7

Aurelio miró fijamente a su interlocutor, y a continuación se volvió hacia su caballo y se puso a ajustarle las cinchas de la silla como si se dispusiera a partir.

—¿Por qué? —preguntó Esteban—. Tú mismo lo hiciste, al intentar una acción desesperada, y ahora que te ofrecemos apoyo y ayuda para la misma empresa, y con muchas más probabilidades de éxito, ¿te niegas?

—Antes era distinto. Lo hice porque me parecía justo y porque creía tener una esperanza de éxito actuando completamente por sorpresa, y a punto estuve de conseguirlo. Yo no conozco vuestros fines y tampoco os conozco a vosotros. Y de todas formas, después de mi incursión la vigilancia se habrá intensificado. Nadie puede lograr acercarse a ese muchacho, estoy convencido de ello. Odoacro habrá puesto a todo un ejército alrededor de él.

Esteban se acercó:

—Represento a un grupo de senadores que mantienen contactos directos e importantes con el imperio de Oriente. Estarnos convencidos de que es la única manera de impedir que Italia y Occidente caigan completamente en la barbarie. Algunos de nuestros emisarios se han reunido con Basilisco en Salona, en Dalmacia, y han vuelto con un mensaje importante. El emperador está dispuesto a ofrecer hospitalidad y protección a Rómulo en Constantinopla y a asignarle una pensión de subsistencia digna de su rango.

—¿Y ello no te despierta sospechas? —preguntó Aurelio—. Basilisco, por lo que se me alcanza, no es sino un usurpador. ¿Cómo podéis fiaros de su palabra? ¿Quién nos dice que no tratará al muchacho peor de lo que le trataría ese bárbaro?

—Ese bárbaro mandó aniquilar a sus padres —respondió secamente Esteban.

Aurelio se volvió hacia él y se encontró con su mirada firme y aparentemente impasible. Tenía un acento oriental que le recordaba el habla de algunos de sus compañeros de armas procedentes de Epiro.

—Además —siguió diciendo—, está destinado a una eterna prisión en un lugar aislado e inaccesible, condenado a vivir con pesadillas y terrores para el resto de sus días, esperando el momento en que algún cambio de humor de sus carceleros decida su final. ¿Tienes idea de los insultos, de las violencias y de las infamias a las que puede ser sometido un chico al cuidado de esos brutos? Aurelio volvió a ver durante un segundo la mirada de Rómulo en el momento en que él, traspasado en el hombro por una flecha, se veía obligado a abandonarle: una mirada de desesperación, de rabia impotente, de infinita amargura. Esteban tuvo que darse cuenta de que algo estaba abriendo brecha en su ánimo y continuó:

—También en Constantinopla tenemos amigos, algunos de los cuales son muy influyentes, y tenemos por tanto la manera de protegerle eficazmente.

—¿Y Julio Nepote? —insistió Aurelio—. Ha sido siempre el candidato del imperio de Oriente al trono de Occidente. ¿Por qué iba cambiar de idea y abandonarle?

Livia trató de intervenir, pero Esteban la detuvo con una mirada.

—Nepote no interesa ya a nadie y por tanto se le dejará envejecer en su villa de Dalmacia, aislado del resto del mundo. Nosotros tenemos un plan bastante más ambicioso para ese muchacho, pero para llevarlo a cabo es preciso que él esté al amparo de todo peligro, que reciba una educación y un adiestramiento adecuados, que crezca en la casa imperial en una posición tranquila y segura, que no ponga en peligro ni despierte sospechas en nadie mientras no llegue el momento de reclamar su herencia.

Livia decidió en aquel momento volver a intervenir a su manera.

—Déjalo —dijo vuelta hacia Esteban—, el miedo es el miedo. Ya lo intentó una vez, arriesgó su vida y no tiene intención de volver a hacerlo. Es algo lógico y normal.

-—Así es —confirmó Aurelio sin pestañear.

—Precisamente —rebatió Livia—. Podemos perfectamente arreglárnoslas solos. Fui yo quien le salvé a él, no él quien me ha salvado a mí, después de todo. ¿Qué dirección ha tomado el convoy?

