Dertona, campamento de la Legión Nova Invicta
Anno Domini 476, ab Urbe condita 1229.
La luz comenzó a filtrarse por entre la nube que cubría el valle, y los cipreses se irguieron de pronto cual centinelas sobre la cresta de las colinas. Una sombra encorvada bajo un haz de ramas secas apareció en el lindero de una rastrojera y acto seguido se disipó como un sueño. El canto de un gallo resonó en aquel momento desde un caserío lejano anunciando un día gris y pálido, luego se apagó como si la niebla se lo hubiera tragado. Solo unas voces de hombres atravesaban la bruma.
—Hace frío.
—Y esta humedad cala hasta los huesos.
—Es la niebla. En toda mi vida no he visto nunca una niebla tan
—Ya. Y el rancho todavía sin llegar.
—Tal vez no ha quedado ya nada de comer.
—Y ni siquiera un poco de vino para entrar en calor.
—Y no recibimos la paga desde hace tres meses.
—Yo no puedo más, no aguanto ya esta situación. Emperadores que cambian casi cada año, los bárbaros en todos los puestos de mando y ahora la cosa más absurda de todas: ¡un mocoso en el trono de los cesares, Rómulo Augusto! Un chiquillo de trece años que ni siquiera tiene fuerzas para sostener el cetro habrá de regir los destinos del mundo, al menos de Occidente. No, de veras, yo voy a acabar con esto, me voy. A la primera oportunidad dejo el ejército y me marcho a cualquier isla a pastar cabras y a cultivar un trozo de tierra. No sé tú, pero yo lo he decidido.
Un soplo de viento, una brisa suave, abrió un resquicio entre la neblina y dejó ver a un grupo de soldados reunidos en torno a un brasero. Rufio Vatreno, hispano de Sagunto, veterano de muchas batallas, comandante del cuerpo de guardia, se dirigió a su compañero, el único que no había dicho aún una palabra:
—¿Tú qué dices, Aurelio? ¿Piensas como yo?
Aurelio hurgó con la punta de la espada dentro del brasero, reavivó la llama que subió crepitando y liberando un torbellino de chispas en la neblina lechosa.
—Yo siempre he sido soldado, siempre he servido en la legión. ¿Qué otra cosa podría hacer?
Hubo un largo silencio: los hombres se miraron a la cara unos a otros, presa de un sentimiento de extravío y de inexpresable angustia.
—Déjalo estar —dijo Antonino, un suboficial entrado en años—, no va a dejar nunca el ejército, siempre ha formado parte de él. Pero si ni siquiera recuerda qué hacía antes de alistarse, simplemente no recuerda haber conocido otra cosa. ¿No es así, Aurelio?
El interpelado no respondió, pero la reverberación de las brasas ahora mortecinas reveló por un instante en su mirada una sombra de melancolía.
—Aurelio está pensando en lo que nos espera —comentó Vatreno—. La situación está de nuevo fuera de control. Por lo que yo sé, las tropas bárbaras de Odoacro se rebelaron y atacaron Pavía, donde estaba atrincherado Orestes, el padre del emperador. Ahora Orestes se ha replegado hacia Piacenza y cuenta con nosotros para hacer volver a los bárbaros a la razón y apuntalar el tambaleante trono de su pequeño Rómulo Augusto. Pero no sé si bastará. Es más, no lo creo, si queréis saber mi parecer. Ellos son el triple que nosotros y...
—¿Lo habéis oído también vosotros? —le interrumpió uno de los soldados que en aquel preciso momento estaba más cerca de la empalizada.
—Viene del campamento —respondió Vatreno volviendo la mirada para inspeccionar el campamento semidesierto, las tiendas cubiertas de escarcha—. El turno de guardia ha terminado: debe de ser el piquete de vigilancia de día.
—¡No! —dijo Aurelio—. Viene de afuera. Es un galope.
—Caballería —añadió Canidio, un legionario de Arélate.
—Bárbaros —apostilló Antonino—. Esto no me gusta nada.
