La columna recorrió un dique que atravesaba la laguna de norte a sur a lo largo de la cresta de un antiguo cordón de dunas costeras hasta alcanzar tierra firme. De aquel punto arrancaba un camino de tierra batida que iba a unirse, al cabo de algunas millas, con la vía empedrada llamada Romea, porque desde hacía muchos años constituía el itinerario preferido por los peregrinos que de toda Europa confluían en Roma para decir sus oraciones ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. A la cabeza avanzaba Wulfila sobre su caballo de batalla, armado con la segur y la espada, el torso cubierto por una cota de malla con refuerzos de chapa metálica en los hombros y en el pecho. Cabalgaba en silencio, aparentemente absorto en sus pensamientos, pero en realidad nada de cuanto se movía por los campos y a lo largo del camino escapaba a su mirada rapaz. A su derecha e izquierda dos soldados de la guardia protegían los flancos y escrutaban cada rincón del vasto territorio que se desplegaba delante de ellos.
Dos destacamentos, cada uno de una docena de guerreros, batían los campos a ambos lados del camino a una distancia de tal vez media milla desde la columna principal para prevenir cualquier posible incursión. Detrás avanzaban una treintena de jinetes, y a continuación el carro con los prisioneros. Por último, un tanto distanciada, la retaguardia compuesta de una veintena de hombres cerraba la columna.
Dentro del carruaje Ambrosino estaba sentado frente a Rómulo y de vez en cuando le hacía observar detalles del paisaje: pueblos, o caseríos, o antiguos monumentos en ruinas. Trataba de animar la conversación, pero con escaso éxito: el muchacho respondía con monosílabos o se encerraba en sí mismo. Entonces el preceptor extraía de la alforja el volumen de la Eneida y se ponía a leer interrumpiéndose a veces para echar un vistazo al exterior. O bien cogía un cuaderno de hojas, abría el tintero de viaje, mojaba la pluma y comenzaba a escribir sin interrupción, en silencio, a veces durante horas. Cuando el carro estaba atravesando un centro habitado, uno de los soldados de la guardia ordenaba echar la cortinilla: nadie debía ver lo que había en el interior.
El viaje había sido programado con gran diligencia y, cuando el convoy se detuvo la primera noche a la vigésimoquinta milla del camino, la vieja casa de postas medio en ruinas parecía parcialmente remozada: había una luz encendida en el interior y alguien estaba preparando la cena para los huéspedes. La guardia acampó aparte y cocinó su propia comida: unas gachas de mijo acompañadas de tocino y carne en salazón. Ambrosino se sentó delante de Rómulo mientras el cocinero servía un poco de carne de cerdo con lentejas estofadas, pan sentado y una jarra de agua de pozo.
—No es una gran cena —observó—, pero debes comer. Por favor, el viaje es largo y estás muy débil. Es necesario que recuperes las fuerzas sin falta.
—¿Para qué? —preguntó el chico, mirando desganadamente la pitanza que humeaba en el plato.
—Porque la vida es un regalo de Dios y no podemos echarla a perder.
—Es un regalo que yo no he pedido —respondió Rómulo—. Y lo que me espera es una prisión sin fin, ¿no es así?
—Nadie puede disponer de antemano planes sin fin en este mundo nuestro. Hay continuos cambios y turbulencias y disturbios. Quien hoy se sienta en un trono mañana podría morder el polvo, quien llora podría ver pronto un amanecer de esperanza... Tenemos que esperar, César, no debemos rendirnos a la desventura. Come algo, te lo ruego, hazlo por mí que te quiero.
El chico bebió tan solo un sorbo de agua, luego dijo con voz átona:
—No me llames César. Yo no soy ya nada y tal vez no lo he sido nunca.
—Te equivocas: eres el último de una gran estirpe de señores que han gobernado el orbe. Fuiste aclamado en el Senado de Roma y yo estaba presente, ¿acaso lo has olvidado?
—¿Cuánto tiempo hace de ello? —le interrumpió el muchacho— ¿Una semana? ¿Un año? No lo recuerdo ya. Es como si nunca hubiera sucedido.
Ambrosino no quiso insistir sobre este argumento.
—Hay algo que no te he dicho nunca... una cosa muy importante.
—¿El qué? —preguntó Rómulo distraídamente.
