediatamente después una contracción visible del vientre. Apreté entonces con fuerza mis manos sobre su estómago y el pequeño vomitó: un fluido verdusco y maloliente que no me dejó lugar a dudas. Instilé de nuevo emético y siguieron otras contracciones y acto seguido un conato más fuerte y de nuevo un borbotón de vómito seguido de otras convulsiones. Finalmente el pequeño se recostó extenuado y yo le desnudé, le lavé y le cubrí luego con un paño limpio. Estaba bañado en sudor, pero ahora respiraba y su pulso recuperaba, latido a latido, un ritmo fatigoso que era cada vez para mí más fuerte y triunfal que el redoblar de un tambor. Examiné el contenido de su estómago y mis dudas tuvieron una plena confirmación. Salí entonces de la tienda y me encontré frente a los padres. Estaban sentados en dos escabeles al amor de la lumbre del vivaque y se veía en sus ojos una poderosa emoción. Habían oído aquellos conatos y sabían que eran signos inconfundibles de vida, pero habían aceptado dejarme a solas con el niño y se mantenían fieles a su promesa.
—Vivirá —dije con estudiado, quedo énfasis. Y añadí inmediatamente después—: Le habían envenenado.
Los dos se precipitaron dentro de la tienda y oí los sollozos de felicidad de la madre que abrazaba a su niño. Yo me encaminé hacia el fondo del campamento, hacia el vivaque de los centinelas, para no turbar un momento de sentimientos tan fuertes e íntimos, pero una fuerte voz me detuvo. Era él, el padre.
—¿Quién eres? —me preguntó. Me volví hacia atrás y le vi delante de mí mirándome fijamente—. ¿Cómo has llegado hasta dentro de mi tienda vigilada por hombres armados? ¿Y cómo has devuelto a mi hijo a la vida? ¿Eres tal vez... un santo o un ángel del cielo? Dímelo, te lo ruego.
—Soy solo un hombre, con algunos conocimientos de medicina y de ciencias naturales.
—Te debemos la vida de nuestro único hijo y no hay recompensa adecuada en esta tierra. Pero pide y, en la medida de mis posibilidades, serás recompensado.
—Una comida caliente y un pan para mi viaje de mañana serán recompensa suficiente —-respondí—. El premio más grande para mí ha sido ver respirar a ese niño.
—-¿Adonde te diriges? —me preguntó.
—A Roma. Ver la urbe y sus maravillas ha sido siempre el sueño de mi vida.
—También nosotros nos dirigimos a Roma. Así pues, te ruego que te quedes con nosotros: así tu viaje será sin peligros, y tanto mi esposa como yo deseamos ardientemente que quieras quedarte para siempre con nosotros a fin de que cuides de nuestro hijo. Necesitará de un maestro, ¿y quién mejor que tú podría asistirle, un hombre de tanto saber y de tan milagrosas facultades?
Era lo que esperaba oír, pero respondí que lo pensaría y que daría una respuesta cuando hubiéramos llegado a Roma. Entretanto me emplearía para que el niño se recuperase del todo, pero él, el padre, debía descubrir al asesino, al hombre que le odiaba hasta el punto de envenenar a un inocente.
Él pareció asaltado por una inesperada conciencia y respondió:
—Esto es asunto mío. El responsable no se me escapará. Pero mientras tanto acepta mi hospitalidad y mi comida y descansa lo que queda de noche. Te lo mereces.