En aquel momento los jinetes salieron de la niebla por el angosto camino blanco que desde las colinas llegaba al campamento, imponentes sobre sus robustos corceles sármatas cubiertos de chapas metálicas. Llevaban yelmos cónicos tachonados de hierro y erizados de cimeras, largas espadas pendían de sus costados y las largas cabelleras rubias o pelirrojas flotaban en el aire neblinoso. Llevaban capas negras y calzones de igual lana burda y oscura. La neblina y la distancia los hacían parecer demonios escapados de los infiernos.
Aurelio se asomó por la empalizada para observar el destacamento que se acercaba cada vez más.
Son auxiliares hérulos y esciros del ejército imperial —dijo—, gente de Odoacro, maldición. Esto no me huele nada bien. ¿Qué hacen a estas horas sin que nadie nos haya avisado? Voy a informar al comandante.
Se precipitó escaleras abajo y atravesó a la carrera el campamento hacia el pretorio. El comandante Manilio Claudiano, un veterano de casi sesenta años que de joven había combatido con Aecio contra Atila, estaba ya en pie y cuando Aurelio entró en su tienda estaba atándose la vaina de la espada al cinto.
—General, se está aproximando una escuadra de auxiliares hérulos y esciros. Nadie nos ha avisado de su llegada y la cosa me preocupa. -También a mí me preocupa —coincidió el oficial—. Manda formar a la guardia y abrir la puerta, oigamos qué quieren.
Aurelio corrió a la empalizada y pidió a Vatreno que apostara una unidad de arqueros, luego bajó al puesto de guardia y mandó formar a la fuerza disponible. Entretanto el mismo Vatreno hacía despertar a la tropa con una voz de alarma, hombre tras hombre, sin ruido y sin toques de trompa. El comandante salió completamente armado y cubierto con el yelmo, signo evidente de que se consideraba en zona de guerra. A su derecha e izquierda estaba formada la guardia en la que destacaba, sacándoles una cabeza y los hombros, Cornelio Batiato, un gigante etíope negro como un tizón que no le dejaba nunca ni a sol ni a sombra. Embrazaba un escudo ovalado hecho a su medida por el maestro armero para cubrir su descomunal cuerpo. De los hombros le colgaban a la izquierda la espada romana, y a la derecha una segur bárbara de doble filo.
El destacamento de los bárbaros a caballo estaba ya a unas pocas docenas de pasos y el hombre que los mandaba levantó el brazo para dar el alto. Tenía una espesa melena de cabellos rojizos anudados en largas trenzas que le caían a los lados de la cabeza, una capa orlada de piel de zorro le cubría los hombros y su yelmo estaba decorado con una corona de pequeñas calaveras de plata. Debía de ser un personaje de cierto relieve. Se dirigió al comandante Claudiano sin apearse de su caballo, en un latín tosco y gutural:
—El noble Odoacro, jefe del ejército imperial, te ordena que me transmitas los poderes. A partir de hoy asumo el mando de esta unidad. —Arrojó a sus pies un pergamino atado con un lazo de cuero y añadió—: Aquí tienes tu orden de licenciamiento y tu pase a la reserva.
Aurelio hizo ademán de inclinarse para recogerlo, pero el comandante le detuvo con un gesto perentorio. Claudiano era de una antigua familia aristocrática que podía enorgullecerse de descender directamente de un héroe de la época republicana y el gesto del bárbaro tenía para él el significado de un insulto gravísimo. Respondió, sin inmutarse:
—No sé quién eres y no me interesa saberlo. Yo solo recibo órdenes del noble Flavio Orestes, comandante supremo del ejército imperial.
El bárbaro se dirigió hacia los suyos y gritó:
—¡Arrestadle!
Estos obedecieron, espolearon a sus caballos y se lanzaron hacia delante con las espadas desenvainadas: era evidente que la orden era matarlos a todos. La guardia reaccionó; al mismo tiempo, de los glacis del campamento asomó una unidad de arqueros con las flechas ya empulgadas, que a una señal de Vatreno dispararon con precisión mortífera. Los jinetes de la primera fila fueron casi todos asaeteados, pero esto no detuvo a los demás, que saltaron a tierra para presentar menos blanco y embistieron en masa a la guardia de Claudiano. Batiato se arrojó a su vez en la refriega, cargando como un toro y lanzando mandobles de inaguantable potencia. Muchos de aquellos bárbaros no habían visto nunca un negro y al verlo retrocedían aterrados. El gigante etíope cizallaba espadas, hundía escudos, hacía volar cabezas y brazos mientras hacía voltear la destral y gritaba:
—¡Soy el hombre negro! ¡Odio a estos cerdos pecosos!
