Lo ha visto todo el mundo, ese anuncio donde un viejo va corriendo por la playa iluminada por la luna junto a una hermosa starlet con el pelo rosa y un tanga plateado; el que dice que nunca es tarde para empezar desde cero. El tío va dando brincos como una puta gacela, apenas toca con los pies en la arena y tiene un bulto del tamaño de un mazo dando tumbos dentro del bañador a cuadros. Y la chavala apenas puede seguirle el paso de tan deprisa que va él. Son patrañas, otra mentira que te venden, confiando en que te tragues los efectos especiales y llames al número gratuito con la tarjeta de crédito entre los dientes. Y es como todos esos anuncios artísticos que hay hoy en día, que ni siquiera te dicen qué te están vendiendo. O sea, puede que te cuenten una historieta sobre un elefante y un girasol, pero al final te acabas enterando de que es un simple anuncio de toallitas sanitarias o algo parecido.
Aun así, con esa manera nueva de contar historias consiguen captar tu atención. Los cabrones se aprovechan de tus pesares y adivinan todas tus pequeñas tristezas. Miradme a mí, por ejemplo, Big Bernie Givens. Tengo cincuenta y seis años, soy un gordo asqueroso y estoy embarrancado en el sur de Ohio igual que la sonrisa en el culo de un payaso. Mi mujer se estremece cada vez que le menciono el acto sexual. Mi hijo adulto se come la porquería que se acumula en los antepechos de las ventanas. Debo de ver ese puñetero anuncio veinte veces diarias. Por la noche sueño con él y con empezar desde cero. Me despierto con esa música de fondo taladrándome agujeros en el corazón.
—¿Cómo se llama el sitio ese en el que queman los cadáveres? —le pregunto a mi mujer.
Vamos avanzando a ritmo de caracol en la cola para vehículos del Dairy Queen de Fedder, tragando humo de coches y escuchando cómo Jerry da sacudidas en el asiento de atrás como un mono atrapado en una red. Ha sido el peor verano que se recuerda, una gigantesca ola ininterrumpida de calor. Ya tengo manchas del color del pus en la camisa blanca nueva y las gafas de sol empañadas por culpa de los vapores grasientos. El humo de la chimenea de la fábrica de papel que hay al otro lado del pueblo hace que el condado entero apeste como un pedo gigante. El sol está en todas partes.
—¿Crematorio? —dice ella con un bostezo.
Se frota los ojos y se pasa una mano pecosa por el pelo castaño y ralo, más muerto que la paja de tanto teñírselo.
—No, eso no, lo que hay en Asia —digo, secándome el sudor de la frente.
Hoy tendría que haber cogido el Mercury con aire acondicionado y haber dejado el Chevy cubierto en el garaje. Miro por el retrovisor cómo Jerry forcejea con la tela de plástico que usamos para contenerlo e impedirle que salte al tráfico. Unas venas azules gruesas como dedos se le hinchan en el cuello escarlata. El pobre cabrón no descansa nunca.
—Mierda, ¿cómo voy a saberlo? —se queja Jill. Se pone a abanicarse con un mapa arrugado de Ohio que ha sacado del fondo de la guantera.
—Pues es esto. Es igual que esto.
Últimamente no he parado de cagarla. La otra noche, de camino a casa, hasta intenté ligar con una chavalita. Ella iba andando por la calle 3, y primero pasé con el coche por su lado, para mirarla bien. Me di cuenta de que debía de ir como mucho a primero o segundo de instituto, pero aun así di la vuelta a la manzana y me acerqué a la acera.
—Eh, ¿quieres que te lleve? —le pregunté.
Nada más salirme las palabras de la boca, empezaron a castañearme los dientes, por mucho que el termómetro del banco marcara treinta y tres grados y pico.
La chica miró a un lado y otro de la calle y luego se aproximó un poco al coche.
—¿Adónde vas? —me preguntó.
