Plantado en ropa interior delante del dúplex descolorido de color rosa en el que Geraldine y él vivían de alquiler, Del recobró la conciencia mientras estaba echando una meada entre la hierba seca de agosto. Aquello era lo malo de despertarse: que uno estaba como una de esas carpas estúpidas que mastican porquería felizmente en el fondo del Paint Creek y de pronto, zas, había un destello y volvía a retorcerse en tierra firme, paralizado en medio de otra metida de pata embarazosa. Y últimamente parecía que le pasaba cada vez que se colocaba.
«Joder —se dijo—. Bueno, por lo menos no es el puto armario de la limpieza».
La última vez se había aliviado en plena noche dentro del cajón de los cubiertos después de perder el conocimiento en la fiesta de cumpleaños de Geraldine. Llevaban desde entonces comiendo con tenedores de plástico.
Del no se dio cuenta de que todavía era de día hasta que levantó la vista y vio las caras escandalizadas de las dos viejecitas que lo miraban desde la acera. Estaban lo bastante cerca como para tirarles un escupitajo. Una de ellas, alta y flaca y con un cardado plateado, se puso a resollar, con la boca abierta de par en par como el maletero de un coche y la dentadura postiza lista para salir disparada y bajar traqueteando la calle como en los dibujos animados antiguos. La otra, redonda y bajita, llevaba un chándal de color rojo intenso; parecía un tomate gordo. El calor estaba empezando a derretirle la gruesa capa de maquillaje y Del se quedó mirando con sobrecogimiento resacoso cómo una parte de la grasienta cara se le desprendía de golpe y se le deslizaba cuello abajo cuando se puso a darle palmadas en la espalda a su amiga jadeante. Por fin Del se dio la vuelta y fue dando tumbos hacia el porche, con el meado caliente goteando sobre sus pies descalzos. Y así, sin más, llegó a casa.
Geraldine estaba escondida detrás de la puerta principal con Veena, su bebé, apoyada en la cadera, espiando a su marido a través de la cortina fina y manchada de humo. Se pasaba todo el tiempo allí, fumando mentolados y vigilando la calle en busca de posibles asaltantes. Hacía seis meses que su antiguo médico del centro de rehabilitación Henry J. Hamilton le había vuelto a recetar toda la medicación después de que un tipo con la cara cubierta con una bolsa de papel tratara de estrangularla delante del Tobacco Friendly. Aunque describió la bolsa a la perfección, e incluso la dibujó en la comisaría, la poli no encontró ni a un solo sospechoso. Ultimamente ya ni se atrevía a sacar la mano por la puerta para comprobar el buzón.
—¡Me tendría que haber quedado en el Henry J.! —le gritó a Del mientras volvían de la comisaría, justo después del ataque. Estaba en el asiento trasero, intentando abrir un hoyo en el suelo con las manos frenéticamente.
—Eh, Geri, fuiste tú la que suplicó que te sacaran de esa puñetera casa de locos —le gritó Del a modo de respuesta—. Fuiste tú la que te quisiste casar —le señaló por enésima vez.
Había conocido a Geraldine cuando ella vivía en la casa de acogida de la calle 4. Por entonces practicaba sexo en sitios públicos, llevaba barritas de pescado frías en el bolso igual que había gente que llevaba chicles y se las daba a los desconocidos como si fueran regalos valiosísimos. Luego Del la había dejado embarazada y, en un momento de valentía y de éxtasis, Geraldine había tirado todas sus pastillas por el retrete. Al día siguiente, le había rellenado a Del una solicitud de trabajo en la fábrica de plástico y había sacado de la nada un viejo anillo de boda. Y ahora él estaba atrapado.
Del abrió la puerta de golpe y Geraldine se echó a un lado para dejarlo pasar. Aún no había perdido el peso del embarazo.
—¿Pero qué coño haces? —dijo ella—. Nos debe de estar mirando el puñetero vecindario entero, por el amor de Dios.
Sus ojos vidriosos estaban rodeados de unos círculos oscuros y enfermizos que parecían pequeños fosos. A veces Del la envidiaba; él no encontraba a ningún médico en un radio de cien kilómetros de Meade, Ohio, que le recetara droga.
—Debo de haber salido sonámbulo —murmuró Del.
