Llegaron a las inmediaciones de Pozzuoli dos días después, al anochecer. Ahora las jornadas ya se habían acortado y el sol se ponía pronto, en medio de un halo de vapores rojizos. La región más hermosa de Italia se asemejaba aún bastante a un país feliz: no se veían allí los signos de las espantosas devastaciones del norte ni la desolación y la miseria de las regiones centrales. La feracidad extraordinaria de los campos, que permitía dos cosechas al año, hacía que hubiera comida suficiente para todos y que pudiera venderse a un precio caro también en los lugares en que escaseaba. Había aún verdura en los huertos y hasta flores en los jardines, y la presencia de bárbaros era menos perceptible que en el norte. La gente era amable y solícita; los niños, alborotadores y un tanto agobiantes y por todas partes se percibía aún el fuerte acento griego de los napolitanos. Livia observó que cuando la señalaban decían «chilla femina» en vez de «illa foemina». En Pozzuoli compraron comida en el mercado que había dentro del anfiteatro los días pares de la semana. El foso, en otro tiempo teñido de la sangre de los gladiadores, estaba ahora abarrotado de tenderetes en los que se vendían nabos y garbanzos, calabazas y puerros, cebollas y alubias, berzas, achicorias y toda clase de frutas de la estación, entre las que destacaban los higos, las manzanas rojas, verdes y amarillas y las granadas de un bonito rojo encendido. Algunas, partidas artísticamente en dos, mostraban en su interior los granos semejantes a rubíes. Una verdadera fiesta para los ojos.
—Parece renacer —dijo Aurelio—. Todo es tan distinto aquí...
—¿Habías estado alguna vez? —preguntó Livia—. Yo sí. Hace un par de años con hombres de Antemio para escoltar al obispo de Nicea hasta Roma.
—No —respondió Aurelio—. No he pasado nunca más allá de Palestrina. Nuestra unidad estuvo siempre destinada en el norte: en Nórica o en Retia o en Panonia. El clima aquí es muy benigno, la tierra está cargada de aromas y la gente es de lo más afable. Parece otro mundo.
—¿Te das cuenta ahora de por qué la gente que llega a este país no quiere irse ya de él?
—Ya —respondió Aurelio—. Y si he de serte sincero me gustaría mucho más establecerme aquí, de poder elegir, que en tu zona pantanosa.
—Laguna —le corrigió Livia.
—Laguna o zona pantanosa, no hay gran diferencia. ¿De dónde crees que saldrán? —preguntó a renglón seguido cambiando de repente de conversación.
—Del puerto de Nápoles. Sin duda. Es el camino más corto para Capri. Y allí se encuentran- los almacenes para aprovisionarse de todo lo necesario para una larga estancia.
—Entonces, movámonos. No tenemos mucho tiempo, y esta tierra es tentadora. También Aníbal y su ejército sucumbieron al ocio a los placeres de la vida en estos lugares.
—Los ocios de Capua... —asintió Livia—. Conoces a Tito Lino y Cornelio Nepote. Recibiste como yo la educación típica de una buena familia de la clase media si no de la alta sociedad. Por otra parte, si el nombre que llevas es el tuyo...
—¡Es el mío! —tronó Aurelio.
Llegaron al puerto de Nápoles avanzada ya la mañana del día siguiente y se mezclaron con el gentío que atestaba el mercado y los muelles, para escuchar y eventualmente pescar alguna información. Comieron pan y pescado frito en el mostrador de un vendedor ambulante y admiraron la belleza del golfo y la mole imponente del Vesubio, de la que salía un penacho de humo que el viento empujaba hacia levante. Al atardecer vieron llegar el cortejo imperial: las armaduras, los escudos y los yelmos de los guerreros bárbaros parecían arneses monstruosos en el clima pacífico, festivo y multicolor del puerto. Los niños se metían casi entre las patas de los caballos, otros se acercaban a los guerreros tratando de venderles dulces, semillas tostadas y pasas. Cuando Rómulo bajó de su carruaje se agolparon en torno a él fascinados por su aspecto, por las vestiduras recamadas, por los rasgos aristocráticos de su rostro y por su expresión melancólica. Ni Aurelio ni Livia pudieron resistirse a mirar. Con el rostro cubierto el uno con un sombrero de paja de amplias alas, la otra con un mantón, se encaminaron a lo largo del muelle y, tras quedarse al abrigo en la sombra del porche que lo flanqueaba hasta el fondo, consiguieron ver desde una distancia muy próxima al emperador niño rodeado de sus jóvenes súbditos.
—¿Vendrías a jugar con nosotros? —preguntaba uno.
