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Orestes recibió personalmente a los huéspedes en la entrada de su villa sobre la colina: notables de la ciudad, senadores, altos oficiales del ejército acompañados por sus familias. Las lámparas estaban encendidas, la cena a punto de ser servida: todo estaba listo para festejar el trigésimo natalicio de su hijo y el aniversario del tercer mes de su subida al trono. Había dudado mucho si posponer el banquete, dada la dramática situación que se había creado a causa de la rebelión de Odoacro y de sus auxiliares hérulos y esciros, pero al final se había decidido a mantener sin cambios el programa para no extender el pánico. Su unidad más aguerrida, la Nova Invicta, adiestrada a la manera de las antiguas legiones, se acercaba a marchas forzadas, su hermano Paulo avanzaba desde Rávena a la cabeza de otras tropas escogidas y la rebelión pronto quedaría limitada.

Pero su mujer Flavia Serena parecía preocupada y de pésimo humor. Orestes había tratado de esconderle hasta ese momento el desastre de la caída de Pavía, pero comenzaba a temer que ella supiera mucho más de lo que daba a entender.

Ceñuda y melancólica, se mantenía aparte cerca de la puerta del tablinum y su actitud daba la impresión de un duro reproche hacia Orestes: Flavia se había mostrado siempre contraria a la subida al trono de Rómulo y la fiesta le fastidiaba sobremanera. Orestes se acercó a ella tratando de disimular su drama interior y su contrariedad.

—¿Por qué te mantienes aparte? Eres la anfitriona y la madre del emperador, deberías ser el centro de atención y de la fiesta.

Flavia Serena miró a su marido como si hubiera dicho unas frases carentes de sentido, y le respondió con dureza:

—Has querido hacer realidad tus ambiciones exponiendo a un niño inocente a un peligro mortal.

—No es ningún niño: es casi ya un muchacho y ha sido criado del mejor modo para ser un gran soberano. De esto hemos discutido ya muchas veces y esperaba que al menos hoy me ahorrarías tu mal humor. Mira: nuestro hijo es feliz. También su preceptor Ambrosino está satisfecho: es un hombre prudente en quien también tú has confiado siempre.

—Desbarras, Orestes: lo que tú creaste se está cayendo a pedazos. Las tropas bárbaras de Odoacro, que hubieran tenido que sostener tu poder, se han rebelado y están sembrando la muerte y la destrucción por todas partes.

—Obligaré a Odoacro a negociar y a estipular un nuevo acuerdo. No es la primera vez que suceden estas cosas. Tampoco a ellos les conviene provocar el colapso del imperio del que reciben tierras y estipendios.

Flavia Serena suspiró y bajó la mirada durante unos instantes, luego preguntó mirando fijamente a su esposo:

—¿Es cierto eso que va diciendo Odoacro? ¿Es cierto que le habías prometido como recompensa un tercio de Italia y que luego has faltado a tu palabra?

—Es falso. El... él interpretó equivocadamente mi afirmación...

—Esto no cambia mucho la situación: si es él el que se impone, ¿cómo piensas que podrías proteger a nuestro hijo?

Orestes le tomó las manos entre las suyas. El bullicio de la fiesta parecía amortiguado como si todo estuviera lejos, atenuado por la angustia que no hacía sino crecer entre ellos como una pesadilla nocturna. Un perro ladró a lo lejos y Orestes notó que un estremecimiento recorría las manos de su esposa.

—Quédate tranquila —le dijo—. No tenemos nada que temer, y para que veas que puedes confiar en mí te diré algo que no te había dicho nunca antes: en estos años he constituido en secreto una unidad especial, una unidad de combate leal y cohesionada, formada solamente por hombres itálicos y de provincias, adiestrada como las legiones de antaño. La he puesto a las órdenes de Manilio Claudiano, un oficial de la vieja aristocracia, un hombre que daría su vida antes de faltar a su palabra. Estos soldados han dado muestras de increíble valor en varios puntos de nuestra frontera y ahora, por orden mía, se están acercando a marchas forzadas. Podrían estar aquí dentro de dos o tres días. También mi hermano Paulo está marchando desde Rávena a la cabeza de otro contingente. Y ahora te ruego que vengas, reunámonos con nuestros huéspedes.