Su voz sonó como papel de aluminio. Llevaba dibujos de mariposas en la camisa rosa. Tenía cuerpo de mujer pero cara de niña. Las hormonas de la ternera se están cargando a los jóvenes.
Todavía no había oscurecido y me preocupaba que alguien me viera.
—Oh, no lo sé. Sólo estoy dando vueltas.
Podía oler mi propio sudor y notar el sabor de los bocadillos de salchicha ahumada que me había comido para el almuerzo.
Se inclinó sobre la ventanilla y echó un vistazo al interior del coche. Llevaba uno de esos collares hechos de corazones de caramelo ensartados, que se le estaban derritiendo sobre la garganta. Intenté meter barriga pero aun así no pude despegarla del volante.
—Tengo que estar en casa dentro de dos horas.
—Muy bien. No hay problema.
Por un breve instante fue como si el anuncio aquel se hubiera hecho realidad, lo juro por Dios. Ya me estaba imaginando las cosas que íbamos a hacer. Pero entonces, justo cuando ella estaba abriendo la portezuela para sentarse a mi lado, alguien se puso a gritar desde el otro lado de la calle. Miré hacia allí y vi a una mujer alta y fornida con rulos en el pelo, plantada en el porche de una casa grande de ladrillo rojo.
—Oh, mierda —dijo la chica—. Es mi entrenadora de voleibol.
Y se apartó del coche en el preciso momento en que la mujer bajaba de un salto y echaba a correr hacia nosotros. Me salté dos semáforos en rojo y giré a la derecha para salir del pueblo cagando leches. Por eso hoy no llevo el Mere. Sospecho que hasta el último policía del condado de Ross lleva una descripción del coche de Jill pegada a la visera.
Hoy hemos ido a cenar a casa de mi suegra, como todos los domingos —un pollo rosado y crudo relleno de puñados de hierba azul que juro que la vieja bruja ha sacado de una cesta de Semana Santa—, y ahora la úlcera me está pidiendo a gritos perritos calientes extralargos con salsa y patatas fritas blandas y grasientas. Jill siempre me está dando la vara con mis problemas de circulación, pero soy un tipo corpulento —no en vano me llaman Big Bernie— y me vuelve loco la comida basura igual que a los bebés les vuelve locos la teta. Además, estoy empezando a pensar que cualquier cosa que haga para alargar mi vida va a acabar pesando menos que la agonía de vivirla.
Mientras la hilera de coches avanza a paso de tortuga, me abstraigo en una de las fantasías que he tenido últimamente: una fantasía mortuoria en la que me rocío de gasolina y luego le doy a Jill el encendedor con baño de oro que me regalaron los muchachos cuando la empresa me obligó a coger la jubilación anticipada. «Dispara cuando estés lista», le digo, poniéndome firme y haciéndole un pequeño saludo militar. Fantasear con que soy una aguerrida bola de fuego de color naranja ya es prácticamente lo único que me la pone dura. Pero hoy, por alguna razón, le doy una vuelta de tuerca, y las llamas de mi imaginación alcanzan el pelo de Jill y luego la casa y finalmente a Jerry. ¡Fuaaaaa! En menos tiempo del que tarda Larry Fedder en quemar una hamburguesa, lo único que queda del desastre de familia que vivía en la calle Belmont número 42 son cenizas.
No es que quiera hacerlo realmente, pero no puedo evitar sentirme como me siento, ni siquiera con la nueva combinación de fármacos que me recetó el otro día el doctor Webb. Hasta le conté lo del anuncio, pero él lo desdeñó diciendo que todo esto era una depresión posjubilación.
—Tú deja de mirarlo.
—¿Por qué?
Él estaba plantado frente a la ventana de su despacho, mirando fijamente el concesionario de coches que había en la otra acera.
—Es como esa alarma de ántrax —dijo en voz baja para sí mismo.
—Bueno, ¿y lo del Zippo qué?
Me lo saqué del bolsillo y lo sostuve en alto, en un último intento de convencerlo de que soy un tipo con problemas. Echó un vistazo al encendedor reluciente por encima de sus gafas y miró su reloj.
