12

La gente llegaba por separado, en silencio y en pequeños grupos, en la más completa oscuridad, hombres en su mayoría pero también mujeres y hasta muchachos. A su llegada a la entrada eran cacheados y, si se les encontraba alguna arma, se los obligaba a dejarla bajo la custodia de los vigilantes. La única luz era la de una pequeña linterna que servía para controlar las téseras de entrada, semejantes a la que Aurelio había recibido en Pozzuoli del banquero Eustaquio.

Aurelio y Livia se pusieron a la cola esperando su turno. Livia se había peinado y se había tocado con un velo que le daba una cierta gracia femenina. De pronto se oyó correr un rumor entre el gentío y a continuación el ruido de unos pesados pasos y un tintinear de cadenas; todos se abrieron para dejar paso al grupo de combatientes que debían enfrentarse en duelo aquella noche. Entre ellos destacaba un gigante que les sacaba más de una cabeza a todos los demás: «¡Batiato!». Aurelio se acercó aunque Livia tratase de retenerle y cuando estuvo cerca de la lucerna se destocó y dijo:

—¡Eh, tú, saco de carbón, he apostado un montón de dinero por ti, procura no defraudarme!

Batiato se volvió hacia el lugar de donde procedía aquella voz y se encontró frente a su antiguo compañero de armas. Los ojos le brillaron de asombro en la semioscuridad y poco faltó para que la emoción los traicionase a ambos, pero Aurelio le hizo una rápida seña y se volvió a cubrir de inmediato. El maestro de gladiadores dio un estirón a la cadena y Batiato se encaminó gradería arriba en dirección al interior de la inmensa cisterna. Poco después Aurelio vio también a Vatreno y no pudo contener las lágrimas. Un pedazo de su vida pasada volvía de improviso en aquel lugar oscuro y lúgubre; compañeros que creía perdidos se le aparecían vivos y próximos, los trasladaban a un tiempo de inmensa alegría y un terrible temor. Temor a que todo volviera a hundirse en la nada, temor a no ser la persona adecuada para aquella tarea, que su intento pudiera fracasar tal corno había ya fracasado el de liberar a Rómulo en Rávena. Livia intuyó lo que estaba pasando por su mente, le apretó con fuerza el brazo y le susurró al oído:

—Lo conseguiremos, estoy segura de que lo conseguiremos. Ahora ánimo, entremos.

El vigilante estaba a punto de poner las manos sobre Livia, pero Aurelio se le adelantó.

—Eh, tú, déjala, es mi prometida, no la cerda de tu madre.

El hombre gruñó un tanto despechado y luego dijo:

—Pues deja que te cachee por lo menos a ti y enséñame el pase, si no quieres que te quite las ganas de hacerte el gracioso.

Y echó mano a una especie de clava que le colgaba de la cintura.

Aurelio mostró la tésera y levantó las manos resoplando mientras el otro le cacheaba.

—Puedes entrar —dijo una vez que lo encontró todo en regla.

Se volvió para controlar a algunos otros clientes que subían en aquel momento hacia la entrada.

Entretanto Aurelio y Livia comenzaron a bajar la larga gradería que llevaba al fondo de la cisterna, y se encontraron ante un espectáculo increíble. A la luz de docenas de antorchas aparecía la grandiosa piscina mirabilis, un depósito capaz de contener agua suficiente para toda una ciudad. Se hallaba dividido en cinco naves sostenidas por unos arcos altísimos. Las paredes y el fondo estaban cuidadosamente alisados, el suelo tenía una doble inclinación que convergía en el centro hacia la fosa del limo, un conducto cerrado por medio de una compuerta que antiguamente se abría de vez en cuando para expeler al exterior el ligero lodo suelto que se depositaba en el fondo con el paso del tiempo. Arriba, cerca del techo, en la pared de levante, se veía el conducto del acueducto destinado en otro tiempo a llenar la cisterna, ahora cerrado por una compuerta. Una larga rebaba herrumbrosa y un leve goteo indicaban que había aún agua en la zona de alimentación del acueducto, pero que era desviada hacia algún colector lateral. En la pared opuesta, al oeste, se abría la antigua toma de agua que alimentaba los depósitos para la flota con el agua de la superficie, la más cristalina y pura. Ahora toda aquella enorme instalación, que otrora alimentaba de agua a los marineros y soldados de la más poderosa flota del mundo, era solo un abismo vacío, depósito de una violencia ciega y sanguinaria, lupanar de los más sórdidos instintos.

