La columna al mando de Wulfila avanzó durante tres días en un viaje penoso a través de los desfiladeros de los Apeninos cubiertos de nieve y luego por la llanura neblinosa. La fatiga y el insomnio ponían duramente a prueba a los prisioneros, al límite de su resistencia. Ninguno de ellos había tenido una sola noche de descanso: solo algunas horas de sopor interrumpido por las pesadillas de la matanza. Flavia Serena trataba de conservar el valor, ya fuera por la educación severa que había recibido de su familia, o para sostener con su propio comportamiento a su hijo Rómulo. De vez en cuando el muchacho apoyaba la cabeza en su regazo y cerraba los ojos, pero apenas cedía al sueño la visión de la matanza volvía a aparecer en su mente trastornada y la madre sentía cómo sus miembros se contraían dolorosamente, casi podía ver el horror de las imágenes que cruzaban por debajo de sus párpados. Luego, de golpe, el muchacho se despertaba con un grito, con la frente perlada de frío sudor, con la mirada aterrada.
Ambrosino le tocaba la espalda con la mano y trataba de transmitirle un poco de calor.
—Ánimo —le decía—, ánimo, muchacho, el destino te ha impuesto la prueba más dura y cruel, pero yo sé que saldrás de esta.
En una ocasión, mientras Rómulo se había abandonado al sueño, se le acercó y le bisbiseó algo al oído, y por unos momentos la respiración del muchacho se hizo más larga y regular, la expresión del rostro más relajada.
—¿Qué le has dicho? —le preguntó Flavia Serena.
—Le he hablado con la voz de su padre —respondió, enigmático, Ambrosino—. Era lo que él quería oír y lo que necesitaba.
Flavia no dijo nada y volvió a mirar fijamente el camino que bordeaba ahora la vasta laguna costera, las aguas orladas de pálidas espumas, bajo un cielo plúmbeo. Llegaron a las cercanías de Rávena la noche del quinto día, mientras se hacía la oscuridad. La columna recorría uno de los muchos diques de contención que atravesaban la laguna hasta el grupo de islas en las que se había levantado antiguamente la ciudad, ahora unidas a una larga duna costera. A aquellas horas la niebla se levantaba y se arrastraba sobre la superficie de las aguas hasta alcanzar la orilla, para extenderse a continuación por la tierra firme lamiendo los árboles esqueléticos, las cabañas aisladas de los pescadores y de los campesinos. De vez en cuando se oía la voz de algún animal nocturno y el ladrido solitario de un perro de un caserío lejano. El frío y la humedad calaban hasta los huesos, el cansancio se sumaba, casi insoportable, a la aguda incomodidad.
Las torres de Rávena se irguieron de improviso delante de ellos como gigantes en la oscuridad. Wulfila gritó algo en su lengua gutural: la puerta se abrió y los jinetes entraron al paso en la ciudad desierta y neblinosa. Los habitantes parecían haber desaparecido; todas las puertas estaban cerradas a cal y canto, todas las ventanas cerradas. Solo se oía el chapaleo de las aguas en los canales si una barca avanzaba, como un fantasma, empujada por un lento remar. Se detuvieron a la entrada del palacio imperial de ladrillo rojo, adornado, en la fachada, con unas columnas de piedra de Istria. Wulfila ordenó que la madre fuera separada de su hijo y el muchacho fuera conducido a su aposento.
—Deja que vaya con él —pidió al punto Ambrosino—. Está aterrorizado, extenuado: necesita de alguien que le haga compañía. Soy su preceptor y sé cómo ayudarle: te lo suplico, poderoso señor.
Wulfila, halagado por aquel apelativo al que no estaba habituado, asintió con un sonido inarticulado y Ambrosino pudo seguir a su discípulo mientras se lo llevaban. Rómulo se volvió gritando:
—¡Madre! ¡Madre!
Flavia Serena lanzó una mirada afligida y doliente pero llena de dignidad, una muda exhortación a no abandonarse a la desesperación, luego se alejó entre dos soldados de la guardia por un pasillo con paso firme, erguida de hombros, los brazos cruzados sobre el pecho para cubrir lo que las desgarradas vestiduras dejaban sin velos.