—Bernard, no deberías fumar —advirtió.
Luego me dio una bolsita de muestras y me acompañó hasta la puerta.
No entendí qué trataba de decirme, pero sí sé que mi problema no tiene nada que ver con gérmenes en polvo ni con pastillas gratuitas. El pobre cabrón no sabía qué hacer, de manera que se estaba limitando a maquillarlo y a fingir que toda esta agonía le estaba pasando a otro. Todo es demasiado complicado cuando estás vivo, salvo para los expertos.
Me acerco al altavoz y dejo que se me vaya la olla mientras agarro el bote de antiácidos descolorido por el sol que tengo sobre el salpicadero. Pido la porquería suficiente para dejarme reventado durante el resto de la tarde. Ultimamente el Chevy está fallando un poco, y tengo planeado sacarlo a la carretera y quemarle toda la carbonilla después de que pongamos a Jerry a dormir esta noche.
—Hay una diferencia —dice Jill sin venir a cuento. Aunque sé que no debería, le pregunto de qué coño está hablando—. Entre «corpulento» y «gordo».
—«Corpulento» y «gordo» —repito despacio, esperando que su puta réplica ingeniosa me atice en toda la cabeza.
—Sí. O sea, tal como yo lo veo, corpulento sería el Arnold ese de las películas, pero gordo es como tu tía Gloria. O sea, que nunca he entendido por qué te llaman Big Bernie y no Fat Bernie.
Arranco tres de los Rolaids deshechos y me los zampo mientras miro fijamente el pequeño altavoz amplificado que sobresale entre las fotos gigantes del Chocolate Rock y de las Dilly Bars. Aunque me comiera todo lo que hay en el menú, seguiría teniendo hambre. Empieza a salirme una espumilla blanca de la boca. Parezco el perro rabioso de aquella película de terror que Jerry nos hizo ver una y otra vez el invierno pasado hasta que Jill se la cargó para que pareciera que se había roto dentro del vídeo.
—Quizá esta noche tendrías que dormir en la otra habitación —dice Jill, desplazándose por el asiento en dirección a la portezuela.
El vehículo que tenemos justo delante es un coche familiar cargado de niños en bañador. Uno de los pequeñajos del asiento de atrás no para de meterse con nosotros y de hacernos gestos con la lengua que los niños de su edad no deberían conocer para nada.
—Tal vez deberíamos llevárnoslo a casa —propongo en broma, en un débil intento de darle la vuelta a este asco de día. Ahora me estoy fustigando por haberme quejado tanto del pollo medio muerto de mi suegra—. Con la de niños que tiene esa mujer, no va a echarlo de menos.
—Creo que se está comiendo su propia mierda —dice Jill, y se pone sus enormes gafas de sol para que no pueda verla nadie.
—Oh, joder, Jill. ¿Qué te hace decir esas cosas? El chaval está jugando, nada más.
Le hago una mueca tontorrona al chaval mientras se da la vuelta para coger su cucurucho. Me acuerdo de cuando Jerry tenía esa edad. Pensarlo me hace sentirme como una mierda, pero hay días en que daría lo que fuera por poder dejarlo en la acera como si fuera un electrodoméstico estropeado para que se lo lleve el chatarrero. Y casi como si pudiera leerme la mente, Jerry empieza a hacer ese ruido de tos áspera que lleva haciendo todo el verano. Es uno de esos ruidos que te hacen rechinar los dientes.
—No hablo de ese niño, idiota. Hablo de Jerry.
Siempre que pienso que las cosas no pueden empeorar, van y empeoran. Como intento seguir la norma de no hablar de Jerry delante de él, decido no contestar. Además, no soporto la idea de discutirnos otra vez. Llevamos meses así. El último cabreo de mi mujer ha sido por este coche viejo que estoy conduciendo, un Chevrolet trucado de 1959 con alerones enormes por el que cambié la camioneta para poder ir a las reuniones de coches antiguos que se montan en los aparcamientos de los restaurantes de comida rápida de por aquí. No es más que una excusa para salir de casa, pero Jill siempre me está dando la vara, fingiendo que está celosa de las putas baratas que rondan las furgonetas customizadas.