—Cómo te conocí la primera vez. Tenías solo cinco años y tu vida corría peligro, dentro de una tienda, en medio de un bosque de los Apeninos, en una oscura noche de invierno, si no recuerdo mal.
El chico alzó el rostro mostrando curiosidad a su pesar por aquella peripecia. El preceptor tenía dotes de gran narrador. Le bastaban unas pocas palabras para crear una atmósfera, para dar cuerpo a las sombras, vida a los fantasmas del pasado. Rómulo tomó un trozo de pan y lo untó en el estofado de lentejas ante la mirada complacida de Ambrosino, que se puso a comer a su vez.
—Entonces, ¿qué sucedió? —preguntó Rómulo.
—Estabas intoxicado. Habías tomado unas setas venenosas. Alguien, por error o tal vez intencionadamente, las había puesto en tu comida junto con las buenas.., Come también un poco de carne.
—¿Y no podría ser un intento de envenenamiento esta cena?
—No lo creo. De haber querido eliminarte lo habrían hecho ya, ningún temor por este lado. Así pues, yo pasaba por allí por casualidad: estaba cansado, hambriento, extenuado por el largo viaje, aterido por el frío cuando vi la luz en esa tienda en medio del bosque y sentí algo dentro de mí. Una emoción extraña, como una revelación imprevista. Entré, sin que nadie me detuviera, como si fuese un fantasma invisible. Tal vez Dios mismo me ayudó, me veló de neblina a los ojos de la guardia y me vi dentro de la tienda. Tú yacías en tu camita. Eras tan pequeño... y pálido, y con los labios amoratados. Tus padres estaban desesperados. Conseguí salvarte suministrándote un emético y desde entonces fui parte de tu familia, hasta hoy.
Los ojos de Rómulo se inundaron de lágrimas al oír nombrar a sus padres, pero hizo un esfuerzo por no llorar. Dijo:
—Hubiera sido mejor dejarme morir. —Ambrosino trató de meterle en la boca un poco de carne y Rómulo se la tragó. Preguntó—: ¿Cómo es que te encontrabas en aquel sitio?
—¿Que cómo? Esta es una larga historia y si quieres te la contaré por el camino. Pero ahora termina de comer y luego vamos a descansar: mañana habrá que levantarse al amanecer y viajar todo el día.
—Ambrosino...
—Dime, hijo mío.
—¿Por qué quieren tenerme prisionero durante toda la vida? ¿Porque mi padre me hizo nombrar emperador? ¿Es debido a eso?
—Yo creo que sí.
—Escucha —dijo entonces Rómulo iluminándose de repente su rostro—. Tal vez podríamos encontrar una solución: yo estoy dispuesto a renunciar a todo, a cualquier título y posesión, a cualquier insignia y dignidad. Solo quiero ser un muchacho como todos los demás: nos iremos, tú y yo, a alguna parte. Trabajaremos, haremos de narradores de historias en las plazas, tú eres muy bueno para ello, Ambrosino, nos ganaremos la vida de alguna manera y no molestaremos a nadie. Veremos muchos lugares nuevos, viajaremos allende los mares hasta el país de los pigmeos, hasta las montañas de la luna. ¿Te parece? ¿Te parece? Ve a decírselo, por favor. Dile que... que renuncio a todo, también a... —Inclinó la cabeza para no mostrar la expresión de vergüenza en su rostro—. También a vengar a mi padre. Dile que quiero olvidarlo todo, todo. Y que no oirán hablar nunca más de mí. Con tal de que me dejen marchar. Vamos, ve a decírselo.
Ambrosino le miró con ternura.
—La cosa no es tan simple, César.
—Eres un hipócrita: me llamas César, pero no obedeces mis órdenes.
—Lo haría si fuera posible, pero no lo es. Estos hombres no tienen poder de concederte nada. Solo Odoacro podría, pero Odoacro está en Rávena y ha dado ya órdenes de las que nadie ni en sueños pensaría discutir.
