Nos fuimos a Parkersburg a pillar más esteroides —cincuenta centímetros cúbicos de Deca mexicano por cuatrocientos veinticinco dólares americanos— y le pinché a mi hijo, en el mismo aparcamiento del Gold’s, un centímetro cúbico en la cadera. El Deca es espeso como la melaza y cuesta un huevo de inyectar, pero por lo menos no te infla como si fueras un puto jamón amish. Él se puso a lloriquear como una niña antes incluso de que encontrara el sitio donde pincharle.
—Concéntrate —le dije, bajando el émbolo lentamente con el pulgar—. Recuerda: Mister Ohio del Sur. Quien algo quiere, algo le cuesta, joder.
Venía con nosotros el primo idiota y granudo de Sammy, el pequeño Ralph, que ahora se asomó por encima del asiento delantero y se puso a decir: «Déjame a mí, a mí». Hasta que tuve que cerrarle la boca de un bofetón.
Luego puse la cinta de Lo mejor de Sousa en el equipo de música y encendí uno bien gordo para el largo trayecto de vuelta. Me podía pasar todo el puto día escuchando The Gladiator March. Era la música que yo solía poner para hacer mi número en la época en que competía.
Nadie volvió a abrir la boca, salvo el pequeño Ralph para escupir sangre por la ventanilla de atrás, hasta que cogimos zumbando la salida de la autopista del otro lado del pueblo y a punto estuvimos de estamparnos contra una caravana de coches delante del McDonald’s. Por un segundo pensé que nos habíamos equivocado de salida. O sea, era el primer atasco que había visto nunca en Meade, Ohio. Luego imaginé que debía de haber un incendio, o quizá que algún hijo de puta borracho había estrellado el coche al salir del Tecumseh Lounge. Pero no era nada de todo eso.
Bobby Lowe estaba plantado en la avenida haciendo un doble bíceps. Estábamos a mediados de diciembre y hacía frío como para llevar jersey, pero lo único que llevaba Bobby eran unos calzoncillos blancos radiantes. Yo había oído que le estaba dando a la aguja, pero no tenía ni idea del tamaño que había ganado. Tenía los brazos casi tan grandes como los míos. Los coches y los camiones hacían cola por todo Main Street y la gente tocaba la bocina y lo vitoreaba cada vez que se marcaba una pose nueva, tal como hacen los cabrones palurdos de por aquí para demostrar que algo les gusta. Bobby se limitaba a hacer las siete clásicas, un rollo al alcance de cualquier subnormal. Las hacía mirando al frente, cubierto de sudor reluciente a pesar del frío, y temblando como un perro que cagara cuchillas de afeitar. Nadie sabe lo difícil que es posar durante noventa segundos y encajar en ellos un año entero de tu vida. Imagínate a un hijo de puta apuntándote a la cabeza con una pistola y obligándote a comer mierda para siempre, como en el infierno.
—Joder, ¿por qué no se nos ha ocurrido eso a nosotros? —dijo el pequeño Ralph mientras dos chatis se acercaban corriendo a Bobby, le daban chupetones en los bíceps y luego se volvían dando brincos a su Mustang. Hasta me la puso dura ver cómo le chupaba los cañones una de aquellas putitas con sus vaqueros ajustados.
—¿Qué iba a hacer un gordo de mierda como tú ahí fuera? —le solté a Ralph mientras echaba un vistazo a las pantorrillas de Bobby. Las cabronas debían de medir sus buenos cincuenta centímetros.
—Para empezar, que me la chuparan —contestó en tono de mofa.
—No quiero ver a la cerda asquerosa que te la chuparía a ti —le dije a modo de réplica—. Joder, el pueblo entero se iría por patas al verla.
—Mira quién fue a hablar —intervino Sammy, con una maldita sonrisita de oreja a oreja.
—Andate con cuidado, chaval —advertí—. Además, eso no es profesional ni es nada. Lo mismo podría estar meneando el culito en un bar de strip-tease.