Dijo llamarse Orestes y ser un oficial del ejército imperial; mientras seguíamos hablando se unió a nosotros su mujer, Flavia Serena, quien dominada por la emoción llegó incluso a tomar mi mano para besarla. Yo la retiré al instante, inclinándome delante de ella y rindiéndole homenaje. Era la persona más hermosa y mis noble que hubiera visto jamás en mi vida. Ni siquiera el terror de perder a su hijo había hecho mella en la armonía de sus rasgos aristocráticos, ni ofuscado la luz de sus ojos color ámbar. Solo había añadido a ellos la intensidad del sufrimiento y de la preocupación. Tenía un porte altivo, pero su mirada era dulce como un crepúsculo de primavera, su frente tersísima estaba coronada por una trenza de cabellos morenos de reflejos violáceos, sus dedos eran largos y afilados, su piel diáfana. Un cinturón de terciopelo realzaba sus soberbias caderas debajo del vestido de lana ligera, y su cuello estaba adornado con un collar de plata del que colgaba una sola perla negra. Nunca más en roda mi vida iba a ver una criatura de tanta encantadora belleza; desde el primer momento en que la vi supe que sería devoto de ella para el resto de mis días, cualquiera que fuese la suerte que el futuro nos tuviera reservada.
Me despedí con una profunda inclinación y pedí licencia para retirarme: estaba realmente cansado y había gastado todas mis energías en el duelo victorioso contra la muerte. Fui acompañado a una tienda y me dejé caer extenuado en un catre de campaña, pero pasé las horas que nos separaban del amanecer en una especie de pesado sopor roto por los gritos desgarradores de un hombre sometido a tormento. Debía de ser aquel de quien Orestes sospechaba ser el autor del envenenamiento. Al día siguiente no pregunté ni quise saber nada más porque sabía ya bastante: el padre de aquel niño era seguramente un hombre de gran poder, si se había ganado enemigos tan encarnizados como para atentar contra la vida de su hijo. Cuando partimos dejamos detrás de nosotros el cadáver desgarrado de un hombre atado al tronco de un árbol. Antes de la noche los animales del bosque no dejarían de él nada más que el esqueleto.
Me convertí así en el preceptor de aquel niño y en un miembro más de aquella familia y pasé varios años en una posición envidiable, viviendo en moradas suntuosas, conociendo a personajes importantes, dedicándome a mis estudios favoritos y a mis experimentos en el campo de las ciencias naturales, y olvidando casi completamente la misión que me había traído a Italia mucho tiempo atrás. Orestes estaba a menudo ausente, ocupado en arriesgadas expediciones militares, y cuando volvía iba acompañado de los jefes bárbaros que mandaban las unidades del ejército. El número de oficiales romanos disminuía cada año. Los mejores elementos de la aristocracia preferían formar parte del clero cristiano y convertirse más en pastores de almas que en caudillos del ejército. Así había sucedido con Ambrosio, que en tiempos del emperador Teodosio había abandonado una brillante carrera militar para convertirse en obispo de Milán, y así había sucedido con el propio Germán, nuestro caudillo en Britania, que había arrojado la espada para empuñar el báculo pastoral.
Pero Orestes estaba hecho de otro temperamento: supe con el paso del tiempo que en su juventud había estado al servicio de Atila, el huno, que se había distinguido por su prudencia y su inteligencia, y no cabía duda de que su objetivo era conseguir el poder.
Me apreciaba muchísimo y no era raro que me pidiera también consejo, pero mi tarea principal seguía siendo la educación de su hijo Rómulo. Casi me delegó la función de padre, al estar él absorbido en escalar hasta lo más alto los grados militares. Hasta que un buen día consiguió el título de patricio del pueblo romano y el mando del ejército imperial. En aquel momento tomó una decisión que marcaría profundamente la vida de todos nosotros y en cierto modo inauguraría una nueva vida.
Reinaba en aquel año el emperador Julio Nepote, un hombre inepto e incapaz, pero que estaba en buenos términos con el emperador de Oriente, Zenón. Orestes decidió deponerle y conseguir para sí la púrpura imperial. Me puso al corriente de su decisión y me preguntó qué pensaba yo de ello. Le respondí que era una locura: ¿cómo podía pensar que su destino sería distinto del de los últimos emperadores que se habían sucedido, uno tras otro, en el trono de los cesares? ¿Y a qué tremendos peligros expondría a su familia?
—Esta vez será distinto —respondió, y no quiso decirme nada más.
