Ambrosino se levantó del suelo y ayudó al muchacho: completamente sucio, con las ropas manchadas de algas y de lodo, el pelo pegoteado en la frente, temblaba de frío y tenía los labios lívidos. Se quitó la capa y le envolvió con ella los hombros diciendo:
—Ven, volvamos adentro.
Pasó por entre los soldados de la guardia de Wulfila que le amenazaban con las espadas desenvainadas; iba con la cabeza alta, sosteniendo al muchacho. Le susurraba algunas palabras de ánimo mientras atravesaban los pasillos y subían la escalera hacia su habitación de arresto. Rómulo no decía nada, seguía adelante con paso inseguro, a menudo se enredaba en los jirones de ropa desgarrada o en la capa, demasiado larga para su estatura. Tenía los miembros aún ateridos y el ánimo atormentado por la imagen de su madre herida de muerte por el puñal del mismo asesino que su padre. En su fuero interno odiaba al hombre que le había hecho ilusionarse con la esperanza de liberarle, y en cambio había sido solo causa de otras y más terribles desgracias, le había expuesto a un futuro más angustioso aún. De repente levantó la mirada hacia su maestro con una expresión de espanto y preguntó:
—Mi madre... Está muerta... ¿no es verdad?
Ambrosino dudó en responder.
—¿Está muerta? —insistió el muchacho.
—Yo... Mucho me temo que sí —respondió cogiéndole los hombros con un brazo y atrayéndole hacia sí. Pero Rómulo se desprendió gritando:
—¡Déjame, déjame! ¡Quiero a mi madre! ¡Quiero verla! ¿Dónde la habéis metido? ¡Quiero verla!
Y se lanzaba contra los guerreros bárbaros golpeando furiosamente con los puños contra sus escudos. Estos reían burlonamente, le tomaban el pelo y le empujaban contra unos y otros. Ambrosino trató de cogerle y de calmarle, pero el muchacho parecía fuera de sí. No quedaba un solo rayo de luz en su vida, ni una posibilidad de escapar a los horrores en los que había caído. Su desesperación era tal que cabía temer que pudiera quitarse la vida.
—Dejadle ver a su madre —imploró Ambrosino—, tal vez así se desahogue y luego esté más tranquilo. Por favor, si sabéis dónde la han puesto, dejad que la vea. No es más que un muchacho espantado, tened piedad.
Los bárbaros dejaron de reír y Ambrosino los miró a la cara, uno tras otro: irradiaba tal fuerza de sus ojos azules, tan inquietante potencia de sus pupilas dilatadas, que algunos inclinaron la cabeza como subyugados por una energía misteriosa. Luego el que parecía mandar el grupo respondió:
—Ahora no es posible. Tenéis que volver a vuestros aposentos, son las órdenes. Pero informaré a mi comandante de tu petición y te lo haré saber.
Rómulo pareció finalmente apaciguarse, vencido por el abatimiento, y los dos fueron conducidos de nuevo a su habitación. Ambrosino no dijo nada, porque, por más que hubiera dicho algo, no habría hecho más que empeorarlas cosas. Rómulo se había sentado en el suelo al fondo de la habitación, con la cabeza apoyada hacia atrás contra la pared y la mirada fija. De vez en cuando se le escapaba un largo suspiro de dolor, entonces su preceptor se levantaba y se acercaba a él para ver de cerca su expresión, para comprender qué parte de su espíritu estaba vigilante y cuál en cambio presa del delirio. Así, en el amodorramiento de un sueño agitado e intermitente, pasó lo que quedaba de noche. Cuando un poco de claridad lechosa se difundió en la habitación a través de un par de troneras en la parte más alta del muro, se oyó un ruido en la puerta y acto seguido el batiente se abrió y entraron dos doncellas. Traían una jofaina de plata, ropas limpias, un tarrito de ungüento y una bandeja con comida. Se acercaron a Rómulo, lo depositaron todo encima de una mesa, luego hicieron una profunda inclinación y le besaron la mano con gran deferencia. Rómulo se dejó lavar y vestir, pero rechazó la comida pese a la insistencia de Ambrosino. Una de las doncellas, una muchacha de tal vez dieciocho años, muy delicada y graciosa, le llenó una copa de leche caliente con miel y dijo:
—Te ruego, mi señor, que te tomes al menos esto, te dará un poco de fuerzas.
—Te lo ruego —insistió la otra, algo mayor; la solicitud en su mirada era intensa y sincera.