Aun así, yo seguía obcecado con el tamaño de los brazos de Bobby, que le debían de sacar sus buenos cinco centímetros a los de Sammy. Y de pronto, con una sensación que me revolvió la tripa, me di cuenta de que el hijo de Willard Lowe iba a clasificarse en lugar de Sammy para el trofeo de Ohio del Sur, precisamente él entre toda la población del maldito estado. Willard Lowe era mi único enemigo de verdad. Odiaba a aquel cabrón desde que nos habíamos peleado por el juego de pesas de plástico en la clase de gimnasia de cuarto.
—Oh, Luther, solamente estaba haciendo coña —dijo el pequeño Ralph.
—Eh, adelante, Ralphie —dije—. Ve ahí y ponte a zarandear tu culo grasiento delante de esos putos borrachos.
—Yo no quería…
—Sois todos iguales, putos maricones. No tenéis ni idea de lo que es la disciplina —afirmé—. Dejad de decir subnormalidades. Ese crío se está exhibiendo como un mariconcillo en el instituto.
En cuanto terminé de decirlo, Willard Lowe salió del McDonald’s con una taza de café. Tenía esa sonrisa enorme que dejaba ver todos sus dientes blancos y perfectos: la misma que usaba para provocarme en los viejos tiempos cuando nos enfrentábamos. Nadie se da cuenta de lo importante que es la sonrisa en un campeonato. Soy el primero en admitir que mi sonrisa nunca valió un pimiento; la gente siempre me decía que parecía una rata hambrienta agarrándose con los dientes al cuello de un pollo. Era mi único defecto, pero me costó el título del Medio Oeste durante siete años consecutivos. Pese a todo, Willard ya ha tirado la toalla, ha dejado de hacer pesas para cargar cubos enormes de porquería y montarse en la cinta corredora como una vieja, así que supongo que a fin de cuentas he terminado ganando. Ahora ya no es más que otro cabrón perezoso de los que sobran en el mundo.
Nos volvimos para el Power House; le mezclé a Sammy unas proteínas y luego lo mandé a la cama. Yo tenía el único gimnasio de pesas de verdad de todo Ohio del Sur, nada de mujeres ni de aeróbic ni de rollos tipo Nautilus. Pero como era casi imposible encontrar a un culturista decente en este sitio de mierda, para mantener abierto el local me tocaba aguantar a gordos levantadores de pesas o a algún que otro jugador de fútbol profesional. Antes había sido una gasolinera, y Sammy y yo dormíamos en la parte de atrás. Las noches de lluvia, los vapores que subían del cemento manchado de gasolina olían a sangre de dinosaurio.
Un par de días después de que lo viéramos hacer el ridículo delante del McDonald’s, Bobby Lowe se pasó por el gimnasio. Supe de inmediato que algo estaba tramando; su viejo solía venirme con las mismas gilipolleces justo antes de los campeonatos.
—Se me ocurrió a mí solo —empezó a contar—. «Culturismo extremo», lo llamo. Cuanto más jodida es la situación, mejor. Joder, si hasta tengo a la ESPN interesada en venir y echar un vistazo. Estamos hablando de pasta gansa, Luther.
—¿Y qué?
—Bueno, que se me ha ocurrido llevarme conmigo a Sammy el sábado que viene. Hacer una pequeña competición. Lo de la otra noche no fue más que una prueba.
—Vete a tomar por culo. Sammy se está entrenando para Mister Ohio del Sur.
—Eh, papá, creo que… —intervino Sammy.
—¡Tú te callas! —le grité, y me dirigí otra vez a Bobby—: Oye, ya sé lo que estás haciendo. Tu viejo era igual, siempre tocándome los huevos. Él y esa maldita sonrisa idiota suya. ¡Lárgate de mi gimnasio, hostia puta!
—¿Gimnasio? —dijo él, echando un vistazo a su alrededor—. Más bien parece una puta cárcel.
Luego dio media vuelta y salió pavoneándose como si fuera la hostia, raspándome con los dorsales la pintura del marco de la puerta.