Pero en el ardor del asalto se había lanzado demasiado hacia delante y Claudiano se había quedado con el flanco izquierdo descubierto. Aurelio, que había captado con el rabillo del ojo el movimiento de un guerrero enemigo, se liberó de un adversario para cubrir al comandante, pero su escudo no llegó a tiempo de proteger el blanco y la pica del bárbaro se clavó en la espalda de Claudiano. Aurelio gritó:
—¡El comandante está herido, el comandante está herido!
Pero mientras tanto las puertas del campamento se habían abierto de par en par y la infantería pesada cargó compacta en perfecta formación de combate. Los bárbaros fueron repelidos y los pocos supervivientes, tras saltar de sus caballos, se dieron a la fuga precipitadamente. Poco después, superada la línea de las colinas, se presentaban ante su comandante, un esciro llamado Miedo, quien los miró con desdén y desprecio. Tenían un aspecto lastimoso: las armas rotas, las ropas hechas jirones, sucias de sangre y de barro. El que los mandaba dijo cabizbajo:
—Se han negado. Han dicho que no.
Miedo lanzó un juramento, luego llamó a su ordenanza y dio órdenes de convocar una reunión: en breve el sonido de los cuernos se alzó a través de la capa de niebla que aún cubría el paisaje como un sudario.
Tendieron con cautela al comandante Claudiano sobre la vieja mesa de la enfermería y un cirujano se aprestó a arrancarle la pica que tenía clavada en la espalda. El asta había sido ya cortada para limitar los daños de las oscilaciones, pero el hierro se había incrustado enseguida debajo de la clavícula y existía el peligro de que hubiera lesionado el pulmón. A un lado, un ayudante encandecía sobre las brasas un hierro para cauterizar la herida.
Entretanto, desde los glacis, resonaban llamadas y gritos de alarma. Aurelio abandonó la enfermería y corrió escaleras arriba hasta encontrarse con Vatreno, que contemplaba con la mirada fija el horizonte. Toda la línea visible de las colinas que tenían enfrente negreaba de guerreros.
—Por todos los dioses —murmuró Aurelio—, son miles.
—Vuelve adonde el comandante a informarle de lo que está sucediendo. No creo que tengamos mucha elección sobre lo que conviene hacer, pero dile de todos modos que esperamos órdenes.
Aurelio regresó a la enfermería justo en el momento en que el
cirujano estaba arrancando la punta de la pica de la espalda del caudillo herido, y vio su rostro de antiguo patricio contraerse en una mueca de dolor. Se acercó.
—General, los bárbaros nos atacan: son miles y se disponen a rodear nuestro campamento. ¿Cuáles son tus órdenes?
La sangre de la herida salpicaba copiosamente las manos y la cara del cirujano y a sus ayudantes que se desvivían por taponarla, mientras otro se acercaba sujetando en la mano el hierro candente. El cirujano lo sumergió en la herida y el comandante Claudiano soltó un mugido apretando los dientes para no gritar. Un acre olor a carne quemada saturó el pequeño ambiente, y un espeso humo se alzó del hierro candente que seguía chirriando en la herida.
Aurelio dijo de nuevo:
—Comandante...
Claudiano tendió hacia él la mano que tenía libre:
—Escucha... Odoacro quiere exterminarnos porque representamos un obstáculo que debe apartar de su camino al precio que sea. Nuestra legión es una antigualla del pasado, pero aún infunde miedo: está compuesta solo de romanos, itálicos y de provincias, y él sabe que jamás le obedecerá. Por esto nos quiere a todos muertos. Vamos, ve corriendo a casa de Orestes, y adviértele que estamos rodeados, que necesitamos desesperadamente ayuda...
—Manda a otro, por favor —respondió Aurelio—. Yo quisiera quedarme: tengo aquí a todos mis amigos.
—No, obedece. Solo tú puedes conseguirlo. Vamos, corre, mientras tengamos aún el control del puente sobre el Olubria:[1] será sin duda su primer objetivo para cortarnos el paso hacia Piacenza. Vamos, antes de que el círculo se cierre, y no te detengas por nada. Orestes está en su villa de extramuros de la ciudad con su hijo el emperador. Nosotros trataremos de resistir.
