Bactine

Llevaba una temporada viviendo en Massieville con el lisiado de mi tío porque no tenía dinero y no me querían en ningún otro lado, y me pasaba la mayor parte del tiempo cambiándole el cubo de la mierda y metiéndole cigarrillos en el agujero de fumar. Cada veinticuatro horas lo limpiaba con un paño húmedo y daba la vuelta a su cuerpo roto para airearlo bien. Se había quedado inválido del todo en un accidente raro de coche y había terminado cobrando una indemnización enorme que lo condenaba a tener el dinero suficiente para pasarse vegetando el resto de su vida de mierda.

Se suponía que tenía que portarme bien —su hija incluso había insistido en que le firmara un maldito papel—, pero una madrugada me encontré con un cuelgue de tres pares de cojones en un coche desconocido, con el suelo lleno de copos de piel muerta, herramientas robadas y esos casetes de gasolinera que siempre están de oferta a 1,99 $. El conductor era un tal Jimmy, un palurdo que me llamaba «primo» todo el tiempo, aunque no recordaba cuándo lo había conocido, y mucho menos haberlo visto en las reuniones que solíamos celebrar cuando a nuestra familia todavía se le permitía entrar en los parques estatales. Pese a todo, como yo era la clase de persona que era, parece ser que le había dejado convencerme para inhalar varios botes de Bactine. Después me había puesto enfermo, y ahora tenía el cerebro como una botella de lejía helada. Mientras la nieve se arremolinaba a nuestro alrededor en el aparcamiento del Wal-Mart, me enjuagué la boca con la última cerveza de Jimmy y juré no volver a meter la cabeza en una bolsa de pan.

Un poco más tarde, sobre las tres de la mañana, terminamos en el Crispie Creme buscando a Phil, un amigo mío, a quien se suponía que le quedaban unos supositorios de Seconal de la lucha fallida que su padre había librado contra el cáncer. El Creme es el único sitio que sigue abierto en el pueblo después de que cierren los bares donde podemos encontrar a gente como nosotros, pero aquella noche solamente estaba la señora Leach, la camarera bizca que me daba grima porque una vez, en la cárcel, yo había cogido a su hijo en brazos. En aquella época, cuando iba por allí, siempre me encontraba con los cobradores de facturas y con las desventuras de mi pasado, mientras que cualquier esperanza de un futuro que mereciera la pena vivir se alejaba dando vueltas y más vueltas.

Pedimos café y nos sentamos en un reservado de un rincón, bien lejos de la señora Leach, para que no pudiera vernos. ¿Para qué preocupar a la vieja a aquellas horas de la madrugada? El local era todo ventanas y paneles de plástico y esas luces fluorescentes zumbonas que te hacen parecer un cadáver. Se oía la radio de fondo; sonaba un tema navideño rápido que sólo podía comprender la gente religiosa.

—Es la última vez que me meto algo de eso —dije—. Con el último bote me he puesto a hablar con Pedro Picapiedra.

Cogí un cigarrillo con dedos torpes y me arriesgué a encenderlo, sorprendido de no inflamarme por culpa de todos los vapores que había inhalado.

—Joder, pues yo solamente oigo las sirenas y veo esas puñeteras lucecitas idiotas. —Jimmy se echó hacia atrás un mechón de pelo acartonado. Tenía las patillas de distintas medidas y una mirada que sugería que no se le podía confiar ni una vaca lechera—. Una vez, sin embargo, estando en el autocine Torch, se me comió un pájaro gigante. —Lo dijo con mucho sentimiento, como si estuviera rememorando su primer beso o el mejor día de su vida—. El cabrón me sacó del coche como a un gusanito. Mierda, primo, ahí sí que me lo pasé bien.

La señora Leach trajo la jarra del café y dos tazas manchadas de pintalabios naranja y de huellas dactilares de chocolate. Jimmy alzó la vista hacia ella y le preguntó:

—Eh, moza, ¿cómo le va últimamente al viejo Lester?

Le hice una seña con la mano para que se callara, pero él ya lo había soltado.

—¿Leche? —fue su única respuesta.

Aunque sus ojos miraban a Jimmy, en realidad su cara me miraba a mí, de tan bizcos que los tenía. La pena, el ridículo y el turno de noche la habían convertido en una zombi que siempre derramaba el café. Le podrías haber clavado una cruz en la frente y la pobre no habría cambiado de expresión. Luego, sin esperar respuesta, dio media vuelta y regresó arrastrando los pies al reluciente mostrador, con los pantalones blancos de camarera caídos en el trasero y manchados de café y de grasa de rosquilla. Si fuera candidato a unas elecciones, ella sería justamente la clase de persona a la que atraería.