Aquella semana aumenté la disciplina a tres sesiones diarias. Por la noche Sammy estaba tan hecho polvo que no podía ni desatarse los zapatos de tanto levantar pesas; se quedaba dormido en un rincón como un marica. Pero era la única forma que teníamos de ganar; el chaval había salido a la esmirriada de su madre, una alfeñique que no se había cansado de fumar y beber café a escondidas hasta que pilló cáncer. Me había fustigado miles de veces por no haber dejado preñada a una amazona bien gorda de huesos grandes. Aun así, con el Deca que le estaba inyectando, aquella semana Sammy consiguió aumentar cinco libras de músculo. Cada dos horas le administraba creatina, termogénicos y proteína líquida. Para desayunar le tocaba una cucharada de avena y para cenar, un filetito de pescado al horno. Por la noche le daba perchas de madera para que las mordiera. «Joder, hijo, pero si básicamente somos polvo», le decía cuando le empezaban los retortijones. «¡Ohio del Sur!», le gritaba cada vez que vomitaba.
Pero luego, al sábado siguiente, Sammy no se presentó a la sesión de las ocho. Me había pasado la tarde purgando en el cuarto de baño y se las había apañado para escaparse. Fui a la nevera a coger un frasco de Nitro y descubrí que el de Deca estaba casi vacío: ¡había para seis semanas! El mariconcillo estaba yendo a lo fácil y a lo blando, igual que había hecho siempre su madre. Hice como si nada y trabajé la espalda y los hombros; luego me di una ducha y me vestí. Sabía muy bien adonde había ido y quería pillar al cabroncete con las manos en la masa. Mi plan era patearle el culo por todo Main Street, humillarlo a saco. A Luther Colburn no lo desobedecía nadie. Los brazos me medían cincuenta y cinco centímetros y el pecho un metro cuarenta.
Para cuando llegué a la avenida, el tráfico estaba parado; joder, la caravana llegaba hasta la ruta 23. El invierno ya se había asentado y el termómetro del banco marcaba ocho grados bajo cero. Fui de un lado a otro por los callejones hasta que por fin encontré aparcamiento detrás del Miller’s Auto Parts. Lo vi nada más doblar la esquina, al idiota de mi hijo. Estaba plantado en la otra acera debajo del letrero del Mickey D, con los calzoncillos de posar y unas medias de mujer colgando de la cabeza.
El pueblo estaba revolucionado, peor todavía que la semana que montaban el Festival Agrícola. Bobby Lowe hacía una pose y a continuación Sammy se la copiaba. Todo el mundo estaba tocando la bocina y pasándose botellas y gritando gilipolleces, como si acabaran de encontrarse a Elvis cascándosela en su ducha. Y fue entonces cuando se la vi. De oreja a oreja, reluciente como en un anuncio de pasta de dientes. Nunca me había dado cuenta de que Sammy podía sonreír de aquella manera. Era como ver a su madre volver a la vida. Pero luego, justo cuando cruzaba la calle, esquivando coches y soltando palabrotas a los putos conductores, se volvió para hacer un frontal completo y se desplomó sobre la acera.
Recuerdo que me puse a darle patadas y a ordenarle que se levantara, y que algún cabrón me pegó con algo en la cabeza desde detrás. Cuando recobré el conocimiento, nos estaban arrastrando a Sammy y a mí hasta la ambulancia. Él estaba en código azul. Mientras el vehículo volaba por la carretera, con la sirena aullando y las luces parpadeando, vi cómo el enfermero intentaba salvarlo. Cuando desistió, Sammy aún sonreía.
—No puedo creerlo —le dije mientras un cacho de cristal ensangrentado me caía de la cabeza y aterrizaba sobre la esterilla de goma—. ¡Haz algo, me cago en la puta!
El enfermero le administró otra descarga con las palas del desfibrilador. Saltaron chispitas blancas de su pecho congelado. Nada.
—Dios bendito, ese chaval es el próximo Mister Ohio del Sur —dije, agarrando al hombre por la garganta—. Tiene una sonrisa capaz de derrotar a cualquiera. ¡No puede estar muerto! —Lo dejé sin aire, miré cómo le empezaban a estallar las venas de los ojos y por fin lo solté de repente—: Lo siento, pero es que es mi hijo.
—De verdad, amigo, he hecho todo lo que he podido.
—Sólo tiene dieciocho años —dije, arrodillándome junto a la camilla y acariciando el cuerpo de mi hijo muerto.
En Urgencias, un médico entró en la sala cerrada con cortinas donde me estaban cosiendo la parte de atrás de la cabeza. Me puso la mano en el hombro.