Flavia Serena pareció convencerse por un momento de que aquellas palabras respondían a la verdad porque, en su corazón, no quería sino creerle, pero, mientras trataba de reencontrar la sonrisa para tomar parte en el banquete, el ladrar de los perros resonó más fuerte y a este respondió casi enseguida un coro de ladridos. Los presentes se miraron los unos a los otros; y en aquel instante de silencio un grito de alarma llegó del patio y a continuación el largo sonar de los cuernos llamó a reunión a la guardia. Inmediatamente después un oficial irrumpió en la sala y se acercó corriendo a Orestes.

—¡Nos atacan, señor! ¡Son centenares, al mando de Wulfila, el lugarteniente de Odoacro!

Orestes cogió una espada de una panoplia que colgaba de la pared y gritó:

—¡Rápido, a armarse todo el mundo, nos atacan! Ambrosino, toma al muchacho y a su madre y escóndelos en la leñera. No os mováis de allí por ninguna razón hasta que vaya yo a buscaros. ¡Rápido, rápido!

Ya se oían grandes golpes en el portón, ruidosos golpes de ariete que hacían retemblar todo el recinto amurallado de la villa. Los defensores corrieron a la galería cubierta para repeler el asalto, pero decenas de escalas se apoyaban en aquel momento contra el parapeto y cientos de guerreros entraban y se desparramaban por todas partes, lanzando salvajes gritos. El portón cedió de repente ante los golpes del ariete y un jinete gigantesco se lanzó al interior con un salto acrobático de su cabalgadura. Orestes le reconoció y se abalanzó sobre él blandiendo la espada y gritando:

—¡Wulfila, maldito infame!

Entretanto Ambrosino había alcanzado el escondite llevándose con él al muchacho trastornado y aterrorizado, pero con la confusión y las prisas no había advertido que Flavia Serena no le había seguido. Por una rendija de la puerta Rómulo asistió al desenlace del drama, vio cómo segaban la vida a los huéspedes uno tras otro y cómo caían al suelo en medio de su propia sangre, vio a su padre herido enfrentarse a aquel gigante híspido con la fuerza de la desesperación, le vio caer de rodillas, incorporarse, blandir de nuevo la espada, batirse denodadamente hasta el último resto de energía y luego desplomarse atravesado, de parte a parte. El movimiento convulso de sus párpados descomponía cada movimiento de aquella tragedia, lo fragmentaba en mil esquirlas aguzadas que se le clavaban en la memoria. Oyó a su madre gritar: «¡Malditos! ¡Sois unos malditos!», y vio a Ambrosino precipitarse afuera para protegerla mientras ella gritaba de nuevo presa del horror, mesándose los cabellos, arañándose el rostro, postrada de rodillas al lado del marido moribundo. También él entonces se lanzó al exterior, decidido a morir con sus padres antes que quedarse solo en aquel mundo terrible. Vio al gigantesco guerrero bañar su mano en la sangre de su padre y teñirse la frente con una franja bermeja y echó a correr hacia el punto en que había caído la espada de Orestes para blandiría valerosamente contra el enemigo, pero Ambrosino fue a su encuentro, ligero y casi imperceptiblemente por entre la lluvia de dardos, entre los combatientes enzarzados en un feroz cuerpo a cuerpo, y se detuvo entre él y la espada de un bárbaro que irrumpía en aquel momento. La hoja los habría matado a ambos de no haber parado Wulfila el golpe.

—Idiota —gruñó dirigiéndose al guerrero—, ¿no ves quién es?

El otro bajó la espada, confuso.

—Coge a los tres —le ordenó Wulfila—. Nos los llevamos. A Rávena.