—¡Sí, ven, tenemos una pelota! —decía otro.
Uno le ofreció una fruta.
—¿Quieres una manzana? Es buena, ¿sabes?
Rómulo sonreía un poco incómodo, sin saber qué responder, pero Wulfila se apeó del caballo y los echó a todos con su voz grosera y su terrible aspecto. Un grupo de mozos de cuerda terminaba de descargar las mercancías destinadas a la residencia de Capri, última prisión del emperador de Occidente. Luego se acercaron un par de grandes embarcaciones y comenzaron a subir a bordo hombres y mercancías. Por último subió el muchacho acompañado por su preceptor.
Ambrosino levantó el faldón de su vestimenta en el momento de subir a bordo, descubriendo sus rodillas huesudas, y miró en torno a sí como si buscara algo o a alguien. Durante un brevísimo instante sus ojos se encontraron con los de Aurelio en la sombra del porche; bajo el ala del sombrero, la expresión de su rostro y la seña fugaz de la cabeza mostraron que le había reconocido.
La barca soltó amarras, los marineros se dieron la voz para las maniobras, y mientras algunos recuperaban el ancla y las amarras, otros ponían vela a favor del viento. Livia y Aurelio salieron de la sombra y se dirigieron hasta el extremo del muelle, siguieron largo rato con la mirada la figura de Rómulo derecho en la popa, cada vez más diminuto a medida que aumentaba la distancia. El viento le alborotaba el pelo y henchía sus vestiduras y acaso le secaba las lágrimas del rostro en aquella tarde melancólica y lechosa.
—Pobre chico —dijo Livia.
Aurelio seguía manteniendo los ojos fijos en la barca ya lejana, y le pareció que el muchacho en un determinado momento levantaba una mano a modo de saludo.
—Tal vez nos ha visto —dijo.
—Tal vez —le hizo eco Livia—. Pero ahora ven, volvamos. Es mejor no hacerse notar.
Aurelio se detuvo en la posada Parthenope, tal como rezaba el letrero en el que destacaba una figura apenas descifrable que en la intención del artista debía de haber querido representar una sirena.
—Tenían solo una habitación disponible —dijo mientras subían la escalera—, tendrás que compartirla conmigo.
—Hemos dormido en situaciones peores y me parece que no me he quejado nunca —respondió Livia. Le miró con una expresión ambigua y añadió—: Además entre nosotros no hay más que un pacto de armas, y por tanto no corremos ningún peligro durmiendo en la misma habitación. ¿No es así?
—Así es —contestó Aurelio, pero la expresión de su rostro y de su voz decían algo más.
Livia tomó una lucerna y entró. La habitación era bastante pequeña y sin adornos, pero casi bonita. El mobiliario estaba constituido por dos catres y un arcón. A un lado había una orza llena de agua y una palangana. En una cavidad de la pared, el orinal con su tapa metálica. Sobre el arcón descansaba una bandeja con un pedazo de pan, un pequeño queso y dos manzanas. Se lavaron las manos y comieron en silencio.
Cuando ya se preparaban para acostarse se oyó llamar a la puerta. ¿Quién es? —preguntó Aurelio, y se pegó contra la pared de al lado de la jamba echando mano a la espada.
Nadie respondió. Aurelio hizo seña a Livia de que abriera y se mantuvo listo con el arma empuñada. Livia blandió su puñal en la mano izquierda, levantó lentamente el pestillo con la derecha y luego con un movimiento rapidísimo abrió de par en par el batiente. El pasillo estaba desierto, a duras penas iluminado por una lucerna colgada de la pared.
—Mira —dijo Aurelio indicando algo en el suelo—. Alguien nos ha dejado un mensaje.
En el suelo había una pequeña hoja de pergamino doblada. Livia la recogió y la abrió. Había unas pocas líneas escritas en cursiva y un minúsculo sphraghís, un sello de factura oriental con tres letras griegas entrelazadas.
—Es la firma de Antemio —dijo Livia radiante—. Estaba segura de que no nos dejaría solos.
—¿Qué dice? —preguntó Aurelio.
—Esteban ha depositado el dinero que necesitamos en un banquero de Pozzuoli. Podremos reclutar a hombres, y también enviar noticias a Antemio por medio de los correos de las cartas de crédito. Es nuestro sistema de comunicación reservado, y ha funcionado siempre muy bien.
—Yo debo buscar a mis compañeros, mientras exista la más mínima esperanza. Solo con que se haya salvado uno, quiero encontrarle.
—Tranquilo. Haremos todo lo que se pueda, pero las probabilidades son limitadas.