—Señor Colburn, su hijo ha sufrido un ataque al corazón. Tenía hipotermia y el colesterol a… —echó un vistazo a sus papeles— seiscientos, para ser exactos. ¿Se estaba medicando?
Negué con la cabeza.
—No, estaba más sano que un toro. Joder, ya lo ha visto usted.
—Bueno, tal vez por fuera —dijo el médico, mirándome fijamente—. Muy bien, contésteme a una cosa: ¿estaba tomando alguna clase de esteroides? Mañana nos llegará un informe toxicológico, pero ¿sabe usted algo del tema?
—Menuda chorrada. ¿Qué le hace pensar que le estaba dando a la aguja?
—Bueno, además de las marcas de pinchazos en los muslos, tiene…
—Váyase a tomar por culo —le solté, cogiendo mi abrigo.
Luego llamé a un taxi, regresé al gimnasio y estuve haciendo pesas de piernas rectas hasta perder el conocimiento. Cuando me desperté a la mañana siguiente, estaba encogido sobre la plataforma con los pantalones llenos de mierda.
Después de esa noche ya no vino nadie al gimnasio —ni siquiera el pequeño Ralph—, pero al funeral de Sammy acudió la mitad del pueblo. Enterré a mi hijo y volví a mi rutina: limpiaba el equipo todos los días, barría el suelo y hacía pesadamente mis ejercicios. Pero ya no conseguía concentrarme. Una mañana me desperté colgando boca abajo de la jaula de pesas como un murciélago, con todos los espejos cubiertos de periódicos viejos. Unas cuantas noches más tarde me zampé dos cajas de chocolatinas que encontré escondidas debajo del catre de Sammy y luego di media vuelta y me tomé una sobredosis de laxantes, una caja entera. Al día siguiente pegué un letrero de CERRADO en la puerta principal y esparcí una caja de clavos por el suelo del aparcamiento.
Al cabo de unas semanas, un domingo por la tarde de principios de febrero, la radio empezó a anunciar que se acercaba un frente frío y a aconsejar a todo el mundo que se quedara en casa. Mientras escuchaba las predicciones de récords de temperaturas bajas, la cabeza se me despejó de golpe como un cielo de primavera. Me puse un chándal viejo y me tomé unas aspirinas. Después de meter una pila de CD de Megadeth de Sammy en el equipo de música y subir el volumen al máximo, me puse a hacer series y más series y más putas series. Me pasé ocho horas seguidas levantando pesas, mi récord personal. Luego, sobre las dos de la mañana, me di una ducha hirviendo, me afeité todo el vello corporal y me engrasé de pies a cabeza.
El pueblo estaba desierto cuando entré con el coche en el aparcamiento del McDonald’s. Una capa de hielo llena de latas de cerveza y envoltorios de hamburguesas cubría el suelo. El termómetro del banco marcaba diecisiete bajo cero. Llovían piedrecitas de hielo y las luces de Navidad que seguían colgando de la tienda de Miller se encendían y se apagaban en los escaparates. Me bajé del coche y me quité la ropa. Cuando me quedé en pelotas, fui al mismo punto de la acera donde se había desplomado Sammy.
Empecé con unas cuantas poses básicas, haciéndolas despacio, para calentar un poco. Luego pasé a unas cuantas secretas en las que llevaba años trabajando y que iba a enseñarle a Sammy cuando fuera lo bastante bueno. El viento rajaba mi cuerpo desnudo como una máquina de cortar fiambre. Contemplando el termómetro del banco de la acera de enfrente, continué tragando aire helado y rezando para que Dios me diera la disciplina necesaria para hacer perfectamente todas las poses. Por fin la temperatura tocó fondo con treinta y ocho bajo cero. Mis músculos chirriaban unos contra otros como témpanos de hielo en medio del silencio frío.
Ya cerca del amanecer, levanté los brazos congelados para hacer una pose más y un fuerte estampido estremeció el valle entero. Una luz blanca explotó en mi cabeza y mi cuerpo se deshizo en un millar de pedacitos. Por fin el viento me arrastró por la calle vacía y gris como si los pedazos de mi cuerpo fueran copos de nieve sucia.