Mientras subo la ventanilla, se pone a rajar otra vez de los espectáculos de coches.
—No hay razón para que no te lleves a Jerry.
Estoy hasta las narices de explicárselo.
—Joder —digo, tartamudeando—. ¿Y de qué te serviría? O sea, aunque estuviera follando con otras, Jerry no sería capaz de distinguir entre una chati y la dentadura postiza de tu madre.
Y de inmediato me odio a mí mismo por decirlo, por romper la norma, por el mero hecho de dejarme provocar por esta puta chiflada. Pese a todo, de ninguna manera pienso llevarme a Jerry a un espectáculo de coches, ni esposado.
Acerco el coche a la chica que trabaja en la ventanilla, la de las trenzas rubias de niña y el espacio perfectamente calibrado entre los incisivos blancos. Es como esa canción sobre el ángel que la chupa, y a punto estoy de farfullar: «Mira, Jill, un ángel en el Dairy Queen», pero me contengo. Esta chica puede conseguir a cualquier hombre que venga a comprarse un batido. Es la típica que termina en uno de esos malditos anuncios, torturando como una cabrona a todos los viejos que tienen tele por cable.
Agarra mi dinero a toda prisa antes de que pueda pedirle que me llene bien los Blizzards. Esta tarde está masticando un chicle rosa, y su manera de hacer globos me recuerda a Jill en los tiempos en que éramos jóvenes e íbamos salidos, antes de perder el mapa que lleva a esa clase de sitios.
—Eh —le digo a Jill, volviéndome hacia ella—, esa chica es clavada a ti en los tiempos en que rondabas por el Sumburger a ver si alguien te dejaba subir al coche. ¿Te acuerdas?
Pero es uno de esos recuerdos que no hacen sino que el presente sea mucho más insoportable, de manera que Jill se limita a negar con la cabeza y a hundirse más en el asiento.
Mientras esperamos para pedir, escucho cómo mi hijo intenta tragarse la lengua y me acuerdo por milésima vez de todo el puto desastre. Hace dos años, la noche antes de que Jerry tuviera que coger el autobús para ir al campamento de instrucción, se fue a una fiesta en el campo y no volvió a casa. Tres días más tarde alguien lo tiró de un coche delante de un hospital en Portsmouth, a cien kilómetros de aquí. Estábamos sentados en la sala comunitaria del pabellón hospitalario al que lo habían trasladado una vez hubo salido del coma. El joven médico que estaba de guardia entró y puso un vídeo en la tele. Era ese viejo anuncio donde sale un huevo friéndose en una sartén mientras una voz en off explica que ése es tu cerebro después de tomar drogas o algo parecido. Lo había visto cientos de veces. Solían ponerlo en la tele cuando Jerry era pequeño, para avisarte de que no tomaras esas cosas. No podía creer que todavía lo usaran.
—¿Qué pasa con los marines? —le pregunté—. Joder, ya lo han declarado en paradero desconocido y ni siquiera tiene el uniforme todavía.
El médico estaba agachado intentando iluminarle los ojos con una pequeña linterna. Por fin negó con la cabeza y la apagó. En la tele, el huevo empezó a estallar y a chisporrotear dentro de la sartén. El médico se puso de pie y me dio una tarjeta que se acababa de sacar del bolsillo de la bata.
—Lo siento. Dígales que me llamen si tienen alguna pregunta, pero estoy casi seguro de que ya no lo van a querer.
A continuación dio media vuelta y se marchó a toda prisa.
—Mira, tienen el mismo microondas que nosotros —dijo Jill aquel día en el hospital, con una voz saltarina, como sacada de uno de sus viejos discos de Wayne Newton.