—Volveré —respondió Aurelio—. Resistid todo lo que podáis.
Se volvió. Detrás de él Batiato miraba fijamente en silencio a su comandante herido y mortalmente pálido tendido sobre la vieja mesa tinta enteramente en sangre. No tuvo valor de decirle nada. Corrió afuera y alcanzó a Vatreno en la galería cubierta:
—Me ha ordenado que vaya a buscar refuerzos: volveré tan pronto como me sea posible. Resistid, resistid, podemos conseguirlo.
Vatreno asintió con un cabeceo sin proferir palabra. Se veía a las claras que en su mirada no había esperanza y que únicamente se preparaba para morir como un soldado.
Aurelio no consiguió decir nada más. Se metió dos dedos en la boca y dio un silbido. Respondió un relincho y acto seguido un caballo bayo ya ensillado corrió al trote hacia los glacis. Aurelio saltó sobre su grupa y lo espoleó hacia una puerta secundaria. Vatreno dio orden de quitar las trancas a los batientes, que se abrieron solo para dejar salir al jinete ya lanzado al galope y volvieron a cerrarse enseguida a sus espaldas. Vatreno le siguió con la mirada mientras se iba empequeñeciendo a lo lejos, en dirección a la cabeza del puente sobre el Olubria. El pelotón de guardia del paso se percató enseguida de lo que estaba sucediendo, en parte porque un nutrido grupo de jinetes bárbaros se había destacado del grueso del ejército y corría a rienda suelta hacia ellos.
—¿Lo logrará? —preguntó Canidio escrutando por los glacis. —¿Te refieres a si volverá? Sí, tal vez —respondió Vatreno—. Aurelio es el mejor que tenemos.
Pero el tono y la expresión de su voz no eran tan optimistas. Volvió de nuevo la mirada para observar a Aurelio que recorría a uña de caballo el espacio aún libre entre el campamento y el puente y vio que otro destacamento de jinetes bárbaros asomaba ahora por la izquierda, coordinando su movimiento para convergir con los que venían por la derecha y cortar el camino al fugitivo. Pero Aurelio era raudo como el viento y su caballo devoraba el terreno que se volvía llano entre el campamento y el río. Iba echado hacia delante, casi plano sobre el lomo para no exponerse en exceso a los dardos que pronto comenzarían a llover sobre él.
—Corre, corre —mascullaba Vatreno entre dientes—. Corre, vamos, así, así...
Pero se dio cuenta en ese mismo instante de que los atacantes eran demasiado numerosos y que pronto se harían con la cabeza de puente. Había que dar al compañero más ventaja. Gritó:
—¡Catapultas! —Y los armeros, que habían ya comprendido, apuntaron sus ingenios hacia la caballería bárbara que convergía por la derecha y por la izquierda hacia el puente.
—¡Disparad! —gritó de nuevo Vatreno; dieciséis catapultas soltaron sus dardos hacia la cabeza de los dos escuadrones y dieron en el grueso. Los primeros perseguidores cayeron muertos a tierra y los que venían inmediatamente detrás se vieron implicados en la aparatosa caída. Algunos fueron aplastados por el peso de los caballos y otros, a los lados, cayeron bajo los disparos de los hombres armados que defendían el puente. Primero se abatió sobre ellos una nube de flechas disparadas en sentido horizontal a la altura del hombre, y luego un denso lanzamiento de venablos en parábola. Muchos cayeron traspasados, mientras los caballos tropezaban y rodaban arrastrando y moliendo con su peso los huesos de los jinetes; sus compañeros se espaciaron para ofrecer menos blanco y continuaron su carrera gritando furiosos por la afrenta sufrida.
Aurelio estaba ahora ya al alcance de la voz de sus compañeros formados en el puente. Reconoció a Vibio Cuadrato, un compañero de tienda, y gritó:
—¡Cubridme! ¡Voy en busca de ayuda, volveré!