—¿Pero a ti qué coño te pasa? ¿Es que no sabes que está muerto? —le dije en voz baja, confiando en que su madre no me oyera.

—¿Quién está muerto? —preguntó Jimmy, abriendo un dedalito de plástico lleno de leche artificial—. ¿Te refieres a Lester?

—Era aquel que se colgó en la cárcel el verano pasado —le susurré, tapándome la taza con la mano mientras se le desprendía una parte de la costra roja que tenía alrededor de la boca y se le caía encima de la mesa.

—Mierda —soltó Jimmy en voz alta, dando una palmada con las manos tatuadas—. Ahora me acuerdo. —Encendió un cigarrillo y echó otra ojeada a la madre de Lester. La mujer se estaba quitando bolas de pelusa del jersey raído y las dejaba caer al suelo como si fueran bichitos aplastados—. En fin —dijo, encogiendo sus hombros esmirriados—, ¿qué le vamos a hacer? Joder, Lester y yo fuimos juntos a la escuela. —Señaló a la señora Leach con la taza—. A esa vieja arpía la conozco de toda la vida.

Luego, sin pensarlo, le dije:

—Yo estaba presente cuando lo bajaron. —Daba la impresión de que siempre estaba largando cosas que no quería largar y en cambio nunca era capaz de decir las cosas que quería decir—. Tenía una bolsa de basura atada alrededor del cuello —añadí.

Todavía podía ver a aquel joven alguacil dejando caer el enorme llavero y pidiendo refuerzos a gritos por la radio. Antes de poder frenarme, yo ya había abrazado las piernas convulsas de Lester y lo había alzado en volandas, con sus meados empapándome la camisa del uniforme penitenciario naranja. Yo estaba cumpliendo una sentencia bochornosa de diez días por robar una birria de paquete de queso, y durante un par de segundos vi el hecho de salvarlo como una oportunidad de demostrar que estaba por encima de todo aquello. Pero cuando el alguacil bajó corriendo las escaleras, me quedé confundido y perdí las fuerzas. Confié en que no lo notara nadie. El día antes Lester se había metido un lápiz por la polla. Era su gran hazaña. No olvidaré nunca cómo pataleó cuando lo solté.

—Me puedo imaginar suicidarme, pero no con una puta bolsa de basura —dijo Jimmy.

—Tú sigue esnifando ese espray lubricante y no tendrás que preocuparte por eso.

La puerta de cristal se abrió y dos mujeres corpulentas y poco agraciadas entraron con expresión de culpabilidad. Eran la clase de mujeres que, movidas por la pura soledad, terminan haciendo guarradas con chocolatinas y se despiertan con buñuelos de manzana en el pelo. Nos miraron con unas sonrisitas atrevidas que indicaban o bien estupidez o bien desesperación. Jimmy se reclinó hacia atrás en el reservado y les echó un vistazo como si fuera un jeque del desierto que estuviera comprando a una esclava en una subasta.

—Vaya, vaya, vaya —dijo.

—Ni hablar.

—Joder, llevo un mes en el dique seco. A ésa le saltaría yo la tapa de los sesos a polvos.

La mayor de las dos mujeres avanzó con andares bamboleantes y se apretó para meterse en un reservado delante del mostrador, mientras que la más joven se quedaba de pie y pedía una caja grande de rosquillas del día anterior y chocolate caliente. Iba enfundada en unos pantalones elásticos de esos que a la gente con sobrepeso habría que meterla en la cárcel por el mero hecho de llevarlos. En la cabeza llevaba una gorra de béisbol descolorida de los Reds torcida en un ángulo que, en mi lúgubre estado, me pareció que vaticinaba una aventura desdichada con un desconocido. Me imaginaba perfectamente un jardín de musgo extendiéndose despacio sobre su sepultura secreta.

—¿Quieres que hable yo con ellas? —se ofreció Jimmy, entre intentos de atraer a la más joven sacando la lengua hasta tocarse la punta de la moqueante nariz.

—No, ésas han venido por los dulces. Además, no me he follado nunca a una gorda y no pienso empezar ahora.

—¿Pero qué dices? A las gordas también les gusta follar. No me puedo creer que alguien como tú sea tan condenadamente remilgado.

—Ah, ¿y por qué no? —le pregunté, dejando la taza de café en la mesa.

