Asi se libró y se ganó la batalla del mons Badonicus, que en nuestra lengua se llama monte Badon, por obra de Aureliano Ambrosio, un hombre humilde, el último de los romanos. Y asi se cumplió la profecía que me había inducido a emprender un viaje que cualquiera habría creído imposible, primero desde mi tierra natal hasta Italia y luego desde Italia, muchos años después, de nuevo hasta Britania. Y mi discípulo, el emperador de los romanos durante pocos días, y destinado luego a una prisión sin fin, se convirtió en rey de los britanos con el nombre de Pendragón, «el hijo del dragón», porque así le vieron y le aclamaron los soldados de la última legión el día de su victoria. Aureliano se quedó a su lado como un padre hasta que se dio cuenta de que el nombre de Pendragón había oscurecido definitivamente el nombre de Rómulo y que el amor por Ygraine ocuparía completamente el corazón de su querido hijo adoptivo. Entonces, emprendió viaje con Livia, la única mujer que había amado en su vida, y nada más se supo de ellos. Me agrada pensar que volvieron a su pequeña patria sobre el agua: Venetia, para poder continuar viviendo como romanos sin tener que comportarse como bárbaros, y para construir un futuro de libertad y de paz.
Y también Cornelio Batiato partió con ellos, en la misma nave, pero tal vez no los siguió hasta su destino, tal vez se detuvo en las columnas de Hércules donde se extiende su tierra natal: África. No olvidaré nunca que fue el calor de su corazón el que devolvió la vida a mi muchacho exánime, en las cimas heladas de los Alpes, y quiera el señor que encuentre personas tan generosas y nobles en su camino.
La simiente llegada de un mundo moribundo ha echado raíces y fructificado en esta tierra remota, en los confines del mundo. El hijo de Pendragón y de Ygraine cumple cinco años mientras me dispongo a dar cima a esta obra mía y le fue impuesto en el momento de nacer el nombre de Artús, de Arcturius, que significa «el que nadó bajo la estrella de la Osa». Solo quien ha venido de los mares cálidos podía llamar a su hijo con tal nombre, en prueba de que cualquiera que sea el destino de un hombre sus recuerdos más íntimos no le abandonan nunca jamás, hasta el día de su muerte.
Nuestros enemigos fueron repelidos y nuestro reino se ha extendido hacia el sur incluida la ciudad de Caerleon, que encontramos entre las primeras a nuestro regreso a Britania, pero yo he preferido quedarme aquí, vigilando y meditando en esta torre cerca del gran muro, escuchando voces debilitadas por el tiempo. La espada admirable está aún clavada en el peñasco desde aquel día de sangre y de gloria y solo yo conozco, completa, la inscripción por haberla leído cuando la vi por primera vez: Cai.Iul.Caes. Ensis Caliburnus, «la espada calíbica de Julio César».
Parte de la inscripción está empotrada en la piedra, otras letras han sido cubiertas por las incrustaciones y por los liqúenes en los largos años en que ha estado a la intemperie. Las únicas letras legibles son:
y con ese nombre la llama la gente de esta tierra cuando, en las gélidas mañanas de invierno, el hielo permite caminar hasta el escollo del centro del lago y admirar ese objeto extraordinario. Dicen que solo la mano del rey podrá extraerla de la roca el día en que haya necesidad de combatir el mal. Ha pasado mucho tiempo desde los lejanos días de mi juventud y hasta mi primer nombre Myrdin se ha deformado con el tiempo en boca de la gente, convirtiéndose en Merlín. Pero mi alma permanece inmutable y destinada, como la de todo hombre creado a imagen y semejanza de Dios, a la luz inmortal. El sol comienza a disolver la nieve en las pendientes de las colinas, y las primeras flores de la primavera abren sus corolas al viento tibio que llega del sur. Dios me ha concedido concluir mi trabajo y le doy las gradas por ello. Aquí termina mi historia. Aquí, tal vez, nace una leyenda.