—Ambrosino me dijo que se llevó prisioneros romanos a Miseno.
—Y es allí adonde iremos, pero no puedes esperar nada seguro ni fácil. Aunque algunos de los tuyos se encuentren allí, ahora son esclavos, ¿comprendes? Esclavos. Probablemente encadenados. Sin duda estarán vigilados de cerca. Liberarlos podría exponernos a un riesgo muy grande y comprometer la misión más importante.
—No existe una misión más importante. ¿Me has comprendido bien?
—Me diste tu palabra.
—También tú.
Livia inclinó la cabeza y se mordió los labios: no había escapatoria. Aurelio era evidentemente irreductible.
Partieron al día siguiente poco antes del amanecer. Un viento frío del norte había barrido la calina: en el límpido cielo brillaba baja, casi sobre la superficie misma del mar, la hoz de la luna. Capri se recortaba nítidamente en el horizonte, agreste y rocosa, cubierta en lo alto por un espeso manto de vegetación. Al sur, el penacho de humo que salía de la boca del Vesubio se hacía cada vez más grande y oscuro y señalaba el cielo azul con una larga tira, negra como el velo de una plañidera.
A la salida del sol encontraron al banquero de Antemio, un tal Eustaquio, en una pequeña iglesia aislada a extramuros, un oratorio dedicado al mártir Sebastián, y la imagen del santo atado a un poste y acribillado de flechas impresionó a Aurelio como un vergajazo. Su memoria mutilada se sobresaltó, buscó frenéticamente una asociación imposible que desencadenó la angustia en las profundidades de su espíritu, pero se contuvo, tratando de disimular sus emociones.
—Necesitamos información —dijo Livia fingiendo no haber reparado en ello.
—Contad conmigo —respondió Eustaquio—, en la medida de mis posibilidades.
—Resulta que algunos soldados romanos prisioneros fueron llevados a Miseno para servir en las naves.
—El puerto militar está en gran parte desmantelado —respondió Eustaquio—, y las pocas naves de esta estación están en dique seco para su reparación. Los remeros son empleados para otros fines.
—¿Cuáles? —preguntó ansiosamente Aurelio.
—Algunos en las minas de azufre o en las salinas, a otros se los hace combatir como gladiadores en espectáculos clandestinos. El mundo de las apuestas es una verdadera locura. Algo sé yo de ello.
—¿Y si se tratase de soldados? —insistió Aurelio.
—Si te refieres a soldados, es más fácil que los encuentres allí.
—¿Dónde?
—En el interior de la piscina mirabilis.
—¿Qué es eso?
—La vieja cisterna que proporcionaba agua potable a las naves de la flota imperial. Imagínate una gigantesca basílica subterránea de cinco naves, una obra impresionante. Ahora el acueducto ha sido desviado y ese inmenso hipogeo es el escondite ideal para esas orgías vergonzosas. Y puedo asegurarte que no son pocos los cristianos que asisten a ellas y apuestan sumas enormes por los campeones más cotizados. Necesitaréis un pase —añadió.
Les dio una pequeña tésera de hueso pulido con el signo del tridente grabado en ella, el sello del almirantazgo.
Livia cogió el dinero y la tésera, firmó un recibo y escribió algunas líneas para Antemio en lenguaje cifrado, luego se despidió e hizo ademán de ponerse de nuevo en camino.
—Ah, otra cosa —dijo el banquero—. Si encontráis sitio, buscad acomodo en el Gallus Aesculapi, es una taberna que está en la vieja dársena. Es el punto de encuentro de los apostadores... Si alguno de ellos os preguntara: «¿Te apetece un baño en la piscina?», responded: «No pido otra cosa». Es la contraseña de los parroquianos reconocidos. ¿Qué más?... Ah, sí: existe la pena de muerte para quien organiza y también para quien asiste a los juegos de gladiadores, lo sabíais, ¿no?
—Lo sabemos —respondió Aurelio—. Es una vieja ley de Constantino que respeta quien quiere.
—Es cierto, pero andaos con cuidado igualmente. Cuando conviene, las leyes se hacen respetar, y entonces el problema es para quien se encuentra bajo el filo del hacha. ¡Buena suerte! —concluyó Eustaquio.