Odoacro había sido avisado y la esperaba sentado en el trono de marfil de los últimos cesares; bastó una indicación suya para hacer comprender a Wulfila y a los soldados de la guardia que quería permanecer a solas con la mujer. Había una silla preparada a los pies del trono y Odoacro la invitó a tomar asiento, pero Flavia Serena permaneció de pie, con la espalda erguida y los ojos fijos en el vacío. Aunque con las ropas desgarradas, los cabellos pegoteados, las manchas de sangre que aún ensuciaban su túnica, a pesar de tener la frente ennegrecida de hollín y las mejillas marcadas de arañazos, lograba irradiar la fascinación de una feminidad indómita y orgullosa, mostrar una belleza ofendida y mancillada, pero aún intacta en los rasgos soberbios y delicados a un tiempo, en la blancura del cuello, en la perfección de los hombros y del pecho que las manos recogidas en él no conseguían esconder del todo. Sentía sobre sí la mirada del bárbaro, aunque no le viera, y se sentía encender de desdén y de rabia impotente. Solo la palidez del cansancio, del ayuno y del insomnio escondía como un sudario sus emociones.
—Sé que me desprecias —dijo Odoacro—. Bárbaros, nos llamáis, como si vosotros fuerais mejores, cuando sois una raza acabada por siglos de vicio, de poder y de corrupción. He hecho matar a tu marido porque se lo merecía, porque me traicionó cuando faltó a su palabra. Debía dar un escarmiento ejemplar para que todos comprendan que no se puede engañar impunemente a Odoacro, y el escarmiento ejemplar debía ser tan tremendo que provocara espanto a cualquiera. Y sin contar a tu cuñado Paulo: mis tropas le han rodeado y aniquilado. Pero ahora basta ya de sangre: no es mi intención ensañarme con este país. Quiero que renazca, que vuelvan a florecer las obras, el trabajo en los campos y en el comercio. Esta tierra se merece algo mejor que Flavio Orestes y su emperador niño. Se merece un verdadero soberano que la guíe y la proteja como un marido guía y protege a su mujer. Ese soberano seré yo y quiero que tú seas mi reina.
Flavia, que había permanecido inmóvil y silenciosa hasta aquel momento, reaccionó finalmente; su voz era cortante como una hoja.
—No sabes lo que dices. Yo desciendo de aquellos que durante siglos combatieron contra vosotros y os expulsaron a las selvas para vivir como bestias a las que os asemejáis en todo. Me repugna vuestro hedor, vuestra ignorancia, vuestra condición salvaje; me repugna vuestra lengua y el sonido de vuestra voz, más parecido al ladrar de los perros que a una expresión humana; me da asco vuestra piel que no soporta la luz del sol, vuestros cabellos de estopa y vuestros bigotes siempre sucios de restos de comida. ¿Es este el vínculo conyugal que deseas? ¿Este el intercambio de sentimientos? Puedes matarme también ahora, pues no me importa. ¡Nunca me casaré contigo!
Odoacro apretó las mandíbulas: las palabras ultrajantes de Flavia le habían herido y humillado. Sabía que no había fuerza ni poder capaz de vencer ese desprecio, pero dentro de sí advertía fuertemente el sentimiento que le había poseído desde joven, al entrar en el ejército imperial: la admiración por aquellas ciudades antiquísimas, por los foros y las basílicas, las columnas y los monumentos, las calles, los puertos y los acueductos, la insignias y los arcos de triunfo, las solemnes inscripciones de bronce, los baños y las termas, las casas, las villas, tan bellas hasta el punto de parecer residencias de dioses más que de hombres. El imperio era el único mundo en el que valía la pena vivir para un ser humano. La contempló y la encontró más deseable que nunca, como cuando la había visto la primera vez, con poco más de veinte años, el día que la vio convertirse en esposa de Flavio Orestes. Le había parecido entonces lejana, esplendorosa e inalcanzable como la estrella que contemplaba de niño tumbado en el carro nómada de sus padres bajo el cielo nocturno, en la interminable llanura. Ahora ella estaba a su merced y podría poseerla en cualquier momento, incluso en ese mismo instante. Pero no era esto lo que deseaba, aún no. Dijo:
—En cambio harás lo que yo te diga si quieres salvar a tu hijo, si no quieres verle morir ante tus propios ojos. Y ahora vete.
