8

Livia espoleó a su caballo a lo largo del angostísimo sendero que ascendía hacia la cresta de la montaña, luego se detuvo y esperó a Aurelio que subía haciendo otro itinerario a través del bosque. Desde allí arriba podía dominarse fácilmente la salida del túnel de la vía Flaminia que atravesaba de parte a parte la montaña; los dos saltaron a tierra y se apostaron detrás de un matorral de arbustos de haya. No pasó mucho tiempo antes de que un grupo de jinetes hérulos desembocara por el túnel, luego apareció su comandante a la cabeza de una veintena de hombres armados y poco después el carruaje, seguido de a retaguardia.

Aurelio se estremeció al reconocer a Wulfila y miró instintivamente el arco que Livia llevaba en bandolera.

—Quítatelo de la cabeza —dijo la muchacha intuyendo lo que estaba pensando—. Aunque consiguieras abatirle, los otros no nos dejarían escapatoria, y tal vez desahogarían su ira contra el muchacho.

Aurelio se mordió los labios.

—Ya llegará el momento —insistió Livia—. Ahora debemos tener paciencia.

Aurelio observó durante un rato la forma tambaleante del carro hasta verla desaparecer detrás de un recodo del camino. Livia apoyó una mano en uno de los hombros de él.

—Me parece que entre vosotros dos se trata de una cuestión de vida o muerte, mejor dicho, solo de muerte, ¿no es así?

—Maté a algunos de sus hombres más fieles, traté de llevarme al prisionero confiado a su custodia y cuando él intentó impedírmelo

le hice un corte en la cara; he hecho de él un monstruo para el resto de sus días, ¿no te parece bastante?

—Esto por lo que se refiere a ti. ¿Y por su parte?

Aurelio no respondió. Masticaba una brizna de hierba seca y miraba hacia el valle, abajo.

—¿No me digas que no os habíais encontrado nunca antes de ahora?

—Es posible, pero yo no lo recuerdo. He encontrado cantidad de bárbaros en tantos años de guerra.

En aquel momento volvió a verse cara a cara con Wulfila en el pasillo del palacio imperial, espada contra espada, y la voz ronca del adversario que decía: «¡Yo te conozco, romano, te he visto antes!».

Livia se puso delante de él y le escrutó los ojos con una insistencia despiadada. Aurelio desvió la mirada.

—Tienes miedo de mirar dentro de ti y tampoco quieres que nadie lo haga. ¿Por qué?

Aurelio se volvió de golpe.

—¿Tú te despojarías de tu ropa aquí, quedando desnuda, delante de mí? —le preguntó clavándole en el rostro dos ojos de fuego.

Livia sostuvo su mirada sin pestañear.

—Sí —respondió— si te amase.

—Pero no me amas. Y tampoco yo te amo. ¿Digo bien?

—Dices bien —repuso Livia con voz no menos firme.

Aurelio tomó a Juba por el ramal y esperó a que la muchacha desatase a su vez a su bayo; luego le dijo:

—Tenemos un fin común y una misión que cumplir que nos obligará a estar un tiempo juntos. Necesitamos de una gran cohesión y poder confiar totalmente el uno en el otro. Cada uno de nosotros debe, por tanto, evitar crear incomodidad y animosidad en el otro. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Perfectamente —respondió Livia.

Aurelio comenzó a descender a pie a media pendiente llevando a Juba por las bridas.

—Si queremos hacer una tentativa —dijo, cambiando de conversación—, deberá ser durante el recorrido: una vez que el convoy haya llegado a destino la empresa se volverá imposible.

—¿Dos contra setenta? No me parece una buena idea. Y además tu herida no está aún curada. No. No podemos arriesgarnos a fracasar una segunda vez.

—¿Qué propones, entonces? También tú debes de tener tu plan. O seguimos adelante a ver qué pasa?