Caminó dando tumbos y se desplomó en el sofá de áspera tela escocesa. En el apartamento de arriba sonaba Guns N’Roses a todo trapo. Hoy las enfermeras adictas a las anfetas del hospital para veteranos de guerra habían empezado temprano.
Primero se colocaban en casa y luego salían a buscar hombres en los bares de la zona residencial. Cada vez que ligaban, Del se quedaba mirando al techo y escuchando los chirridos de las camas de arriba, medio esperando que la orgía se desplomara en cualquier momento sobre su cabeza. Aquellas noches se cogía la polla como si fuera una santa cruz y se ponía a rezar para que les reventara el corazón de una vez y le dejaran dormir un poco.
Estaba de pie en medio de un pasto verde, haciendo un lanzamiento perfecto de herradura, cuando Geraldine lo zarandeó hasta despertarlo.
—Levántate, coño. Te toca cuidar al bebé.
Geraldine todavía estaba cabreada porque Del se había escabullido aquella mañana mientras ella estaba en la ducha. Era el día libre de él y se suponía que tenían que ir juntos al Columbus Zoo, pero en el último momento había decidido escaparse. No soportaba la idea de aguantar los ataques de pánico de Geraldine por toda la ruta 23. Hacía semanas que el médico les había sugerido hacer aquel viaje, pero ella no había dejado de retrasarlo, confiando en que la medicación terminara por convertir el mundo exterior en un destino más agradable.
En cambio, Del se había ido a Knockemstiff con el destartalado Cavalier y se había pasado casi todo el día lanzando herraduras con algunos de los indeseables de sus primos.
—Viene más limpio que la última remesa —le había asegurado Porter, dándole un porro con baño de polvo de ángel. Del odiaba el PCP; parecía que cada vez que fumaba aquella porquería los dioses lo machacaban. Y en efecto, cuando volvió al pueblo, un cabrón con barba y los dientes mal puestos envuelto en una moqueta de jardín empezó a aparecer y desaparecer en el retrovisor como si fuera un anuncio de cerveza, diciendo barbaridades sobre el antiguo instituto de Del.
—¿Cómo? —preguntó Del, levantándose de golpe del sofá y sacándose la pelusa del cojín de la boca—. ¿Adónde vas?
Se había embadurnado la boca de pintalabios y se había hecho unos rizos desmañados en el pelo grasiento.
—Eso no es asunto tuyo, capullo —le escupió—. A lo mejor me voy al Topper. ¿Qué te parece eso, gilipollas?
El Topper estaba delante de la fábrica de plástico. Toda la clientela tenía la cara roja y despellejada por el calor de los hornos y los brazos llenos de quemaduras. Nadie que bebiera allí estaba curado del todo.
—¿Y qué pasa con Veena? —preguntó Del, buscando sus pantalones con la vista por el suelo. Sabía que su mujer no se iba a marchar a ninguna parte. Hacía seis meses que Geraldine no salía de casa.
—Es toda tuya esta noche, papaíto —respondió Geraldine, llena de odio—. Y por cierto, ¿adónde cojones has ido esta mañana?
—Creo que he pillado una fiesta de la cerveza.
Se lo quedó mirando unos segundos y le dijo:
—Eres patético, Del, ¿lo sabías? —Encendió un cigarrillo y se quedó plantada a su lado con una mueca desagradable en la cara. Tenía la entrepierna a un palmo de la nariz de él—. Y te diré una cosa, chavalote: más te vale empezar a prestar atención.
—Ya lo sé, Geri, ya lo sé —y luego añadió, levantando la vista hacia ella—: Voy a mejorar, te lo prometo.
Ultimamente, sin embargo, había empezado a añorar los viejos tiempos, la época en que la llamaba simplemente la Chica de las Barritas de Pescado y los dos se dedicaban a pedir monedas a la gente en los semáforos. Gimiendo, se puso los vaqueros y cruzó el pasillo con pasos cansinos hasta llegar a la habitación de Veena. La sacó de la cuna.
—Está mojada —gritó.
—Pues cámbiala —dijo Geraldine mientras echaba a andar hacia la puerta principal.
