La imagen comenzó lentamente a tomar forma; fue primero un relampagueo confuso, un reflejo verdusco, luego adquirió perfiles más claros y evidentes en el pálido sol de la mañana: una gran taza llena de agua, un mascarón en forma de sátiro con la boca abierta que dejaba correr un riachuelo gorgoteaste en la gran piscina. En lo alto se curvaba una bóveda goteante de la que pendían unos arbustos de culantrillo y desde la que se filtraba la luz por unas amplias grietas creando extraños efectos luminosos en las paredes y en la superficie del agua. En torno a la taza había unos pedestales con los restos mutilados de estatuas. Un antiguo ninfeo abandonado.
Aurelio hizo ademán de levantarse para sentarse y su gesto repentino le arrancó un lamento. Algunas ranas se zambulleron espantadas en el agua estancada.
—Tranquilo —resonó una voz a sus espaldas—, tienes un buen agujero en ese hombro, y podría volver a abrirse.
Aurelio se volvió y de repente vinieron a su memoria las escenas Je su fuga en la laguna, la imagen del muchacho aterrorizado, el rostro de aquella maravillosa mujer que palidecía en la muerte, y la punzada de dolor en su ánimo fue más aguda y dolorosa que la del cuerpo. Delante de él había un hombre que frisaría en la sesentena, con la piel arrugada quemada por el salitre; vestía una túnica de burda lana larga hasta las rodillas y cubría su calvicie con una gorra también de lana.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—El que te ha hecho un apaño. Me llamo Justino y en otro tiempo fui un médico respetado. Te he cosido lo mejor posible con un hilo de red y te he lavado con vinagre, pero estabas muy maltrecho: completamente empapado en sangre. Debes de haber perdido bastante en la laguna mientras te transportaban con la barca.
—Te lo agradezco... —comenzó a decir Aurelio, pero en ese instante se oyeron unos pasos que llegaban del fondo del vasto edificio.
Se volvió y vio a una joven ataviada como un hombre, con pantalones y una casaca de piel de ciervo y el pelo corto. Llevaba un arco en bandolera y sostenía con la cincha una aljaba.
-—Es a ella a quien debes darle las gracias —dijo el hombre señalándola—. Fue ella quien te salvó el pellejo.
Luego recogió su alforja y la jofaina de estaño con la que le había lavado la herida y se marchó saludando con un leve cabeceo.
Aurelio se miró el enrojecido hombro, cuya hinchazón se extendía hasta el pecho y el codo. Tenía también un fortísimo dolor de cabeza y las sienes le martilleaban. Se dejó caer de nuevo sobre el jergón de paja en el que yacía mientras la muchacha se acercaba y se sentaba en el suelo a su lado.
—¿Quién eres? —le preguntó Aurelio—. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Un par de días.
—¿He dormido durante dos días y dos noches?
—Digamos que has estado sin conocimiento durante dos días y dos noches. Justino me ha dicho que tenías una fiebre altísima y que delirabas. Decías cosas extrañas...
—Me has salvado la vida. Te lo agradezco.
—Erais cinco contra uno. Me pareció justo equilibrar las fuerzas.
-—Una puntería increíble, de noche, con la niebla...
—El arco es el arma ideal en ese ambiente tan inestable y cambiante.
-—¿Y mi caballo?
—Deben de habérselo llevado. O comido. Corren tiempos muy duros.
Aurelio buscó su mirada, pero ella la rehuyó.
—Tienes agua? Estoy muerto de sed.
La muchacha le puso de beber de una orza de terracota.
—¿Vives en este lugar?
—-Este es uno de mis refugios: es un lugar bonito, ¿no te parece? Grande, espacioso, bien resguardado. Pero tengo otros...
—Quiero decir si vives en la laguna.
—Desde que era una niña.
—¿Cómo te llamas?
—Livia. Livia Frisca. ¿Y tú quién eres?