Rómulo, entonces, tomó la copa y bebió a largos sorbos. Luego la dejó sobre la bandeja y dijo:
—Gracias.
Ambrosino pensó que en condiciones normales Rómulo no habría dado nunca las gracias a una sierva: tal vez aquella situación de extremo dolor y solicitud le hacía apreciar el calor humano, proviniera de donde proviniera. Cuando las muchachas se dirigieron hacia la salida las acompañó y les preguntó si habían notado algún movimiento especial o ires y venires sospechosos en palacio después de que ellos hubieran regresado. Las muchachas hicieron ademán de que no.
—Necesitamos vuestra ayuda —dijo Ambrosino—. Cualquier información que podáis proporcionarnos puede ser valiosa, tal vez hasta crucial. De ello depende la vida del emperador.
—Haremos lo que podamos —respondió la muchacha—, pero no comprendemos su lengua y no conseguimos entender lo que dicen.
—¿Podéis llevar mensajes?
—Nos cachean —respondió la muchacha con un leve rubor—, pero podemos informar, si queréis decirnos algo. Siempre que no nos hagan seguir. Reina un clima de gran sospecha y de gran hostilidad en palacio hacia cualquiera que sea de estirpe latina.
—Comprendo. Lo que quisiera saber es si esta noche ha sido apresado un soldado, un hombre de unos cuarenta y cinco años, bien parecido, pelo oscuro, de sienes entrecanas, ojos muy negros. Está herido en el hombro izquierdo.
Las muchachas se consultaron con los ojos y respondieron que no; no habían visto a nadie que correspondiese a esa descripción.
—Si le vierais, vivo o muerto, os ruego que me lo hagáis saber lo antes posible. Una última cosa: ¿quién os ha mandado?
—El jefe de servicio de palacio —respondió la muchacha de más edad—. El noble Antemio.
Ambrosino asintió: era un viejo funcionario y había sido siempre fiel al emperador, quienquiera que este fuese, sin preguntarse nada más. Evidentemente le parecía justo servir también a Rómulo, hasta que hubiera un sucesor.
Las muchachas salieron y su paso ligero se confundió con el más pesado de los soldados de la guardia que las escoltaban. Rómulo se agazapó en un rincón de la habitación y se encerró en un obstinado mutismo, se negaba a aceptar cualquier incitación a conversar por parte de su maestro. No conseguía encontrar fuerzas para volver a salir del abismo en el que había caído y, a juzgar por la expresión fija y atónita de su mirada, seguía hundiéndose en él sin freno. De vez en cuando sus ojos inmóviles relucían por una íntima emoción y las lágrimas le empezaban a correr lentamente por las mejillas y le mojaban las ropas.
Pasó otro rato más. Debía de ser cerca de mediodía cuando la puerta se abrió nuevamente y el hombre al que Ambrosino se había dirigido la noche anterior apareció en el umbral y le dijo a Rómulo:
-—Ahora puedes verla, si así lo deseas.
El muchacho se sacudió inmediatamente su amodorramiento y fue tras él sin ni siquiera esperar a su maestro, que siguió detrás y en silencio el pequeño cortejo. No había hablado hasta ese momento porque sabía que no había palabras que pudieran arrojar luz en aquel abismo de tinieblas y porque estaba convencido de que los muchachos estaban en el fondo protegidos por la naturaleza, la única capaz de sanar unas heridas tan dolorosas.
Fueron en dirección al ala meridional de palacio hasta las dependencias, en ese momento desiertas, de la guardia palatina. Una vez allí comenzaron a bajar la escalera y Ambrosino se dio cuenta de que iban hacia la basílica imperial, por donde había pasado poco tiempo antes al entrar en el matronio. Atravesaron la nave y descendieron a una cripta parcialmente ocupada por el agua salada de la laguna. El altar central y el pequeño presbiterio se alzaban como una islita unida al pavimento exterior por una pasarela de ladrillos. Quien la recorría atravesaba así el espejo cristalino del agua bajo el cual resplandecía un antiguo mosaico que representaba la danza de las estaciones. El cuerpo de Flavia Serena estaba sobre la superficie de mármol del altar. Blanca como la cera, revestida con una manta de lana blanca que caía por ambos lados, tenía los cabellos arreglados y el rostro limpio y ligeramente embellecido. Alguna doncella de palacio debía de haber cuidado del cadáver y lo había compuesto como mejor había podido.
