13

Volvieron a partir inmediatamente al galope en dirección a Cumas, la antigua y gloriosa colonia griega reducida ahora ya desde hacía tiempo a un modesto pueblo de pescadores. Livia parecía conocer muy bien aquel territorio y se movía en la semioscuridad de la noche con gran rapidez y seguridad. La fuga de cuatro esclavos, el asesinato de una media docena de soldados de la guardia y el enorme caos creado en la piscina mirabilis debían de haber provocado un escándalo increíble y por tanto era necesario encontrar lo más rápidamente posible un lugar seguro y a trasmano. Batiato era tan enorme que llamaría la atención fueran donde fueran y había que encontrar la manera de hacerle pasar inadvertido. Entretanto era mejor evitar posadas, tabernas y lugares públicos. Livia les buscó acomodo en una zona sin vida de la ciudad, en un punto que ella conocía: el antiguo antro de la Sibila de Cumas, un lúgubre lugar que la gente decía era frecuentado por presencias demoníacas. Un demonio negro más no haría sino confirmar las habladurías populares.

Se detuvieron dentro del recinto amurallado en ruinas y Livia guió a sus compañeros al antro: una especie de túnel artificial tallado en la roca y de forma trapezoidal en lo alto. Consiguió encender un pobre fuego, luego se dedicó a coserle la herida a Batiato, le vendó lo mejor posible y le dio un paño para cubrirse. Entretanto los demás trataban de acomodarse como podían en aquel incómodo refugio. Aurelio recogió una gran cantidad de hojas secas, algunas las arrojó al fuego consiguiendo más humo que llamas; otras las esparció por el suelo para crear una especie de yacija. Livia sacó de la alforja toda la comida que tenía, bastante poco a decir verdad: un queso, unas pocas aceitunas y una hogaza, y lo ofreció para cenar a aquellos hombres exhaustos.

—No es gran cosa, lo justo para engañar al estómago. Mañana veremos qué podemos conseguir. Ahora es mejor que nos vayamos a descansar. No falta ya mucho para el amanecer.

—¿Descansar? —dijo Batiato—. Bromeas, tenemos demasiadas cosas que contarnos. Pregunto, ¿tienes idea de quiénes somos nosotros? ¿De lo que hemos pasado juntos? Dioses del cielo, no puedo creerlo. Este va y me dice: «Eh, tú, saco de carbón, procura no defraudarme, que he apostado un dineral por ti». Me vuelvo para escupir en la cara a ese hijo de puta y ¿a quién veo? A Aureliano Ambrosio Ventidio, en carne y hueso, justo delante de mí. Por Hércules, os juro que poco ha faltado para que me diera un soponcio. Me he dicho: ¿qué hace este galeote aquí, este hijo de perra?, ¿puedes creer que ha venido a liberar a su buen y viejo amigo? —Le temblaba la voz mientras hablaba, y le brillaban los ojos como a un niño—. ¿Puedes creer, me he dicho, que se ha acordado de mí y me ha descubierto en este agujero inmundo? Y además, me digo, ¿cómo se las ha arreglado para dar conmigo en el fondo de esta cloaca?, ¿quién le ha dicho que estaba aquí?... Dioses del cielo, no puedo creerlo. Dame un mamporrazo, que si estoy soñando quiero despertarme.

Vatreno le dio de verdad un mamporrazo en la cabeza. —¿Ves como estás despierto? ¡Todo anda bien, negro! Lo hemos conseguido, lo hemos conseguido. Los hemos jodido a todos. ¿Os imagináis a la llegada del magistrado, cuántos personajes respetables, cuántas devotas matronas se habrá encontrado braceando en el agua, cogidos in fraganti en un combate de gladiadores clandestino? ¡Me hubiera gustado ser rana para disfrutar de la escena! ¿Y os imagináis la de gente que habrá resfriada mañana en la ciudad y en sus alrededores?