—Aureliano Ambrosio Ventidio, pero los amigos me llaman Aurelio y así puedes llamarme tú. —¿Tienes familia?
-—No tengo a nadie. Ni tampoco recuerdo haber tenido nunca a e.
—Es imposible. Tienes un nombre, ¿y ese anillo que llevas acaso es un anillo de familia?
No lo sé. Alguien podría habérmelo regalado o podría haberlo robado, ¿quién puede decirlo? Mi única familia ha sido siempre el ejército, mis compañeros de unidad. Si me remonto más atrás, no recuerdo nada.
La joven pareció no dar importancia a aquellas palabras. Tal vez la fiebre y el dolor de la herida habían trastornado la mente de ese hombre. O tal vez simplemente no quería recordar. Le preguntó:
—Y tus compañeros, ¿dónde están ahora? Aurelio suspiró.
—No lo sé. Pero es probable que estén todos muertos. Eran unos combatientes extraordinarios, los mejores: los legionarios de la Nova Invicta.
—¿Has dicho la Nova Invicta? No creo que existiera de verdad, legiones pertenecen al pasado, a los tiempos en que los hombres enfrentaban en campo abierto y en formación cerrada: infantes contra infantes, jinetes contra jinetes... De todas formas, tú te has salvado. Es extraño... Corre por la ciudad el rumor de que un delincuente desertor ha intentado raptar al emperador, nada menos. Hay una gran recompensa para quien ayude a capturarle.
—Y tú querrías ganártela, ¿no es así?
—Si hubiese querido, ya lo habría hecho, ¿no crees? Te hubieras despertado en una prisión o debajo de un patíbulo, o hubieras muerto durante el traslado. Ni siquiera nos habríamos conocido. Profirió estas palabras con un tono de ligera ironía. Había empezado a juguetear con una red de pesca y parecía evitar mirar a los ojos de su huésped: no sabía si por una grosera actitud de niña salvaje o por timidez. Aurelio guardó silencio durante un rato como si escuchase los reclamos de los pájaros palustres que se preparaban para emigrar, y el monótono chapaleo del agua en la gran taza verde. Le vinieron a la mente sus compañeros a quienes no había conseguido salvar ni ayudar, arrollados por una marea de enemigos: imaginaba los cuerpos insepultos, acribillados de heridas, presa de los perros vagabundos y de los animales salvajes. Vatreno, Batiato, Antonino, el comandante Claudiano. Se le encogió el corazón y le asomaron las lágrimas a los ojos.
—No pienses en ello —dijo la joven como si le hubiese mirado a la cara—. Los supervivientes de una matanza se sienten siempre culpables. A veces para el resto de sus días. Culpables de estar vivos.
Aurelio no respondió y cuando volvió a hablar trató de cambiar de tema de conversación.
-—Pero ¿cómo puedes vivir en un lugar como este? Una muchacha sola en un pantano.
—Estamos obligados a vivir como bárbaros para poder seguir viviendo como romanos —respondió Livia en voz baja, como hablando consigo misma.
—¡Conoces los escritos de Salviano!
—También tú, por lo que veo.
—Por supuesto... fragmentos de conocimiento que llegan de mi pasado... a veces imágenes...
Livia se puso en pie y se le acercó. Aurelio levantó la mirada para observarla: un rayo de luz, que había atravesado la niebla matutina, se filtraba por una hendidura del muro y se extendía sobre su cabeza y su esbelta figura como un aura diáfana, como un reflejo translúcido. Era sin duda fascinante, quizá incluso hermosa. De repente su mirada vagó por el pecho de Livia, sobre una medalla con un águila de plata con las alas desplegadas que le colgaba del cuello. Ella se dio cuenta y cambió enseguida de expresión. Le miró fijamente con una mirada interrogativa, casi inquisitiva. Aurelio vio como en un relámpago la imagen dilatada, distorsionada, de una ciudad en llamas. Sobre el mar de fuego le parecía ver aquel collar con el águila que descendía lentamente como una hoja que revolotea en el aire. Livia le hizo volver a la realidad:
—¿Te recuerda algo?
