Wulfila observó a la aguadora cuando estaba aún a una cierta distancia. Se hallaba a la derecha del camino, en el desmonte: sostenía un odre en bandolera y un cuenco de madera en la mano y tenía el aspecto de muchos pobres desgraciados y pedigüeños que se encontraban a lo largo del camino. Pero desde hacía algún rato el sol pegaba más fuerte, la hora del mediodía y la ausencia de fuentes al lado del camino habían hecho entrar sed tanto a hombres como a caballos.
—¡Eh, tú, ven aquí! —le dijo en su lengua cuando hubieron llegado más cerca—. ¡Tengo sed!
La muchacha comprendió por los gestos y por el talante que aquel hombre quería beber y le puso el cuenco lleno. Por más que fuera arrebujada con un viejo y estropeado mantón, su belleza conseguía traslucirse y provocaba los comentarios salaces de los guerreros bárbaros.
—¡Eh, deja que te vea un poco mejor! —le gritó uno tratando de arrancarle el mantón de los hombros, pero ella le esquivó con un movimiento ligero y rápido del torso.
Trató igualmente de sonreír y alargó la mano para obtener una limosna a cambio del agua fresca que vertía en el cuenco.
—¿Desde cuándo se paga el agua? —gritó otro guerrero—. Yo si le pago a una mujer es para que haga algo más.
Y se le acercó y la aferró atrayéndola hacia sí. Sintió la vida sutil y la curva pronunciada de los costados, los músculos tensos bajo la piel, y la miró fijamente con una expresión de sorpresa diciendo:
—¡Qué carne más prieta! No eres alguien que coma poco y mal.
Pero en ese momento se oyó una voz que decía:
—Tengo sed.
La joven se dio cuenta de que procedía del carruaje distante unos pocos pasos, se acercó y descorrió la cortinilla que cubría la ventanilla. Se encontró frente a un muchacho de tal vez doce, trece años, de pelo castaño claro, ojos negros, ataviado con una túnica blanca de largas mangas orladas de bordados plateados. Enfrente de él un hombre de unos sesenta años, de barba gris, calvo en la parte superior de la cabeza, vestido con un simple sayo de lana gris, con un pequeño dije de plata que le colgaba del cuello.
Enseguida Wulfila cerró la cortinilla y se llevó de malos modos a la muchacha gritando:
—¡Largo de aquí!
Pero el hombre que estaba sentado en el interior descorrió nuevamente la cortinilla y dijo con voz firme:
—El chico tiene sed.
En aquel momento sus ojos se encontraron con los de la muchacha y se dio cuenta inmediatamente de que ella no era lo que parecía: trataba de hacerle comprender o de prepararle para algo, y ella estrechó el brazo de Rómulo como para comunicarle la inminencia de un acontecimiento inesperado. La aguadora se acercó y, en el momento en que estaba al abrigo de la mirada de Wulfila, alargó al jovencito el cuenco de madera lleno de agua y al hombre un vaso de metal, y mientras bebía le susurró en griego:
—Chaire, Kaisar (Ave, César).
El chico consiguió dominar la sorpresa mientras su acompañante respondía en la misma lengua:
—Tis eis? (¿Quién eres?)
—Una amiga —respondió la joven—. Me llamo Livia. ¿Adonde os llevan?
Pero en ese mismo instante Wulfila intervino nuevamente llevándosela y poniendo fin a la conversación.
Dentro del carro, Rómulo se dirigió a su preceptor al no saber cómo interpretar aquel extraño encuentro:
—¿Quién podía ser, Ambrosino? ¿Cómo sabía quién soy?
Pero la atención del hombre se veía atraída en aquel momento por el vaso que tenía en la mano. Lo invirtió y descubrió un sello en forma de águila impreso en el fondo y escrito
—Legio Nova Invicta —leyó en voz baja—. ¿Sabes qué significa, César? Que ese soldado lo está intentando de nuevo y no está solo esta vez. No sé si alegrarme o preocuparme por ello, pero el corazón me dice que se trata de un signo favorable, de un acontecimiento afortunado. No hemos sido abandonados a nuestra suerte y presiento que la premonición que tuve hace algunos días era acertada...