—Lo primero que hay que conseguir es enterarnos de cuál será el lugar de destino, luego estudiaremos cómo penetrar en él y cómo llevarnos al muchacho. No hay otra posibilidad: no había hombres que reclutar en Rávena y, aunque los hubiera habido, son tan numerosos los espías de Odoacro que la conjura habría sido descubierta enseguida. Aunque pueda parecerte extraño, nuestra ventaja está precisamente en el hecho de que nadie sabe que existimos, nadie sospecha que dos caminantes pueden intentar una empresa de este tipo. Tú estuviste a punto de lograr tu objetivo precisamente porque nadie esperaba una eventualidad semejante. Si recluíamos a otros hombres deberá ser muy lejos de Rávena, donde nadie sabe nada de nosotros.

—¿Y con qué dinero los reclutarás?

—El dinero estará a nuestra disposición en varios lugares de Italia. Antemio tiene depósitos en muchos bancos y yo tengo su carta de crédito. Sabes lo que es, ¿verdad?

—No. Pero lo importante es que puedas disponer de dinero. No he perdido la esperanza de encontrar a mis compañeros.

—Tampoco yo. Sé lo importante que es para ti.

Lo dijo con un tono que delataba una implicación de sus sentimientos más fuerte que la camaradería guerrera que los unía ya desde hacía algunos días.

Avanzaron así durante varias etapas recorriendo alrededor de veinte millas al día, siempre manteniéndose a considerable distancia del convoy. La propia vigilancia de los bárbaros en torno al carruaje parecía haberse relajado en parte: la seguridad de aquella masiva escolta, la imponente presencia de Wulfila, la falta absoluta de amenazas hasta donde alcanzaba la vista contribuían a relajar la tensión y, a veces, la disciplina misma.

Atravesaron los Apeninos y descendieron el valle del Tíber.

—Si encontráramos a mis compañeros —dijo en un determinado momento Aurelio—, ¿me ayudarías a rescatarlos?

—Imagino que sí. Depende de cuántos encontráramos, suponiendo que los encontremos. No te hagas demasiadas ilusiones, te repito. Miseno es una posibilidad, pero nada más que una posibilidad como otras.

—Es extraño: por un lado quisiera encontrarlos, pero por otro lo temo... Temo saber por ellos el final que tuvieron los demás.

—Hiciste lo que pudiste —dijo Livia—, no te atormentes. Lo hecho, hecho está, y no podemos cambiarlo.

—Para ti es fácil decirlo. La legión era mi vida. Todo cuanto tenía.

—¿No has tenido nunca una familia?

Aurelio meneó la cabeza.

—¿Una mujer..., una amante?

Aurelio desvió la mirada.

—Encuentros ocasionales y esporádicos. Ningún vínculo. Es difícil unirse a alguien cuando no se tienen raíces.

Avanzaron al paso durante un trecho sin decir nada más, luego Livia rompió de nuevo el silencio.

—Una legión —prosiguió diciendo—. Parece increíble; desde los tiempos de la reforma del emperador Galieno de las viejas legiones apenas se conserva el nombre, y menos aún en los últimos cuarenta años. ¿Qué sentido tiene poner en pie una legión?

—En cambio, era una operación extraordinaria. En primer lugar, el suelo italiano no se presta casi nunca al despliegue de vastos contingentes de caballería, aparte de que el impacto habría sido formidable: Orestes quería que la gente volviera a ver un águila de plata brillar al sol, quería que los romanos recuperasen su orgullo, volvieran a ver escudos, a las unidades hacer retemblar el terreno a su paso cadencioso. Quería la disciplina contra la barbarie, el orden contra el caos. Todos nosotros estábamos orgullosos de formar parte de ella. Nuestro comandante era un hombre de antiguas virtudes y de increíble valor, austero y justo, celoso de su honor y del de sus hombres.

Livia le miró: le centelleaban los ojos y la voz le vibraba de una intensa emoción mientras profería aquellas palabras. Hubiera querido saber más de sus sentimientos, pero vio que el convoy, en lontananza, parecía haber demorado su marcha, e hizo una seña a su compañero de que se detuviese.

—No pasa nada —dijo poco después—. Un rebaño de ovejas que atraviesa el camino.

Reanudaron su marcha al paso manteniéndose en los bordes de una franja boscosa que flanqueaba el camino a una distancia de trescientos o cuatrocientos pies.

—Continúa, por favor —dijo.