Aurelio se echó a reír y a continuación todos los demás, en una carcajada estruendosa y gorgojeante parecida a veces a un sollozo, una carcajada liberadora como el llanto de un niño que ha estado dominado por el miedo.

Livia los miraba sin decir nada. La camaradería viril era una manifestación que le fascinaba, veía en ella concentradas todas las mejores virtudes del hombre: la amistad, la solidaridad, el espíritu de sacrificio, el entusiasmo. Hasta su soez lenguaje castrense, al que no estaba ciertamente acostumbrada, no le molestaba en aquella situación.

Luego, de repente, se hizo el silencio: el silencio de los recuerdos y de las nostalgias, el silencio de la memoria común de unos hombres que habían arrostrado los mismos peligros y padecido las mismas penalidades y las mismas fatigas durante años con el único consuelo de la amistad, del aprecio y de la fe de los unos en los otros. El silencio de la emoción y de la alegría incrédula de volver a encontrarse en contra de toda posible expectativa, en contra de los reveses del más adverso destino. Casi se podían ver los pensamientos que cruzaban por sus miradas, por los ojos húmedos, por las frentes demacradas; se podía leer su historia en las manos callosas, en los brazos llenos de cicatrices, en los hombros marcados por el peso de las armas. Pensaban en los compañeros que ya no estaban, que habían perdido para siempre, en el comandante Claudiano herido y luego aniquilado por la furia enemiga, privado para siempre del honor patricio de reposar en el mausoleo de sus mayores.

Fue Aurelio el que rompió aquel silencio cargado de emoción, cuando se dio cuenta de que los compañeros se sentían atraídos por el aspecto y el porte de Livia, a quien no habían visto nunca antes. Sin duda se preguntaban quién podía ser y por qué se encontraba con ellos en aquel lugar.

—Esta muchacha se llama Livia Prisca —dijo-— y es oriunda de una aldea de unas pocas cabañas que hay en la laguna entre Rávena y Altino. Ella es nuestro jefe, aunque soy consciente de que la cosa podría no gustaros.

—Bromeas —rebatió Vatreno, como volviendo a la realidad—. El jefe eres tú, aunque, en teoría, yo tengo un grado más elevado.

—No. Ella me salvó la vida y me dio un objetivo, algo por lo que luchar. Es una mujer, pero es como si fuese un hombre..., en determinados aspectos incluso mejor. Es... es... En suma, ella nos paga para llevar a cabo nuestra misión. Pero seré yo quien mande esta misión, ¿me he explicado?

Batiato meneó su cabezón, perplejo. Livia intervino, refiriéndose a los dos hombres que se habían unido a ellos durante la fuga.

—Estos hombres, ¿quiénes son? ¿Podemos confiar en ellos?

—Os estamos agradecidos por habernos permitido venir con vosotros —dijo uno de los dos—. Nos habéis salvado la vida. Mi nombre es Demetrio, soy griego de Heraclea, y he sido prisionero de guerra. Fui capturado por los godos en Sirmio mientras patrullaba por el Danubio con mi embarcación, y luego fui vendido a los hérulos de Odoacro que me mandaron aquí a servir en la flota porque era marinero. Soy excelente con la espada, os lo aseguro, y mucho más diestro aún en el lanzamiento de cuchillos. Este es mi amigo y compañero de armas Orosio. Ha tomado parte en campañas militares en medio mundo y tiene la piel dura como el cuero.

—Son dos valientes —confirmó Vatreno—, y en todo este tiempo en el que hemos estado juntos se han comportado siempre lealmente. Detestan a los bárbaros igual que nosotros y no sueñan más que con reconquistar su libertad.

—¿Tenéis familia? —preguntó Aurelio.

—Yo la tenía —respondió Demetrio—, una mujer y dos niños de catorce y dieciséis años, pero no sé ya nada de ellos desde hace cinco años. Vivían en el pueblo próximo a nuestros cuarteles de invierno. Mientras yo estaba realizando un reconocimiento en el río los alanos tendieron un puente de barcas durante la noche, cogieron por sorpresa a los nuestros y los aniquilaron. Cuando volví no encontré más que cenizas y carbones sumergidos en un negro fango, bajo la lluvia torrencial. Y cadáveres, cadáveres por todas partes. No olvidaré aquella escena aunque viva cien años. Les di la vuelta uno por uno, con el ánimo lleno de angustia, esperando a cada momento reconocer un rostro querido... No pude seguir.