La guardia entró y se la llevó hacia el ala de poniente de palacio. Ambrosino miró por el ojo de la cerradura cuando oyó parlotear a los soldados de la guardia que la escoltaban y llamó a su presencia a Rómulo.
—Mira —dijo—, tu madre.
Al mismo tiempo le hizo una señal de que no rechistara llevándose el dedo a los labios, mientras se apartaba para permitirle mirar a su vez.
El pequeño cortejo salió rápidamente de aquel reducido campo visual, pero Ambrosino apoyó el oído contra la puerta y contó los pasos hasta que oyó el resorte de una cerradura y el ruido de una puerta al cerrarse.
—Veinticuatro. La habitación de tu madre dista veinticuatro pasos de la nuestra y debe de estar del otro lado del pasillo. Probablemente nos encontramos en las dependencias del gineceo imperial.
Estuve en una ocasión hará un par de años y también tu madre lo conoce bastante bien. Esto podría ser una ventaja.
Rómulo asintió con un cabeceo, habituado como estaba a seguir las elucubraciones de su maestro incluso cuando no comprendía del todo su finalidad o su significado, pero no mostró ningún interés especial por aquella afirmación. La puerta de su habitación estaba cerrada a cal y canto desde el exterior y montaba guardia en ella un guerrero armado con una segur y una espada: ¿qué posibilidad podía haber de establecer algún tipo de contacto con su madre? Se abandonó sobre el lecho, exhausto por el tumulto de emociones y el excesivo cansancio: ganó la partida la naturaleza y cayó en un profundo sueño. Ambrosino le cubrió con un paño, le hizo una ligera caricia en la cabeza y acto seguido se tumbó también él en la otra cama, para tratar de reposar un poco. No quiso apagar la lucerna porque presentía que las tinieblas despertarían en él imágenes de las que sería difícil defenderse y porque prefería mantenerse, aunque fuera mínimamente, de vigilancia en aquella noche poblada de sombras sangrientas.
No habría sabido decir cuánto tiempo pasó cuando un ruido seguido de una especie de sordo desplome golpeó su oído. Rómulo estaba aún profundamente dormido y no había advertido nada: tan pesado era su sueño que el muchacho estaba exactamente en la misma posición en que se había amodorrado. Ambrosino se levantó y oyó de nuevo otro ruido, esta vez un estallido seco y metálico en contacto directo con su puerta. Se acercó al muchacho y le sacudió enérgicamente:
—Despiértate, rápido, está llegando alguien.
Rómulo volvió a abrir los ojos primero sin darse cuenta de dónde estaba, pero se vio de nuevo dominado por la dolorosa conciencia de su estado no bien hubo vuelto la mirada a las paredes de su prisión. Entretanto la puerta se había abierto chirriando y había aparecido una figura embozada y con el rostro cubierto por una larga capucha. La mirada de Ambrosino cayó inmediatamente sobre la punta de la espada que aquel empuñaba e instintivamente se plantó entre él y el muchacho. Pero el hombre se descubrió el rostro.
—Rápido —dijo—, soy un soldado romano de la Nova Invicta y he venido para salvar al muchacho. Rápido, no hay tiempo que perder.
—Pero ¿yo qué hago? —comenzó a decir Ambrosino
—No importa. He prometido salvarle a él, no a ti.
—No te conozco, no sé quién eres y...
—Me llamo Aurelio y acabo de dar muerte al soldado de guardia —dijo mostrando el cadáver detrás de él.
Luego lo aferró por los pies y lo arrastró al interior.
—No voy sin mi madre —dijo de pronto Rómulo.
—Entonces, movámonos, por todos los dioses —replicó Aurelio—. ¿Dónde está?
—Allí al fondo —respondió Ambrosino, y añadió, dando prueba de que también él era indispensable para aquella expedición—: Y sé por dónde podemos ir. Hay un pasadizo hacia el matronio de la basílica imperial.