—Bueno, pues por tus dientes y eso. Harías bien en follarte a la mayor. No eres precisamente Glen Campbell.

Ya me había hartado de su bocaza. Lo agarré del cuello de la camisa y lo zarandeé sobre la mesa.

—Gilipollas de mierda —le dije, retorciéndole la sucia camisa alrededor del cuello flaco—, no sabes cuándo te toca callarte, ¿verdad que no?

Lo estrangulé hasta que se le salió la lengua y luego volví a empujarlo a su asiento. Tosió y escupió un grumo de mocos espesos y venenosos sobre el linóleo gastado.

—Joder, tío, no lo decía por nada —dijo, frotándose la garganta.

—Tú ocúpate de tus asuntos, ¿vale?

Volví la cabeza y contemplé la calle nevada por la ventana, confiando en que alguien se presentara con la droga suficiente para dejarme fuera de combate. Hubo un tiempo en que prácticamente se me consideraba guapo y todo un juerguista. Las mujeres decentes me llamaban por mi nombre de verdad y las strippers del Tater Brown’s me dejaban que les encendiera los cigarrillos. Pero eso fue antes de que un cabronazo más feo que pegar a un padre llamado Tex Colburn me pillara en el Paint Creek arrancando cierta florecilla que tenía la intención de cosechar él. Para cuando me alcanzó en medio de un campo de maíz, ya estaba tan cabreado que hizo que sus muchachos me agarraran mientras me partía los dientes uno a uno con un clavo industrial que había arrancado de un poste de valla podrido. Cada vez que intentaba apartarme, me rajaba los labios. Ahora yo estaba a merced de un dentista de la seguridad social que se pasaba las horas de consulta en la clínica montándoselo con la oculista voluntaria. Ensayé una de mis antiguas sonrisas en el espejo. Pero los días de jolgorio habían tocado a su fin, y me vi sentado y mirando con cara sombría el interior de una caverna rosada y desdentada.

—Vaya, joder —dije al cabo de unos minutos, y me di la vuelta para mirar a Jimmy, que estaba derramando el azúcar del azucarero y dividiéndolo en dos líneas con una cucharilla de café—. ¿A ti qué te parece?

—Eh, yo al Phil ese o como se llame no lo conozco de nada. ¿Nos vamos a pasar la noche aquí sentados o qué?

Un reloj con forma de rosquilla señalaba las 4.20 a. m. Aunque no soportaba admitirlo, lo más seguro era que Phil estuviese desmayado en alguna parte, disfrutando del legado de su padre muerto. Me sorprendí deseando tener algún ser querido que se muriera y me dejara en herencia sus barbitúricos, pero no se me ocurría nadie que me quisiera tanto. Mi tío ya le había prometido los suyos a la cartera.

—Que se vaya a la mierda —solté, medio esperando que Jimmy esnifara los cristales blancos que había sobre la mesa.

—Siempre podemos inhalar otro bote —sugirió, con la cara casi pegada a los dos caminitos resplandecientes.

Pensé en volver a casa de mi tío, sacar aquellos tubos obstruidos, escuchar al pobre cabrón repetir las mismas historias amargas una y otra vez. Detrás de nosotros, las dos mujeronas estaban ocupadas intercambiando fantasías obscenas, haciendo ruidos de succión con la boca, mientras la pobre señora Leach dormitaba sobre sus pies azules detrás del mostrador.

—Tío, esa bazofia me deja hecho polvo —gemí, sintiendo náuseas sólo de pensar en el olor a éter.

Detectando un matiz de rendición en mi voz, Jimmy levantó la vista y me sonrió con todos sus dientes endebles y torcidos.

—Sólo tienes que pedirlo, primo.

Decidí no hacerle caso. Además, ¿qué iba a decir? Como éramos quienes éramos, ya sabía lo que íbamos a hacer. Al cabo de pocos minutos, saldríamos de aquel lugar y nos pondríamos a buscar un sitio donde aparcar el coche. Él volvería a llenar de Bactine la bolsa de plástico y yo me sentaría a escuchar cómo inhalaba todo el vapor frío hasta llenarse los pulmones. El olor de aquello me pondría enfermo y me haría bajar la ventanilla. La nieve cubriría lentamente el parabrisas. A Jimmy se le pondrían los ojos rojos y pegajosos como caramelos, y la cabeza se le desplomaría hacia atrás contra el asiento para soñar. Si tenía suerte aquella noche, tal vez viera algo que nunca había visto antes. Y luego me tocaría a mí.