—Dirección al sur —dijo Esteban—. Están ya camino de Fano.

—Entonces, es que quieren atravesar los Apeninos.

—Es probable, pero no seguro. En cualquier caso, pronto lo sabremos.

Aurelio se puso de nuevo a ajustar las cinchas del caballo como si aquella conversación ya no fuera con él. Livia fingió no advertirlo y se puso a hablar de nuevo con Esteban:

—¿Es cierto que Miedo ha regresado?

—Sí.

—¿Has visto si hay prisioneros?

Aurelio se volvió de golpe y había en su mirada esperanza, trepidación, temor. Había bastado una simple frase para acabar con su aparente equilibrio.

—Unos cincuenta, diría yo, como máximo. Pero podría equivocarme: estaba casi oscuro.

Aurelio se acercó:

—¿Has reconocido... a alguno?

—¿Cómo habría podido hacerlo? —respondió Esteban—. El único que he visto era un gigante negro, un hércules etíope, un coloso de casi seis pies, cargado de cadenas, que...

—¡Batiato! —exclamó Aurelio iluminándosele el rostro—. ¡No podía ser sino él!

—Se acercó a Esteban y le aferró por las vestiduras—. Es un amigo mío y compañero de armas de hace muchos años. Te lo ruego, dime a donde lo han llevado: tal vez haya otros compañeros míos con él.

Esteban le miró con una sonrisita compasiva.

—¿Quieres intentar otra empresa desesperada?

—¿Quieres ayudarme, sí o no?

—Extraña pregunta, para alguien que acaba de negarse a una petición de ayuda.

Aurelio hizo un gesto con la cabeza:

—Estoy dispuesto a todo, pero dime a donde le han llevado, si lo...

—A Classe. Pero esto no significa gran cosa. En Classe está el puerto, y desde allí se puede ir a cualquier parte del mundo.

Aurelio acusó el golpe: la alegría de saber vivo al compañero de tantas peripecias se había visto pronto superada por la conciencia de no poder hacer nada por él. Livia vio la desesperación y el abatimiento en su mirada y sintió compasión por él.

—No es improbable que los lleven a Miseno: allí hay otra base de la flota imperial y, aunque está casi desmantelada, alguna vez tienen todavía necesidad de remeros. Y está también el más importante mercado de esclavos de la península. Puedes intentar llegar a la base y luego recoger información. Con un poco de tiempo y paciencia podrías enterarte de más cosas. Además tu amigo es tan enorme que no pasará ciertamente inadvertido.

«Escucha —prosiguió la joven en tono más tranquilo y conciliador—, yo iré al sur para seguir el convoy que transporta al emperador. Puedes seguirme durante un tiempo, si te parece. Cuando nuestros caminos se separen, cada uno se irá por su lado.

—¿Y tratarás de liberar al chico... tú sola?

—Esto ya no es asunto tuyo, creo yo.

—Ni que decir tiene.

—¿Y qué podría hacerte cambiar de idea?

—Si yo encuentro a mis compañeros, ¿vosotros me ayudaréis a liberarlos?

Intervino Esteban:

—Hay una gran recompensa, diez mil sólidos de oro, si lleváis al muchacho al viejo puerto de Fano, en el Adriático, donde os esperará una nave que le trasladará a Oriente, cada primer día de luna nueva, al amanecer, durante dos meses, contando a partir de la luna de diciembre. Con todo este dinero podrías volver a comprar a tus amigos, si consigues saber dónde están. La nave es fácilmente reconocible, pues izará en la popa un estandarte con el monograma de Consuno.

—En cambio, si los encontrase antes, podrían ayudaros en la empresa —dijo Aurelio—; son los mejores combatientes que puedas imaginarte, pero ante todo son soldados romanos, leales al emperador.

Esteban asintió satisfecho y se dirigió a Livia:

—¿Qué he de decirle, entonces, a Antemio?

—Dile que partiremos hoy mismo y que le mantendré informado orno mejor pueda.