Aurelio desvió la mirada:
—¿El qué?
—Esto —contestó la muchacha, y tomó en su mano la medalla al tiempo que se inclinaba hacia delante y la levantaba a la altura de los ojos de él: un arete de bronce poco mayor que una moneda de un sólido, sobre la que destacaba la pequeña águila de plata.
—No —dijo Aurelio.
—¿Estás seguro?
—¿Por qué no debería estarlo?
—Porque me ha parecido que la habías reconocido.
Aurelio se dio la vuelta en su yacija y se acurrucó de costado.
—Estoy cansado —dijo—, extenuado.
Livia no añadió nada más: se dio media vuelta y desapareció bajo un arco lateral. Poco después se oyeron unos balidos, luego la muchacha reapareció con un cubo de leche y le llenó una taza con ella.
—Bebe —dijo—, está recién ordeñada y tú llevas sin comer varios días.
Aurelio bebió y el leve calor de la leche le invadió el cuerpo y la mente con una insoportable sensación de flojera: se recostó sobre el jergón y se amodorró. Livia se sentó cerca de él y permaneció durante un rato mirándole. Buscaba algo en sus rasgos, pero no habría sabido decir el qué, y esta difícil situación le provocaba una profunda incomodidad: la incomodidad que se experimenta cuando uno se siente dominado por una esperanza repentina y al mismo tiempo por la conciencia de que esa esperanza es insensata, que su cumplimiento es imposible. Meneó la cabeza, como para ahuyentar un pensamiento molesto, se fue a su barca, la empujó dentro del agua y se alejó por la laguna hasta un cañaveral, y entonces se acurrucó en el fondo a esperar. Estaba tendida en posición supina sobre su red de pesca y contemplaba el cielo que se iba oscureciendo lentamente. Bandadas de patos y de ocas salvajes pasaban altas en largos desfiles sobre el fondo de grandes nubes hinchadas, enrojecidas por los últimos rayos del sol poniente, y podían verse y oírse sus reclamos. De los campos, de las acequias y de los canales llegaba el monótono croar de las ranas; en la extensión de las aguas se desplegaba, lento y solemne, el vuelo de una garza real.
La naturaleza otoñal y la vista de los pájaros que se preparaban para emigrar le provocaban melancolía, por más que hubiera presenciado muchas veces aquel acontecimiento. En aquellos momentos también ella habría querido volar lejos, hacia otro mundo, allende el mar, olvidar aquella tétrica marisma, la forma familiar y sin embargo siempre inquietante de las murallas de Rávena ahogadas en la niebla durante muchos meses al año, la humedad, la lluvia molesta y el viento frío del este que helaba los miembros y calaba los huesos hasta la médula. Pero cada vez, cuando retornaba la primavera y volvían las golondrinas a su nido entre las ruinas, cuando el sol hacía brillar bajo la superficie del agua miles de pececillos plateados, entonces sentía renacer en ella la esperanza de que el mundo pudiera volver a empezar, renacer también él, de ese modo.
