Aurelio se acercó al riachuelo, se quitó el coselete y la casaca y comenzó a lavarse el torso demorándose con los dedos en la cicatriz que le arrugaba la piel precisamente bajo una unión de las clavículas. El agua helada le hizo estremecerse en un primer momento, pero luego le infundió una sensación de fuerza y de renovada energía tras una noche agitada y en parte insomne. De golpe advirtió una punzada que le hizo cerrar los ojos y apretar los dientes en una mueca de dolor. Pero la punzada no tenía por causa la cicatriz, sino un callo óseo que le asomaba del cráneo en la zona occipital, quizá la señal de una caída o de un golpe sufrido quién sabe cuándo, quién sabe dónde. Con el paso del tiempo ese dolor agudo, prolongado y palpitante, se manifestaba cada vez más frecuente e intenso.
—¡Se ponen en marcha! —gritó Livia—. ¡Tenemos que partir!
Aurelio se secó sin volverse, luego se puso la casaca y el coselete, se colgó la espada en bandolera y subió la breve cuesta hasta llegar a donde estaba Juba, que mordisqueaba tranquilamente la hierba húmeda de rocío. Saltó sobre la silla y le espoleó al galope, seguido por Livia. Cuando se pusieron al paso, Aurelio dijo:
—El tiempo va a empeorar, mis punzadas no engañan.
Livia sonrió.
—También mi abuelo decía lo mismo. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo: flaco, seco y casi desdentado, pero era un veterano que había luchado con Eugenio en la batalla del Frigido; se salvó de puro milagro. Tenía punzadas igual que tú cuando estaba a punto de cambiar el tiempo, aunque no sabía de dónde venían, de tantas cicatrices y roturas como tenía en el cuerpo. Pero no se equivocaba: al cabo de seis o siete horas se ponía a llover, o peor.
Abajo, la larga fila de los guerreros hérulos y esciros de escolta del carruaje del pequeño emperador y de su mentor se estiraba a través de los últimos extremos de marisma. A su paso grupos de búfalos surgían de la zona pantanosa relucientes y chorreantes para alejarse algunos pasos. Otros, tumbados en el camino para secarse al sol matinal, se levantaban, indolentes gigantes fangosos, al aproximarse los caballos y se alejaban hacia el prado salpicado de cardos violáceos y de corolas doradas de achicoria. La llanura más fértil de Italia comenzaba a desplegarse delante de ellos con campos amarillos de rastrojos o pardos de terrones removidos por el paso reciente del arado. Un pequeño santuario en ruinas marcaba el punto en el que se iniciaba el territorio de alguna antigua tribu osca y en una encrucijada de tres caminos una capillita mostraba la imagen cristiana que desde hacía tiempo había sustituido a la de Hécate Trivia: María con el niño Jesús en brazos.
Avanzaron hasta la noche, cuando el convoy se detuvo no lejos de las orillas de un torrente y los hombres comenzaron a plantar las tiendas para los jefes y a preparar para sí mismos las yacijas para la noche. Los campesinos que volvían a aquella hora de los campos con las herramientas al hombro y los niños que jugaban a perseguirse a la luz del último sol se paraban llenos de curiosidad a mirar, luego reanudaban el camino hacia sus aldeas de las que comenzaban a alzarse delgadas volutas de humo. Cuando cayó la noche Livia señaló unas luces en la llanura a no mucha distancia.
—Aquella es Minturno —dijo—, famosa en otro tiempo por su vino...
Aurelio asintió con la cabeza y casi automáticamente citó un par de hexámetros:
Vina bibes iterum Tauro diffusa palustris
ínter Minturnas...[2]
Livia le miró con sorpresa: era la primera vez que oía a un soldado citar a Horacio en métrica y con la pronunciación clásica, pero también esto formaba parte de un pasado que seguía escapándosele.