—Los hombres fueron elegidos uno por uno de otras unidades, oficiales y soldados, auxiliares y técnicos, en gran parte itálicos y de las provincias. Se aceptó también a bárbaros, pero en número muy limitado y solo hombres de probada lealtad, al servicio del Estado desde hacía varias generaciones. Fueron concentrados en una localidad secreta de Nórica y adiestrados por espacio de casi un año muchas horas al día. Cuando la legión entró en combate por primera vez en campo abierto el efecto fue mortífero, penetró entre las filas enemigas con la potencia de una máquina de guerra causando numerosas bajas a los adversarios. Habían conservado lo mejor de la técnica antigua y lo mejor de la moderna.

—¿Y tú? ¿Dónde fuiste reclutado?

Aurelio cabalgó durante un rato como absorto, fijando la mirada delante de sí. Se mantenían a media pendiente entre los bosques para no ser sorprendidos por los exploradores de Wulfila, los cuales batían hora incesantemente las laderas del valle para prevenir eventuales ataques por sorpresa. En aquellos parajes tan agrestes y salvajes se preocupaban más por los salteadores de caminos que por improbables socorredores del muchacho.

—Ya te lo he dicho —respondió Aurelio de repente—, siempre formé parte de la legión. No recuerdo nada más.

Y el tono de su voz indicaba a las claras que aquel era un asunto concluido.

Avanzaron así, en silencio; Livia de vez en cuando se apartaba para seguir un itinerario ligeramente más arriba o más abajo porque no podía soportar el obstinado mutismo de su compañero. Cuando se juntaban, intercambiaba con él unas pocas palabras sobre el itinerario o sobre las dificultades del terreno y acto seguido se alejaba de nuevo. Era evidente que Aurelio no conseguía liberarse de la pesadilla de la matanza de sus compañeros, de la destrucción de su unidad, de la imposibilidad de salvarla. A su lado cabalgaban espectros, sombras sanguinolentas de jóvenes aniquilados en la flor de la vida, de hombres torturados cruelmente hasta el último aliento. Podía oír aún sus gritos desgarradores, sus invocaciones desde las profundidades de los infiernos. Avanzaron al paso durante varias horas hasta que vieron que comenzaba a oscurecer y que el convoy se preparaba para la parada nocturna. Livia observó una cabaña en la cima de una colina, a una distancia de cerca de una milla del campamento de Wulfila y se la señaló a su compañero.

—Tal vez podríamos pararnos allí arriba para hacer noche y poner a cubierto también a los caballos.

Aurelio asintió con un gesto y empujó a Juba hacia el bosque, en dirección a la colina.

Fue el primero en entrar y se aseguró de que no hubiera nadie en su interior. Por el aspecto era un refugio para los mayorales que llevaban las vacas a pastar: en un rincón había paja y detrás de la construcción, debajo de una especie de tosca techumbre, algunas pacas de heno y de paja. A escasa distancia un arroyuelo de agua vertía sus aguas en un abrevadero excavado en una roca de arenisca y que al desbordarse se derramaba abajo entre pedruscos recubiertos de musgo, hasta llenar una cavidad natural. Creaba así un pequeño embalse de aguas cristalinas que reflejaban el cielo y los árboles circundantes. El bosque resplandecía a la puesta del sol de los colores del otoño, viñas vírgenes serpenteaban por los troncos de los robles con sus grandes pámpanos bermejos y con los pequeños racimos de granos color púrpura.

Aurelio puso pienso a los caballos, los ató debajo de la techumbre y les puso delante un poco de heno. Livia se acercó al embalse, se despojó de sus ropas y se sumergió en él estremeciéndose al contacto con la gélida agua. Pero las ganas de lavarse debían de haber sido más fuertes que el frío. Aurelio se disponía a descender la pendiente, pero entrevió su cuerpo desnudo culebreando dentro del agua purísima y se detuvo a contemplarlo durante algunos instantes, encantado de aquella belleza escultural. Luego desvió la mirada, confuso y turbado. Hubiera querido acercarse y decirle cuánto la deseaba, pero no soportaba la idea de que ella pudiera rechazarle. Se acercó al abrevadero y se lavó a su vez, primero el torso y los brazos y luego la parte inferior del cuerpo. Cuando Livia volvió estaba envuelta en su manta de viaje y sostenía en la mano derecha un arpón con dos grandes truchas ensartadas.