Rómulo se acercó a ella despacio, la contempló largamente como si aquellos fríos despojos pudieran por un milagro reanimarse bajo el calor de su mirada, luego los ojos se le llenaron de lágrimas y se abandonó a un llanto inconsolable, apoyando la frente en el frío mármol. Ambrosino, que se le había acercado aunque sin atreverse a tocarle, dejó que desahogara libremente sus sentimientos. Al final le vio secarse el rostro y murmurar en voz baja algo que no consiguió comprender. Luego Rómulo levantó la cabeza y se volvió hacia los presentes, soldados bárbaros dependientes de Wulfila, y su preceptor se quedó impresionado por la firmeza de su mirada cuando dijo:
Pagaréis por esto. Pagaréis todos. Que Dios os maldiga, raza de perros rabiosos.
Nadie comprendió las palabras del muchacho, expresadas en latín áulico y arcaico igual que la maldición que había proferido, y el preceptor se sintió aliviado, pero en lo alto, desde una pequeña galería del ábside que comunicaba con los matronios, Odoacro había observado la escena flanqueado por su guardia y por uno de sus servidores.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó.
—Os ha maldecido a todos vosotros —respondió sucintamente el criado.
Odoacro mostró una sonrisa de compadecimiento, pero detrás de él Wulfila, semioculto en la sombra, parecía el testimonio físico de aquel anatema. El amplio chirlo que le había causado la espada de Aurelio le deformaba el rostro, y los puntos de sutura que el cirujano de palacio le había aplicado volvían más repugnantes aún el rostro tumefacto, los labios hinchados contraídos en una mueca grotesca.
Odoacro se dirigió a los soldados de la guardia que le flanqueaban:
—Volved a llevar al muchacho a su habitación y traedme al anciano: debe de saber muchas cosas sobre la incursión de esta noche.
Lanzó una última mirada al cuerpo de Flavia Serena y nadie pudo ver en aquella oscuridad la expresión de profundo pesar y melancolía que cruzó, por un instante, su mirada. Luego se dio media vuelta y se alejó seguido por Wulfila, de vuelta a las habitaciones imperiales. Uno de los soldados de la guardia bajó a la cripta y le murmuró algo al comandante: inmediatamente después el recién llegado separó a Rómulo y se lo llevó. Rómulo gritó detrás de él:
¡Magister!—Y luego, cuando Ambrosino se volvió—: ¡No me abandones!
—No temas. Nos volveremos a ver pronto. Ánimo, nadie debe ya verte llorar, nadie, por ningún motivo. Has visto matar a tus padres, no puede haber en la vida dolor mayor que este. Ahora no puedes sino volver a salir de donde has caído y yo te ayudaré a hacerlo.
Y reanudó el camino detrás de sus guardianes.
Odoacro le esperaba en la residencia imperial, en aquel que había sido el despacho del anterior emperador Julio Nepote y del propio Flavio Orestes.
—¿Quién era el hombre que ha intentado liberar a los prisioneros esta noche? —preguntó enseguida.
Ambrosino recorrió con la mirada los largos estantes llenos de rollos y de libros y recordó que él mismo había consultado varios de ellos durante los pocos meses en que había sido miembro de la familia imperial en aquella grandiosa morada, ello irritó sobremanera a su interlocutor, que gritó:
—¡Mírame cuando te hablo! ¡Y responde a lo que te pregunto!
—No sé quién era—fue la tranquila respuesta—. Nunca le había visto antes.
—No me tomes el pelo: nadie intentaría una empresa semejante sin un plan previo. Sabías que actuaría y tal vez sabes dónde se encuentra ahora. Te conviene decirlo, sé la manera de hacerte hablar si quiero.
—No lo dudo —replico Ambrosino—, pero ni siquiera tú puedes hacerme decir lo que no sé. Te basta con preguntar a los hombres de la escolta: desde el momento que dejamos la villa nadie que no fueran tus bárbaros ha estado en ningún momento en contacto con nosotros. No hay un solo romano en el grupo al que encargaste la matanza y ninguno de los hombres de Orestes se salvó, lo sabes perfectamente. Además, yo mismo he impedido a ese hombre llevar a cabo el último intento de llevarse al niño.
—Porque no querías exponerle a otros peligros.
—En efecto. ¡Y porque no compartiría nunca una forma semejante de actuar! Una empresa desesperada, una batalla perdida de antemano. Y el precio pagado ha sido espantoso. Cierto que no era esa su intención, pero lamentablemente este ha sido el resultado. Mi señora, la emperatriz madre, estaría aún viva de no haber sido por ese gesto imprudente. Yo nunca hubiera aprobado una locura semejante y por un motivo muy simple.
