Un prólogo a Knockemstiff

1. ¡Bienvenidos!

Bienvenidos a Knockemstiff, Ohio. Lo de «bienvenidos» es un decir. Nadie ha sido jamás bienvenido aquí, y los que vinieron no piensan en otra cosa que en marcharse. Pero ustedes ya están aquí (sin duda, por culpa de un error a la hora de mirar el mapa de carreteras) y, ya puestos, habrá que sacarle el máximo partido a esto; a Knockemstiff, Ohio. Pero tengo que avisarles de algo: una vez aquí, nadie consigue salir. Esto es para siempre. Esto es un agujero negro. Un cepo en forma de pueblo de mierda en medio de la nada que les agarrará los tendones y los sujetará de una dentellada metálica y oxidada; y sólo desgarrándose su propia piel, sólo dejando su tejido muscular atrás, podrían algún día abandonarlo. Es lo que tiene Knockemstiff, ése es uno de sus atributos (es un decir): su calidad de trampa atrapamoscas, su superficie imantada a base de sucesivos desastres y decepciones que se adhiere a la suela de los zapatos de uno y le impide dejar el pueblo, y todo lo que éste trae consigo, atrás.

Ustedes se preguntarán dónde está Knockemstiff, y la respuesta podría ser En Ninguna Parte, o En Todas, y aun otras podrían ser Qué Más Dará, o Menudo Agujero Ponzoñoso Es. Lo cierto es que Knockemstiff existe, y es muy posible que sea tan birria como se nos pinta aquí, pero aunque no lo fuera, y Knockemstiff fuese producto de la imaginación de Donald Ray Pollock, este pueblo de Ohio podría ser una representación fiel de todos los pueblos de su calaña que hay en Estados Unidos.

Y también en Rusia, y en la meseta castellana, y en medio del Prepirineo catalán, y en cualquier parte donde existan el aislamiento, el analfabetismo, la desesperación, la vergüenza, la culpa, la violencia, el miedo, un clima arbitrario e impenitente, industrias altamente encenagantes y destroza-cosechas y un montón desmesurado de cápsulas de anfetamina y esteroides sin receta administrados a tutiplén.

Knockemstiff, a su vez, con la cursiva atada al cuello, es el libro de cuentos que ahora sostienen en sus heladas manos. El eje alrededor del cual éstos giran es el mencionado villorrio de Ohio del mismo nombre; un culo-de-mundo (ya lo hemos dicho) de la América más profunda al que nadie llega por casualidad, ni loco, y lejos de cualquier centro de actividad cultural, industrial, lúdica o económica. Como sucede en la vida real en los pueblos de piedra y hueso, no hay acto de ninguno de los habitantes de Knockemstiff que no haya pringado a sus vecinos de uno u otro modo, y en consecuencia los relatos están entrelazados y los personajes se repiten de un cuento a otro, realizando cárneos inquietantes, o reapareciendo años después (hechos una ruina), o en cuentos precuela (cuando aún no estaban hechos una ruina, pero todo apuntaba hacia ese final). Pero hablaremos de esto —de la coda, de la familiaridad que despierta en el lector la permanencia persistente de los habitantes de este zurullo-de-Dios— más adelante.

De momento digamos que Knockemstiff, el libro, habla de las cosas que pasan en un sitio donde no pasa nada pero donde todo el rato pasan cosas. Cosas tirando a malas, la verdad. Los personajes que lo pueblan, y que luego les describiré en detalle, son gente desesperada (de forma pasiva algunas veces, de forma activa otras), fracasada, hundida, sucia, estigmatizada por el Altísimo (son el perfecto opuesto de El Pueblo del Señor) y sin posibilidad alguna de redención.

Esto hace de Knockemstiff, sin duda, El Gran Libro sobre la white trash estadounidense: la basura de los tráiler parks, la generación teleadicta, los culturistas atiborrados de esteroides (con corazones del tamaño de pollos) que sufren infartos y se cagan en los pantalones, las madres solteras y chainsmokers, los cheques gubernamentales por accidentes laborales y un montón auténticamente escandaloso de drogas (más sobre ellas más adelante) cuya ingesta busca desesperadamente un camino de evasión de la espantosa realidad. Casi nadie, y mucho menos Chuck Palahniuk, había logrado retratar al más extremo lumpen aldeano yanqui de un modo tan crudo, real, sincero, poco afectado y, a la vez —sin caer en la condescendencia—, compasivo. Pues, así como al mencionado Palahniuk se le suelen intuir los hilos, y casi lo imaginas apuntando en su libretita «hechos extraños» sobre gente que le importa un bledo para luego tratar de impresionarnos en las novelas, Pollock posee la fuerza Fante-Bukowskiana (o Selby-Algreniana) de LA VERDAD. Una verdad insular y silvestre y deteriorada a fuerza de intenso inbreeding (o sea, primos casándose con primas y gestando excepcionales bastardos de impureza casi total) que sólo grandes mártires de la literatura working class americana como Harry Crews —en sus insuperables A Feast of Snakes o Car— o los citados Hubert Selby o Nelson Algren habían logrado tocar. Una gran verdad, sí, aunque duela.