Se dirigieron hacia la habitación en la que parecía estar encerrada Flavia Serena y Aurelio aplicó la punta de la espada entre la puerta y la jamba, haciendo saltar el cerrojo. Pero en aquel instante se presentó el soldado de guardia para el relevo y se puso a pegar gritos mientras corría hacia ellos con la espada desenvainada. Aurelio hizo frente al bárbaro, le desequilibró con una finta y le golpeó en el costado traspasándole de parte a parte. El hombre se desplomó inerte y el legionario entró en la habitación de Flavia diciendo:
—Rápido, señora, he venido a liberaros, rápido, no hay un instante que perder.
Flavia vio a su muchacho y a Ambrosino y le dio un vuelco el corazón: el destino le brindaba una inesperada ayuda.
—Por allí —dijo Ambrosino— podemos pasar por el corredor al matronio: no creo que los bárbaros lo conozcan.
Y se encaminó deprisa, pero los gritos del soldado de guardia habían alertado a otros hombres del fondo del pasillo. Aurelio vio una reja de hierro y la cerró detrás de sí justo a tiempo, luego siguió corriendo hacia delante con sus compañeros de fuga. Resonaban ahora ya detrás de ellos gritos por todas partes, se veían correr antorchas en la oscuridad del patio y detrás de las ventanas, se oía un ruido de armas y llamadas exasperadas por doquier. Luego, de golpe, cuando ya Ambrosino estaba a punto de abrir la portezuela disimulada que daba al pasillo del matronio, por una escalera lateral, flanqueado por dos compañeros, apareció un guerrero gigantesco: Wulfila. Ambrosino se vio separado de sus compañeros. Presa del miedo, se escondió detrás de la arcada que ocultaba la portezuela del matronio y asistió impotente al ataque. Los tres se abalanzaron sobre Aurelio que se plantó en defensa de Flavia y de Rómulo. Ambrosino cerró los ojos, apretó en la mano izquierda la joya que colgaba de su cuello, una ramita de muérdago de plata, y concentró toda la potencia de su espíritu en el brazo de Aurelio, que cayó de forma fulminante, decapitando a un adversario con un mandoble. La cabeza cayó entre sus piernas y durante un segundo el cuerpo se convulsionó a causa de las últimas contracciones de los músculos, salpicando un largo chorro de sangre del cuello seccionado antes de desplomarse hacia atrás. Aurelio detuvo con el puñal apretado con la izquierda el golpe de Wulfila y se echó a un lado alargando el pie entre las piernas del tercer hombre ya lanzado al ataque; luego, con un nuevo salto feroz, rodó sobre sí mismo y enseguida la hoja de su cuchillo se clavó entre los omóplatos del agresor caído, lo clavó entre estertores de agonía contra el suelo. Entonces Aurelio hizo frente al enemigo más temible: las espadas se cruzaron con un estrépito ensordecedor en una descarga de golpes mortíferos que provocaron una cascada de chispas. Ambos aceros eran de gran temple y la fuerza espantosa del bárbaro se topaba con la destreza y la agilidad del romano.
Se oían los gritos de los soldados de la guardia cada vez más próximos, y Aurelio se dio cuenta de que tenía que liberarse del adversario como fuese, de lo contrario no tardaría en caer en sus manos para sufrir una muerte horrenda. Las espadas se bloquearon la una contra la otra entre los pechos de los dos guerreros, cada uno intentaba cortarle la garganta al otro, cada uno aferrando con la mano libre la muñeca del enemigo. Y en aquel instante, a esa distancia tan próxima, los ojos se clavaron en los ojos, los de Wulfila dilatados por el repentino asombro.
—¿Quién eres? —gritó—. ¡Te he visto ya antes, romano!