Prosiguieron sin descanso durante toda la jornada. Pasaron junto al lago Lucrino, luego el lago Averno y llegaron a Miseno después de la puesta del sol. No fue difícil encontrar el Gallus Aesculapi, que se asomaba a la vieja dársena del Portus Iulius. La. gran dársena hexagonal estaba en parte enterrada y la boca del puerto solo permitía la salida como máximo de una nave cada vez. Las naves de guerra eran cinco en total, dos de las cuales, más bien maltrechas, revelaban las señales de una larga incuria. Estaban al servicio de un magister classis, cuyo estropeado estandarte pendía inerte de un gallardete. La otrora base de la escuadra imperial, una dársena capaz de dar cabida a doscientas naves de combate, era ahora una especie de represa muerta repleta de restos putrescentes.
Livia y Aurelio entraron en la taberna después de la caída del sol y pidieron una sopa de pollo y verdura. El aire resonaba con los chillidos de las gaviotas y con las llamadas de las mujeres que llamaban para la cena a sus niños que jugaban desperdigados por los callejones. El local estaba ya lleno de gente: un tabernero calvo y rubicundo servía vino blanco a los parroquianos sentados a las mesas, algunos ocupados en jugar a los dados, otros a los tabas, otros a la morra. Aquel lugar era evidentemente el reino del juego y de las apuestas. Pero ¿dónde estaban los apostadores? Livia miró a su alrededor y observó algunas mesas agrupadas cerca de una única ventana, en torno a las cuales había sentados unos individuos fulleros, carne de horca, caras marcadas por chirlos, brazos tatuados como los de los bárbaros. Dio un codazo a Aurelio.
—Ya los he visto —respondió. Llamó al tabernero y le dijo:
—Somos nuevos por estos pagos, pero el lugar me gusta y quisiera hacer amistad con esa buena gente. Quisiera que invitases a una garrafa del mejor vino que tengas a esos señores de allí.
El tabernero asintió y llevó la garrafa que fue recibida con una ovación:
—¡Eh, forastero! Vente aquí a tomarte un trago con nosotros y tráete también a esa pollita. Hay que compartir todo con los amigos, ¿no?
—Dame dinero —dijo Aurelio en voz baja a Livia. Luego se acercó a la mesa con una media sonrisa y dijo: —Mejor que no. Esa no es ninguna pollita. Es una lobezna, y muerde.
—¡Ah, vamos! —dijo un segundo levantándose de la mesa, uno con una cara patibularia y una bocaza con los dientes podridos—, ¡súmate también tú a la fiesta, belleza!
Se acercó a Livia que seguía sentada, le plantó una mano en el hombro y alargó los dedos hacia el pecho, pero ella, fulminante, le aferró con la izquierda los testículos y se los retorció con toda la fuerza de sus dedos de acero, con la derecha desenfundó el puñal del cinto y se lo apuntó a la garganta mientras se ponía de pie de golpe. El desgraciado daba gritos, pero no podía moverse, con aquel cuchillo casi clavado en el cuello, ni tampoco liberarse. Livia apretó aún más hasta que el hombre se desvaneció a causa del dolor y se desplomó en el suelo. La muchacha guardó el puñal en el cinto y se sentó, empezó a tomarse su sopa como si nada hubiera pasado.
—Ya os dije que mordía —manifestó Aurelio, impasible—. ¿Puedo sentarme?
Los otros le hicieron sitio intimidados. Se puso a beber y depositó ostentosamente alguna moneda de plata sobre la mesa.
—Me han dicho que se puede ganar mucho dinero con las apuestas, si uno tiene buena mano.
—Quieres jugar fuerte, por lo que veo —dijo el que parecía el jefe.
—Siempre que valga la pena.
—Has ido a parar al sitio indicado, pero para entrar hace falta un santo protector: ¿sabes lo que quiero decir?
Aurelio se sacó la tésera con el tridente y la mostró durante un instante, inmediatamente la guardó. —¿Algo así?
—Veo que estás bien introducido. ¿Te gusta ir a la cama pronto por la noche?
—¿Yo? Soy un noctámbulo empedernido. —¿Te apetecería un baño en la piscina hacia medianoche? —No pido otra cosa. —¿Cuánto quieres apostar?
—Eso depende. ¿Hay alguien por quien valga la pena arriesgar una buena apuesta?
El hombre se levantó, le cogió por un brazo y se lo llevó aparte como si quisiera confiarle un gran secreto.
—Escucha, hay un gigante etíope, alto como una torre, un verdadero hércules que hasta hoy ha machacado a todos sus contrincantes.
A Aurelio le dio un vuelco el corazón. Habría querido gritar: «¡Batiato!», pero ahogó el grito y la inmensa alegría que le embargaba el espíritu.
—Todos apuestan por él cifras altísimas. Pero veo que tú no tienes problemas de dinero y te propongo que nos asociemos. Apostemos todo lo que tengas a que pierde el negro. Yo te garantizo que perderá, y luego nos repartimos la ganancia, pero necesito por lo menos cinco sólidos de oro, de lo contrario no vale la pena.