Porque, después de todo, ¿cómo no contar La Verdad? Knockemstiff es su pueblo natal, y sus habitantes son el tipo de gente que Pollock conoció. Aunque estén ficcionalizados, su germen es bien real. Y, pese a su demostrable y extensa lista de defectos y minusvalías emocionales —por no hablar de los actos delictivos o detestables en los que se involucran—, el autor los ama. En cierto modo. Como dijo Nelson Algren: «I like these people in my book». Pese a que fuesen adictos, víctimas de abusos o abusadores, medio retrasados, rústicos y cafres como ellos solos, demenciados tras años de copular únicamente con herbívoros, escoria escorada que se encamina palo a palo, cápsula a cápsula, violación a violación y cartón de vino a cartón de vino hacia su nada épico final. «Mucha gente tiene la impresión equivocada de que tocar fondo tiene algo de romántico o trágico», sentencia el propio autor en uno de los cuentos, y nunca nadie ha tenido tanta razón. Porque, aunque Walter Jackson cantara aquello de «It’s an uphill climb to the bottom», quizás la mayoría de las veces no sea así, y la caída (en lugarejos como Knockemstiff, Ohio) es algo hacia lo que te deslizas sin esfuerzo, un tobogán de ignominia y desastre alisado por una generación tras otra de culos pertenecientes a tetrapléjicos emocionales, lamentables losers patológicos y fuertemente armados y huérfanos a la deriva que parecen componer el grueso de sus habitantes. Y esa caída, la suya, es una caída sin aspavientos, como la de una burbuja que se va precipitando lentamente hacia la acera y que cuando explota lo hace con un inaudible y anticlimáxico plop.

2. Fatalidad y vergüenza

Hay varios temas importantes recurrentes en Knockemstiff, pero el más relevante es el de la fatalidad, el destino manifiesto de color gris-ciénaga, la inevitabilidad del desastre sordo y turbio. La gran mayoría de los cuentos del libro hablan de vidas destrozadas, sí, pero peor aún, de la incapacidad de estas vidas para efectuar un viraje hacia pastos más verdes. En cierto sentido, esto es el anti-Spanbauer y el anti-Jim Dodge. Porque aquí nadie es bueno, y los que lo son es porque son medio retrasados mentales. ¿Y aquéllos que lo habían sido? Bien, la vida les ha hecho torcerse, así que dejaron de serlo y pasaron a engrosar la lista demográfica de Malos Sin Compasión. Y así, frase a frase, golpe a golpe, el autor incide en la obcecada negación de la redención y de la posibilidad de escape que comparten todos estos infortunados, tiñosos, diarreicos y anémicos palurdos con prótesis dentales de pésima calidad: «Como éramos quienes éramos, ya sabía lo que íbamos a hacer». Y este hecho es, me temo, real como la vida misma en cochinos lugares como Knockemstiff. Esto es la working class más lumpen y lo que le sucede cuando le arrancas todo lo que vale la pena en la vida y tapias con cemento su única vía de escape.

Pero no, déjenme refrasear lo que acabo de decirles: el problema no es que no exista ningún camino para salir de Knockemstiff. Es mucho peor: hay una minúscula rendija de esperanza, pero nadie es capaz de meterse por ella. Nadie la distingue, siquiera. Es la característica de Pueblo Como Trampa que les comentaba en el primer párrafo. La mayoría de los personajes de Knockemstiff (Bobby, Todd…; luego hablaré de ellos) fantasean con irse, pero —a la manera de los héroes griegos y los de todas las sagas épicas desde entonces— se encuentran encadenados a su destino. La diferencia estriba en que, siendo palurdos bizcos y sifilíticos y bobalicones como son, su destino no es luchar contra sirenas o gigantes de un solo ojo, sino contra accidentes laborales mutiladores, hígados quejumbrosos e hinchados como bebés, pegamentos químicos de sorprendente capacidad estupefactiva, padres con querencia por la extrema agravación física, madres maniatadas a la disciplina de televisor-con-botellón-y-donuts, y un largo y ciertamente nada glorioso etcétera. Y por ello Knockemstiff vuelve en cada una de sus historias al final del Billy Liar de Keith Waterhouse, a la razón por la que aquella dulce y agria novela inglesa —un libro que, por lo demás, no se parece en nada a éste— se tornaba de repente auténticamente amarga: la patente incapacidad de su protagonista para abandonar una vida que —de tener algo él más de valor, o menos cicatrices en el alma, o menos lazos de sangre estrangulándole el futuro— el lector percibía como perfectamente evadible. Y ese lector, a la usanza de las abuelas antiguas cuando aparecieron los primeros largometrajes, se encuentra de repente chillándoles a los malhadados zopencos de esta obra: «¡Pero vete ya, gilipollas! ¿Qué te impide hacerlo, anormal?». Injustamente, me dirán ustedes; pero es que estas cosas exasperan, más aún cuando uno nació en un pueblo (no similar, nunca similar a éste) y no podía esperar a cumplir los dieciocho para largarse de allí cagando leches. Aunque fuese al servicio militar. Porque cualquier cosa, y quiero decir cualquier cosa, es mejor que quedarse en el pueblucho.