—Tenemos que establecer un contacto —dijo Aurelio-—. Mañana habrá que ir en dirección sur, hacia Nápoles, o hacia el sureste, hacia Capua, pero, tanto en un caso corno en otro, no tendremos ya posibilidad de seguirlos estando al abrigo en las colinas. Habrá que descender a la llanura, al descubierto, atravesar aldeas y caseríos cada vez más numerosos donde será más fácil dejarse ver. Los forasteros no pasan inadvertidos.
—¿Y aquello qué es? —le interrumpió Livia señalando una luz que parpadeaba en las cercanías de un bosquecillo de sauces al abrigo de un torrente.
Aurelio la observó con atención y al cabo de un poco aquel parpadear intermitente le trajo a la mente viejos conocimientos: ¡habríase dicho el sistema de comunicación codificado en uso en el servicio de correo reservado del emperador!
Observó más atentamente y aquellas señales adquirieron muy pronto un significado. Desconcertante. Decían: «Huc descende, miles glorióse», «desciende, soldado fanfarrón». Meneó la cabeza como si no diera crédito a lo que veían sus ojos; luego, vuelto hacia Livia dijo:
—Cúbreme y ten listos los caballos por si tenemos que salir a escape. Me voy abajo.
—Espera... —dijo Livia, pero no le dio tiempo de terminar la frase.
Aurelio había ya desaparecido en la espesura de la vegetación de abajo. Oyó durante unos momentos el crujir de las hojas a su paso, luego ya nada.
Entretanto Aurelio trataba de no perder de vista la luz que había lanzado aquellas curiosas señales, y al cabo de un poco consiguió darse cuenta de que se trataba de una linterna empuñada por un anciano. La luz, mantenida en alto para iluminar el sendero, hacía brillar su calvicie: ¡era el preceptor! A escasa distancia le seguía un guerrero bárbaro. Algunos pasos más y no pudo oír las voces.
—¡Quédate atrás, demonios! Algunas cosas estoy acostumbrado a hacerlas en privado: ¿adonde quieres que escape, so bestia? Está oscuro, y además no abandonaría nunca al emperador.
El bárbaro masculló algo, se detuvo y se apoyó en el tronco de un sauce. El preceptor avanzó un poco, colgó la linterna de una rama y dejó la capa sobre un arbusto, dándole una cierta postura como de persona acuclillada. En aquel momento avanzó de nuevo algunos
pasos y enseguida se desvaneció como si el monte se lo hubiera tragado. Aurelio, que estaba ya muy cerca, se quedó desconcertado y no supo qué hacer. No podía llamar para que el bárbaro no le oyese ni tampoco hacer ningún movimiento brusco. Se movió en dirección al punto en que le había visto desaparecer y siguió avanzando en dirección a la orilla del río donde la vegetación era más espesa y oscura. De repente resonó una voz a menos de un paso de distancia.
—Este lugar está muy espeso.
Aurelio se movió de golpe y el preceptor se vio con una espada apuntándole a la garganta, pero no se inmutó. —Tranquilo —dijo—. Todo va bien. —Pero cómo...
—Chitón. Tenemos solo el tiempo de una cagada.
—Pero, por Hércules...
—Soy Ambrosino, el preceptor del emperador. —Ya lo había comprendido.
—No me interrumpas y escúchame. La vigilancia ha aumentado porque nos acercamos a destino. Ahora me acompañan a todas partes, incluso al cagadero. Supongo que habrás comprendido que nos llevan a Capri. ¿Cuántos sois?
—Dos. Yo y una... mujer, pero...
—Ya, la aguadora... Bien, no lo intentéis, sería un suicidio. Además, si te cogen te despellejarán vivo. Necesitas que alguien te eche una mano.
—Tenemos dinero: podemos reclutar a otros hombres.
—Cuidado, los mercenarios están siempre dispuestos a cambiar de amo, tenéis que buscar a gente de fiar. La otra noche oí a dos oficiales de Wulfila hablar de determinados prisioneros romanos enviados a Miseno para servir en las naves. Tal vez valga la pena echar un vistazo allí.
—Sí, por supuesto —respondió Aurelio—. ¿Y no puedes enterarte de más cosas?