—¿Y cuál es ese motivo?
—Detesto los fracasos. Cierto que es un hombre de gran coraje y que tu perro guardián se acordará durante tiempo de él: le hizo un corte en la cara de lado a lado. Comprendo que tenga ganas de vengarse, pero yo no puedo ayudaros, y aunque me hagas pedazos no obtendrás nada más de lo que he dicho.
Habló con tal serenidad y seguridad que Odoacro quedó impresionado: un hombre semejante le sería útil, un hombre con cerebro y una gran cordura que le aconsejara en el laberinto de la política y en las intrigas de la corte en la que pronto se vería atrapado. Pero el tono con el que había pronunciado las palabras «mi señora, la emperatriz madre» no dejaba margen a la duda sobre sus convicciones y sobre el destinatario de su fidelidad.
—¿Qué harás con el muchacho? —le preguntó en aquel momento Ambrosino.
-—Esto no te incumbe —respondió Odoacro. —Perdónale la vida. No puede hacerte daño de ningún modo, no sé por qué ese hombre ha intentado liberarle, pero ello no puede ser para ti motivo de preocupación. Estaba solo: de haberse tratado de una conjura la elección del momento y del lugar habría sido distinta, ¿no crees? Los hombres más numerosos, las ayudas listas a lo largo del camino, la vía de escape prevista: y en cambio tuve que indicarle yo por dónde podíamos escapar.
Odoacro se quedó asombrado por aquella espontánea confesión al propio tiempo por la lógica aplastante de aquellas palabras.
—Pero, entonces, ¿cómo se las arregló para llegar hasta vuestros aposentos?
—No lo sé, pero puedo imaginarlo.
—Habla.
—Ese hombre conoce vuestra lengua.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Porque le oí hablar con tus guerreros —respondió Ambrosino. —¿Y por dónde salieron? —insistió Odoacro. Ninguno de sus hombres, en efecto, había conseguido explicarse cómo Rómulo y Aurelio habían sido encontrados fuera del palacio cuando todas las vías de escape estaban bloqueadas.
—Eso no lo sé, porque nos vimos separados por la incursión de tu guardia. Pero el muchacho estaba mojado y despedía un olor horrible. Una cloaca, diría yo. Pero ¿para qué indagar? No irás a temer a un muchacho que apenas tiene trece años. Además, ese hombre iba solo, solo, te digo, y fue gravemente herido. A estas horas podría estar muerto. Perdónale la vida al muchacho, te lo suplico. Es poco más que un niño: ¿qué daño puede hacerte?
Odoacro le miró fijamente a los ojos y se sintió de improviso inquieto, como embargado por una inexplicable sensación de inseguridad. Bajó la mirada como fingiendo meditar y luego dijo:
—Ahora puedes retirarte. Mi decisión no se hará esperar. No esperéis que el episodio de esta noche pueda repetirse.
—¿Y cómo podría hacerlo? —replicó Ambrosino—. Un hombre anciano y un muchacho a la vista de docenas de guerreros... Pero si puedo darte un consejo...
Odoacro no quería humillarse pidiéndoselo, pero en su fuero interno sentía curiosidad por oír qué le diría ese hombre capaz de turbar su ánimo con una simple mirada. Ambrosino comprendió y continuó hablando:
—Si eliminas al muchacho cometerás un acto arbitrario, y tu poder no se verá reconocido por el emperador de Oriente, que cuenta con muchos defensores también en Italia, muchos espías, y también muchos soldados. Un romano puede arrebatar el poder a otro romano, pero no... —y dudó un instante antes de pronunciar la palabra— no un bárbaro. Hasta el gran Ricimero, tu antecesor, se escondió, para gobernar, detrás de unas pálidas figuras imperiales. Así pues, perdónale la vida al muchacho y muéstrate magnánimo y generoso: te ganarás las simpatías del clero cristiano, que es muy poderoso, y el emperador de Oriente fingirá que no ha pasado nada. No le importa quién mande en Occidente porque en cualquier caso no puede modificar el estado de cosas, pero para él es fundamental salvar las formas, las apariencias. Acuérdate de lo que te he dicho: salva las apariencias y podrás detentar el poder en este país mientras vivas.
—¿Las apariencias? —repitió Odoacro.