La batalla había terminado, los defensores habían sido vencidos y pasados por el filo de la espada hasta el último hombre. De los huéspedes, algunos se habían salvado huyendo por las ventanas a los oscuros campos, otros se habían escondido en las dependencias de los siervos, debajo de las camas o en los almacenes, en medio de los trastos. La vida de muchos, en medio del ardor del primer ataque, había sido segada sin piedad. También los músicos, que habían animado la fiesta con sus melodías, yacían muertos con los ojos desorbitados manteniendo aún entre las manos los instrumentos. Las mujeres eran violadas repetidamente y sometidas a todas las ignominias imaginables; los hombres eran forzados a asistir al ultraje perpetrado a sus esposas o a sus hijas antes de ser a su vez arrojados al suelo y degollados como corderos.

En el jardín interior las estatuas eran derribadas de sus pedestales, los setos y los arbustos habían sido arrancados, las fuentes estaban llenas de sangre; había sangre por todas partes, en el suelo y en las paredes decoradas con frescos. Ahora los bárbaros terminaban su obra saqueando todo cuanto había de valioso en la suntuosa residencia: candelabros, objetos de adorno, vajillas. Otros, que no habían podido echar mano a ningún objeto de valor, por desprecio mutilaban y destrozaban los cadáveres o bien se orinaban y defecaban sobre los magníficos suelos de mosaico. Por todas partes se oía, junto con los gritos descompuestos de aquellos salvajes ebrios de destrucción, el crepitar del fuego que comenzaba a devorar la desventurada morada.

Arrastraron a los tres prisioneros al exterior y los pusieron dentro de un carro tirado por un par de mulos. Wulfila gritó:

—¡Vámonos, vámonos he dicho, nos queda mucho camino que hacer!

Sus hombres abandonaron de mala gana la villa ahora ya reducida a ruinas y se pusieron en columna uno tras otro al trote detrás del pequeño convoy. En el carruaje, Rómulo lloraba en silencio, en la oscuridad, abrazado a su madre. En menos de una hora había pasado de los fastos de la dignidad imperial a la condición más miserable. Su padre había sido aniquilado ante sus propios ojos y él era prisionero de aquellas bestias; estaba totalmente en su poder. Ambrosino, sentado detrás de ellos, permanecía mudo y como aturdido por el dolor, se volvía de vez en cuando para contemplar la gran villa campestre presa de las llamas, las volutas de humo y las pavesas que se alzaban hacia el cielo expandían en el horizonte un siniestro resplandor. Había salvado solo la alforja con la que había llegado a Italia muchos años atrás y uno solo de los mil libros que contenía la biblioteca: la Eneida espléndidamente ilustrada que los senadores le habían regalado a Rómulo. De vez en cuando pasaba la mano por la cubierta de piel del volumen y casi tenía la impresión de que el destino no había sido del todo cruel si le había dejado la compañía, tal vez profética, de los versos de Virgilio.

Aurelio se encontró varias veces el camino cerrado en su cabalgada nocturna. Odoacro había situado guarniciones en los puentes y pasos, y escuadrones de soldados bárbaros del ejército imperial patrullaban las vías consulares de modo que el jinete tuvo que desviarse varias veces de su camino, cruzar vados que se habían vuelto una vorágine por las lluvias otoñales o seguir senderos inaccesibles en las montañas. Cuando volvió a descender hacia la llanura reparó en que su caballo no lo lograría, que el generoso animal reventaría si lo lanzaba de nuevo al galope. Echaba espumarajos y estaba cubierto de sudor, tenía el resuello entrecortado y los ojos vidriosos por el tremendo esfuerzo. Entonces el destino vino en su ayuda, columbró en lontananza unas luces y a continuación un edificio de aspecto familiar: una casa de postas en la vía Postumia, milagrosamente intacta y aparentemente en funcionamiento. Cuando estuvo en sus proximidades oyó chirriar un letrero que pendía de una barra de hierro fijada en la pared exterior. Estaba medio herrumbrado, pero se distinguía aún la figura de una sandalia y un escrito en bonitas letras cursivas: «Mansio ad sandalum Herculis». Delante del edificio una piedra miliar ostentaba la inscripción m.p. XXII: veintidós millas a la casa de postas siguiente, admitiendo que existiera aún.