—Solo había estas dos —dijo—, y estaban probablemente preparadas para morir. Ve abajo a coger mis ropas, están colgadas en una rama cerca del embalse. Mientras tanto yo enciendo el fuego.

—Estás loca. Nos detectarán y mandarán a alguien a ver.

—No pueden controlar cada humo que sube de los campos —replicó ella—. Y además estamos en una posición dominante: si alguien intenta acercarse le ensarto como a estas dos truchas y le arrastro al bosque: en unas pocas horas no quedará de él ni los huesos. También los animales salvajes de estos tiempos pasan hambre.

Livia asó las truchas lo mejor que pudo y siguió alimentando el fuego con ramas de pino que ardían con una bonita llama chisporroteante, pero sin hacer humo. Cuando fue la hora de la cena Aurelio se sirvió el pescado más pequeño, pero Livia le puso el más grande.

—Tienes que comer —dijo—, estás aún débil y cuando llegue la hora de tener que pelear quiero a un león a mi lado, no a un manso cordero. Y ahora ve a dormir. Ya haré yo el primer turno de guardia. Aurelio no respondió y se alejó hacia el borde del claro del bosque apoyándose contra el tronco de un roble secular. Livia le vio así, inmóvil, con los ojos fijos y abiertos de par en par, afrontar la noche que caía de la montaña con sus sombras y sus fantasmas, y habría querido ir a su lado, con solo que él se lo hubiera pedido.

Wulfila ordenó acampar cerca de un puente que atravesaba un afluente del Tíber. Sus hombres comenzaron a asar las ovejas y los carneros confiscados a un pastor que algunas horas antes se había cruzado incautamente en su camino. Ambrosino se acercó con aire preocupado.

—El emperador detesta la carne de oveja —dijo.

El bárbaro se echó a reír:

—¿Que el emperador detesta la carne de oveja? ¡Pues qué lástima, qué terrible! Lamentablemente el jefe de las cocinas imperiales no ha querido moverse de Rávena y la elección de las pitanzas es limitada. O come oveja o se irá a la cama en ayunas.

Ambrosino se acercó.

—He visto castañas en el bosque: si me permites recoger unas pocas puedo prepararle un dulce muy sabroso y nutritivo.

Wulfila meneó la cabeza.

—Tú no te mueves de aquí.

—¿Adonde quieres que vaya? Sabes muy bien que no abandonaría al muchacho por nada del mundo. Déjame ir: volveré en un rato y te daré también a ti. Te aseguro que no has comido nunca nada tan bueno.

Wulfila le dejó ir y Ambrosino encendió una linterna y se adentró en el bosque. El terreno bajo los grandes troncos nudosos estaba cubierto de zurrones de castaña, muchos de ellos, semiabiertos, mostraban en su interior los frutos de bonito color pardo rojizo como la piel curtida. Recogió un buen número pensando que aquellos lugares debían de estar completamente deshabitados, si frutos tan preciados eran dejados a los osos y a los jabalíes. Regresó al campamento con la linterna apagada y se acercó furtivamente en el momento en el que Wulfila parecía celebrar Consejo con sus lugartenientes.

—¿Cuándo debería partir? —preguntaba en ese momento uno de ellos.

—Mañana mismo, apenas hayamos llegado a la llanura. Te llevarás contigo a una media docena de hombres y nos precederéis en Nápoles. Estableceréis contacto con un hombre llamado Andrés de Nola, que os espera en las dependencias de la guardia palatina, y le diréis que prepare el transporte para Capri. Deberá prever toda la escolta, más el muchacho, su preceptor y las personas de servicio para nosotros y para ellos. Dirás que quiero que esté todo listo en el lugar de destino final: dependencias para los hombres, comida, vino, ropas, mantas. Todo. Podrían proporcionarnos esclavos: asegúrate de que no los cojan de Miseno. Hay allí algunos de los que Miedo hizo prisioneros en Dertona: no los quiero por en medio. ¿Has comprendido bien? Si algo no sale como es debido, responderás tú personalmente. Y explícales que no soy benévolo con los incapaces.