Le hubiera bastado inmovilizar a Aurelio de nuevo un instante para que sus compañeros le alcanzaran, pusieran fin al combate y resolvieran ese interrogante, pero Aurelio se liberó golpeándole en el rostro con un formidable cabezazo. Retrocedió para asestar otro golpe, pero se resbaló en la abundante sangre de los enemigos abatidos y cayó al suelo. Wulfila se le arrojó encima para acabar con él, pero Rómulo, que hasta aquel momento se había quedado agarrado a su madre, paralizado por el terror, tras reconocer al asesino de su padre se recuperó de golpe, se desprendió y recogió la espada de uno de los guerreros caídos para lanzarse contra Wulfila. Este intuyó la amenaza con el rabillo del ojo y desenvainó el puñal, pero Flavia se había arrojado ya hacia delante para proteger a su hijo y lo recibió en pleno pecho. Rómulo se puso a gritar presa del horror y Aurelio aprovechó la distracción de su adversario para lanzar un mandoble: Wulfila evitó la muerte echando la cabeza hacia atrás, pero no así un amplio chirlo que le cortó la cara desde el ojo izquierdo hasta la mejilla derecha. Soltó un grito de rabia y de dolor sin dejar de hacer molinetes con la espada, mientras Aurelio arrancaba al muchacho del cadáver de la madre y le arrastraba escaleras abajo, por la que habían aparecido sus agresores.
Ambrosino reaccionó y quiso seguirlos, pero vio llegar un nutrido grupo de soldados de la guardia y de nuevo retrocedió a la sombra del arco para desaparecer detrás de la puerta del matronio. Se encontró en el interior de la larga balconada de mármol que daba acceso a la nave central de la basílica dominada por un gran mosaico absidal con la imagen de un pantocrátor, apenas visible en el pálido reflejo del oro. Bajó con paso rápido hasta la balaustrada, atravesó el presbiterio y las sacristías y tomó por un estrecho pasillo abierto en el espacio vacío del muro exterior de la iglesia: imaginaba por dónde había podido pasar Aurelio y cómo habría intentado huir y temblaba por la suerte del muchacho expuesto a un peligro mortal.
En efecto, a Aurelio no le había quedado más que una vía de escape: la que atravesaba los baños del palacio. Salió a una vasta sala cubierta por una bóveda de cañón a duras penas iluminada por un par de lámparas de aceite. En el pavimento se abría una gran pila llena de agua que la incuria de los nuevos años había dejado enturbiarse, cubierta por una alfombra de algas. Aurelio trató de abrir la puerta que daba a la calle, pero estaba cerrada por fuera. Se dirigió entonces al muchacho
—¿Sabes nadar?
Rómulo afirmó mientras su mirada se clavaba con desagrado en aquella especie de cloaca maloliente.
—Entonces, ven detrás de mí, tenemos que remontar el conducto de descarga que comunica con el canal exterior. A escasa distancia está mi caballo. El agua se volverá enseguida negra y fría, pero puedes conseguirlo, ya te ayudo yo. Vamos, conten la respiración y andando.
Se dejó caer dentro de la pila y ayudó a Rómulo a descender, luego los dos se sumergieron y Aurelio comenzó a remontar el conducto. Muy pronto tocó con las manos la compuerta que separaba
la pila del canal de descarga. Estaba cerrada. Se sintió perdido, pensó que debería intentarlo solo. Unos pocos instantes más y el muchacho se habría ahogado: advertía ya, a través de la negra agua, las vibraciones de su pánico desesperado. Consiguió introducir las manos en la base de la compuerta y se puso a empujarla hacia arriba con todas sus fuerzas hasta que sintió que cedía, un poquito cada vez. Entonces aferró a ciegas al muchacho y lo empujó hacia abajo, del otro lado; acto seguido pasó a su vez y dejó caer la compuerta. Poco después, con los pulmones a punto de estallarle, emergió a la superficie al lado de Rómulo. Al muchacho le castañeteaban los dientes por el frío y debía de estar a punto de desvanecerse, no podía dejarle sumergido en el agua esperando que él volviera con el caballo. Le empujó hacia la orilla, sucio y tembloroso, luego se alzó a su vez y le arrastró rápidamente a un lugar resguardado detrás de la esquina meridional del palacio.
—Se está levantando la niebla —le dijo—, estamos, de suerte. Animo, podemos conseguirlo: ahora no te muevas.
El muchacho al principio no respondió: parecía no tener ya ningún contacto con la realidad. Luego dijo con voz apenas audible:
—Tenemos que esperar a Ambrosino.
—Él es adulto —replicó Aurelio—, ya sabrá ingeniárselas por sí solo. Ya será mucho si nosotros conseguimos salir de aquí. Los bárbaros ya nos están buscando en el exterior.
