La mitad del tiempo, todo cuanto a Howard Bowman se le pasa por la destartalada cabeza es esa palabra de cuatro letras, el único taco que su mujer ya no permite en casa. Cuando todavía estaba en forma, Peg le dio un ultimátum.
—Se acabó, Howard. Si vuelves a decir esa maldita palabra una vez más, me marcho. Por el amor de Dios, has conseguido que hasta tus nietos la digan.
Y míralo ahora, con miedo a pronunciarla, la única puñetera cosa que todavía tiene sentido en su vida. Puta. Puta. Puta.
Sentado con la espalda bien recta en su sillón abatible de plástico pegajoso, Howard echa un vistazo a la enorme fotografía que cuelga de la pared mientras se retuerce metódicamente los rizos canosos del brazo izquierdo hasta arrancárselos. Peg siempre lo martiriza planteándole nuevas metas —nombres, fechas, números—, pero todas las mañanas da la impresión de que se le ha quemado otro fusible, de que mientras dormía le han arrancado del cerebro otra conexión importante. A veces desea que su mujer simplemente lo deje pudrirse. Anhela el día en que no quede nada de él.
Hoy mismo Peg ha entrado en tromba en la sala de estar y le ha dicho:
—Muy bien, jefe, ¿ves esa foto?
Howard se ha despertado de golpe y ha levantado la vista para mirarla con expresión afligida.
—La de esa pared de ahí —ha señalado—. Tu foto de jubilación… A la hora de la cena quiero que me digas los nombres de esos tipos —le ha dicho, inclinándose y limpiándole los restos de avena que tenía en la barbilla con la punta del delantal.
Howard se ha quedado mirando la pared con cara de no entender. Se esperaba algo de él.
—¿De cuál? —ha preguntado por fin, al tiempo que levantaba la pierna flaca y soltaba un pequeño cúmulo de gas con un ruidito agudo.
Peg ha gemido y ha dado un paso atrás.
—De todos, Howard. Tú trabajabas con esa gente en la fábrica de papel. ¿Te acuerdas?
—Sí-sí —ha respondido despacio, acariciándose ligeramente el pelo del brazo izquierdo como si fuera una especie de mascota.
—Bien. Ten, será mejor que los apuntes. —Le ha dado un cuadernito y un bolígrafo y ha ido a apagar la tele—. ¿Qué hay del cuarto de baño? ¿Tienes que ir?
Howard ha contemplado la sala y ha mirado debajo de la mesilla de café. Aquella mujer alta y de huesos grandes estaba plantada en la puerta, sin quitarle la vista de encima.
—Hay muchos —ha dicho por fin.
Se pasa la tarde entera mirando la fotografía, con los ojos convirtiéndose lentamente en arena, pero lo único que recuerda es que el tipo pequeñajo que lleva la gorra de ferroviario se compraba un Lincoln nuevo todos los años. Joder, eso no se lo podían permitir ni los supervisores. En la cocina, a Peg se le cae una sartén que rebota varias veces en el frío linóleo y suena como un maldito címbalo que le rechina en los oídos. Ultimamente hasta el ruido más insignificante le crispa los nervios, le desgarra las tripas y le hace olvidarse de cosas de las que ningún hombre debería olvidarse.
Echando un vistazo por el enorme ventanal, se queda mirando cómo los nuevos vecinos salen de su caravana, se desploman entre risas y se ponen a rodar por la nieve como perros. Convencido de que el tipo con coleta y la gorda de su mujer eran ladrones desde el mismo momento en que se mudaron al otro lado de la carretera, hizo que Peg comprara tapas con llave para los depósitos de gasolina de sus dos vehículos, pero de momento lo único que ha visto hacer a esos cabrones ha sido colgar una marmota muerta de un arce.
—Tendremos suerte si el sheriíf encuentra nuestros cadáveres, joder —predijo Howard al ver aquella carcasa inflada que se mecía bajo la brisa como un columpio infantil.
Ahora mira cómo se meten dentro de un destartalado Festiva cubierto de pegatinas que anuncian LAS HERMOSAS CAVERNAS DE OHIO y algo llamado MONSTER MAGNET y se largan a todo gas pasando por delante del buzón de Howard. Un rastro de humo negro los sigue mientras se alejan por la carretera. Un problema de válvulas, piensa Howard, y escribe una nota para sí mismo para cambiar el aceite del Buick. Pero de pronto, de esa manera misteriosa en que ahora le funciona la memoria, le vienen a la cabeza una noche en Honolulú y el nombre de un camarada de a bordo. Y se pone a llamar a gritos a Peg.
—¿Qué? —le pregunta ella, asomando la cabeza por la puerta.
—Ese tipo del que te estaba hablando el otro día… El de Nueva York… Se llamaba… Mierda, lo tenía. Tenía una nariz como… La nariz del tío era…
—Joder, Howard, ¿qué pasa con la gente de la pared? —le grita Peg—. Ya sabes lo que ha dicho el médico. Si no te esfuerzas, irás a peor. —De pronto se interrumpe y se apoya en la pared, respira hondo y cuenta hasta diez en voz baja—. Muy bien, ¿de cuántos te has acordado? —le pregunta, ahora con voz cautelosa y comedida.