—Hago lo que puedo. De todas formas, trata de seguirme, dejaré otras huellas si lo consigo. Veo que sabes leer el código de luces... ¿Sabes también utilizarlo?
—Por supuesto. Pero ¿cómo te las has arreglado para saber que estaba aquí?
—Es fácil. Comprendí que ese cuenco era claramente una señal y respondí escribiendo en el fondo de él. Luego pensé que, si no carecías de luces, nos seguirías por el lado de las colinas, y que advertirías la linterna igual que yo advertí una vez vuestro humo de vivaque. Ahora, adiós, tengo que irme: hasta para uno que padezca de estreñimiento ha pasado ya demasiado tiempo.
Ambrosino hizo un gesto con la cabeza y se alejó. Recuperó la capa y la linterna y se fue hasta donde estaba su guardián que le esperaba para acompañarle de vuelta al campamento.
Rómulo, apoyado contra un árbol, miraba hacia el mar, la mirada ausente.
—Debes reaccionar, muchacho mío —le dijo Ambrosino—. No puedes seguir así, apenas si estás al comienzo de tu existencia y debes volver a vivir.
Rómulo no se dio ni siquiera la vuelta.
—¿A vivir? ¿Para qué? Y se encerró en su mutismo. Ambrosino suspiró.
—Y sin embargo tenemos una esperanza...
—Una esperanza en el fondo de un vaso, ¿no es así? Una vez estaba en el fondo de una caja, sí mal no recuerdo. La caja de Pandora.
—Tu sarcasmo está fuera de lugar. El hombre que ya intentó una vez salvarte está aquí, y está decidido más que nunca a liberarte.
Rómulo hizo un gesto con la cabeza, sin entusiasmo, y el otro continuó:
—Ese hombre te considera su emperador y debe de tener un motivo muy fuerte y muy importante para perseverar en una empresa tan desesperada y peligrosa. Merecería de tu parte algo más que un gesto de suficiencia.
Rómulo no respondió a aquellas palabras, pero por su mirada Ambrosino comprendió que había abierto brecha.
—No quiero que afronte de nuevo inútilmente ningún riesgo. Eso es todo. ¿Cómo se llama?
—Aurelio. Si no recuerdo mal.
—Es un nombre bastante común.
—En efecto. Pero es él quien no es común. Se comporta como si mandara un ejército a sus órdenes y está solo como un perro. Para él, tu vida y tu libertad son lo que hay de más preciado en el mundo. Tan ciega es su fe que está dispuesto a afrontar un peligro de muerte cuando todavía no ha cicatrizado la herida que sufrió en el último intento de salvarte. Piensa en ello cuando te falte el valor de tomar las riendas de tu vida, cuando te comportes como si tu vida no mereciera la pena ser vivida. Piensa en ello, pequeño César.
Se dio la vuelta y regresó hacia la tienda para preparar algo para la cena de su pupilo, pero antes de entrar dirigió una mirada hacia las colinas cubiertas de bosques y de tinieblas y murmuró entre dientes:
—Aguanta, miles gloriosas, por todos los diablos y todos los dioses, aguanta.
—Me ha llamado miles gloriosas, ¿te das cuenta? —dijo Aurelio jadeando mientras subía hacia lo alto de la pronunciada cuesta—. Como si fuera un personaje de comedia. Poco ha faltado para que le cortara el pescuezo.
—Al anciano, supongo. ¿Era él? —Sí, por supuesto.
—Lee a Plauto, eso es todo. Y también tú, por lo que veo. Eres un hombre culto, cosa rara en un soldado, especialmente en los tiempos que corren. ¿Te has preguntado el porqué?
—Tengo otras cosas en que pensar —respondió secamente Aurelio.
—¿Puedes ponerme al corriente o pido demasiado?
—Me ha confirmado que van a Capri. Y me ha dicho también otra cosa: ha oído hablar de ciertos prisioneros romanos mandados a Miseno para servir en las galeras de la flota. Solo que pudiera dar con ellos...
—Eso no es difícil. Con un poco de dinero se obtiene mucha información. ¿Qué piensas hacer ahora?