Aurelio saltó del caballo y entró jadeando: en su interior había un empleado del servicio de postas que dormitaba en una silla mientras algunos clientes, tumbados sobre sus capas en el suelo, dormían profundamente. Aurelio le sacudió.

—Servicio imperial —dijo—, máxima urgencia y prioridad absoluta: es una cuestión de vida o muerte para muchas personas. Fuera está mi caballo, reventado: necesito un caballo de refresco, enseguida.

El empleado se sacudió, abrió los ojos y se dio cuenta al punto, apenas hubo enfocado al hombre que tenía delante, que aquellas palabras debían de ser ciertas. El rostro de Aurelio estaba deformado por la fatiga, los rasgos trastornados por la tensión y el esfuerzo.

—Ven conmigo —le dijo y, precediéndole, tomó de un aparador un pedazo de pan y un frasco de vino y se los alargó para que pudiera dar un trago y comer un bocado mientras recorrían el pasillo y bajaban la escalera hacia las caballerizas: era evidente que no se detendría ni siquiera un instante para recobrar fuerzas. Los puestos del establo estaban en gran parte vacíos, pero en la penumbra, apenas distinguibles, había tres o cuatro caballos. El encargado de la casa de postas levantó la linterna para iluminarse.

—Coge ese —dijo señalando un caballo negro de buenas trazas y pelaje liso y reluciente—, es un animal magnífico. Se llama Juba. Pertenecía a un alto oficial que no ha vuelto para recuperarlo.

Aurelio dio un último mordisco a la hogaza, tomó otro sorbo de vino, luego saltó sobre la grupa del animal y lo espoleó rampa arriba gritando:

—¡Arre! ¡Arre, Juba!

Se echó al aire libre con un gran brinco, como un condenado que saliera de los infiernos, y se lanzó a galope tendido. Atravesó la vía consular y tomó un sendero que blanqueaba entre los campos a la incierta claridad de la luna. También el encargado salió al exterior, con un registro y un estilo en una mano y la linterna en la otra, gritando:

—¡El recibo!

Pero Aurelio estaba ya lejos y el galope de Juba se perdía en la campiña.

El hombre repitió en voz baja, como si hablase para sí:

—Tiene que firmarme el recibo.

Le hizo volver a la realidad un relincho apagado y reparó en el bayo de Aurelio, humeante de sudor. Lo cogió de las bridas y lo condujo hacia el establo.

—Ven, hermoso, o te dará algo. Estás todo sudado, y debes de tener hambre, y apuesto a que no habrás comido nada, como tu amo.

Apenas comenzaba a extenderse por el horizonte una pálida claridad, cuando Aurelio tuvo a la vista la villa de Flavio Orestes. Al instante se dio cuenta de que había llegado demasiado tarde: una densa columna de humo negro se alzaba del edificio medio en ruinas y por todas partes, alrededor, había señales de una salvaje devastación. Tras atar su caballo a un árbol, se acercó con cautela a resguardo de un pequeño muro de protección hasta encontrarse en las inmediaciones de la entrada principal. Vio los batientes del portón en el suelo, arrancados de sus goznes y quemados, y en el patio de entrada docenas de cadáveres cubiertos de sangre coagulada. Muchos eran soldados de la guardia imperial, pero no eran pocos los guerreros bárbaros caídos en los feroces cuerpo a cuerpo. La lucha debía de haber sido de una espantosa violencia y cada uno yacía allí donde la muerte le había sorprendido, con la expresión todavía en el rostro que el horror y el último espasmo de agonía les habían impreso.