Aurelio observó cerca de uno de los pilares algunos cubos de agua con unos escobillones de matadero que debían de servir para lavar la sangre. En el fondo, adosada a la pared sur, había una especie de caseta de madera cubierta por una techumbre que debía de hacer las veces de vestuario para los gladiadores.

Livia pasó a su compañero la espada y el puñal y conservó para sí el resto de las armas.

—¿Dónde debo situarme? —le preguntó.

Aurelio miró a su alrededor.

—Lo mejor es que vuelvas cerca de la entrada. Desde allí arriba dominas toda la situación y me mantienes despejado el camino de huida. Te ruego que no me pierdas de vista: apenas me veas atacar, golpea a todo el que me cierre el paso. Cuento contigo.

—Seré tu ángel de la guarda.

—¿Qué es eso?

—Una especie de genio alado de nosotros los cristianos. Parece que cada uno tenemos uno que nos protege.

—Cualquier cosa que me cubra el trasero me está bien. Ahí está mi apostador. Ve arriba, vamos.

Livia subió ligerísima la larga gradería y se situó en la sombra cerca de la puerta de entrada apenas entornada. Cogió el arco de debajo de la capa y apoyó en el suelo la aljaba llena de afilados dardos. Aurelio se acercó al apostador, quien le dijo:

—Ah, nuestro misterioso amigo cargado de dinero. Entonces, ¿apuestas a que el negro pierde?

—Acabo de verle: da miedo, es un verdadero hércules. ¿Y qué podría domarle?

—Eso es un secreto, no puedo decírtelo.

—Tú me dices el secreto y yo pongo el dinero.

E hizo tintinear la bolsa que sostenía en la mano.

El hombre le echó una mirada codiciosa.

—Si te digo que es seguro, es que es seguro. Mira, esta es mi participación.

E indicó un montoncito de sólidos de oro.

Otros apostantes cerca de él le gritaron:

—Adelante, hombre, adelante con las apuestas que el espectáculo está a punto de comenzar: ¿quién apuesta por el hércules negro?

Y mientras crecían cada vez más el bullicio y el entusiasmo, un grupo de servidores comenzó a montar una especie de barandilla de contención de hierro que delimitaba el campo para el combate. Al mismo tiempo se vio a un grupo de hombres armados al fondo de la sala que tomaban posiciones. Aurelio los observó y trató de llamar la atención de Livia sobre ellos con gestos elocuentes de la mano. Livia hizo una seña de asentimiento, los había visto.

La primera pareja de combatientes entró en el espacio cerrado y dio comienzo el duelo entre las aclamaciones cada vez más encendidas de la muchedumbre apiñada. El clima se estaba calentando, y aquellos combates preliminares debían de servir para preparar el acontecimiento más esperado de la velada: ¡la prueba del hércules negro! No quedaba ya mucho tiempo: ¿a qué se refería el apostador con aquella frase sibilina? Aurelio pensó en hacerle hablar a cualquier precio, aunque fuera apuntándole un puñal en las costillas: entre el gentío nadie lo notaría. Vio que un gran montón de dinero se estaba acumulando en su mesa y fue presa del pánico: debía de estar verdaderamente seguro de que el negro perdería. Sus miradas se cruzaron durante un instante y le hizo una seña como diciendo: «Entonces, ¿te decides o qué?».

Vio que la guardia estaba distraída con el combate que se estaba desarrollando, cada vez más furibundo, pero muy pronto el duelo pareció encaminarse a un rápido desenlace. Golpeado en un hombro, uno de los dos combatientes vaciló y el contrincante le asestó el golpe de gracia. El aullido delirante de la multitud resonó en mil ecos que reverberaron y se rompieron entre los arcos y los pilares.