Trataba de apartarle el cerdo con alubias del pelo mientras Jerry hacía otro intento de atravesar la pared. Ya habíamos planeado nuestros años dorados: una autocaravana nueva en Rocky Fork Lake y una bañera de hidromasaje en el antiguo dormitorio de Jerry. Y tres semanas más tarde, el pobre Delbert Anderson vino al trabajo fardando de su hijo perfecto, el que había construido el telescopio para los ancianos, y le rompí la mandíbula con la fiambrera. Antes de que se secara la sangre del suelo del comedor, la empresa ya me estaba haciendo firmar la carta de despido.
La rubia me da los Coneys, las patatas fritas y los Blizzards medio derretidos, pero no me ve, por muy grande y estúpida que sea la sonrisa que le pongo. Todavía no he terminado de comprobar las bolsas cuando se nos pone detrás un Camaro con el chasis levantado y lleno de chavales. Todos parecen sacados del mismo molde: pendientes a juego, cabezas afeitadas y barbitas alrededor de la boca igual que el pelo que rodea el culo de un caniche. Se ponen a tocar la bocina y la rubia me dice que arranque ya, que estoy bloqueando la cola.
—Lo siento —digo, y me voy de allí sin kétchup.
Por el retrovisor veo que uno de los chavales dice algo que hace reír a la chica. Luego, sin creérmelo, veo que ella se levanta la camiseta y enseña las tetas.
—Hostia puta —suelto, parando el coche—. Jerry, demonios, date la vuelta y mira eso.
Por un momento sus pechos quedan enmarcados en la ventanilla como si fueran un anuncio de un nuevo helado de dos bolas. Resplandecen bajo la luz abrasadora del sol y me recuerdan a algún metal blando y precioso. Pero a pesar de que son hermosos, es la sonrisa de la chica la que me corta realmente la respiración. Daría lo que fuera por sentirme tal como se siente ella ahora. Es esa emoción que uno no comprende haber sentido hasta años más tarde, cuando ya no es posible recuperarla.
—Jerry —digo de nuevo, volviéndome para mirarlo.
Pero lo único que hace es retorcer los labios y soltar otra vez ese maldito graznido de pato.
—Dios bendito, Bernie, ¿qué estás haciendo? —pregunta Jill.
No contesto. Los chavales del Camaro se han percatado de que estoy mirando a la chica y uno de ellos se pone a imitar a Jerry, retorciendo la cara y pegando la cabeza al pecho. Ella todavía se ríe, pero ya se está bajando la camiseta. Y aunque sé que hace dos años Jerry habría estado ahí con ellos, burlándose del retrasado, pongo el freno de emergencia y me bajo del coche cuan gordo soy. Me quedo allí plantado un segundo, cubriéndome la panza blanca con la camisa y preguntándome qué debo hacer a continuación; pero justo antes de perder los estribos, uno de los chavales me grita «Porky» y seguidamente otro chilla «Oinc, oinc». Respiro hondo, me dirijo a su coche y empiezo a arrear patadas al panel lateral. Creedme, no soy más que una enorme bola de sebo, pero cuando el conductor sale a por mí, un chaval alto con los dientes grandes y tatuajes de alambre de púas alrededor de los flacos brazos, lo derribo de un solo puñetazo. En la vida había pegado tan fuerte a nadie, ni siquiera a Delbert Anderson.
De pronto el mundo se ilumina, como si alguien acabara de arrancarme los párpados. Alzo la vista hacia el cielo, sobresaltado por el enorme estallido azul. Pero hostia, no son más que mis gafas de sol. Voy tan acelerado que tardo un momento en darme cuenta de que se me han caído, y cuando me agacho a recogerlas, el chaval intenta morderme. Estiro el brazo y lo agarro por la pechera de la camiseta. Mi sudor le salpica la cabeza reluciente como si fuera lluvia grasienta. Lo levanto de la acera y vuelvo a golpearlo, hasta romperle el labio. Para entonces los demás ya se han bajado del coche y están pegando gritos, pero se mantienen a distancia. Entonces me doy cuenta de que me tienen miedo y echo a correr hacia ellos. Me abalanzo sobre el que estaba haciendo las muecas estúpidas y le estampo la cabeza contra el capó del coche. Me invade una oleada de vértigo y le suelto el cuello flaco. En los nudillos me arden las marcas de dientes. Unas cuantas gotas de sangre me manchan la camisa. Me tambaleo un momento en medio del calor; a continuación regreso al Chevy y me dejo caer frente al volante.