—Tenía la nariz como un…
Se le acerca y le quita el cuaderno de la mano.
—Aceite —lee en voz alta Peg—. ¿Y eso es todo? ¿Aceite? ¿Qué aceite?
Howard tira el bolígrafo a la otra punta de la sala, coge el mando a distancia y se pone a aporrear botones hasta que se enciende el televisor. En la pantalla aparecen las cabriolas de un rodeo emitido desde Atlantic City. Echa el asiento hacia atrás con un porrazo sordo y se queda mirando, todo rojo, a una chica vestida con lentejuelas que está plantada en medio de la pista haciendo trucos con una cuerda.
—Muy bien, pues tómate un descanso —dice Peg, mirando a su marido—. Cenaremos más o menos dentro de una hora.
Quiere preguntarle si ya ha ido al cuarto de baño, pero está enfadado. Así que da media vuelta y regresa a la cocina. Howard la ha hecho prometer que no le pondrá nunca un pañal, como si eso fuera algo que ella pudiera decidir.
Es verdad que se olvida de su vida una y otra vez, pero unos minutos más tarde se acuerda de repente del día en que aquel cabrón chiflado de Nueva York y él recogieron a aquella fulana blanca en la esquina de Honolulú donde estaba el pequeño samoano inválido que vendía flores. La fulana llevaba un vestido rojo y un bolso de mimbre con el asa de madera rota y no paraba de lamerse un herpes que tenía en el labio superior y que era tan grande como una de esas cucarachas tropicales. La forma en que caminaba por delante de ellos, meneando su pandero, le recordó al cuento aquel del flautista que ahogaba a las ratas en el río; la mujer, sin embargo, los llevó a un motel de color rosa que anunciaba que tenía radio en todas las habitaciones, algo bastante opulento para lo que era Honolulú en 1952. Aquella noche llegó al motel dispuesto a todo, pero cuando la mujer encendió la luz, vio al diminuto bebé que dormía en una caja de zapatos en un rincón. Le recordó al cuadro del Niño Jesús que Maude Speakman tenía colgado en su tienda, en la hondonada.
—Eh, ahí hay un niño —avisó, como si alguien se lo hubiera olvidado al dejar el hotel.
—Sí —dijo la puta, desabrochándose los botones grandes y negros del vestido arrugado—. Se llama Cary, igual que esa nueva estrella de cine.
—¿Cómo? ¿Quieres decir que se va a quedar aquí mirándonos? —preguntó Howard.
—¿Y qué problema hay? Está dormido. Y además, sólo tiene tres meses. No sabe nada.
—A éste ni caso, cariño —le dijo el tipo de Nueva York—. Howie es de un estercolero de Ohio que se llama Knockemstiff. Joder, ni siquiera ha probado nunca la pizza.
—Señorita, ni hablar —replicó Howard en tono furioso—. Demonios, habría que meterte en la cárcel.
Mierda, piensa ahora Howard, echándose de repente hacia delante en el asiento chirriante. Casi lo tenía, el nombre de aquel cabrón. Siempre se estaba riendo, el hijo de puta. Tenía una nariz que parecía un tomate, que parecía un plátano, que parecía…
Pero el neoyorquino ya se había bajado los pantalones y estaba diciendo:
—Mira, nena, no estamos aquí para darnos besitos. Tú pon el culo en pompa y reza lo que sepas.
Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, Howard cogió al bebé y salió corriendo. Todavía se acuerda de cómo el neoyorquino agarró los melones de la puta desde detrás con sus manos peludas y de los dos chorros pálidos de leche que cayeron encima de la fina colcha a cuadros. Howard cargó con el diminuto bebé hasta la calle calurosa, se sentó debajo de una palmera marrón infestada de bichos del tamaño de bolas de chicle y se puso a contar todos los coches que pasaban hasta que calculó que el neoyorquino ya habría gastado sus tres dólares.
Peg entra apresuradamente en la sala de estar y coge el bolso que tiene encima del piano.
—Se nos ha acabado la margarina. ¿Te hace falta algo?
—¿Como qué? —pregunta Howard con recelo.
—No tardo nada —le promete, atusándose el pelo sin volumen y canoso frente al espejo—. ¿Qué día cumplo años, Howard? —le pregunta de pronto.
—¿Qué? ¿Quién?
—Mi cumpleaños. Intenta tenerlo para cuando vuelva, ¿de acuerdo? —Le da una palmadita en el hombro.
—¿Te marchas? —dice él.
Se queda mirando cómo la mujer sale del garaje marcha atrás en su propio coche, y se pregunta qué ha sido de la gente que conocía. Joder, pero si hasta el bebé del motel ya debe de tener cincuenta años.
El rodeo de la tele no se acaba nunca: caballos hechos un manojo de nervios, toros asesinos y payasos que se tiran pedos y sueltan llamaradas azules por el corral. Está seguro de que tratan de matarlo a base de grasa, y con todo ese ruido día tras día, pero luego cree recordar que se han marchado muy lejos.