Wulfila, mientras tanto, empujaba a Livia hacia el borde del camino, pero esta se dirigió a él con mirada suplicante:
—Pero, señor, he de recuperar mi cuenco. Lo necesito. —Está bien —dijo Wulfila—, pero date prisa. La acompañó hacia atrás hasta el carruaje y después que hubo recuperado su cuenco la volvió a llevar hacia el borde del camino sin dejarla sola un instante. Livia tuvo solo un segundo para intercambiar aún una mirada con los dos prisioneros, pero no pudo decir palabra. Siguió al carruaje un largo rato con la mirada hasta que desapareció pasada una pequeña prominencia del terreno; no se movió antes de que el ruido de los cascos y de las ruedas se hubo desvanecido por completo. En aquel momento se volvió hacia la montaña y vio a un jinete inmóvil en la cima de una colina que la observaba: Aurelio. Entonces se puso en camino y avanzó entre el monte bajo siguiendo un sendero tortuoso que la llevó, al cabo de un rato, al pie de la colina. Aurelio fue a su encuentro sujetando un segundo caballo por las bridas. Livia saltó sobre la silla.
—¿Y qué? —preguntó él—. Estaba sobre ascuas. —No lo he conseguido. Estaba a punto de decírmelo cuando Wulfila me sacó de allí. Si hubiera intentado preguntarle cualquier otra cosa habría sospechado y sin duda me habría retenido. Pero por lo menos ahora saben que los estamos siguiendo, creo. El hombre que está con el emperador tiene una mirada aguda, penetrante, seguramente es un hombre de gran inteligencia.
—Es un maldito entrometido —replicó Aurelio—, pero es el preceptor del muchacho y hay que tenerlo en cuenta de todas formas, sea cual sea el plan que pongamos en práctica. ¿Y a él, dime, has conseguido verle?
—¿A1 emperador? Sí, por supuesto.
—¿Cómo está? —preguntó Aurelio sin disimular la ansiedad en su pregunta.
—Bien, diría que está bien, pero su mirada refleja una melancolía infinita. La pérdida de sus padres debe de pesarle terriblemente.
Aurelio meditó en silencio durante algunos instantes y luego dijo:
—Ahora veamos si conseguimos establecer contacto con él. La escolta no parece ya tan alerta, tal vez están convencidos de que ahora ya nadie piensa en los prisioneros.
—Los otros, tal vez. Pero no Wulfila: es desconfiado, suspicaz, se vuelve continuamente con una mirada de lobo. Tiene la situación bajo control en todo momento, nada le pasa inadvertido, te lo aseguro.
—¿Le has visto la cara?
—Como te veo a ti ahora. Le dejaste un bonito recuerdo, no te quepa duda, y si se ha mirado al espejo, aunque solo sea una vez, no quisiera encontrarme en tu pellejo el día que caigas en sus manos.
—Es un problema que ni me planteo —respondió Aurelio—. Yo no caeré nunca en sus manos... vivo.
Marcharon durante toda la tarde hasta la puesta del sol, cuando vieron la columna de Wulfila acampar en las proximidades de Minturno. La antigua vía Apia no estaba ya practicable. Las zonas pantanosas drenadas en otro tiempo, al menos en parte, por los canales de desagüe mandados abrir por el emperador Claudio habían reconquistado, por falta de mantenimiento, vastas extensiones de campiña, y el camino estaba sumergido en largos trechos. El espejo de las aguas muertas se incendió en el momento en que el disco solar se hundía lentamente; luego, poco a poco, fue adquiriendo tonalidades plomizas reflejando el cielo que se oscurecía. En el mar, se adensaban grandes cúmulos negros que subían lentamente hacia el centro del cielo, un trueno rugió lejano: tal vez llegara de poniente una tempestad.