—¿Y cómo puedes estar seguro de la fidelidad de estos bárbaros? Todo cuanto quieren es dinero y tierras: mientras estés en condiciones de dárselas te seguirán, cuando no puedas ya enriquecerlos elegirán a algún otro, más rico y más dispuesto a sus peticiones y a su codicia siempre creciente.
—¿Has oído hablar alguna vez de la Legión Nova Invicta? —me preguntó.
—No. Las legiones fueron abolidas hace tiempo. Sabes perfectamente, mi señor, que la técnica militar ha experimentado una fuerte evolución en los últimos cien años.
Pensaba, por el contrario, en la legión que Germán había creado antes de morir al pie del gran muro, para defender el fuerte del monte Badon y que tal vez no existía ya.
—Te equivocas —dijo Orestes—. La Nova Invicta es una unidad escogida, formada solo por itálicos y hombres de las provincias, que yo he reorganizado en gran secreto y que tengo lista desde hace años al mando de un hombre muy íntegro y de grandes virtudes civiles y militares. En este momento se está acercando a marchas forzadas y pronto los soldados acamparán a no mucha distancia de nuestra residencia en Emilia. Pero no es esta la única novedad: no seré yo el emperador.
Le miré estupefacto mientras un pensamiento terrible comenzaba a abrirse paso en mi mente.
—¿No? —pregunté—. ¿Y quién será, entonces?
—Mi hijo —respondió—, mi hijo Rómulo, que adoptará también el título de Augusto. Llevará los nombres del primer rey y del primer emperador de Roma. Y yo le protegeré las espaldas, conservando el mando supremo del ejército imperial. ¡Nada ni nadie podrá causarle daño!
No dije nada, porque cualquier cosa que hubiera dicho habría sido inútil. Él había tomado ya la decisión y nada le habría hecho desistir de sus propósitos. No parecía tampoco darse cuenta de que estaba exponiendo a su hijo, mi alumno, mi muchacho, a un peligro mortal.
Aquella noche me acosté tarde y me quedé largo rato en mi lecho con los ojos abiertos sin conseguir conciliar el sueño. Eran demasiados los pensamientos que me asaltaban y entre ellos la visión de aquellos hombres que se acercaban a marchas forzadas para hacer de escudo a un emperador niño. Legionarios de la última legión consagrados al extremo sacrificio por el destino del último emperador...
La historia terminaba allí y Rómulo levantó la cabeza al tiempo que cerraba el libro. Se encontró de frente a Ambrosino.
—Una lectura interesante, supongo. Llevo llamándote desde hace un buen rato y tú no te dignas siquiera responder. La cena está lista.
—Discúlpame, Ambrosino, no te había oído. Vi que lo habías dejado aquí y pensé...
—No hay nada en este libro que no puedas leer. Ven, vamos.
Rómulo se puso el libro bajo el brazo y siguió al maestro hacia el refectorio.
—Ambrosino... —dijo de pronto.
—¿Sí?
—¿Qué significa esa profecía?
—¿Esa? Bueno, no es ciertamente un texto complicado de comprender.
—No, en absoluto, pero...
—Significa:
Llegará un joven del mar meridional
con una espada trayendo paz y prosperidad.
l águila y el dragón volverán a volar
sobre la gran tierra de Britania.
»Es una profecía, César, y como todas las profecías difícil de interpretar, pero capaz de hablar al corazón de los hombres que Dios ha elegido para sus misteriosos designios.
—Ambrosino... —dijo de nuevo Rómulo.
—Sí.
—¿Tú... querías a mi madre?
El anciano preceptor inclinó su calva cabeza asintiendo gravemente.
—Sí, la quería. Con un amor humilde y devoto que no habría osado confesarme ni siquiera a mí mismo, pero por el que habría estado dispuesto a dar la vida en cualquier momento.
Alzó de nuevo la mirada hacia el muchacho, y sus ojos relampaguearon como brasas cuando dijo:
—Quien la hizo morir pagará por esto con una muerte atroz. Lo juro.