Hacía tintinear las llaves del coche con la mano y meneaba el culo como si estuviera enfilando una pasarela de moda. Llevaba los vaqueros buenos y los pies enormes embutidos en unos zapatos de tacón baratos.
Del dejó a Veena suavemente en la cuna y sacó el pañal que quedaba en el paquete de Pampers. Allí, al fondo de la caja, había un último alijo de barritas de pescado envueltas en una servilleta de papel grasienta. Se quedó mirando con asombro los bastoncillos marrones y desmigajados. Geraldine no había tocado una sola barrita desde que se había convertido en la tutora legal de la niña; era parte del trato. Secó a Veena y le echó talco en la erupción roja e irritada que le cubría la parte interior de los muslos rechonchos. Al mirar a su hija, de repente sintió que lo invadía una tristeza enorme. Se dejó caer sobre las rodillas y ya estaba empezando a pedirle perdón al bebé cuando oyó que su mujer regresaba dando pisotones furiosos por el pasillo y cerraba de un portazo la puerta del dormitorio. El ruido sobresaltó a hija y padre por igual, la una todavía llena de inocencia y el otro culpable de un millar de infracciones.
Después de darle de comer y de ponerla a dormir, se sentó delante del ventilador de la ventana, comiendo rebanadas de pan blanco y viendo la tele con el volumen bajo mientras escuchaba la fiesta de las enfermeras en el piso de arriba. Esperó con impaciencia hasta que imaginó que Geraldine estaría dormida; a continuación robó del frasco los pocos dólares que ella había conseguido reunir para pagar la universidad de Veena. Luego le mangó un par de Xanax del botiquín y se los tragó sin agua. Salió de casa a hurtadillas, se metió en el Cavalier y fue directo al Quickstop para comprar un pack de doce cervezas. Había un Cadillac nuevo y reluciente aparcado justo al lado de la puerta de cristal. Un tipo gordo estaba apoyado en el mostrador, mirando lascivamente a la pequeña empleada y aplastando con su enorme panza las chocolatinas del estante de debajo. La chica estaba agachada abriendo un cartón de cigarrillos y mordiéndose nerviosamente un mechón de su pelo largo y castaño. El tipo llevaba unos pantalones blancos y una camisa púrpura de seda e iba cargado de joyas doradas: cadenas y pulseras a juego y unos anillos enormes que relucían como estrellas bajo los fluorescentes.
Cuando Del se acercó al mostrador con las cervezas, el gordo se volvió, lo miró con el ceño fruncido y por fin salió a zancadas por la puerta. El olor a menta de su colonia quedó flotando en el aire donde el tipo había estado. Del miró cómo se agachaba con finura para meterse en el Caddy. Le pareció que le sonaba un poco, pero todos los ricos le parecían iguales.
—Gracias —dijo la empleada cuando Del dejó las cervezas en el mostrador.
—¿Eh?
—¿Ves a ese tipo? —preguntó, señalando con la cabeza hacia la ventana. Los dos miraron cómo el cochazo salía lentamente a la calle—. Viene aquí todas las noches. Se queda ahí plantado mirándome el culo y me ofrece dinero para que me vaya con él. Da grima.
—Pues a mí me ha parecido marica, con todo ese rollo disco que lleva puesto.
—Creo que no le hace ascos a nada —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Tendrías que oír las cosas que cuenta.
Del miró a la chica. Su placa identificativa decía AMY con letras blancas en relieve. Tenía unos ojos grandes que parecían espejos de feria; de la lengua le sobresalía una tachuela metálica con forma de clavo. Y mientras hablaba, no paraba de morderse el pelo y de recolocar los cigarrillos del estante que tenía encima de la cabeza. Al entrar, Del había supuesto que era una adicta más a las anfetas; aquel verano el speed se había propagado como un virus por todo el sur de Ohio. Pero de pronto se dio cuenta de que la verdadera razón de que estuviera tan tensa era el gordo.
—Llama a la pasma —la aconsejó Del.
—Quita —dijo ella con un soplido de burla—. Vienen todas las noches a tomarse el café gratis, pero no hacen nada. Tienen miedo de que, si le dicen algo, no contrate a sus hijos para hacer de temporeros en verano. Caray, ni siquiera yo pillo café gratis.