La moraleja subyacente en cada patético intento de abandonar el pueblo queda firmemente instaurada por el autor mediante dos tipos de cuentos. En el primero de dichos tipos, alguien trata de poner pies en polvorosa y la cosa sale espantosamente mal; como en «El destino del pelo», la historia de un teenager a quien su padre —un bruto ultraviolento de aquí te espero— pilla haciéndose una paja con la muñeca favorita de la hermana. El adolescente se ve obligado a huir de casa (después de que el padre, como primera medida pedagógica, le haya rasurado la melena con un cuchillo de carnicero) y, haciendo autoestop, lo recoge un camionero con pinta de cowboy venido a menos. En una novela de Tom Spanbauer, por poner un ejemplo, este camionero representaría algún tipo de antítesis del berzas paterfamilias, y su existencia (su bondad) indicaría que incluso en el más extremo y violento de los finales se entrevé la esperanzadora lucecita de Un Futuro Mejor. Pero esto no es Spanbauer, ingenuos lectores, y Pollock no nos dejará escabullimos del cepo ilegal tan fácilmente: el camionero del cuento resulta ser un gordo asqueroso con los pinreles putrefactos (al chico «casi le tiró de espaldas el olor a podrido que emanó de sus pies arrugados y morados y que llenó la sala diminuta. Le recordó al del cubo para el vómito que su madre ponía junto al sofá siempre que el viejo se iba de juerga») que le da a tragar unas cuantas anfetas. Y que luego, ya en su desvencijada y repugnante cabañucha, sugiere que el chico se ponga una peluca rubia, que, cómo no, había pertenecido a la madre muerta del cowboy. Y nuestro protagonista se encasqueta la peluca encima del cuero cabelludo lleno de costras infectadas.

Y lo otro ya se puede imaginar. Al lado de esto, Lars von Trier y Michael Haneke parecen Frank Capra y Walt Disney bailando una polca. En otro cuento, «Bactine», se hace hincapié en el mismo destino laberíntico de atrofia y cáncer: «Cuando iba por allí, siempre me encontraba con los cobradores de facturas y con las desventuras de mi pasado, mientras que cualquier esperanza de un futuro que mereciera la pena vivir se alejaba dando vueltas y más vueltas».

El segundo tipo de historia es la que representa «Píldoras» (en mi opinión, uno de los cénits de la obra). Relata el no periplo en el que encontramos a dos jóvenes, Frankie Johnson y Bobby, tras haber robado 240 anfetas y en pleno gran plan Vámonos a California, Beibe. Por supuesto, nunca llegan allí, para empezar porque ni tan sólo consiguen abandonar la hondonada de Knockemstiff. Se pasan día tras día despiertos, perdiendo la razón, fundiéndose todo su cargamento de estimulantes en sus propios apetitos, follando con tías retrasadas y circulando temerariamente en coche para terminar atropellando a un pollo (que luego Frankie se come medio crudo, el muy majara). En el último párrafo observamos atónitos cómo, contra todo pronóstico, Bobby sí abandona a su pardner y —con 50 cápsulas en el calcetín— empieza a andar hacia quién sabe dónde (¿California? Permítannos dudarlo). Y, aunque he tratado de pretender que «Píldoras» representa una modalidad de cuento, como si se tratase de algo común, lo cierto es que es el único que termina con un final vagamente esperanzador para, al menos, uno de los protagonistas (pues a Frankie Johnson volvemos a encontrarlo en cuentos posteriores, hecho una demente birria infrahumana): «De pronto supe que todas las cosas chungas y jodidas que me habían pasado en la vida ya no volverían a sucederme jamás. […] Para cuando salió el sol por la mañana me pareció que toda la vergüenza y el miedo que había llevado siempre dentro acababan de arder como un montón de hojas muertas». El lector respira aliviado, si bien por un instante que resulta fugaz como un flash. Como un subidón de popper, e igualmente estéril y árido.