—He reflexionado mientras subía. Ahora estamos seguros del destino y no nos conviene correr el riesgo de ponernos al descubierto en la llanura. Tenemos que adelantarlos y prepararnos lo mejor posible.
—A ti te interesa sobre todo reencontrar a tus compañeros.
—Es en interés de todos. Necesito hombres de los que pueda fiarme a ciegas, y no había un hombre de mi unidad que no fuera digno de mi absoluta confianza. Apenas hayamos formado el grupo de asalto pondremos a punto el plan de incursión.
—¿Y si mientras nosotros seguimos adelante ellos cambiasen de destino?
—No lo creo, y de todos modos tenemos que correr el riesgo. Cuanto más sigamos en contacto, más aumentan las probabilidades de encuentros indeseados, sobre todo en la llanura y al descubierto. Propongo que nos vayamos mañana mismo por nuestro lado. Podemos partir después de haber visto qué dirección toman ellos y adelantarles un buen trecho. Nosotros somos más veloces.
—Como quieras. Tal vez tienes razón. Solo que... no sé cómo decir, mientras hemos permanecido cerca me parecía que él estaba seguro.
—Bajo protección. Es cierto. También yo he tenido la misma sensación y lamento tener que irme, pero pienso que de todas formas está en buenas manos. Ese viejo chiflado le quiere seguramente mucho y es más astuto que todos los bárbaros juntos. Y ahora tratemos de descansar. Hemos cabalgado todo el día y hemos comido solo una galleta y una corteza de queso.
—A partir de ahora la cosa irá mejor, pero te advierto que aquí comen sobre todo pescado.
—Prefiero un buen filete de buey.
—Eres un comedor de carne, por tanto tu origen es la llanura, de alguna hacienda del campo.
Aurelio no respondió. Detestaba ese continuo indagar de Livia en su pasado. Quitó la silla y el bocado a su caballo y le dejó solo el cabestro para que pudiera pastar libremente, luego extendió en el suelo su manta.
—Yo, en cambio, no como otra cosa que pescado —dijo Livia.
—Olvidaba que eres un animal acuático —respondió Aurelio mientras se tumbaba.
Livia se echó cerca de él y durante un rato permanecieron contemplando las estrellas que relucían en la inmensa bóveda del cielo anochecido.
—¿Sueñas de noche? —preguntó de repente Livia.
—La mejor noche es la que transcurre sin sueños.
—Respondes siempre con palabras de otro. Esto es de Platón.
—Cualquiera está de acuerdo con él.
—No puedo creer que no tengas sueños.
—Yo no sueño. Solo tengo pesadillas.
—¿Y qué ves?
—Horror..., sangre..., gritos..., fuego sobre todo, fuego por todas partes, un infierno de llamas y sin embargo una sensación gélida, como si el corazón se volviera un trozo de hielo. ¿Y tú? En cambio, tú tienes un sueño..., me has dicho. Una ciudad en medio del mar.
—Así es.
—Entonces, existe de verdad, esta pequeña Atlántida tuya.
—No es más que una aldea de cabañas: vivimos de la pesca y del comercio de la sal, pero por el momento nos basta. Somos libres y nadie se atreve a aventurarse en nuestras aguas: marismas y zonas pantanosas, bajíos que las mareas vuelven traidores. Perfiles costeros que cambian de un día para otro, de una hora a otra podría decirse...
—Continúa. Me gusta oírte contar cosas.
—La fundaron mis compañeros de desventura, los prófugos de Aquilea, y a continuación se sumaron otros. De Grado, Altino, Concordia. Llegamos esa noche. Estábamos molidos, desesperados, exhaustos. Los pescadores conocían un grupo de islitas en medio de la laguna separadas por un amplio canal, como el segmento de un río que se hubiera perdido en el mar. En la isla mayor había restos de una antigua villa en ruinas y buscamos refugio allí. Los hombres prepararon unas rudimentarias yacijas amontonando hierba seca y ramas. Las mujeres más jóvenes se pusieron a amamantar a sus niños, alguien consiguió encender un fuego entre los restos cubiertos de plantas trepadoras. Al día siguiente los carpinteros comenzaron a talar árboles y a construir cabañas, los pescadores salieron a alta mar a pescar. Había nacido nuestra nueva patria. Éramos todos venecianos, aparte de un siciliano y dos umbros de la administración imperial: la llamamos Venetia.