Siempre había vivido como un varón, se había habituado a sobrevivir en un ambiente duro, difícil y a menudo hostil, a defenderse y a agredir incluso con golpes, a endurecer el cuerpo y el espíritu, pero no había olvidado nunca sus raíces, los pocos años que había pasado tranquilamente en el seno de su familia, en su ciudad natal. Recordaba el ajetreo, los mercados, las naves en el puerto, los días de feria, las ceremonias de tantas religiones distintas. Recordaba a los magistrados administrando justicia sentados en el foro en sus escaños, envueltos en sus blancas vestiduras, solemnes cual estatuas; a los sacerdotes cristianos celebrando la misa en una iglesia resplandeciente de mosaicos; recordaba los espectáculos en el teatro y las lecciones de los maestros en las escuelas. Recordaba qué había sido la civilización. Hasta que un día había aparecido una oleada de bárbaros de Oriente, pequeños y feroces, con los ojos rasgados, los cabellos recogidos en una coleta parecida a la de sus hirsutos caballos. Le parecía oír todavía resonar el largo lamento de los cuernos desde las murallas lanzando la alarma, volvía a ver a los soldados correr por los glacis, tomar posiciones, prepararse para una larga, durísima resistencia. El comandante de la guarnición estaba lejos por una misión. El mando fue asumido por un oficial muy joven. Poco más que un muchacho. Mucho más que un héroe.
El ruido de un remo la sacó de sus pensamientos, se levantó para sentarse y aguzó el oído. Una barca se acercaba, abordaba en la orilla, un par de hombres bajaban: uno entrado en años, bien vestido y de digno porte; el otro frisando en la cincuentena, no muy alto, espigado, de finos rasgos, que Livia había visto ya en otras ocasiones, una especie de soldado de la guardia pretoriana del anciano. Salió entonces del cañaveral, se acercó y saltó a tierra.
—Antemio —le saludó—, ya creía que no ibas a llegar.
—No ha sido fácil alejarme de la ciudad. No me quitan el ojo de encima y no quería despertar sospechas. He tenido que esperar hasta que se me ha presentado una buena excusa. Traigo noticias importantes, pero también tú tienes algo de qué informarme, si no me equivoco.
Livia le cogió del brazo y le acompañó más allá, en dirección a un caserío abandonado que se hundía en el agua estancada hasta casi la altura de las primeras ventanas. Prefería que nadie le oyera.
—El hombre al que salvé la otra noche es el mismo que intentó raptar al emperador del palacio imperial.
—¿Estás segura?
—Como de que estoy aquí. Lo perseguía un grupo de bárbaros de las tropas de Odoacro. Además, cuando le he dicho que en la ciudad estaban buscando a un desertor que había tratado de raptar al emperador, ni siquiera ha tratado de negar que era él.
—¿Quién es? —preguntó Antemio.
—Afirma ser un legionario de la Nova Invicta. Tal vez un oficial, no sé.
—La unidad que Orestes había hecho adiestrar en secreto para convertirla en el pilar del nuevo imperio. Fue aniquilada.
Livia volvió a ver la mirada angustiada de Aurelio mientras recordaba el sacrificio de sus compañeros.
—¿Es cierto que no se salvó nadie? —preguntó.
—No lo sé. Tal vez alguien, si necesitaban esclavos. Mañana debería regresar el ejército que Odoacro envió para exterminarlos, al mando de Mledo. Si hay algún superviviente, ya se verá. La incursión de ese soldado fue un desastre: cierto que dio muerte a una docena de bárbaros, de lo que no puedo sino complacerme, pero causó, aunque fuera involuntariamente, la muerte de la madre del emperador, Flavia Serena, y ha hecho correr la alarma por palacio. Los bárbaros sospechan de todo y de todos. Por poco he temido que la vida del emperador corriera peligro, pero afortunadamente Odoacro ha decidido no sacrificarle.
—Muy generoso de su parte. Pero la cosa no me deja tranquila. Por lo que yo sé, Odoacro no da puntada sin hilo, y ese chico solo puede representar problemas para él.
—Te equivocas —le dijo Antemio—. Odoacro ha comprendido cómo funciona la política. Si él da muerte al emperador se verá expuesto al odio y al desprecio de la población romana, al escándalo si clero cristiano que lo comparará a Herodes, y en Oriente resultaría evidente que quiere la púrpura para sí. En cambio, si salva al chico pasará por ser un hombre magnánimo y clemente y no desertará peligrosas desconfianzas en Constantinopla.