Aurelio extrajo la bolsa y la sopesó en la mano.
—Tengo incluso más, pero no soy ningún estúpido. ¿Por qué debería perder esa especie de oso?
—Por dos motivos: el primero porque esta noche tendrá que combatir contra tres adversarios en vez de contra uno. El segundo es una sorpresa y lo verás desde tu sitio. No te conozco, guapo, y no puedo correr el riesgo de decirte más. Es más, ya te he dicho demasiado. Entonces, ¿te parece bien esta apuesta?
—Ya te lo he dicho: no soy ningún estúpido. Te lo daré en el lugar, antes de que dé comienzo el espectáculo.
—Está bien —dijo el hombre—. A medianoche, cuando oigas tocar la campana del almirantazgo.
—No faltaré. Ah, una cosa: ¿ves a esa? —Y señaló a Livia—. No es sino una amilanada comparada conmigo. Nada de bromas, por tanto, ¿entendido? o te arranco los cojones de verdad y luego te los hago comer. Ahora recoge a ese cerdo que está despertándose, antes de que ella cambie de idea y le parta la cabeza como si fuera una calabaza.
El hombre masculló un asentimiento y fue a ocuparse de su malparado compadre. Aurelio y Livia desaparecieron en los callejones.
—Está Batiato —dijo Aurelio fuera de sí de alegría—. ¿Te das cuenta? ¡Está Batiato!
—Calma, he comprendido. ¿Y quién es ese Batiato?
—Un compañero mío de unidad. Formaba parte de la guardia pretoriana de mi comandante, un coloso etíope de casi seis pies de alto, fuerte corno un toro. Uno como él vale por diez hombres, te lo juro. Si conseguimos liberarle, estoy casi convencido de que lo conseguiremos. Y si está él, tal vez hay otros. ¡Oh dioses, no me atrevo a tener esperanzas!...
—No te hagas demasiadas ilusiones. Pero, dicho sea de paso, ¿cómo esperas liberarle?
Aurelio se llevó la mano a la empuñadura de la espada.
—Con esta, ¿hace falta más?
—Ah. Y necesitarás que te echen una mano, imagino.
—Me resultaría útil.
—Tienes una extraña manera de pedir las cosas.
—No estoy pidiendo nada. Estoy tratando de ayudarte a llevar a cabo tu misión.
—Es cierto. Entonces movámonos, tenemos que prepararnos y proveernos de todo lo necesario. ¿Qué te ha dicho ese cerdo?
—Que todos apostarán a negro ganador, dado los precedentes, y me ha pedido una gran suma para apostar a negro perdedor, y que ya se encargará él de hacerle perder.
—¿Tal vez quieran envenenarle?
—Lo dudo. Vale demasiado.
—¿Drogarle?
—Tal vez.
—En cualquier caso, este asunto no me gusta un pelo. Debemos estar alerta.
Volvieron a la taberna y se prepararon cuidadosamente para la empresa.
—Lo primero de todo necesitamos caballos —dijo Aurelio—, tres o cuatro a ser posible, nunca se sabe. Trataré de ocuparme yo de ello: hay una casa de postas en la entrada de la ciudad y mi distintivo militar debería serme de ayuda, pero puedo servirme también del dinero.
Livia echó mano a la bolsa y Aurelio se fue. Volvió entrada la noche.
—Todo solucionado —dijo mientras entraba—. El jefe del puesto es una buena persona, un funcionario a la antigua de esos que comprenden sin demasiadas palabras. Nos tendrá listos los caballos en un molino de aceite próximo a la costa, a la altura de la tercera piedra miliar. Le he dicho que tienen que llegar unos amigos y que debemos partir mañana antes de que amanezca.
—¿Y las armas? —preguntó Livia.
—Es previsible que haya cacheos y por tanto es mejor que las lleves tú, pero deberás adoptar el aspecto de una señora, ¿me comprendes?
—Te comprendo perfectamente —respondió Livia nada halagada—. Por tanto sal fuera un rato y llama a la puerta cuando vuelvas.
Aurelio volvió a entrar al cabo de un tiempo que consideró razonable y se quedó asombrado de la metamorfosis de su compañera. La miró a los ojos, fascinado por el esplendor de su mirada apenas realzada por una fina señal de bistre; hubiera querido decirle que estaba estupenda, pero un repique que venía del mar vibró en el aire en aquel mismo instante.
—La campana del almirantazgo —dijo Livia—. Vamos.