—¡Lo sé! —gritó Cuadrato y alzó el brazo haciendo una indicación para que abrieran paso a Aurelio. El jinete cruzó como una exhalación entre los compañeros y el puente osciló bajo los cascos del potente corcel lanzado en desenfrenada carrera. El pelotón se volvió a cerrar inmediatamente detrás de él, los escudos se apretaron entre sí con un impulso metálico automático. Los primeros hombres de rodillas, los segundos de pie, dejaban asomar únicamente las puntas de las lanzas apuntando las astas al suelo. Los jinetes bárbaros se arrojaron sobre el valeroso manípulo, su furia se abatió como una ola de tempestad contra aquel último baluarte de romana disciplina: obligados a apretarse los unos contra los otros por lo angosto del puente, algunos de los atacantes chocaron violentamente dando con sus huesos en tierra, otros prosiguieron hacia el centro abalanzándose con espantosa violencia contra la pequeña defensa que retrocedió bajo el impacto, pero resistió. Muchos caballos se hirieron con las picas; otros, encabritados, se encorvaron y catapultaron hacia delante a sus jinetes, haciendo que se ensartaran en las puntas herradas. A continuación el combate se convirtió en un feroz enfrentamiento, hombre contra hombre, espada contra espada. Los defensores sabían que cada instante ganado por el jinete que se alejaba podía significar la salvación para toda la unidad, y también sabían qué horribles torturas les esperaban si eran apresados vivos. Se batían, así pues, con todas sus fuerzas incitándose unos a otros con grandes voces.
Mientras tanto Aurelio, que ya había llegado al extremo de la llanura, se volvió hacia atrás antes de internarse en la espesura de un bosque de encinas que se alzaba delante, y lo último que vio fue a sus compañeros ya arrollados por el ímpetu insostenible de los enemigos.
—¡Lo ha conseguido! —exclamó exultante Antonino desde la galería cubierta del campamento—. Está en el bosque, ya no le cogerán. ¡Aún nos queda una esperanza!
—Es cierto —respondió Vatreno—. Nuestros compañeros del puente han sido aniquilados por intentar cubrirle la retirada. En aquel momento llegó Batiato de la enfermería. —¿Cómo está el comandante? —preguntó Vatreno. —El cirujano le ha cauterizado, pero dice que la pica le ha perforado el pulmón. Escupe sangre y la fiebre le está subiendo. —Apretó sus puños ciclópeos y contrajo las mandíbulas—: Al primero que se me ponga delante, juro que le machaco, le hago trizas, le como el hígado...
Los compañeros le miraron con una especie de admirado asombro: sabían muy bien que no eran solo palabras.
Vatreno cambió de conversación:
—¿Qué día es hoy?
—Las nonas de noviembre —respondió Canidio—. ¿Cambia acaso esto algo?
—Hace tres meses, a esta misma hora, Orestes se disponía a presentar a su hijo al Senado y ahora ya debe defenderle del ataque de Odoacro. Si Aurelio tiene suerte, podría llegar entrada la noche. Los refuerzos podrían partir al amanecer y estar aquí dentro de dos días. Siempre y cuando Odoacro no haya hecho ya tomar todos los pasos y los puentes, y que Orestes disponga aún de tropas leales que poner
en camino, y...
Sus palabras fueron interrumpidas por las voces de alarma procedentes de las torres de guardia y por los gritos de los escoltas:
—¡Nos atacan!
Vatreno reaccionó como a un latigazo. Llamó al portaestandarte:
—¡Mostrad la insignia! ¡Todos los hombres a sus puestos de combate! ¡Máquinas en posición de disparo! ¡Arqueros a la empalizada! Legionarios de la Nova Invicta, este campamento es un trozo de Roma, tierra sagrada de nuestros antepasados. ¡Defendámoslo a toda costa! ¡Demostradles a esas fieras que el honor romano no ha muerto!
Empuñó un venablo y fue a su puesto en los glacis. En ese mismo instante, en las colinas, estalló el grito de la marea bárbara y miles y miles de jinetes hicieron retemblar la tierra con su carga furibunda. Arrastraban carros y cureñas sobre ruedas con palos aguzados para arrojarse contra las defensas del campamento romano. Los defensores se pegaron a la empalizada; tensaron las cuerdas de los arcos; apretaron espasmódicamente los venablos en el puño. Pálidos de tensión, las frentes bañadas de niebla y de frío sudor.