No se oía ningún sonido más que el crepitar de las llamas y de vez en cuando el seco ruido de una viga que se venía abajo o de unas tejas que caían del techo consumido por el fuego y que se hacían trizas contra el suelo. Aurelio avanzó en medio de aquella desolación mirando a su alrededor, extraviado e incrédulo; a medida que la tragedia se desplegaba ante él en toda su espantosa realidad, la angustia le inundaba el ánimo ahogándole con el tormento de una insoportable opresión. La fetidez de la muerte y de los excrementos apestaba las estancias interiores que no habían sido devoradas aún por el fuego; los cadáveres de las mujeres desnudas y violadas, los de las chiquillas aún impúberes, yacían con las piernas obscenamente abiertas al lado de los cuerpos de sus padres y maridos degollados. Había sangre por doquier: en los suelos de mármol embutido, en las paredes cubiertas de finos frescos, en los atrios, en los baños, en el triclinio, en las mesas y en los restos de comida, empapaba los cortinajes, las alfombras, los manteles.

Aurelio se dejó caer de rodillas soltando un grito de furor impotente y de desesperación. Permaneció largo rato en aquella posición, con la frente que casi le tocaba las rodillas, hasta que de repente le hizo volver a la realidad el sonido" de un gemido. ¿Era posible? ¿Era posible que hubiera aún alguien vivo en medio de aquella atroz carnicería? Se levantó de golpe, se enjugó deprisa las lágrimas que bañaban su rostro y se dirigió hacia el lugar de donde procedía aquel lamento. Era del patio, de un hombre tendido boca abajo en medio de un gran charco de sangre. Se arrodilló a su lado y le dio la vuelta lentamente, de modo que pudiera verle de cara. El hombre, aunque a las puertas de la muerte, reconoció las insignias y el uniforme. Murmuró:

—Legionario...

Aurelio se acercó un poco más. —¿Quién eres? —le preguntó.

El hombre jadeaba penosamente, cada respiro debía de costarle terribles sufrimientos. Respondió:

—Soy Flavio... Orestes.

Aurelio se estremeció.

—Comandante —dijo—. Oh dioses... Comandante, soy de la Nova Invicta.

Y ese nombre le sonó como una burla del destino.

Orestes temblaba, los dientes le castañeteaban por el frío intenso de la muerte que invadía su cuerpo. Aurelio se despojó de la capa, le recubrió con ella, y aquel gesto de piedad pareció por un instante reanimarle, devolverle un destello de energía.

—Mi mujer, mi hijo —dijo—. Se han llevado al emperador. Te ruego que avises a la legión. Debéis... liberarlos.

—La legión ha sido atacada por fuerzas muy superiores en número —respondió Aurelio—. Venía a pedir refuerzos.

En el rostro de Orestes se pintó una expresión de profundo espanto; no obstante, mientras le miraba fijamente con los ojos llenos de lágrimas, en su voz tembló de nuevo un poco de esperanza.

—Sálvalos —le dijo—, te lo imploro.

Aurelio no consiguió aguantar la intensidad angustiada de aquella mirada y dijo bajando los ojos:

—Yo... me he quedado solo, comandante.

Orestes pareció ignorar por completo sus palabras. Con las últimas fuerzas que le quedaban trató de levantarse, se agarró con las manos al borde de su coraza.

—Te lo suplico, legionario —dijo con un estertor—, salva a mi hijo, salva a la emperatriz. Si él muere, Roma morirá. Si Roma muere, todo estará perdido.

Su mano resbaló al suelo, inerte, y los ojos perdieron toda expresión, en la atónita fijeza de la muerte.

Aurelio le pasó los dedos por los párpados, para cerrarlos, luego recuperó su capa y salió mientras el sol, ya en el horizonte, iluminaba detrás de él, en todo su horror, la escena de la matanza. Llegó hasta donde estaba Juba, que pacía tranquilo la hierba del prado, lo desató, montó en la silla y lo espoleó hacia el norte, tras las huellas del enemigo.