—Escucha. Hace veinticinco años Atila impuso un tributo al emperador Valentiniano III, quien no tuvo más remedio que pagar. Pero ¿sabes cómo? Nombró a Atila general del imperio y le pagó el tributo en forma de estipendio. En resumen, el emperador de los romanos era tributario de un jefe bárbaro, pero las apariencias estaban salvadas y, con ellas, el honor. Matar a Rómulo sería una crueldad inútil y políticamente un error mayúsculo. Eres un hombre de poder ahora. Ya es hora de que aprendas cómo se administra.
Hizo un leve gesto con la cabeza y se volvió para irse sin que Odoacro pensara en retenerle.
Ambrosino salió, y casi en el mismo instante una puerta lateral del estudio se abrió y apareció Wulfila.
—Debes matarle, enseguida —dijo haciendo silbar la voz entre dientes— o episodios como los de esta noche seguirán repitiéndose.
Odoacro le miró y aquel hombre que también en el pasado había cumplido por orden suya todo tipo de actos nefandos le pareció de improviso lejano y casi totalmente extraño, un bárbaro con el que sentía que no tenía ya nada en común.
—Tú solo conoces la sangre y la matanza —le replicó—. Pero yo quiero gobernar, ¿comprendes? Quiero que mis súbditos se dediquen a sus negocios y a sus ocupaciones, no a las conspiraciones y a las conjuras. Así pues, tomaré la decisión que juzgue más oportuna.
—Te has dejado enternecer por los lloriqueos de ese niñato y confundir por la palabrería de ese charlatán. Si no te ves con arrestos para ello, ya me ocuparé yo.
Odoacro alzó la mano para golpearle, pero se detuvo ante el rostro martirizado de Wulfila.
No te atrevas a desafiarme —le dijo en tono duro—. Tú solo puedes obedecerme, sin discutir. Y ahora vete, necesito reflexionar. Cuando haya tomado una decisión te mandaré llamar.
Wulfila se marchó, dando un portazo. Odoacro se quedó solo en su cuarto de trabajo paseando de un lado a otro, rumiando para sí las palabras de Ambrosino. Luego, de pronto, llamó a un siervo y le ordenó que convocase a su presencia a Antemio, el jefe de servicio de palacio. El anciano llegó con paso rápido y Odoacro le hizo sentar.
—-He tomado mi decisión por lo que se refiere al destino del joven llamado Rómulo Augusto —comenzó a decir.
Antemio alzó los ojos, de mirada acuosa y aparentemente inexpresiva. Sostenía sobre sus rodillas un cuaderno de hojas y una pluma en la mano derecha y se disponía a anotar cuanto se le decía. Odoacro prosiguió:
—Siento compasión por ese pobre muchacho, que no tiene ninguna culpa por la felonía de su padre, y he decidido perdonarle la vida.
Antemio no consiguió contener un suspiro de alivio, pero enseguida Odoacro prosiguió:
—Sin embargo, el episodio de esta noche es la clara demostración de que su vida está en peligro o que alguien podría utilizarle para sembrar la guerra y la discordia en este país, que solo tiene necesidad de paz y de tranquilidad. Le mandaré, por tanto, a un lugar seguro vigilado por personas de confianza y le asignaré una pensión adecuada a su rango. Las insignias imperiales serán enviadas a Constantinopla al emperador Basilisco a cambio del nombramiento, en mi favor, de magister militum de Occidente. Un solo emperador es más que suficiente para el mundo.
—Una sabia decisión —comentó Antemio—. Lo más importante, en efecto, es...
—... salvar las apariencias —concluyó por él Odoacro. Antemio le miró asombrado: aquel tosco soldado aprendía rápido las reglas de la política.
—¿Podrá ir con él su preceptor? —preguntó el anciano.
—No tengo nada en contra. El chico podrá así dedicarse a los estudios; la cosa no puede sino hacerle bien.
—¿Cuándo deberán partir? —preguntó Antemio.
—Cuanto antes mejor: no quiero más problemas.
—¿Y puedo conocer el destino?
—No. Solo el comandante de la escolta será puesto al corriente.
—Pero ¿tengo que preparar un viaje largo o breve?
Odoacro dudó un momento y luego respondió:
—Un viaje bastante largo.