—¿Qué quieres decir con lo de contratar a sus hijos? ¿Quién es ese tipo?
—Es un pez gordo de la fábrica de plástico. Es como un millonario.
De repente Del se acordó de cuándo había visto a aquel tipo por primera vez. Hacía tres meses se había convocado una reunión para que todos los trabajadores conocieran al nuevo director. Al llegar a la sala de conferencias, les trajeron una tele y un vídeo sobre una mesilla con ruedas. Luego el capataz encendió el televisor y todos miraron cómo el gordo daba un discurso sobre la productividad. Les dijo que si las cosas no marchaban se quedarían sin trabajo. Mencionó China, Vietnam y Alabama. El discurso duró veinte minutos y luego el capataz apagó la tele y escupió en la pantalla.
—Imaginaos a ese gordo operando una prensa —dijo mientras rebobinaba la cinta—. No duraría ni un día, el muy moña. —Luego se volvió y miró a los trabajadores. La mitad ya estaban dormidos—. Muchachos, ya habéis oído lo que ha dicho ese hijo de puta. Volvamos al trabajo.
—Bueno —le dijo Del a la empleada—, ya se ha ido.
—Oh, volverá. Es una especie de acosador loco o algo así.
—Bueno, quizá sólo quiere ser amigo tuyo —sugirió Del en broma, sacándose la alianza con sigilo y guardándosela en el bolsillo—. ¿Quién puede culparlo por eso?
—Ésa es otra —dijo ella en tono excitado, apartándose de repente el pelo de la boca—. A los tíos les gusta venir a flirtear, ¿sabes? Pero eso a él le cabrea. Hasta echó a uno de aquí la otra noche. No me lo podía creer.
—Estás de broma.
—No, va en serio. Y cuando le dije que se marchara, se limitó a reírse de mí.
—Joder, tal vez tendrías que andarte con cuidado. Coño, puede que sea uno de esos puñeteros maníacos sexuales.
—No digas eso —dijo ella con un escalofrío—. Ya es bastante malo tener que estar aquí sola por la noche.
—Eh, lo digo en serio. Mira a la mujer esa a la que atacaron al lado de la tienda de cigarrillos. Nunca pillaron al que lo hizo.
La empleada soltó una risita.
—Sí, pero aquella mujer era una chiflada, una de ésas que viven en la calle o algo así —dijo, dándole el cambio y metiendo la cerveza en una bolsa—. Antes venía por aquí con el bolso lleno de comida podrida e intentaba repartirla entre la gente. Créeme, era una asquerosa.
Ruborizado, se metió las monedas de cinco y de diez centavos en el bolsillo de los vaqueros y cogió la cerveza. Echó a andar hacia la puerta pero de pronto se detuvo, con la mano paralizada sobre la manecilla metálica.
—Eso que has dicho es una gilipollez —dijo en tono furioso, de espaldas a la empleada—. Esa mujer… está casada con un tío al que conozco. —Se quedó mirando el aparcamiento iluminado, en el que no había nada más que su vieja carraca. Abrió la puerta—. Hasta tienen un bebé —añadió, con la voz a punto de quebrarse.
Cruzó el aparcamiento a toda prisa y se metió en el Cavalier. Se quedó allí sentado, temblando y pensando en lo que la chica le acababa de decir de Geraldine.
—¿Te crees que tienes miedo de ese gordo? Pues espera y verás —dijo en voz alta.
Sacó la cerveza de la bolsa y, de cualquier manera, abrió dos agujeros para los ojos en el papel marrón. Miró el interior del local y vio a la empleada, que ahora estaba sentada en un taburete y tenía la mano metida en una bolsa de Doritos. Respiró hondo y se puso la bolsa en la cabeza; luego se bajó del coche de un salto y echó a correr hacia la ventana.
—¡Eh! —gritó, aporreando el cristal con los puños.
El susto hizo que la chica se cayera del taburete hacia atrás y se golpeara la cabeza contra el canto afilado del expositor de los embutidos. Del se quedó allí plantado un momento en medio de la noche húmeda, con su aliento rancio atrapado dentro de la bolsa, contemplando la figura inmóvil tumbada en el suelo. Luego se volvió a poner la alianza, caminó deprisa hacia el coche y condujo de vuelta a casa.