Ambrosino consideró haber oído ya bastante, se alejó a paso ligero y reapareció en el campamento por la parte opuesta, donde los hombres de la escolta estaban dando vueltas sobre el fuego a los espetones con cuartos de carnero. Se puso en un lado y asó sus castañas, luego las majó en un mortero, añadió un poco de mosto cocido de las provisiones del convoy y preparó una torta que volvió a pasar por el fuego para volverla crujiente. La sirvió a su señor con legítimo orgullo. Rómulo la miró asombrado.

—Es mi dulce preferido. Pero ¿cómo lo has hecho?

—Wulfila está comenzando a concederme un mínimo de libertad: sabe perfectamente que no puede tratarme mal, si quiere conservar su cara. He ido al bosque y he recogido unas castañas, aquí las tienes.

—Gracias —dijo Rómulo—. Haces que me acuerde de los días de fiesta en casa, cuando nuestros cocineros lo preparaban en una placa de pizarra en el jardín. Aún me parece sentir el aroma del mosto que hervía en el fuego. No había aroma más dulce y más intenso que el mosto que cuece.

—Come —le dijo Ambrosino—, no lo dejes enfriar.

Rómulo hincó los dientes en la hogaza y el preceptor continuó:

—Tengo noticias. Sé a donde te llevan. He oído a Wulfila hablar con el Consejo de sus jefes mientras salía del bosque. Nuestro destino es Capri.

—¿Capri? Pero si es una isla.

—Sí. Es una isla, pero no demasiado alejada de la costa. Y no falta quien la encuentra agradable, especialmente en verano cuando el clima es muy bueno. El emperador Tiberio construyó allí villas fastuosas y en los últimos años de su reinado habitó en la más hermosa de ellas: la villa Jovis. Después de su muerte...

—Será, en cualquier caso, una prisión —le interrumpió Rómulo— donde viva el resto de mis días sin otra compañía que la de los enemigos más odiosos. No podré viajar, no podré conocer a otras personas, no podré tener una familia...

—Tomemos lo que la vida nos ofrece día tras día, hijo mío. El futuro pertenece y está en manos de Dios. No te rindas, no te dejes vencer por el desaliento, no te resignes a nada. Recuerda el ejemplo de los grandes del pasado, recuerda los preceptos y los consejos de los grandes sabios: de Sócrates, de Catón, de Séneca. El conocimiento no es nada si no nos proporciona los medios para afrontar la vida. Escucha, el otro día tuve una premonición: como por milagro me vino a la mente una antigua profecía de mi tierra y desde entonces mis sentimientos han cambiado. Siento que no estamos solos y que pronto habrá otras señales. Créeme, lo presiento.

Rómulo sonrió, más por compadecimiento que de alivio.

—Sueñas —le dijo—, pero sabes hacer buenas tortas y esta es de una calidad indiscutible.

Se puso de nuevo a comer y Ambrosino le miraba con tal satisfacción que se había olvidado de tocar la comida hasta aquel momento, pero prefirió llevarle lo que había quedado a Wulfila para mantener su promesa y ganarse, dentro de lo posible, su benevolencia.

Al día siguiente se despertaron al amanecer y asistieron a la partida del destacamento que se dirigía hacia el sur. Luego el convoy se puso de nuevo en marcha y no se detuvo más que para una breve comida a mitad de jornada. El clima se iba dulcificando a medida que avanzaban hacia el sur, las nubes eran grandes y blancas: surcaban el cielo empujadas por el viento de poniente y a veces se condensaban en grandes cúmulos negros inundando la tierra con imprevistos y fuertes aguaceros. Luego el sol volvía a iluminar los campos mojados y relucientes. Los robles y los fresnos habían cedido paso a los pinos y a los mirtos, los manzanos a los olivos y a los viñedos.

—Roma está ahora ya a nuestras espaldas —dijo Ambrosino—. Nos estamos acercando a nuestro destino.

—Roma... —murmuró Rómulo, y pensó en cuando había entrado en la curia del Senado, ataviado con las vestiduras imperiales, acompañado por sus padres. Parecía que hubiera que unos pocos meses, y se encaminaba ahora a vivir su adolescencia y su juventud, las edades más hermosas en la vida de un hombre, con el corazón oprimido por el luto y por oscuros presentimientos.