—Así se lo diré —respondió Esteban—. Entonces, buena suerte.

—Buena falta nos hará —respondió Livia—. Te acompañaré, quiero asegurarme de que nadie te vea.

Llegaron a la barca de Esteban, una pequeña embarcación de fondo chato, idónea para la navegación por la laguna. Le esperaba un siervo sentado a los remos. Livia trepó, con impresionante agilidad, sobre un gran sauce que inclinaba sus ramas sobre el agua y escrutó los alrededores: no había un alma en la zona y descendió haciendo una seña a Esteban de que estaba todo tranquilo. El hombre subió a la barca, pero Livia le retuvo un momento.

—¿Qué le ha ofrecido Antemio a Basilisco para convencerlo de aceptar su propuesta?

—Eso no lo sé. Antemio no me lo dice todo, pero en Constantinopla es sabido que no sucede nada en Occidente sin que él esté al corriente: esto simplemente vale para conferirle un prestigio y un peso enormes.

Livia asintió, y a su vez el otro le preguntó:

—Ese soldado... ¿Crees de verdad que es de fiar?

—Vale por sí solo por todo un pequeño ejército. Reconozco a un combatiente cuando le veo, reconozco la mirada de un león, aunque esté herido. Y además la suya es una mirada que me recuerda algo...

—¿El qué?

Livia frunció los labios en una agria sonrisa.

—Si lo supiera, habría dado un rostro y un nombre a la única persona que ha dejado una huella en mi vida y en mi alma, aparte de mi padre y de mi madre a los que ya no tengo desde hace mucho tiempo.

Esteban hizo ademán de querer decir algo, pero Livia ya le había vuelto la espalda y se alejaba con su paso ligero y silencioso, de depredador. El siervo hundió los remos en el agua, enarcó la espalda y la barca se alejó lentamente de la orilla.

La columna que escoltaba el carruaje de Rómulo atravesó la campiña a lo largo de un sendero estrecho e incómodo, evitaron Fano y el gran número de curiosos que sin duda habrían formado calle a su paso y molestado la marcha. La consigna de guardar silencio y de secretismo debía de ser muy severa, y Ambrosino no dejó de notar la maniobra de distracción.

—Creo —le dijo a Rómulo— que nuestro itinerario nos conduce al puerto de montaña de los Apeninos. Dentro de poco volveremos por la vía Flaminia y atravesaremos la parte más alta recorriendo un túnel abierto en la montaña. Lo llaman forulus y es una obra de ingeniería extraordinaria, que fue concebida en tiempos del emperador Augusto y completada por el emperador Vespasiano. Toda esta zona, agreste y montañosa, está infestada desde hace tiempo de salteadores de caminos y es peligroso aventurarse solo hacia el puerto. Las autoridades han intentado muchas veces extirpar esta plaga creando incluso cuerpos especiales de vigilancia, pero sin grandes resultados. Es la miseria la que produce los bandidos: generalmente campesinos empobrecidos por los odiosos tributos y la hambruna, a los que no queda otra elección que echarse al monte.

Rómulo parecía contemplar los tupidos bosques de encinas y de fresnos que flanqueaban el sendero o los pastores que aquí y allá vigilaban el pastar de alguna enjuta vaquilla. Y sin embargo escuchaba y su respuesta fue acertada:

—Imponer tributos que arruinan a la gente no es solo injusto, sino también estúpido. Un hombre arruinado no paga ya ningún tributo, y si se convierte en bandido obliga al Estado a gastar más aún para volver seguros los caminos.

—Tu observación es muy acertada —dijo cortésmente Ambrosino—, pero tal vez es demasiado simple para que pueda ser puesta en práctica. Los gobernantes son seres codiciosos y los funcionarios menudo estúpidos, y estos dos problemas traen consigo consecuencias espantosas.