—Es un bonito nombre, dulce —dijo Aurelio-—. Parece el nombre de una mujer. ¿Y cuántos sois?
—Casi quinientas personas. Está ya creciendo la primera generación nacida en la ciudad, los primeros venecianos. Al cabo de un cierto tiempo comienza a notarse ya un dejo distinto al de quien se quedó en tierra firme. ¿No es maravilloso?
—¿Y nadie os ha molestado?
—Varias veces, pero nos hemos defendido. Nuestro reino es la laguna, desde Altino hasta Rávena, y nuestros hombres conocen cada uno de sus rincones, cada bajío, cada playa, cada islita. Es un mundo indefinible y ambiguo: ni tierra ni agua y tampoco cielo cuando las nubes bajas se confunden con las franjas espumosas de las olas, pero las tres cosas juntas, a menudo invisibles a causa de la niebla invernal o la calina estival, agazapada sobre la superficie del agua. Cada una de esas islas está cubierta por un espeso manto de bosque. Nuestros niños duermen acunados por el canto de los ruiseñores y los reclamos de las gaviotas.
—¿Tienes hijos? —preguntó Aurelio de improviso.
—No. Pero los hijos de cualquiera son los hijos de todos. Nos repartimos lo que tenemos y nos ayudamos los unos a los otros. Elegirnos a nuestros jefes con el voto de todos, hemos resucitado la antigua constitución republicana de nuestros antepasados, la de Bruto y Escévola, Catón y Claudio.
—Hablas de ella como si fuera una verdadera patria.
—Lo es —dijo Livia—. Y al igual que la Roma de los orígenes atrae a los fugitivos y expatriados, perseguidos y desheredados de la fortuna. Hemos construido barcas de fondo chato que pueden llevar a todas partes, como esa que te recogió la noche de tu fuga de Rávena, pero estamos construyendo naves capaces de salir a mar abierto. Casi a diario se levantan nuevas casas y llegará el día en que Venetia será el orgullo de esta tierra y una gran ciudad de mar. Sí, este es mi sueño. Por esto tal vez no he tenido nunca un hombre ni un hijo. Y cuando perdí a mi madre, víctima de una enfermedad, me quedé sola.
—No puedo creer que una joven como tú..., tan hermosa, no haya tenido nunca...
—¿Un hombre? Tal vez porque nunca he encontrado al que tenía en mente. Tal vez porque todos se sienten en el deber o capaces de cuidar a una muchacha que se ha quedado sola. He tenido que demostrar que me bastaba a mí misma y esto no atrae a los hombres. Los echa para atrás. Por otra parte, todos en mi ciudad deben estar listos para combatir, y yo aprendí a manejar el arco y la espada antes que a cocinar y a coser. También las mujeres entre nosotros combaten cuando es necesario. Han aprendido a distinguir el rumor de una ola empujada por el viento del de la ola empujada por el remo y han aprendido, cuando montan guardia, a orinar de pie, como los varones...
Aurelio sonrió en la sombra de aquellas palabras tan groseras, pero Livia continuó:
—Sin embargo, necesitamos hombres como tú para construir nuestro futuro. Cuando hayamos llevado a cabo esta misión, ¿no te gustaría establecerte con nosotros?
Aurelio guardó silencio al no saber qué responder a semejante pregunta tan inesperada; luego, tras unos instantes de silencio, respondió:
—Quisiera poder decir lo que siento en estos momentos, pero soy como alguien que camina en la oscuridad por un terreno desconocido, no puedo dar más que un paso cada vez. Tratemos mientras tanto de liberar a ese muchacho, será ya mucho.
Le rozó los labios con un beso.
—Y ahora trata de descansar —dijo—. Ya haré yo el primer turno de guardia.