—Yo tenía mujer y una hija —dijo entonces Orosio—. Mi mujer se llamaba Asteria y era hermosa como el sol. Un día, volviendo a casa de permiso después de una larga campaña en Mesia, encontré mi ciudad saqueada por los rugios. Se las habían llevado a las dos. Traté por todos los medios de dar con el paradero de aquella tribu, mi comandante mandó unos guías indígenas con una oferta de rescate, pero aquellos salvajes pedían un precio exorbitante que no podía pagar de ningún modo. Desaparecieron en la inmensidad de sus praderas tal como habían llegado... Desde entonces no sueño con otra cosa que perseguir su rastro. De noche, antes de dormirme, pienso dónde pueden encontrarse, bajo qué cielo... Me pregunto qué aspecto tendrá ahora mi niña...

Bajó la cabeza sin decir nada más.

Eran historias como tantas otras en aquellos tiempos, pero Aurelio no por ello dejó de sentirse menos impresionado. No se había resignado nunca, no había compartido jamás el sueño de la ciudad de Dios proclamado por Agustín de Hipona ni había visto nunca ninguna ciudad en el cielo entre las nubes: la única ciudad para él era la urbe de las siete colinas, recinto amurallado aureliano, recostada a orillas del Tíber divino, la urbe violada y sin embargo inmortal, madre de todas las tierras y de todas las tierras hija, custodia de los más sagrados recuerdos. Les preguntó:

—¿Y ahora adonde queréis ir?

—No tenemos a donde ir —respondió Orosio.

—No tenemos ya nada. Ni a nadie —le hizo eco Demetrio—-. Si vosotros tenéis un objetivo y una meta, por favor, tomadnos con vosotros.

Aurelio miró a Livia con mirada interrogativa y ella asintió.

—Me parecen buenos soldados —dijo—. Y necesitamos hombres.

—Pero eso no significa que se quieran quedar cuando les hayamos dicho lo que queremos hacer.

Los hombres se miraron a la cara el uno al otro ante aquellas palabras.

—Si no se lo dices, no lo sabrán nunca —dijo finalmente Batiato.

—¿A qué viene todo este misterio? ¡Vamos, vomita! —le apremió Vatreno.

—Podéis confiar en nosotros. Nuestros amigos bien que lo saben. En combate siempre hemos tratado de protegernos mutuamente —insistieron Demetrio y Orosio.

Aurelio intercambió una rápida mirada con Livia y ella asintió de nuevo. Entonces prosiguió:

—Queremos liberar al emperador Rómulo Augusto de Capri, donde se le retiene prisionero.

—¿Qué has dicho? —preguntó, incrédulo, Vatreno.

—Lo que has oído.

—Por Hércules —exclamó Batiato-—. ¡Esta sí que es gorda!

—¿Gorda dices? Es una verdadera locura. Debe de estar custodiado por miles de soldados —dijo Vatreno.

—Bastardos pecosos —gruñó Batiato—. Los odio.

—Setenta en total. Los hemos contado —precisó Livia.

—Y nosotros somos cinco —dijo Vatreno mirando a la cara a sus compañeros, uno por uno.

—Seis —precisó de nuevo Livia con pundonor.

Vatreno se encogió de hombros.

—No la infravalores —le advirtió Aurelio—. Casi le arrancó las pelotas a uno más grande que tú en el puerto y si no intervengo yo lo degüella como a un cabrito.

—Pero... —dijo Orosio mirando de arriba abajo a la muchacha.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Aurelio—. Tened en cuenta que sois libres. Podéis iros y tan amigos. Me pagáis la bebida cuando nos volvamos a ver en algún burdel.