—Pero debe de haber una explicación a todo esto. ¿Por qué ha de ser por fuerza un gobernante codicioso y un funcionario necesariamente estúpido? Tú me has enseñado muchas veces que Augusto, Tiberio, Adriano, Marco Aurelio fueron príncipes prudentes y honestos que castigaban a los gobernadores corruptos. Pero tal vez ni siquiera esto es cierto: tal vez el hombre ha sido siempre estúpido, codicioso y malvado.

En aquel momento pasó a caballo Wulfila y alcanzó al galope una colina en una posición dominante, para escrutar el paisaje de alrededor y vigilar los movimientos de sus guerreros. La fea herida que le deformaba comenzaba a cicatrizar, pero su rostro estaba aún hinchado y enrojecido. Los puntos de sutura destilaban un líquido purulento y acaso era por esto por lo que su humor era cada vez más negro. Bastaba una nimiedad para desencadenar su cólera, y Ambrosino había evitado despertar sospechas en él o provocar de cualquier modo su desconfianza. Es más, estaba madurando un plan para ganarse su confianza y tal vez su gratitud.

—Es comprensible que tengas en estos momentos una visión del mundo tan negativa —respondió a Rómulo—. Lo sorprendente sería lo contrario. En realidad, muchas veces el destino humano, y con él el de los pueblos y el de los imperios, se ve condicionado por causas y acontecimientos que están fuera del control del hombre. El imperio se ha defendido durante siglos de los ataques de los bárbaros: muchos emperadores fueron elevados a la dignidad de la púrpura por sus soldados en el frente y en el frente murieron empuñando la espada, sin haber visto nunca Roma o haber discutido nada con el Senado. El ataque a veces era masivo, a oleadas, en varias direcciones y lanzado por distintos pueblos al mismo tiempo. Por esto se construyó, a un alto precio, un gran muro, a lo largo de más de tres mil millas, que se extendía desde los montes de Britania hasta los desiertos de Siria. Luego se reclutó a cientos de miles de soldados: hasta treinta y cinco legiones sirvieron en el ejército imperial, ¡casi medio millón de hombres! Ningún gasto, ningún sacrificio pareció a los cesares excesivo con tal de salvar al imperio y con él a la civilización. Pero al hacer esto no se daban cuenta de que los ingentes gastos se hacían insoportables, que los tributos empobrecían a los ciudadanos, a los ganaderos, a los artesanos, que destruían el comercio y el tráfico mercantil, reducían incluso la natalidad. ¿Por qué traer al mundo hijos, se preguntaba la gente, para hacerlos vivir en la miseria y en las privaciones? Luego, en un determinado momento, no fue ya posible rechazar las invasiones y así se pensó en dejar establecerse a los bárbaros dentro de nuestras fronteras y reclutarlos en el ejército para hacerlos combatir contra otros bárbaros... Fue un error fatal, pero tal vez no había alternativa: la miseria y la opresión habían matado en los ciudadanos el amor a la patria y fue menester recurrir a unos mercenarios que ahora son nuestros amos.

Ambrosino guardó silencio; se dio cuenta de que no estaba solo impartiendo una lección de historia a su pupilo, sino volviendo a evocar acontecimientos bastante próximos y reales, acontecimientos que le habían afectado directamente y de modo muy doloroso. Aquel muchacho triste que tenía enfrente era el último emperador de Occidente, después de todo. Un actor, a su pesar, y no un espectador de aquella inmensa tragedia.

—¿Y es esto lo que te veo escribir de vez en cuando? ¿Es historia? —le preguntó Rómulo.

—No ambiciono escribir historia: otros pueden hacerlo mejor que yo, en una lengua mejor y más elegante. Tan solo quiero dejar recuerdo de mi historia personal y de los acontecimientos de los que he sido testigo directo.

—Tiempo tendrás de hacerlo, años y años de prisión. ¿Por qué has querido seguirme? Habrías podido quedarte en Rávena, o volver a tu tierra natal, en Britania. ¿Es cierto que allí las noches no tienen fin?

—La respuesta a la primera pregunta ya la conoces. Sabes que te quiero y que era muy devoto de tu familia. En cuanto a la segunda, no es precisamente así... —comenzó por responder Ambrosino, pero Rómulo le interrumpió:

—Esto es lo que quisiera para mí: una noche sin fin, un sueño sin sueños.