Antemio asintió, se retiró con una inclinación obsequiosa, y se dirigió hacia su habitación. Poco después se unió a Odoacro un grupo de oficiales de su confianza que componían su restringido consejo, entre quienes estaba Wulfila, que mostraba aún los signos de la irritación después de la última conversación con su señor. Odoacro mandó servir la comida y, cuando todos se hubieron sentado y cada uno se hubo servido su porción de carne, les preguntó su parecer acerca de dónde enviar desterrado al muchacho. Alguno propuso Istria; otro, Cerdeña. De repente uno de los presentes dijo:
—En mi opinión son destinos muy lejanos y difíciles de controlar. Hay una isla en el mar Tirreno, áspera e inhóspita, pobre de todo pero bastante próxima y bastante alejada de la costa. Sobre un roquedo que cae en picado, totalmente inaccesible, se alza una vieja villa en parte en ruinas, pero aún habitable.
Se levantó y se fue hacia la pared en la que había pintado un mapa del imperio indicando un punto en el golfo de Nápoles:
—Capri.
Odoacro no respondió de inmediato. Era evidente que meditaba sobre las varias propuestas. Luego dijo:
—Este me parece el destino mejor, bastante aislada pero no demasiado difícil de alcanzar en cualquier caso. El muchacho será escoltado por un centenar de guerreros, entre los mejores. No quiero sorpresas ni imprevistos; por tanto, haced los preparativos que sean necesarios: ya os haré saber cuándo será el momento de partir.
La cosa estaba decidida y se cambió de tema de conversación. Todos estaban de un humor excelente: la idea de estar en la estancia del poder supremo y la prosperidad de una vida acomodada sostenida por vastas posesiones, siervos, mujeres, rebaños, villas y palacios los volvía eufóricos y proclives a beber en exceso. Cuando Odoacro los despidió la mayoría estaban ebrios y los siervos tuvieron que ayudarlos llegar a sus alojamientos para un descanso vespertino, costumbre típica de aquella tierra y a la que también ellos comenzaban a habituar con facilidad.
Odoacro retuvo a Wulfila, que estaba aún bastante sobrio gracias a su aguante con el vino.
—Escucha —le dijo Odoacro—, he decidido confiarte la custodia del muchacho porque eres el único de quien puedo fiarme para esta misión. Me has dicho ya lo que piensas al respecto y ahora te digo lo que pienso yo: si le sucediera algo, sea lo que sea, tú serías considerado responsable de ello y tu cabeza valdría menos que los restos que he dado de comer a los perros. ¿Entendido?
—Te he entendido muy bien —respondió Wulfila— y pienso que te arrepentirás de la decisión de perdonarle la vida al muchacho, pero quien manda aquí eres tú.
Profirió estas últimas palabras con el tono de voz de quien habría querido concluir diciendo: «...por ahora». Odoacro comprendió, pero no quiso añadir nada más.
Cuando llegó el día de la partida, dos doncellas entraron en el aposento de Rómulo poco antes del amanecer para despertarle y prepararle para el viaje.
—¿Adonde nos llevan? —preguntó el muchacho.
Las doncellas intercambiaron una mirada de inteligencia; luego, vueltas hacia Ambrosino que se había levantado al momento, dijeron:
—No lo sabemos aún, pero Antemio está seguro de que iréis al sur y por la cantidad de provisiones considera que os llevará por lo menos una semana de viaje, tal vez más. Podría ser Gaeta o Nápoles, o quizá también Brindisi, pero este destino lo considera menos probable.
—¿Y después? —preguntó Ambrosino.
—No habrá un después —respondió la doncella—. El lugar de destino, cualquiera que este sea, será para siempre.
Ambrosino apartó la mirada tratando de disimular sus emociones. Las muchachas besaron las manos de Rómulo y susurraron:
—Adiós, César, que Dios te guarde.
Poco después, escoltados por los hombres de Wulfila, Rómulo y Ambrosino fueron conducidos al exterior por la parte de la basílica. La puerta estaba abierta y se veía, al fondo, en la nave, un féretro rodeado de lámparas encendidas: se estaban preparando las exequias solemnes de Flavia Serena. Antemio, vigilado por un hombre de Odoacro, se acercó, saludó a Rómulo con gran deferencia y dijo:
—Lamentablemente no se te ha concedido que asistas a las exequias de tu madre que yo mismo he preparado con la máxima urgencia, pero tal vez es mejor así. Buen viaje, mi señor, que Dios te asista.
—Gracias —le dijo Ambrosino a Antemio despidiéndose a su vez con un gesto de la cabeza.
Subió al carruaje y mantuvo abierta la puerta para dejar subir a Rómulo, pero el muchacho avanzó algunos pasos hasta la entrada de la basílica. Lanzó una larga mirada al cuerpo de Flavia Serena y murmuró:
—Adiós, madre.