Y esto nos lleva a otro tema recurrente de la novela: la vergüenza, auténtico motor vital de la muy ilustre villa de Knockemstiff, Ohio. Pollock habla en cierto momento de un motel como de «uno de esos estercoleros donde siempre suceden cosas que nadie quiere admitir que han pasado», y la definición podría extenderse a este enrarecido municipio. La vergüenza puede venir por vía de la propia miseria, o por el lastre del pasado, o por la sicótica familia de uno, o por el desquiciante presente en el que se encuentran los extraviados paseantes de los cuentos. Pero, vergüenza y asco, siempre. Por el hijo que no pelea como un hombre. Por el padre que vomita el hígado todas las noches en la puerta del bar de Hap. Por la mujer inmunda y de sempiterna chandalidad con la que nos casamos. Por el imbécil inerte y babeante al que llamamos «marido», y que nos embarazó —borrachísimo de whisky barato— a la segunda cita, en el roñoso asiento trasero de su sedán. Por la humillación a la que nos somete cada jornada el malnacido del capataz (que, además, resulta que se está beneficiando a la gorda aliento-de-prepucio de nuestra esposa). Por estar al lado del letrero del pueblo echando tragos a una botella de algo que serviría para desinfectar bodegas de navios, habiendo olvidado (peor: sin siquiera haber pensado nunca) que algo mejor podía pasarnos; que, como cantaron Biff Bang Pow!, tiene que haber una vida mejor que ésta. Algo mejor. Y eso no debería ser difícil, porque, ya dijimos, cualquier cosa es mejor.

3. Fatalidad, parte 2

Antes de continuar, quiero hablarles del mejor cuento del libro. Desde que lo leí por primera vez hace un par de años no ha cesado de perseguirme y torturarme, así de gráfico y revelador y terrible y tierno es. Se llama «Bendecido», y es un ejemplo sublime de la incapacidad de todos estos desgraciados zotes para dar un vigoroso y drástico golpe de timón. Y no crean que los llamo «desgraciados» de forma altanera, o considerándome superior a ellos de ningún modo, sino de la forma más literal posible: «Dícese del que padece alguna desgracia», vamos. Y en cuanto a lo de «zotes», me perdonarán: he efectuado una deducción puramente empírica, basándome en su productividad, ansia creativa, aspiraciones y gustos.

«Bendecido», volvamos a él, nos describe a un exladrón de poca monta que sufrió un accidente delictivo-laboral (cayóse de un tejado cuando trataba de penetrar en casa ajena con la intención de hurtar) y, como resultado de la caída, perdió todo lo que poseía —su actividad hasta entonces había resultado harto rentable, proporcionándole una casa linda, un cochazo y más bibelots— y se tornó adicto a la oxicodona, un poderoso analgésico opioide. Dicho protagonista vive con su pareja, igualmente desidiosa y white trash, en un tráiler hecho trizas («en los días de calor, el hedor a excrementos de desconocidos flotaba en los cuartos angostos igual que la espesa niebla del fracaso»), y tiene un hijo llamado Marshall, de tres años, que no pronuncia palabra. Voy a ahorrarles las vicisitudes del día que nos lleva al sublime fragmento final (digamos sólo que uno de los resultados de las actividades de la jornada es que el protagonista se ha cagado encima en el coche), cuando nuestro anónimo chorizo despierta bañado en mierda del ensueño de la oxicodona, mira por la ventana del tráiler y ve a su mujer y a su hijo «acurrucados juntos en el sofá como dos pajarillos felices», y la boca de su hijo está moviéndose, formando palabras, cientos de palabras. «Por un momento me pareció estar presenciando una especie de milagro. Pero luego, allí plantado, empecé a percatarme de que Marshall había hablado siempre, sólo que no en mi presencia». Y de golpe cae en que aquél es el momento en el que debería irse de allí y darles la posibilidad de ser felices: «Me di cuenta de que me encontraba en medio de uno de esos momentos de la vida en que es posible hacer grandes cosas si estás dispuesto a tomar la decisión adecuada». Y, sin embargo, recuerda que todavía quedan unas cuantas pastillas en el botiquín, y al final decide entrar, y el tráiler vuelve a quedar en silencio, y el lector sabe que su única posibilidad tangible de redención personal acaba de irse al traste. Sólo un grandísimo escritor podría escribir algo así sin sonar en ningún momento crítico, o condescendiente, o paternalista, o cursi. Sólo alguien que ha andado entre hombres podría haber escrito esto con un ojo tan afilado para la conciencia y la ruina humana, para su constante inclinación a tomar el camino erróneo, el sendero del morrón oneroso. Y les diré una cosa más: los dos últimos párrafos de «Bendecido», por su profundidad, elocuencia, calidez y desesperación, porque hablan de una verdad mucho mayor que la que normalmente podría estrujarse en dos míseros párrafos, valen por la obra entera de muchos autores modernos más conocidos —y lucrados— que Donald Ray Pollock. A quien les habla le rompieron el corazón, y los leí mientras voluminosos goterones caían, como en los cristalinos estanques de Aigüestortes, por los surcos de mi cara. Se lo digo con completa candidez y les ruego que me crean. Nunca lograré sacarme esa imagen de la cabeza, y lo mismo probablemente les sucederá a todos ustedes.