El chico tenía en los ojos una mirada vacía mientras decía aquellas palabras y Ambrosino no supo qué responder.

Viajaron así durante todo el día; el maestro trataba de observar cada cambio de humor de su pupilo y al mismo tiempo no perder el control sobre cuanto sucedía alrededor. No se detuvieron hasta el atardecer. Las jornadas se habían vuelto ya muy cortas y las horas de marcha eran limitadas. Los soldados bárbaros encendieron un fuego, algunos de ellos se dispersaron a caballo por la campiña y volvieron al cabo de un rato con algunas ovejas degolladas que colgaban de las sillas y con gallinas atadas por las patas en un manojo. Debían de haber saqueado alguna aislada hacienda en el campo. En poco tiempo aquellas fáciles presas fueron preparadas, limpiadas y puestas sobre las brasas para ser asadas. Wulfila se sentó en una piedra aparte, esperando su ración. Con la expresión sombría, los rasgos deformes se veían exasperados dramáticamente por el reflejo de las llamas. Ambrosino, que no lo perdía de vista un solo instante, se le acercó a paso lento y a plena luz, para no despertar sospechas, y cuando estuvo bastante cerca de él para hacerse oír dijo:

—Soy médico y experto en fármacos, y puedo hacer algo por esta herida. Debe de hacerte mucho daño.

Wulfila hizo un gesto como de alguien que espanta un insecto molesto, pero Ambrosino no se movió y continuó como si nada hubiera pasado:

—Ya sé lo que piensas: que otras muchas veces has sido herido y que antes o después la herida ha acabado cicatrizando y ha pasado el dolor. Pero en este caso es distinto: el rostro es la parte más difícil de curar porque en el rostro aflora el alma más que en cualquier otra parte del cuerpo. La sensibilidad es muchas veces mayor y así también la vulnerabilidad. Esa herida está infectada y si la infección se extiende te devastará el rostro, te volverá una máscara irreconocible.

Se dio media vuelta y volvió hacia el carruaje, pero la voz de Wulfila le llamó:

—Espera.

Entonces, Ambrosino cogió su alforja, se hizo servir vino por los soldados, lavó repetidamente la herida, exprimió el pus hasta que vio sangre limpia, quitó los puntos y vendó después de haber aplicado una decocción de malva y salvado.

—No vayas a pensar ni por un momento que te estoy agradecido por esto —dijo Wulfila una vez que Ambrosino hubo terminado.

—No lo he hecho por eso.

—¿Por qué, entonces?

—Tú eres una fiera. El dolor no puede sino hacerte más feroz aún. Lo he hecho por mi propio interés, Wulfila, y por el del muchacho.

Volvió hacia el carruaje para dejar de nuevo la alforja. Un soldado llegó poco después con carne asada ensartada en un espetón, y el viejo y el muchacho comieron. Hacía frío, no solo por la estación otoñal ahora ya avanzada y por la hora de la noche, sino también por la altitud, pero a pesar de ello Ambrosino prefirió pedir otra manta que preparar su yacija, como hacían los demás, cerca del fuego. El calor, en efecto, volvía su pestilencia insoportable. También Rómulo comió y bebió, tras la insistencia de su maestro, un poco de vino, y este dio a su cuerpo cierta energía y ganas de vivir. Se tumbaron uno cerca del otro bajo el cielo estrellado.

—¿Has comprendido por qué lo he hecho? —preguntó Ambrosino.

—¿Te refieres a limpiar la cara de ese verdugo? Sí, me lo imagino: a los perros rabiosos es mejor acariciarles el lomo.

—Más o menos.

Se quedaron largo rato en silencio escuchando el crepitar del fuego al que los soldados seguían añadiendo ramas secas, y observando las pavesas que subían remolineando en el cielo.

—¿Rezas, antes de dormirte? —preguntó en un determinado momento Ambrosino.

—Sí —respondió Rómulo—. Rezo al espíritu de mis padres.