La atmósfera a aquella hora del día, vuelta pesada por las exhalaciones palustres y por la humedad, resultaba sofocante: tanto Aurelio como Livia estaban bañados en sudor, pero seguían avanzando para no perder contacto con la caravana imperial que marchaba a buen paso para ganar el mayor terreno posible antes de que cayera la noche. En un determinado momento Aurelio se detuvo para beber de la cantimplora, también Livia le alargó su cuenco, puesto que había agotado su reserva de agua potable con los hombres de Wulfila. Luego se lo llevó a los labios bebiendo a largos sorbos. De pronto, a medida que el fondo del cuenco se descubría, Livia observó algo y se le iluminó el semblante.
—Capri —dijo—. Van a Capri.
—¿Qué? —preguntó, asombrado, Aurelio.
—Van a Capri. Mira, te había dicho que ese hombre es inteligente.
Volvió el cuenco hacia Aurelio mostrándole lo escrito en esgrafiado en el fondo con la punta de un estilo: CAPREAE.
—Capri —repitió Aurelio—. Es una isla en el golfo de Nápoles, agreste y rocosa, inhóspita y salvaje, habitada solo por cabras, por eso la llaman así.
—¿Has estado?
—No, pero he oído hablar de ella a algunos de mis amigos que son oriundos de esa zona.
—Yo no creo que sea como tú dices —rebatió Livia—. Si el emperador Tiberio la eligió como su residencia, no debe de estar tan mal. El clima será bueno y suave y puedo imaginar el aroma del mar mezclado con el de los pinos y de las retamas.
—Será como tú dices —replicó Aurelio—, pero siempre será una prisión. Ven, busquemos un lugar resguardado para la noche un poco más arriba, hacia las colinas, o los mosquitos nos comerán vivos.
Encontraron refugio en una vieja cabaña de cañas y de paja levantada por los campesinos para poder vigilar sus cosechas y ahora desde hacía tiempo abandonada. Livia puso al fuego un poco de harina de farro en el fondo de un cuenco de metal e hizo una pasta con un poco de agua y queso rayado; aquella fue su cena. Sentados cerca de un pequeño fuego de ramas secas comieron casi en silencio mientras subía desde abajo, amortiguado por la distancia, el continuo croar de las ranas.
—Ya hago yo el primer turno —dijo Livia poniéndose el arco en bandolera.
—¿Estás segura?
—Sí. No tengo sueño ahora, y prefiero dormir entrada la noche. Tú trata de descansar.
Aurelio asintió, ató a Juba al tronco de un serbal, entró en la cabaña, y se tumbó sobre su capa. Observó durante un rato al caballo que comía unos hermosos frutos rojos ya maduros, luego se acomodó sobre un costado y trató de dormirse, pero pensar en su compañera de aventuras le hacía sentir una inquietud y una excitación crecientes. Habría querido abandonarse a aquel pensamiento, cada vez más dominante, que le calentaba el corazón, pero temía el alejamiento, inevitable, cuando la misión hubiera terminado.
Livia observaba en la oscuridad las luces del campamento enemigo, abajo en la llanura. Pasó un rato, no habría sabido decir cuánto, y de improviso observó un cierto movimiento, vio las sombras de los jinetes bárbaros pasar a lo largo de la zona pantanosa empuñando antorchas encendidas. Un simple reconocimiento, probablemente, pero aquella visión le trajo a la mente otra escena enterrada en su memoria: una turba de jinetes bárbaros que corrían al galope hacia la orilla de la laguna con el telón de fondo de un mar de llamas, contra un hombre solo que los esperaba inmóvil. Se estremeció como si hubiera sido embestida por un soplo helado y volvió la cabeza hacia la cabaña. Aurelio dormía, ahora, agotado por la larga jornada de marcha y por la debilidad debida a la escasez de alimento. Livia, como presa de una repentina inspiración, tomó un tizón del fuego y se acercó a él cautamente, se acurrucó a su lado y alargó la otra mano para descubrir su pecho. Aurelio se puso en pie de golpe con la espada en la mano y se la apuntó a la garganta.