4. Ultraviolencia

Esa vergüenza de la que hablábamos en el punto 2, ese no-tener, ese encontrarse atrapados en un rizado mar de cochambre vital, se traduce en la práctica cotidiana en varias resoluciones, pero una de las más populares parece ser la violencia desquiciada, o simplemente rutinaria. Knockemstiff es un libro extremadamente violento, y lo es porque este tipo de pueblos suelen serlo. Es el ciclo de la vida, aunque de la forma menos parecida a como lo decían en aquella película merdosa que agrada a mi hijo mayor, El rey león. Aquí, el ciclo de la vida es uno de bofetadas rompejetas: padre pega a madre, madre pega a niño, niño pega a vecino nerd algo más indefenso y tardo que él, vecino exnerd (ahora botarate sediento de sangre atizado por la rabia y la humillación) viola a huérfana minusválida que ignora las más primitivas concepciones de aseo vagino-personal, y huérfana a su vez le clava un palo en el ojo a vecino exnerd, que crecerá (tras haber pasado una temporada entre rejas por haberle aplastado la cabeza a Huérfana «Aliento de polla» Smith con una losa) en forma de maníaco-suicida conductor loco adicto a las «bombas negras». Y me he inventado del todo esta serie, pero resume la esencia de lo que es la cadena generacional de Knockemstiff, Ohio; su estigma, vamos. Nadie es puro aquí, y todo el mundo esconde algo (o no; la mayoría de las veces sus desmanes pretéritos son de dominio público).

Dicha violencia está descrita aquí con la completa naturalidad de las descripciones ornitológicas de un observador de pájaros. Ni se riza el rizo, ni se intenta escandalizarnos a lo Dennis Cooper con sensacionalismos o grandes aspavientos de documental zoológico (Mirad los curiosos hábitos reproductivos de auténticos palurdos en su hábitat natural). No: lo que hay es lo que hay, y lo que hay es una auténtica multitud de borricos con la cara medio desfigurada por los castañazos sobre ruedas; de mujeres que han padecido algún tipo de intervención violenta sobre sus perfiles o entrepiernas, las entrañas trinchadas tras sucesivos abortos ilegales, y de adolescentes que sufren noche tras noche la ira whiskosa (de garrafón) de sus desesperados padres. Esta gente hace lo que hacen los animales violentos cuando los encierras en jaulas demasiado angostas: abalanzarse, colmillos en ristre, contra la garganta del cohabitador. En busca de espacio, y espoleados por la estrechura y la sensación de aprisionamiento, pero también en busca de un culpable. Porque, puesto que no existe un Dios, y Knockemstiff es la prueba física de ello, alguien tiene que ser culpable de esto, ¿no?

Este puteo omnipresente, esta sensación de estar sufriendo la venganza personal de algún sádico Dios hitita, desemboca con asiduidad en la más ciega de las violencias. O, también en una numerosa cantidad de ocasiones, en sentimientos igualmente mezquinos (pero, por otra parte, tan humanos), como un racismo impenitente, casi natural, casi tradicional, casi que viene de familia, como los ojos azules o los pies planos. En otros casos, como en «El Hoyo de la Dinamita», el infortunio se transforma en locura y crimen sexual repugnante, que Pollock se resiste a pintar exento de belleza: «Yo nunca se la había metido a una persona de verdad, y cuando empecé a correrme me pareció que todo lo que había vivido hasta entonces dejaba de tener importancia. Los años de penuria y de soledad salieron fluyendo de mí y se pusieron a burbujear dentro de aquella niña como un manantial que brotara de la ladera de una colina».