—¿Y cómo quieres arreglártelas tú solo? —preguntó Batiato.

Vatreno suspiró.

—Comprendido. Hemos huido del ruego para caer en las brasas, por lo menos aquí parece que no va a faltar la diversión. ¿Vamos a ganar algo también, por casualidad? Yo no tengo ni un cuarto y...

—Mil sólidos de oro por cabeza —respondió Livia—, cuando la misión haya sido llevada a cabo.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Vatreno—. Por mil sólidos os traigo a Cerbero del Averno.

—Entonces, ¿a qué esperamos? —preguntó Batiato—. Me parece que estamos todos de acuerdo, ¿no?

Aurelio levantó la mano en un gesto perentorio y de nuevo se hizo el silencio.

—Es una empresa difícil —dijo—, la más difícil que cada uno de nosotros pueda haber llevado nunca a cabo: penetrar en la isla, liberar al emperador y llevarle a través de Italia hasta un punto de la costa adriática donde una nave esperará para conducirle a un lugar seguro. Allí se nos pagará a todos a través de Livia y de las personas que le han encargado realizar esta misión.

—¿Y luego? —preguntó Vatreno.

—Preguntas demasiado —respondió Aurelio—. A mí me parece ya mucho haberos sacado de ese infierno. Tal vez nos iremos cada uno por nuestro lado, o tal vez el emperador nos tome con él, o tal vez... ¡Ah!, dejémoslo estar. Estoy rendido y quisiera dormir. Con la luz del día estaremos todos lúcidos. Lo primero, de todos modos, es proveernos de una barca para acercarnos a la isla y estudiar la situación, luego ya se verá. ¿Quién hace el primer turno de guardia?

—El primero y único, dada la hora. Ya lo hago yo —se ofreció Batiato—. No tengo sueño, y además en la oscuridad soy prácticamente invisible.

Estaban exhaustos, rendidos, perseguidos por todas partes, amenazados con penas atroces si eran apresados, pero eran de nuevo dueños de su destino y por ninguna razón del mundo hubieran permitido que se les escapase de las manos. Antes afrontarían la muerte.

Los primeros días en la nueva residencia de Capri le habían parecido a Rómulo casi agradables: los colores de la isla, el intenso verde de los bosques de pinos, de los matorrales de mirtos y de lentiscos, el vivo amarillo de las retamas y el gris plateado de los acebuches bajo aquel cielo turquesa, en aquella luz mágica y cegadora, daban la sensación de encontrarse en una especie de Elíseo encantado. De noche la luna hacía centellear de trémulos reflejos las olas del mar, hacía blanquear la espuma entre los cantos rodados de la orilla donde rompía la resaca, o alrededor de los grandes pináculos rocosos que se erguían cual torres ciclópeas del mar. El viento traía el olor salobre hasta los glacis de la gran villa junto con los mil aromas de aquella tierra encantada: así Rómulo había imaginado en sus fantasías de chiquillo la isla de Calipso donde Ulises había olvidado durante siete largos años haca, áspera y pedregosa.

La brisa de la tarde traía el olor del higo, el aroma del romero y del mastranzo, junto con los sonidos amortiguados por la distancia: balidos, llamadas de pastores, chillar de pájaros que revoloteaban en amplias evoluciones en el cielo carmesí del crepúsculo. Los barcos de vela volvían a puerto como corderos al redil, el humo se alzaba en lentas espirales de las casas apiñadas en el fondo, en torno a la tranquila cala.

Ambrosino había comenzado enseguida a recoger hierbas y minerales, siempre bajo la vigilancia de los soldados de la guardia, a veces en compañía de Rómulo al que trataba de enseñar las virtudes de las bayas, raíces y hierbas. De noche, en cambio, pasaba largas horas observando el firmamento y los movimientos de las constelaciones, e indicaba a su discípulo la Osa Mayor y la Menor junto con la estrella del norte.