Rómulo obedeció y Ambrosino le miró mientras masticaba de mala gana un último pedazo de pan antes de desaparecer en la estancia contigua para acostarse. Extrajo de la alforja su cuaderno de hojas y se puso de nuevo a escribir a la claridad ahora ya tenue de la lucerna. Del exterior llegaban las exclamaciones y el griterío de los bárbaros que comenzaban a recuperarse del cansancio del viaje y a los que la cerveza que tomaban en abundancia calentaba los espíritus. Ambrosino aguzó el oído. Era una suerte que el muchacho durmiera o que en cualquier caso no comprendiese su lengua: muchos habían tomado parte en la matanza de la villa de Orestes y se jactaban de los saqueos, de las violaciones, de la violencia y de las ofensas de todo tipo que habían infligido a sus víctimas. Otros formaban parte del ejército de Miedo, el mismo que había aniquilado a la Nova Invicta, la legión de Aurelio. Estos últimos contaban historias de atrocidades, de torturas, de mutilaciones perpetradas sobre los prisioneros aún vivos, una serie de horrores, de crueldades que superaban todo lo imaginable: Ambrosino pensó con angustia que aquellos serían los que gobernaran el mundo quién sabe por cuánto tiempo. Mientras estaba sumido en estos sombríos pensamientos apareció de repente Wulfila, su figura gigantesca dominó de improviso el vivaque. Los grandes bigotes caídos, las largas patillas, la melena hirsuta y las trenzas que le caían sobre el pecho le volvían semejante a una de las divinidades nórdicas veneradas entre los suevos o los chati y los escanios, y Ambrosino apagó con un rápido soplo la lucerna para que pareciese que todos dormían dentro de la casa de postas. Luego se acercó a la pared y pegó el oído mientras seguía atisbando por la ventana semiabierta.
Wulfila gritó algo, un juramento probablemente, y todos enmudecieron. Luego prosiguió:
—Os dije que no hicierais ruido y que no llamarais la atención. Y menos dejarnos ver.
—¡Vamos, Wulfila! —dijo uno de los suyos—. ¿Qué temes? Aunque nos oyera alguien, ¿qué puede pasar? —Y añadió dirigiéndose a sus compañeros—: Yo no le temo a nadie, ¿y vosotros?
-—Cállate —ordenó Wulfila secamente—, y también vosotros acabad con esto. Preparad los turnos de guardia en dos líneas a una distancia de cien pasos la una de la otra. Si alguien abandona por algún motivo el puesto de guardia será pasado por las armas inmediatamente. Y los demás a dormir. Mañana marcharemos hasta entrada la noche para acampar al pie de los Apeninos.
Los hombres obedecieron: algunos fueron a sus puestos de guardia mientras los otros extendían las mantas en el suelo y se tumbaban para pasar la noche. Ambrosino se asomó a la puerta y se sentó en un taburete, sin que le quitaran ojo de encima los centinelas. Él no se dignó siquiera dirigirles una mirada y levantó los ojos al cielo para observar las constelaciones: Casiopea estaba ya baja en el horizonte y Orion resplandecía alta, casi en el centro del cielo. Buscó la estrella Polar, la estrella de la Osa Menor, y pensó en su mocedad, cuando su maestro, un venerable sabio de avanzada edad, le enseñaba a orientarse, a encontrar el camino en las tinieblas en campo abierto o sobre las olas del mar, a prever los eclipses de luna y a leer en los movimientos eternos de los astros el aproximarse de las estaciones sobre (la tierra. Pensó en el chico y el corazón se le colmó de emoción. ¿Había conseguido hacerle comer algo y había disuelto en agua unos polvos para hacerle dormir tranquilo: ¿bastaría para inducirle a volver a la vida? Y si lo lograba, ¿qué futuro podría ofrecerle? ¿Cuántos días, meses y años pasaría en la prisión que le había sido destinada? ¿Una prisión sin fin? ¿Cuántas veces mediría con paso lento el angosto espacio? ¿Y cuánto tiempo sería capaz de soportar la presencia odiosa de sus perseguidores? De pronto resonaron en su mente, eco de unos tiempos lejanos, los versos de una poesía:
Veniet adulescens a mari infero cum spatha;
pax et prosperitas cum illo,
aquila et draco iterum volabunt
Britanniae in térra lata.
Pensó que se trataba de una señal que le llegaba del pasado en aquel momento de tristeza infinita y de completo abandono. Pero ¿qué podía ser? ¿Y quién se la mandaba?