En otros casos, esa violencia del destino se traduce en una firme y completa aceptación de las cosas, como le sucede al resignado paleto que protagoniza la historia «Knockemstiff». Un simplón que parece intuir que soñar sólo puede traer malas noticias y aún más pena y decepción, y que termina abandonando toda esperanza, aferrándose con fuerza titánica a sus rutinas, a su vida sencilla y sin sobresaltos, a su empleo solitario. La rutina y el autoengaño son fuerzas históricamente poderosas, y pasar a deslizarse por esa pista de bobsleigh que es la apatía total del día-a-día y la brutal mentira del todo-va-bien ha salvado (o hundido) a muchos hombres. En Knockemstiff, Ohio, tirar la toalla es el deporte nacional, y si alguien tratara de realizar un solo acto de creatividad o de esfuerzo altruista sería tildado de «demente» por sus vecinos. Mejor tomar con resignación lo que nos ha sido dado y no hacer castillos en el aire. El batacazo sería letal, y la penalización, severa.

5. Anfetas, menú del día y fauna bípeda

Así, como decíamos, el universo de todos estos mastuerzos muertos de hambre orejadumbescos, carnaza futura del cuerpo de marines (sección cannon fodder), gordas varicosas y mongolos deambulantes se rige, básicamente, por la fatalidad, el miedo, la violencia, la decepción y la resignación. Incapaces de marcharse, no adiestrados para pensar en el futuro (esto sí es No Future, y no aquel divertimento de los chavalines de King’s Road en 1976), los infortunados zombis de Knockemstiff sobrellevan como pueden sus vidas de extrema miseria e ignorancia. ¿Cómo lo hacen? Pues, mis queridos amigos, como lo han hecho históricamente los humanos desmembrados espiritualmente, generación tras generación: embotando su carótida con drogas potentes y filo-letales, yaciendo con cualquier objeto/persona que se encuentre a su alrededor en un estado de semimotricidad y bebiéndose incluso el Pato WC. Drogas inmundas/Sexo sórdido/Alcoholazo calcina-riñones, ésa es la Hécate de evasión de los conciudadanos de la muy valiente población de Knockemstiff, Ohio. Su tríada de desmadres. Y, aunque podría hablarles de muchos de ellos, déjenme que me centre en la anfetamina. Porque aquí todo el mundo va de speed, por razones obvias: es barato, puede conseguirse en farmacias, y le da a uno un cebollón eufórico que puede durarle días y días de perpetuo amanecer. Y aunque ustedes podrían espetarme aquella célebre frase de Bill Hicks —«No sé si quiero estar tanto tiempo despierto en Tennessee»—, la cuestión es que la mitad de la población va tiesa de anfetamina, cosa que sin duda debe de contribuir al ambiente más bien electrizado de la villa. La tensión paranoica que produce su abuso, la abismal depresión del día después, la sensación de extremo desamparo que invade al consumidor cuando los efectos ¡yiiiiija! desaparecen… Todo eso parecen cosas que uno no desearía sufrir en un sitio de por sí deprimente como Knockemstiff. Pero, en fin, es el precio que hay que pagar por la evasión con nocturnidad y alevosía.

Una razón añadida por la que las anfetas son tan aplastantemente populares («aquel verano el speed se había propagado como un virus por todo el sur de Ohio») es la amortización y la sensación de Great Valué que proporcionan: ridiculamente baratas, con ellas uno puede hincharse a beber sin temer lipotimias ni balbuceos inconvenientes: «A los palurdos les encantaban porque una cápsula de tres dólares te permitía beber cuatro veces más sin estamparte contra un poste telefónico de camino a casa». Y ésa, en último término, parece ser la verdadera causa de su ingesta multitudinaria: la multiplicación mágica de la resistencia alcohólica del propio cuerpo, de ahí los hígados y riñones en ese estado «soufflé de foie-gras» que parece patológico en el villorrio.

La cultura de las anfetas, como muchos otros referentes de esta novela, es una cosa a la vez puramente redneck americana (piensen en célebres adictos como Elvis o Johnny Cash, hijos ilustres del palurdismo) y universalmente working class. Cuando Pollock nos cuenta la manera en que Wanda, la tipa a la que roban Bobby y Frankie, consigue las anfetas, este su prologuista no pudo más que sonreírse invadido por el afecto y la nostalgia: «Tenía una panda entera de gordas a las que se dedicaba a llevar por las clínicas de adelgazamiento de todo el sur de Ohio». Oh, el encanto perenne de la antropología metodológica del contumaz speedfreak: es hermoso ver cómo en otras partes del globo se conduce por el mismo lado de la vía. Señor Pollock, puedo asegurarle a usted que también los más desesperados borricos del extrarradio 80’s catalán acertaron a ver una luz droguil en el binomio gordura-recetas del mundo del pastillaje anoréxico. No le digo más. A buen entendedor, pocas palabras bastan. Y, además, me huelo que este tipo de confesiones (en un medio ambiente no narrativo como éste; es decir, sin seudónimos de ficción literaria) es punible por la ley.