—Ese es el astro de mi tierra —decía—, Britania, una isla tan grande como Italia entera, verde de bosques y de prados, recorrida por rebaños inmensos, por manadas de pardos bueyes de grandes cuernos negros. En sus extremas estribaciones en verano el sol no se pone jamás, su luz continúa iluminando el cielo a medianoche, y en invierno la noche dura seis meses.

—Una isla tan grande como Italia —repetía Rómulo—. ¿Cómo es posible?

—Así es —rebatía Ambrosino, y le recordaba el periplo del almirante Agrícola que en tiempos del emperador Trajano la había circunnavegado por completo.

—Y aparte..., aparte de esas noches interminables, ¿qué otra cosa hay, Ambrosino?

—Aparte, se encuentra la más extrema de las tierras emergidas, la última Thule, circundada por una muralla de hielo de doscientos codos de alto, batida día y noche por vientos helados, guardada por serpientes marinas y monstruos de colmillos afilados como puñales. Nadie que se haya dirigido nunca allí ha regresado, excepto un capitán griego de Marsella llamado Piteas. Él describe un remolino inmenso que traga las aguas del océano durante horas y horas y luego las vomita al exterior con un espantoso estrépito junto con los esqueletos de las naves y de los marineros, expulsándolas hasta sumergir millas y millas de costas y de playas.

Rómulo le miraba entonces fijamente con una mirada llena de maravillado asombro y olvidaba sus penas.

De día daban vueltas por los vastos patios y por las atalayas que caían a plomo sobre el mar. Si encontraba un asiento a la sombra de un árbol, Ambrosino se sentaba a impartir sus enseñanzas al alumno que le escuchaba con atención. Pero con el paso de los días el espacio destinado a su existencia se hacía cada vez más exiguo; el cielo, cada vez más lejano e indiferente; todo aparecía espantosamente igual e inmutable: el vuelo de las gaviotas; los centinelas armados que hacían la ronda por los glacis, autómatas revestidos con su loriga e impasibles; las lagartijas que se calentaban al sol del otoño y corrían a esconderse en las grietas del muro si el ruido de un paso se acercaba.

A veces dominaba al chico alguna angustia imprevista, una punzante melancolía, y contemplaba fijamente el mar inmóvil durante horas, otras era presa de la rabia y de la desesperación y tiraba piedras contra el muro, a decenas, a centenares, ante la mirada burlona de los guerreros bárbaros, hasta que caía abatido, jadeando, empapado en sudor. Su maestro le mirada entonces con ternura, pero no cedía sin embargo a la emoción. Se acercaba para darle nuevos ánimos, para reconvenirle, le exhortaba a mantener la dignidad de sus mayores, le recordaba la austeridad de Catón, la cordura de Séneca, el heroísmo de Mario, la grandeza incomparable de César.

Un día que le vio abatido y extenuado sobremanera por aquel juego loco e inútil, humillado por las carcajadas y las pullas de sus carceleros, se le acercó apoyándole una mano en un hombro y dijo:

—No, César, no. Ahorra tus fuerzas para cuando empuñes la espada de la justicia.

Rómulo sacudió la cabeza.

—¿Para qué hacerme ilusiones? Ese día nunca llegará. ¿Ves a esos hombres de allí abajo, en su trinchera de guardia? También ellos son prisioneros de este lugar, envejecerán en medio del aburrimiento y del tedio hasta que envíen a otros para sustituirlos y otros más y yo estaré siempre aquí, ellos cambiarán y yo seré siempre el mismo, como los árboles y los muros, me volveré viejo sin haber sido nunca joven.

La pluma de un ave descendió lentamente desde lo alto. Rómulo la cogió, la apretó en su puño y luego abrió nuevamente la mano mirando con fijeza a los ojos de su preceptor:

—¿O piensas construirme dos alas de plumas y de cera, como hiciera Dédalo para Ícaro, y alzar el vuelo desde aquí? Ambrosino bajó la cabeza.