O sea, yo serví cuatro años con aquel tipo, piensa Howard, luchando por aferrarse a la memoria. Yo servía en la marina de Estados Unidos. La puta llevaba una peluca rubia sujeta con alfileres que se le caía para todos los lados, igual que la de ese payaso idiota de la tele.
Cuando regresó al motel con el bebé, el capullo del neoyorquino se puso a tomarle el pelo delante de las narices de la mujer y a decirle que ella tenía el coño tan estrecho como la oreja de un ratón. A Howard se le puso la cara morada y la fulana se echó a reír y le preguntó si estaba listo para que lo desvirgara. Dejó caer al bebé sobre la cama como si estuviera intentando hacer botar una pelota de baloncesto y salió de allí cagando leches. La pobre criatura no hizo ningún ruido.
Era un buen chaval, piensa ahora Howard para sus adentros, pero parece que con eso no basta.
Se levanta de un salto y echa a andar a toda prisa por el pasillo hasta el dormitorio de invitados. Dentro de la cartera tiene una lista de instrucciones detalladas, como una receta, pero hoy no le hacen falta. Mete la mano debajo de la cajonera, saca un plástico enrollado y lo despliega en el suelo. Se queda allí un momento perdido. A continuación se quita la dentadura postiza, se la seca en los pantalones y se la guarda en el bolsillo de la camisa. Todavía se acuerda de que tiene la pistola en el cajón de abajo, y sólo por un segundo, eso casi le convence para esperar un día más. Un momento después, sin embargo, se echa en el suelo, con las articulaciones resecas crujiéndole como madera vieja de pino, se cubre la cabeza con un extremo del plástico como si fuera una capucha y se aprieta el cañón contra el blando paladar. Quita el seguro del arma. Huele su mal aliento y se pregunta si se va a cagar encima.
Muy bien, se dice, aprieta el puñetero gatillo y ya está.
Por primera vez en una eternidad, no le hace falta acordarse de nada. Pero entonces oye el ruido de alguien que entra por la puerta trasera, probablemente esa condenada mujer otra vez, o tal vez esos putos ladrones del otro lado de la carretera. Se queda tumbado en el suelo, con el cañón del arma clavándosele en las encías, y se pone a escuchar. Tendría que hacer algo, pero eso significaría volver a empezar. Menudos cojones tienen para entrar a hurtadillas en una casa, de eso no cabe duda. Está más claro que el agua que están intentando robarle la gasolina de la camioneta. Joder, piensa, los muy cabronazos deben de estar buscando la llave.
Nota el sabor de la sangre y de pronto se acuerda del día en que su padre pilló a Bill Willard robando gasolina de su viejo tractor Ford, justo después de que Howard se fuera al campamento de instrucción de los Grandes Lagos. Joder, qué frío hacía allí arriba. Más tarde el viejo le escribió para hacerle saber que le había contado a toda la clientela del bar de Hap que Bill chupaba las mangueras mejor que ninguna maldita mujer de Knockemstiff y quizá de todo el estado de Ohio. Y había escrito «¡Ja, ja!» con unas letras negras y enormes que ocupaban media página. Era la única carta que su padre le había mandado en todo el tiempo que pasó en la marina. Joder, lo más seguro es que fuera la única carta que Floyd Bowman había escrito en su vida entera. Contemplando el cielo, mira cómo las sombras de media tarde pasan flotando por el viejo yeso ondulado igual que los fantasmas que flotan en su cabeza.
En la cocina, Peg está ocupada, cocinando con una mano y sujetando el teléfono con la otra. Echa las patatas cortadas a rodajas en la sartén caliente, junto con una cebolla troceada, y luego se aparta del chisporroteo de la grasa.
—Debe de estar dormido —dice en voz baja por el teléfono—. Le han dado un fármaco nuevo que lo deja fuera de combate. —Tapa la sartén y ajusta la llama; luego se agacha para encenderse un cigarrillo con el fogón—. Ni hablar. Créeme, es más fácil cocinar en casa. La última vez que fuimos al Bob Evans se puso a decir la palabrota esa que empieza por «p» y no hubo manera de hacerle parar. Demonios, me quería esconder debajo de la mesa.
Sentada frente a la encimera de la cocina, le da una calada larga y cansina al cigarrillo mientras escucha cómo su hija parlotea al otro lado de la línea sobre cosas de las que todavía no sabe nada.
—Carrie, no lo entiendes —dice Peg por fin, aplastando la colilla—. Tu padre ya está en la fase dos. La mitad del tiempo no sabe quién soy. —Se pone de pie y trata de alisar las arrugas de su vestido largo de pana—. No, de lo único que habla es de Hawái.
Peg suspira, mirando por la ventana mientras el sol vespertino se sumerge como un pájaro llameante en el otro mundo. Y es justamente así, durante un momento breve y hermoso, mientras los rayos estrellados tiñen la cocina de un intenso color rojo sangre, como ella se olvida de todo.