Dejando de lado las anfetas, la dieta regular de algunos knockemstifferos se compone también de Bactine (una especie de Reflex; se toma aspirado, como la cola, y su high debe de ser igualmente excremental), mescalina, seconal (otro tranquilizante tumba-mamuts) y oxicodona, de la que ya hemos hablado anteriormente. Éstos se rebajan con grandes cantidades de Blue Ribbon, una cerveza barata (¿nuestra Finkbráu?, ¿nuestra cerveza Lidl?), o con whisky Old Grand-Dad, o, de hecho, con cualquier mejunje con capacidades aturdidoras sobre el que puedan poner sus sucias y encallecidas manos. Y en cuanto a comida-comida, ¿qué puedo decirles? Ningún chef de Ohio tiene las cuatro estrellas de Michelin, se lo aseguro, y la mayor parte de la población parece subsistir exclusivamente a base de «salchicha ahumada» (la célebre e inmunda bologna sausage americana, una especie de chóped que los rednecks aprecian por su precio ridículo, alto contenido en grasaza putrefacta e inconfundible sabor carbonífero).

Todo ello combinado provoca que los bestias que pueblan las páginas de este libro padezcan las enfermedades que padecen, tengan las dentaduras que tienen (bueno, por eso y por el desconocimiento absoluto de la higiene bucal) y acarreen cánceres de esa horripilante catadura. Y todo ello, en suma, ayuda a completar la esplendorosa cadena vivencial del proletariado lumpenoso que pasea, renqueante, por este libro: mala herencia genética + descabellada ingesta de espirituosos y estimulantes potencialmente mortíferos + escasa digestión de nutrientes naturales + ambiente inhóspito y/o contaminado + asistencia médica deficiente + cultura inexistente + orgullo aniquilado + violencia generalizada = ciudadanos ejemplares como los de Knockemstiff, Ohio. Una cuadrilla funesta a más no poder. Y la sociedad, no dejen que nadie les convenza de lo contrario, es la culpable (en la mayoría de los casos).

En cuanto a la fauna bípeda, ya se la he ido describiendo, así que imagino que pueden visualizarla perfectamente: escasez absoluta de científicos, médicos, músicos, artesanos o —válgame la macarena— literatos, y apabullante mayoría de camellos, palurdos, alcohólicos, dementes, culturistas enloquecidos por el hambre y la proteína, minusválidos, delincuentes multimodales, viejas locas sin ducha ni cabello, violadores aceptados socialmente (envalentonados, incluso, por sus vecinos), adictos a cosas mil, excombatientes de Vietnam medio majaras, niños maltratados, padres violentos y madres de vida televisionadora, casi inexistente. Un plantel excepcional, lo mejor de cada casa.

A todos estos desventurados parece que los conozcamos de siempre, que fueran nuestros vecinos, no sólo por las espléndidas dotes narrativas y empáticas y de bagaje de Pollock, sino también gracias a la coda de la que les hablaba antes. Sí, los personajes de Knockemstiff están interrelacionados, tal y como sucedería en un pueblo real, y, aunque no puede decirse que el libro siga un orden narrativo que permita considerarlo una novela, su presencia en las historias de otros hace que sea más fácil para el lector entender y acercarse a los sentimientos embotados de este ejército de lisiados emocionales. Los cárneos o apariciones de personajes de Knockemstiff en cuentos ajenos nos dan pistas sobre su futuro, o sobre las causas que incitaron este o aquel desastre, el «punto donde empezaron» (que diría William Golding). Les pongo un ejemplo: Frankie Johnson, uno de los dos starrings de «Píldoras» (es el pillado anfetoso que se come el pollo crudo), reaparece en «El puente de Schott» convertido en un malasombra alcohólico y drogadicto y bueno-para-nada desfigurado facialmente por una larga cicatriz de accidente automovilístico. Y encontrarlo de repente allí, años después, hecho cisco en otro cuento, despierta en el lector una familiaridad y una cercanía muy particulares que hubiesen sido imposibles de conseguir sin cuentos interconectados por sus pobladores. Y no es como encontrarse a un viejo amigo, porque «Frankie conocía a mucha gente, la mayoría chusma», pero sí debe de ser parecido a identificar la cara de un atracador en el libro de sospechosos de una comisaría —Oh, está aquí. El hijoputa. Es éste— y enfrentarse a su historial delictivo, a todas las perrerías que continuó realizando con completa impunidad después de dejarnos medio ciegos de un taburetazo en aquel strip bar.