Jill está encogida en un rincón, como si tuviera miedo de que ahora le tocara recibir a ella, pero me limito a quedarme ahí sentado, inhalando el aire espeso con la boca. Jerry sigue haciendo su graznido de pato, y me vuelvo para mirarlo. A pesar del tiempo que ha pasado, todavía tiene ese resplandor del polvo de ángel en los ojos, como si haberse quemado el cerebro fuese lo único que va a recordar. Le ha salido un sarpullido rojo y abultado en las zonas de la cara y el cuello que Jill ha intentado afeitarle esta mañana. Lleva la camiseta blanca empapada de babas y manchada de la salsa aguada de su abuela. Cada vez que hace el pato, se le escapa la lengua de la boca y le cae un hilo de baba por la barbilla. Busco a tientas, saco una servilleta de una de las bolsas de comida y le limpio la cara. Cuando le rozo la barbilla con la mano, los ojos se le cierran como a un cachorrillo.
Los demás chavales ayudan al conductor a levantarse. Ahora se están envalentonando, pavoneándose como si tuvieran algo dentro de los pantalones. Asomo la cabeza por la ventanilla y les gruño como un perro. Les hago un gesto obsceno con el dedo. La chica de la ventanilla grita:
—¡Gordo cabrón!
Me doy la vuelta, toco la bocina y la mantengo apretada durante largo rato.
—¡Dios mío! —exclama Jill—. ¡Por Dios! —Se está tapando los oídos con las manos.
—Eh, Jerry. ¿Quieres conducir?
Pongo el coche en primera y acelero el motor hasta hacer temblar las ventanillas del Dairy Queen. Los clientes de dentro nos están mirando y los saludo con la mano. Por el retrovisor veo que el encargado se acerca con cautela por detrás mientras habla por un teléfono móvil. De pronto hay un estallido de porquería en el carburador y del tubo de escape sale una nube de humo negro.
—Vas a ir a la cárcel —dice Jill.
Me río y me meto deprisa por High Street, a todo gas, haciendo sonar la bocina.
—¡Más despacio! —me grita—. ¿Qué coño te pasa?
Me saco el Zippo del bolsillo y me pongo a estrujar la pequeña carcasa de metal y a frotarla entre mis dedos gordos y sudorosos. Tiene dos fechas grabadas, como una lápida. Tiro el encendedor por la ventanilla y pongo el Chevy en segunda; a continuación piso el acelerador a fondo y bajo por la calle con los neumáticos chirriando. La gente que está sentada en su porche nos señala mientras pasamos a toda pastilla en tercera. Una anciana agarra a una niña para apartarla de la acera. A lo lejos empieza a aullar una sirena.
De pronto la felicidad se me clava como una espada. Estiro el brazo y le cojo la rodilla nudosa a Jill, pero aleja mi mano de golpe.
—¡Cua, cua! —grazna Jerry, rebotando contra las correas.
Saco un perrito caliente de la bolsa, le arranco el envoltorio y me lo meto en la boca. Por el retrovisor veo un coche patrulla que se nos acerca a toda velocidad, con las luces parpadeando.
Los árboles, los letreros y el mundo entero se doblan hacia atrás mientras vamos como un bólido por la carretera.
—¡Cua, cua! —repite Jerry, y estoy a punto de rechinar los dientes.
Pero luego, poniendo cuarta en la palanca de cambios, empiezo desde cero.