—Detente, soy yo —dijo Livia echándose hacia atrás. —Pero ¿qué estabas haciendo? ¿Te das cuenta de que hubiera podido matarte?
—No creía que te despertases, solo quería...
—¿Qué?
—Te habías destapado, solo quería cubrirte.
—Sabes perfectamente que no es cierto. Y ahora dime la verdad o me voy inmediatamente.
Livia se puso en pie y fue a sentarse al lado del fuego.
—Yo... creo saber quién eres.
Aurelio se acercó y durante algunos instantes pareció observar el movimiento de las llamas azulinas que lamían las brasas, luego miró fijamente a Livia a los ojos. Había una sombra fría en su mirada, como si su espíritu se viera inundado por una turbia marea de recuerdos, como si una antigua herida hubiera empezado de nuevo a sangrar. Se volvió de espaldas de golpe.
—-No quiero oírte —dijo con voz átona.
—La noche acaba de empezar —respondió Livia—. Queda todo el tiempo del mundo para una larga historia. Acabas de decir que querías saber la verdad, ¿lo has olvidado?
Aurelio se volvió lentamente, inclinando la cabeza en silencio, y Livia prosiguió:
—Una noche, hace muchos años, la ciudad donde nací y crecí, donde tenía mi casa y a mis padres, fue tomada al asalto de repente después de larga resistencia. Los bárbaros se entregaron al saqueo y a la masacre. Los hombres fueron pasados por la espada; las mujeres, violadas y reducidas a la esclavitud; las casas, saqueadas e incendiadas. Mi padre murió mientras intentaba defendernos, fue hecho pedazos ante nuestros propios ojos, en el mismo umbral de nuestra casa. Mi madre huyó conmigo de la mano. Corrimos en la oscuridad, por un antiguo sendero de ronda detrás del acueducto, presas del pánico y de la desesperación. El camino se iluminaba aquí y allá por el resplandor de los incendios; gritos, lamentos y alaridos resonaban en cada esquina, en cada muro, llovían del cielo como una granizada de fuego. La ciudad estaba llena de cuerpos sin vida, la sangre corría por todas partes. Yo estaba extenuada y mi madre me arrastraba por un brazo. Llegamos así a la orilla de la laguna donde una barca cargada hasta los topes de prófugos estaba a punto de hacerse a la mar. Era la última: otras barcas estaban ya lejos, desaparecían tragadas por la oscuridad, allende el último reflejo del incendio.
Se detuvo un instante para escrutar dentro del alma de su interlocutor con los ojos brillantes de lágrimas, pero no encontró en él nada más que espanto.
—Continúa —dijo Aurelio.
Livia se cubrió el rostro con las manos como si quisiera proteger sus ojos de aquellas visiones que le abrasaban el corazón, de aquellos recuerdos largo tiempo desterrados en las profundidades de su mente. Luego cobró fuerzas y continuó:
—La barca ya se estaba alejando y mi madre se puso a gritar corriendo hacia la embarcación con el agua que le llegaba hasta las rodillas, implorando que nos esperase...
Un relámpago de angustioso estupor cruzó por los ojos de Aurelio y Livia se le acercó de nuevo, hasta el punto de que él podía sentir el olor de la sal marina que emanaba de su cuerpo de sirena. Una oleada de calor le inflamó el rostro, le pareció estar inmerso en un torbellino de llamas y advirtió de nuevo una sensación de pánico que le oprimía el corazón. Livia prosiguió, implacable:
—Había un hombre sentado en popa, un joven oficial romano con la armadura ensangrentada. Cuando nos vio metidas en el agua, ayudó a mi madre a subir y me tomó a mí en brazos mientras ella se sentaba en el único sirio que había quedado, luego me cogió por la cintura y me levantó hacia sus manos tendidas. Viendo el agua oscura debajo de mí me espanté y me aferré a su cuello, y fue en ese momento cuando le arranqué esto.