—Pero ¿tú crees que en Constantinopla le importa a alguien Rómulo Augusto? Zenón prestaba su apoyo al viejo emperador de Occidente, Julio Nepote, y le dio albergue en su destierro en una propiedad suya de Dalmacia después de que Flavio Orestes le hubiera destronado. Por lo que sé, allí se hacía mofa del muchacho. Le llamaban Momylos, en vez de Rómulo, imitando la pronunciación de un niño pequeño.
—Pero Zenón fue destronado y reina Basilisco, quien en estos momentos se encuentra en Salona, a solo un día de navegación de aquí. He mandado una pequeña delegación. Camuflados de pescadores, mis emisarios le verán como máximo dentro de dos días y pronto sabremos la respuesta.
—¿Qué le has dicho?
-—Que conceda refugio al emperador.
—¿Y tú crees que consentirá?
-—Le he hecho una oferta interesante. Creo que sí.
El sol se ponía sobre la vasta laguna silenciosa, y un largo desfile de guerreros a caballo se recortó sobre el gran disco rojizo que se hundía en la campiña llana y oscura.
—Es la vanguardia de Miedo —dijo Antemio—. Mañana sabré de cierto si algún compañero de tu guerrero se ha salvado.
—¿Por qué lo haces? —preguntó Livia.
—¿El qué?
—Este intento de salvar al chico. No puede traerte ni siquiera una ventaja a ti, me parece.
—No en particular. Pero siempre he sido fiel a la familia de Flavia Serena. La fidelidad es una virtud típica de los ancianos: se está demasiado cansado para cambiar de conducta y de ideales... —Suspiró—. Serví a su padre durante años y habría hecho todo lo posible para ayudarla si hubiera tenido tiempo para ello, si ese soldado no se hubiera entrometido.
—Tal vez también él tenía sus buenas razones.
—Así lo espero, y me complacerá conocerlas si consigues hacerle hablar.
—Y si Basilisco se muestra interesado en conceder asilo al muchacho, ¿qué harás?
—Le liberaré.
Livia, que en aquel momento le precedía unos pasos, se dio la vuelta bruscamente hacia él:
—¿Qué dices que harás?
—Ya te lo he dicho: le liberaré.
Livia meneó la cabeza y le miró con una mueca burlona.
—¿No eres demasiado anciano para estas aventuras? ¿Y dónde encontrarás a hombres para una empresa semejante? Has dicho que Odoacro le salvará la vida. Ya es mucho, ¿no crees? Conviene dejar las cosas tal como están.
—Sé que me ayudarás —continuó Antemio como si ella no hubiera dicho nada.
—¿Yo? Ni pensarlo. Ya he arriesgado mi pellejo salvando a ese pobre desgraciado. No me veo con ánimos de desafiar la suerte en una partida sin esperanza.
Antemio la cogió por un brazo.
—También tú tienes un sueño, Livia Prisca, y yo puedo ayudarte a hacerlo realidad. Te daré una suma enorme: tendrás suficiente para pagar a cualquiera que necesites para llevar a buen término tu empresa y aún te quedará para dar un fuerte impulso a la realización de tus proyectos. Es cierto que todo es prematuro por el momento: primero hemos de tener la respuesta de Basilisco. Ahora ven, regresemos, mi ausencia podría ser notada.
Se acercaron a la barca de Antemio. Sentado en la orilla le esperaba su acompañante.
—Esteban es mi secretario y soldado de la guardia pretoriana, mi sombra, podría decir. Está al corriente de todo. En el futuro podría ser él quien mantuviera los contactos.
—Como quieras —respondió Livia—, pero creo que eres demasiado confiado: Basilisco no dará un sólido por la vida de Rómulo.
Antemio se limitó a responder:
—Ya veremos.
Subió a la barca y Esteban se puso a los remos. Livia se quedó inmóvil en la orilla mirándolos mientras desaparecían en las sombras del crepúsculo.