Los recito de nuevo, lentamente y en voz baja, como canturreando, y durante un momento sintió en su pecho el corazón leve, como un pájaro que estuviera a punto de alzar el vuelo. Regresó al tugurio medio derruido que había sido en otro tiempo una casa de postas del cursus publicus, rebosante de actividad y un hervidero de clientes, ahora frío y desierto. Encendió la lucerna en las brasas del hogar y entró en la habitación para tumbarse cerca de Rómulo. Levantó la lucerna para iluminarle el rostro. Dormía y su respirar era lento y regular, su vida de adolescente fluía suavemente bajo la piel dorada. Era bellísimo y en sus rasgos soberbios y delicados reconoció las facciones de su madre, el óvalo de estatua de Flavia Serena. Recordó el cuerpo de ella tendido sobre el mármol helado bajo la bóveda de la basílica imperial y juró para sus adentros que crearía para aquel muchacho un gran futuro, al precio que fuese, aun a costa de su propia vida. Gustosamente la ofrecería por amor a aquella mujer que había aparecido a la cabecera de su hijo enfermo, en aquella fría, lejana noche de otoño
en un bosque de los Apeninos. No se atrevió siquiera a rozarle con una caricia. Apagó la lucerna y se tumbó en la yacija con un largo suspiro. Su corazón se aquietó en una extraña e inconsciente serenidad, como la superficie de un lago en una noche sin viento.
Aurelio se dio la vuelta en su yacija sumido aún en la duermevela: no estaba seguro, para sus adentros, de que el ruido que había oído viniera del sueño más bien que de la realidad. Sin duda estaba soñando, y no había abierto aún los ojos cuando murmuró sin voz: «Juba».
El relincho se hizo más fuerte y nítido, acompañado por un chapotear de cascos en el agua. Gritó entonces:
—¡Juba!
Y el relincho que le respondió sí era auténtico y expresaba toda la alegría de quien ha encontrado a un amigo que creía perdido.
—-Juba, hermoso, hermoso mío, ven, ven —continuó llamando mientras veía a su caballo cubierto de fango, gris y espectral en la niebla matutina, que avanzaba con el agua hasta los corvejones hacia él. Fue a su encuentro y lo abrazó emocionado—. ¿Cómo te las has arreglado para dar conmigo? ¿Cómo lo has hecho? Déjame que te vea: mira, mira lo maltrecho que estás, todo sucio, lleno de costras... Debes de tener hambre, pobre, debes de tener hambre... Espera, espera.
Se fue hacia el recoveco que Livia utilizaba a modo de despensa y volvió con un pequeño cubo lleno de farro en el que el caballo hundió ávidamente el morro. Aurelio cogió un trapo, lo empapó en agua limpia y comenzó a frotarle el pelaje hasta hacerlo relucir.
—No tengo cepillo, amigo, no lo tengo, así que tendrás que conformarte con esto. Siempre es mejor que nada, ¿no?
Cuando hubo terminado su trabajo se alejó un poco para contemplarlo: era magnífico, extremidades alargadas y esbeltas, jarretes finos, pecho musculoso, cabeza altanera, ollares vibrantes, cuello arqueado adornado de unas estupendas crines. Limpió también la silla y ajustó los estribos, y cuando vio al caballo saciado, enjaezado diligentemente de todo punto, pensó que aquella era una señal que le enviaban sus desconocidos antepasados del más allá. Cogió el cinto con la espada y se lo puso en bandolera, se calzó las botas claveteadas y cogió a Juba por las bridas para dirigirse hacia el punto en que el agua era más baja.
—¿No olvidas nada? —dijo una voz a sus espaldas. Y el eco reflejo de la gran voz respondió: «¿Nada?».
Aurelio se volvió sorprendido y luego incómodo: Livia estaba derecha delante de él con un arpón en la mano; llevaba una especie de taparrabos de piel curtida y dos tiras cruzadas sobre el pecho, y acababa de salir del agua que le chorreaba aún del musculoso cuerpo. Arrojó al suelo delante de ella la red que sostenía en la otra mano, llevaba unos grandes mújoles aún resbaladizos y una enorme anguila que se contorsionaba como una serpiente en torno al mango del arpón.
Aurelio dijo:
—Ha vuelto mi caballo.
—Ya lo veo —respondió Livia—. Y también veo que estás a punto de quitarte una gran preocupación de encima. Habrías podido por lo menos esperar a que volviese e "incluso decir gracias.