Pero justo en aquel momento el oído de Aurelio, adiestrado a distinguir un ruido de otro en plena batalla, percibió un cierto alboroto que llegaba de su izquierda, de la parte de los vestuarios. Se deslizó entonces a lo largo de las paredes y se acercó lo suficiente para ver. Cuatro hombres habían atado a Vatreno y le estaban amordazando, mientras su armadura y su yelmo con la celada se los ponía otro gladiador de la misma complexión y de la misma estatura.

¡Este era el truco! Habían advertido que Batiato no lanzaba nunca ataques mortales contra el hombre que llevaba puesto aquel equipo y viceversa, y querían castigar el engaño: Batiato sería cogido por sorpresa por el golpe mortal asestado por un enemigo enmascarado de amigo y los apostantes ganarían una suma enorme. Agradeció para sus adentros a los dioses que le estaban haciendo aquel magnífico regalo, se agazapó en un rincón y esperó pacientemente. Vio que hacían salir a Batiato. Cubierto solo por una faja lumbar, la imponente musculatura reluciente de sudor, embrazaba un pequeño escudo redondo y una curva daga sarracena. A su aparición la multitud lanzó un rugido, mientras los servidores retiraban al gladiador caído. Detrás de él el falso Vatreno se disponía a seguirle. Era el momento. Aurelio entró como un rayo en el vestuario sorprendiendo a los dos soldados de la guardia: decapitó al primero de un solo mandoble y hundió el puñal hasta la empuñadura en el pecho del segundo. Uno y otro se desplomaron sin un gemido.

—¡Vatreno, soy yo! —dijo mientras desataba a su amigo y le quitaba la mordaza.

—¡Por Hércules! ¿De dónde sales? Rápido, Batiato está en peligro.

—Lo sé, vamos.

Se precipitaron al exterior; Livia, angustiada porque desde hacía un rato había perdido de vista a Aurelio, lo localizó. Empulgó la flecha y tensó la cuerda de su arco, lista para disparar.

Vatreno y Aurelio se abrieron paso entre la multitud vociferante, tratando de llegar a la primera fila. Batiato se batía contra los tres adversarios, pero era evidente que sus golpes se abatían con distinta violencia sobre los dos que tenía a los lados que sobre el que tenía delante, que debía de parecerle en todo semejante a su amigo.

Llegaron en el instante en que el falso Vatreno, tras una serie de golpes espectaculares pero sin dar en el blanco, típicos de una fingida escaramuza, de repente asestó inesperadamente un golpe dirigido y centrado directamente en la base del cuello. En ese mismo instante el verdadero Vatreno gritó a voz en cuello:

—¡Batiato, cuidado!

El gigante se dio cuenta de ello en un relámpago, hizo un quiebro evitando la muerte, pero no así una herida que le desgarró la piel de encima del hombro izquierdo. Aurelio había abatido ya la barandilla de contención y había traspasado a uno de los dos contrincantes, Vatreno abatió al segundo mientras Batiato, tras reconocer al amigo que tenía a su lado con el rostro descubierto, una vez recuperado el equilibrio se arrojó sobre su doble segándole la vida con una estocada. Luego los tres se lanzaron hacia delante con las armas esgrimidas haciendo que la multitud, que aún no se había dado cuenta de lo que estaba sucediendo, les abriera el paso y corrieron hacia la gradería.

—¡Por aquí! —gritaba Aurelio—. ¡Por ese lado! ¡Rápido, rápido!