Estas historias, estas maravillosas y terribles historias, se distribuyen por un universo temporal que va desde el final de la segunda guerra mundial hasta el día de hoy. Y ello contribuye a cimentar la sensación de que en «la hondonada» nada cambia, y que los perdedores de ayer son los perdedores de mañana. Nada cambia. Sólo, quizás, el tipo de droga y los programas televisivos.

6. ¿Y qué pasa con Pollock?

Lo que pasa, ya se lo dije: que es uno de los mejores escritores que han salido de Estados Unidos en los últimos cincuenta años. Lo comparé sin miedo a Harry Crews (uno de mis autores favoritos), y volvería a hacerlo sin temor, aunque me partan las rótulas en un callejón. No lograrán silenciarme. El trabajo de Pollock, auténtico working class hero (trabajó toda su vida en una fábrica de papel) y novelista tardío (publicó por primera vez a los cincuenta, récord total que casi se mofa del viejo Chinaski), suena también, por su realismo, fino oído para el habla de la gente y honestidad de intención, a los doblemente mencionados Algren y Selby. Y si me preguntan, a modo de colofón, a qué suena Pollock, qué suena en mi cabeza cuando le leo con los puños cerrados y los dientes a punto de partirse en cien pedazos y los ojos llameantes de tristeza empática, les diré que suenan cantautores obreros apesadumbrados y casi novelísticos (y narrativamente violentos) como Damien Jurado (que es de Seattle, pero ha cantado sobre Ohio), o rockers de pueblo atinados en su fabricación de pequeñas viñetas de vida lumpen (Drive-by Truckers), o baladistas desolados de los Grandes Espacios (como Kozelek y sus Red House Painters, o los American Music Club de Mark Eitzel). O cosas para tirarse por la ventana sin siquiera haber legado antes todas tus propiedades, como Low. O artistas country de vida dañada y pésimo porvenir, como Townes Van Zandt.

Pero no me engaño. Porque sé que lo que suena de veras en las páginas de Knockemstiff es Billy Ray Cirus. O, en el mejor de los casos, Lynyrd Skynyrd (Dios, ¿he dicho «mejor»?). Que es lo que —vamos a ser sinceros— realmente hace juego con la salchicha ahumada, la diarrea crónica, el güisqui Old Grand-Dad, los tráilers semiderrumbados, los tipos con metal en el cráneo y cerebro incompleto (la otra mitad está en la curva del puente de Schott), los pulmones artificiales, las «bombas negras», los puñetazos en la puta cara, las madres borrachas, las dentaduras podridas y el pasar la noche ido, mirando al cielo, incapaz de imaginar otros sitios que no sean esto. Y esto, lamento decirles, es la verdadera vida lumpen americana del siglo XXI, que sólo un perfecto imbécil podría intentar romantizar. Porque es irromantizable, irredimible, sin el menor atributo hermoso, y lo único que se puede hacer con este material de serie es lanzarlo a la basura y salir zumbando de allí. Y lo que digo es duro, pero no tanto como estar atrapado allí, ni tanto como estos cuentos. Su belleza, insisto, es tan magnífica como poco épica. «Mucha gente tiene la impresión equivocada de que tocar fondo tiene algo de romántico o trágico», ¿recuerdan? No, ésta es La Verdad, y va a dolerles, se lo aseguro. Pero merece la pena, pues Knockemstiff es uno de los mejores libros que leerán jamás, y todas las grandes cosas, las grandes redenciones, vienen después de un costalazo; y éste es uno de los más dañinos que recibirán (narrativamente) en toda su vida. Palabra.

Kiko Amat

Diciembre de 2010

P.S.: Lo olvidaba. Una razón añadida por la cual estos cuentos se leen como se leen es porque en su traducción ha trabajado Javier Calvo, entre otras cosas el mejor traductor de inglés callejero y crudo de nuestros días. De haberle sido encargada la obra a otro, seguramente habríamos topado con una de esas novelas originalmente duras que en su edición española se transforman mágicamente en bobadas llenas de tipos que dicen «canastos» y «jodida grifa», con todas las referencias a la cultura popular transmitidas equivocadamente y con una prosa anquilosada que nunca estuvo en el manuscrito inglés. Gracias a Calvo, nos hemos librado de la infausta experiencia que es leer una traducción espantosa. Y eso siempre es algo que celebrar.