Se oía, en efecto, que los perseguidores estaban saliendo a caballo de las caballerizas del ala norte del palacio para patrullar las calles. Aurelio corrió por un callejón hasta encontrar a Juba, atado dentro de un viejo almacén de pescado medio en ruinas.
Lo cogió por las bridas y volvió sobre sus pasos tratando de no hacer el menor ruido, pero cuando estaba ya a escasa distancia oyó un grito en la lengua de los hérulos:
—Ahí está, ahí está. ¡Deteneos! ¡Deteneos!
E inmediatamente después vio a Rómulo salir de su escondite y correr a lo largo del lado oriental del palacio. ¡Le habían descubierto!
Saltó sobre el caballo y se lanzó hacia delante irrumpiendo en la vasta explanada despejada de delante del palacio imperial iluminado por muchas antorchas encendidas, y vio a Rómulo correr a más no poder perseguido por un grupo de guerreros hérulos. Espoleó más aún a su animal y pasó por en medio de los perseguidores; agitando la espada a diestro y siniestro mató a dos de ellos, y antes de que otros se percataran de lo que estaba sucediendo los adelantó. Alcanzó a Rómulo y le pasó una mano por debajo de la axila alzándole del suelo y espoleando a grandes voces a su cabalgadura:
—¡Vamos, Juba! ¡Arre, arre!
Pero, mientras estaba izando al muchacho delante de él en la silla, uno de los perseguidores apuntó su arco, disparó y le clavó una flecha en un hombro.
Aurelio apretó los dientes y trató de resistir, pero la contracción de los músculos le produjo un espasmo desgarrador y tuvo que dejar su presa. Rómulo cayó al suelo, pero Aurelio no se rindió; atenazó con las piernas los ijares del caballo, inclinó el cuerpo hacia atrás y espoleó en sentido contrario para recoger al muchacho con el brazo aún sano. Pero en aquel mismo instante Ambrosino irrumpió en el exterior por una puerta trasera y se arrojó sobre Rómulo echándolo al suelo para hacerle de" escudo con su propio cuerpo. Aurelio comprendió que no tenía ya elección y tomó por una estrecha calle lateral, salvó con un salto acrobático un canal que tenía delante y prosiguió a todo correr hacia un punto del recinto amurallado donde una vieja brecha nunca del todo reparada le permitió llegar a lo alto como si subiera una rampa y bajar, no sin gran dificultad, por la otra parte.
Pero un grupo de guerreros bárbaros a caballo, enarbolando antorchas encendidas, salió por una de las puertas para cerrarle el camino de huida. Aurelio consiguió tomar primero por el terraplén que atravesaba la laguna y trató de poner la mayor distancia posible entre él y sus más inmediatos perseguidores, la niebla haría el resto. Pero el dolor desgarrador en el hombro no le permitía ya gobernar a su caballo, que perdía lentamente velocidad. Entrevió en la oscuridad un espeso bosque de árboles y de arbustos, tiró de las riendas, saltó a tierra y trató de esconderse descendiendo por el talud dentro del agua, esperando que los perseguidores pasaran de largo, pero estos intuyeron el movimiento y se detuvieron a su vez. Eran por lo menos media docena: dentro de poco le verían y no tendría ya escapatoria.
Desenvainó la espada y se preparó para morir como un soldado, Pero en ese mismo instante un silbido cortó el aire y uno de los bárbaros se desplomó al suelo asaeteado por una flecha. Un segundo recibió otra en el cuello y cayó hacia atrás vomitando sangre. Los otros se dieron cuenta de que, con las antorchas encendidas en la mano, eran los únicos blancos visibles en la oscuridad, y cuando se disponían a arrojarlas al suelo un tercer dardo impactó en el vientre de otro jinete arrancándole un grito de dolor. Los restantes se dieron a la fuga aterrorizados por aquel enemigo invisible oculto en la niebla y en las aguas pantanosas.
Aurelio trató de trepar por el talud y arrastrarse detrás de su caballo, pero resbaló hacia atrás ya sin fuerzas. El dolor se hizo insoportable, la vista se le ofuscó y le pareció que se hundía en la niebla en una caída sin fin. En un breve destello de conciencia creyó ver una figura encapuchada inclinarse sobre él y oír el lento gorgotear del agua batida por un remo. Luego ya nada.