—Te había dejado mi armadura —dijo señalando la coraza, el escudo y el yelmo abandonados en un rincón de la gran sala—. Con esto te hubiera bastado para....
Livia escupió al suelo.
—De esta chatarra puedo encontrar la que quiera y donde quiera.
-—Hubiera vuelto antes o después, para darte las gracias, te habría dejado un mensaje de haber tenido con qué escribir. No soporto los adioses, el alejamiento... No habría sabido qué decir y...
—No hay nada que decir. Te vas y se acabó. Desapareces con tus cosas y no te dejas ver nunca más. Nada más fácil.
—No es como tú crees. En estos días yo... —Levantó los ojos del suelo lentamente a lo largo del cuerpo de ella, como si temiera encontrarse directamente su mirada—. Yo no he tenido nunca a nadie que se ocupase de mí de este modo, una muchacha como tú, tan joven y valerosa y... tú eres como ninguna otra de las que he conocido en mi vida... Temía que si esperaba aún hubiera sido para mí cada día más... más duro. Temía que fuera demasiado difícil.
Livia no respondió.
Ahora la mirada de Aurelio subía hacia el rostro de ella, pero se fijó una vez más durante apenas un instante en el colgante que la muchacha llevaba al cuello, en la pequeña águila de plata. Livia lo notó y cuando él la miró fijamente a los ojos su mirada fue menos hosca de lo que hubiera esperado. Le miró con una mezcla de curiosidad y de rudo afecto y luego dijo:
—No es necesario que me cuentes estas estupideces. Si quieres irte, vete. No me debes nada.
Aurelio no consiguió decir una palabra.
—¿A donde piensas ir? —siguió Livia.
—No lo sé —respondió Aurelio—. Lejos. Lejos de estos lugares, lejos de la fetidez de sus actos bárbaros y de nuestra corrupción, de esta imparable decadencia, lejos de mis recuerdos, lejos de todo. ¿Y tú? ¿Te quedarás para siempre en este pantano?
Livia se le acercó.
—No es como tú crees —dijo—. En este pantano está naciendo una esperanza. Y además no es un pantano, sino una laguna, y dentro de ella hay vida y la respiración del mar.
Juba resopló quedamente y piafó en el terreno como si no comprendiera toda aquella tardanza. Livia aferró con la mano la medalla que colgaba de su cuello y la estrechó entre los dedos. Aurelio meneó la cabeza.
—No hay esperanza en ninguna parte. Solo destrucción, saqueos, atropellos.
—Entonces, ¿por qué intentaste raptar al niño?
—No quería raptarle. Lo que quería era liberarle.
—Es difícil de creer.
—Lo creas o no, su padre me pidió que lo hiciera cuando estaba a las puertas de la muerte. Llegué a la villa de Piacenza después de la matanza. Venía del campamento de mi legión que estaba ya rodeada por un enorme número de enemigos, iba para pedir auxilio. Cuando le encontré todavía respiraba. Me imploró con el último aliento de vida que salvara a su hijo. ¿Qué podía hacer?
—Loco. Por suerte no lo conseguiste. ¿Qué hubieras hecho luego con él?
—No lo sé. Me lo habría llevado conmigo a alguna parte. Le habría enseñado a trabajar, a criar aves, a plantar olivos, a ordeñar las cabras. Como un verdadero romano de los tiempos antiguos.
—¿Y no te gustaría volver a intentarlo? —resonó una voz a sus espaldas.
—¡Esteban! ¿Qué haces tú por aquí? —preguntó Livia—. El pacto era: nunca de día y nunca aquí.
—Es cierto. Pero existe un motivo urgente. Han partido ya.
—¿Por dónde?
—No se sabe. Han tomado la vía Romea hacia Fano. En mi opinión, tomarán la vía Flaminia en dirección al sur, a alguna parte. Trataremos, apenas sea posible, de saber más.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Aurelio.
—De liberar al muchacho —respondió Esteban—. Y necesitamos cu ayuda.
Aurelio le miró estupefacto y sacudió la cabeza incrédulo mientras decía:
—Un muchacho... ¿Él?
Esteban asintió
—Él: Rómulo Augusto César, emperador de los romanos.