—Ojalá pudiera, hijo mío, ojalá pudiera... Pero tal vez algo puedo hacer por ti, puedo enseñarte una cosa: no dejar que aprisionen tu alma como tu cuerpo. —Levantó los ojos al cielo—. Mira esa gaviota..., ¿la ves? Pues deja que tu alma vuele con ella, allí arriba, respira profundamente... así, más, más. —Apoyó sus manos sobre las sienes cerrando los ojos—. Y ahora vuela, hijo mío, cierra los ojos y vuela... por encima de estas miserias, más allá de los muros de esta morada caduca, por encima de los farallones y de los bosques, vuela hacia el disco solar y báñate en su luz infinita. —Bajó la voz mientras las lágrimas rodaban lentamente de sus ojos cerrados—. Vuela —decía con voz queda—, nadie puede aprisionar el alma de un hombre...

El respirar de Rómulo se hizo primero más rápido como el de un cachorro aterrado, luego se calmó y adquirió un ritmo lento y regular como de un sueño tranquilo.

Otras veces, cuando todo era inútil, cuando no había palabras que tuvieran un sentido para el chico, Ambrosino iba a sentarse en un rincón del patio y se dedicaba a la redacción de sus memorias. Rómulo se mantenía a su vez aparte trazando signos en la arena con un palo, pero luego, poco a poco, comenzaba a acercarse, le miraba a hurtadillas, tratando de imaginar qué era lo que escribía en aquel volumen con aquella caligrafía apretada y regular.

Un día se presentó ante él de improviso y le preguntó:

—¿Qué escribes?

—Mis memorias. Y también tú deberías dedicarte a escribir, o por lo menos a leer. Ayuda a olvidar la pesadumbre, libera al alma de la angustia y del aburrimiento de lo cotidiano, nos pone en contacto con un mundo distinto. He pedido libros para tu biblioteca y los he obtenido. Llegan hoy de Nápoles: no solo filosofía, geometría y manuales de agricultura, sino también hermosísimas historias: las Etiópicas de Heliodoro, los Amores pastoriles de Dafnis y Cloe, las aventuras de Hércules y de Teseo, los viajes de Ulises. Ya verás. Ahora voy a ver si todo se coloca adecuadamente. Luego te prepararé la cena. No te alejes demasiado, no quiero desgañitarme cuando tenga que llamarte.

Ambrosino apoyó su libro sobre el banco en el que estaba sentado, cerró con cuidado el tintero, guardó la pluma y acto seguido se dirigió hacia la planta de la antigua biblioteca imperial; en otro tiempo ese lugar albergaba miles y miles de volúmenes procedentes de todas las partes del imperio, en latín y en griego, en hebreo y en sirio, en lengua egipcia y fenicia. Ahora los grandes nichos que albergaban los estantes eran como órbitas vacías y ciegas, abiertas de par en par a la nada. Había quedado solo un busto de Hornero, también él ciego, blanco como un fantasma en aquella gran sala oscura.

Rómulo caminó un rato a lo largo del perímetro del vasto patio y cada vez que pasaba cerca del volumen de Ambrosino le echaba una mirada distraída. En un determinado momento se detuvo y lo miró intensamente. Tal vez era algo inconveniente leer lo que había escrito en él, pero su preceptor lo había dejado allí, sin custodia y sin ningún ruego, tal vez podría echarle incluso una ojeada. Se sentó y lo abrió: en el frontispicio había dibujada una cruz con las letras alfa y omega en los extremos de los brazos y, debajo, el dibujo de una ramita de muérdago corno el de plata que colgaba del cuello de Ambrosino.

Hacía una tarde tibia y las últimas golondrinas se reunían en medio del cielo y se llamaban unas a otras, como si fuesen reacias a dejar los nidos ahora ya vacíos para emigrar hacia las tierras cálidas. Rómulo sonrió y dijo en voz baja:

—Idos, idos, golondrinas, vosotras que podéis, volad lejos. Volveréis a encontrarme el año próximo en este mismo lugar, ya me quedaré yo para custodiar vuestro nidos.

Luego volvió la página y comenzó a leer.