Estalló un espantoso tumulto. La gente, aterrorizada, corría gritando en todas direcciones. Los soldados de la guardia se arrojaron en su persecución, pero Livia vigilaba. Los dos primeros fueron asaeteados con mortífera precisión, uno en el pecho, el otro en medio de la frente; un tercero cayó redondo al suelo a pocos pasos de la rampa. El resto, una veintena, consiguieron alcanzar la base de la escalera y lanzarse en su persecución gritando a su vez y dando la voz de alarma. Arriba, el guardián se asomó a la galería, pero Livia, pegada contra la pared, le empujó por detrás y le hizo precipitarse abajo. Su grito solo se vio interrumpido al contacto brutal con el suelo, cien pies más abajo. Estaban cerca de la salida cuando la puerta, de repente, se cerró desde fuera con un ruido de cerrojos. Los soldados estaban ya en lo alto de la escalera y los cuatro tuvieron que volverse y hacerles frente. Batiato cogió al primero que se le puso a tiro y le estampó sobre los demás como un fantoche haciéndoles rodar escaleras abajo. Luego se volvió hacia la puerta y gritó:

—¡Atrás!

Los amigos se hicieron a un lado y él se arrojó hacia delante como un ariete. Arrancada de sus goznes, la puerta se abatió sobre el suelo y los cuatro salieron al aire libre. Uno de los soldados de la guardia había quedado aplastado debajo de la puerta, otro se dio a la fuga a la vista de aquel demonio negro que emergía de una nube de polvo y de cascotes.

—¡Por aquí, seguidme, rápido! —gritó Livia.

Pero Aurelio se dirigió hacia la compuerta del conducto de alimentación gritando:

—¡Querían un baño en la piscina y lo tendrán, por Hércules!

—No hay tiempo que perder —gritaba Livia—. ¡Vamos! ¡Vamos!

Pero Aurelio estaba ya en el árgana y Batiato no tardó en llegar a su lado. Aunque el engranaje estaba bloqueado por la herrumbre, la fuerza del gigante lo desbloqueó con un golpe seco. La compuerta se levantó y el agua se precipitó en el interior con un fragor de cascada. Los gritos desesperados de la multitud salieron por la estrecha entrada de la puerta superior como un coro de animales condenados desde los abismos del infierno, pero ya los dos amigos se precipitaban detrás de Livia y Vatreno que corrían por la pendiente en dirección a los caballos.

Llegó un grito hasta ellos:

—¡Esperadnos! ¡Vamos con vosotros!

—¿Quiénes son? —preguntó Aurelio volviéndose hacia atrás.

—Dos compañeros de desventura —respondió Batiato jadeando—. ¡Moveos! ¡No hay un momento que perder!

Aurelio y Livia recuperaron sus cabalgaduras y guiaron a los demás al molino de aceite colindante con un bosquecillo de olivos, donde esperaban otros tres caballos.

—No habíamos previsto una compañía tan numerosa. Los dos más ligeros, juntos —ordenó Aurelio—. ¡Batiato, ese es el tuyo! —E indicó un robusto corcel de pelaje oscuro.

—¡De acuerdo! —gritó Batiato mientras saltaba a la grupa.

Se oyó en aquel momento un sonido de trompa que lanzaba agudos sones de alarma.

—¡Vamos! —gritó Livia—. ¡Vamos! ¡Dentro de pocos momentos los tendremos encima!

Partieron al galope a través del bosquecillo de olivos para alcanzar una cueva abierta en la toba, un refugio para las ovejas que pastaban de noche entre los rastrojos. Más allá, ocultos completamente a la vista, vieron poblarse la campiña de sombras a caballo, arder de antorchas encendidas que hendían la oscuridad en todas las direcciones cual meteoros enloquecidos: gritos, órdenes rabiosas, llamadas que resonaban en cada concavidad. Pero los viejos compañeros de armas no veían y no oían ya nada. Locos de alegría, incrédulos aún, se estrechaban en aquel momento en un fuerte y emocionado abrazo, se reconocían en la oscuridad sin verse, por el olor, por el sonido de las voces rotas por la emoción, por la dureza roqueña de los cuerpos, como viejos mastines que vuelven de una batida nocturna. Aureliano Ambrosio Ventidio, Rufio Elio Vatreno, Cornelio Batiato, soldados de Roma, romanos por romano juramento.