Diciendo esto, mostró la medalla con el águila de plata que le colgaba del cuello, y luego continuó:
—Mi madre me cogió entre sus brazos y me estrechó contra su pecho mientras la barca se alejaba lentamente de la orilla. La última imagen que me quedó grabada es la figura de él inmóvil en la orilla, su forma oscura contra el infierno de llamas que devoraba mi ciudad, y una turba de jinetes bárbaros que llegaban de repente al galope como demonios, agitando antorchas llameantes. Aquel joven oficial eras tú. Estoy segura.
Apretó de nuevo entre los dedos la pequeña águila de plata.
—La llevo al cuello desde esa noche y nunca he perdido la esperanza de poder reencontrar al héroe que nos salvó la vida sacrificándose en nuestro lugar.
Se cayó y permaneció inmóvil delante de su compañero en espera de una respuesta, de un signo que confirmase que las imágenes de aquella noche lejana habían despertado en él la conciencia del pasado, pero Aurelio no decía nada: apretaba los párpados para echar atrás las lágrimas, para dominar el terror, la angustia del vacío, la comezón del frío y de la oscuridad.
—Es por esto por lo que tu mirada cae sobre esta medalla, instintivamente, porque sabes que es tuya, que te pertenecía, es el distintivo de tu unidad: la octava vexillatio pannonica, ¡los héroes defensores de Aquilea!
Aurelio tuvo un sobresalto doloroso al oír aquellas palabras, pero se dominó. Abrió los ojos y miró fijamente a la muchacha con ternura, apoyó las manos en sus hombros y dijo:
—Ese muchacho está muerto, Livia, está muerto, ¿comprendes?
Livia meneaba la cabeza mientras las lágrimas le caían por las mejillas, pero él continuó:
—Está muerto. Como todos los demás. No hubo supervivientes en aquella guarnición. Lo saben todos. El tuyo es un sueño de niña. Reflexiona por un momento: ¿cuántas probabilidades hay de que ese muchacho se haya salvado, si su situación fue la que me acabas de describir? ¿Y cuántas probabilidades hay de que tú lo hayas encontrado de nuevo después de tantos años?
Mientras hablaba volvía a ver la cara de Wulfila contraída por el
furor y su voz que gritaba: «¡Yo te conozco, romano! ¡Te he visto antes!». Pero dijo también:
—Estas cosas ocurren solo en las fábulas. Resígnate.
—¿De veras? Entonces, dime una cosa, ¿dónde estabas la noche que cayó Aquilea?
—No lo sé, créeme. Son tiempos ya muy lejanos, más allá de los límites de mi memoria.
—Pero tal vez yo puedo demostrarte una cosa. Escucha, cuando me he acercado a ti mientras dormías quería ver si...
—¿Qué?
—Si tienes una cicatriz en el pecho, justo en la base del cuello. Yo..., yo creo recordar que ese soldado tenía una herida en el pecho que sangraba.
—Muchos soldados tienen cicatrices en el pecho. Los valientes, quiero decir.
—¿Y por qué tu mirada cae siempre sobre esta medalla?
—No miro la medalla. Miro... tu pecho.
—¡Vete! —gritó Livia temblando de rabia y de desilusión—. ¡Déjame sola! ¡Déjame sola!
—Livia, yo...
—Déjame sola —repitió en voz baja.
Aurelio se alejó y ella se acuclilló al amor de las últimas brasas. Se cubrió el rostro y lloró, quedamente.
Permaneció así largo rato, hasta que sintió que el frío penetraba en sus huesos. Entonces levantó la cabeza y vio a Aurelio inmóvil contra el tronco de un roble: una sombra entre los fantasmas de la noche.