Era la víspera del funeral de su primo y Del terminó en el Suds lavándose los vaqueros negros a medianoche. Eran los únicos pantalones que tenía para la ocasión. Hasta Randy, el muerto, a quien ya se la traía floja todo, tendría mejor pinta que él. La única camisa decente que llevaba en la bolsa de basura tenía estampada por toda la espalda la inscripción LA TIENDA DE CEBOS DE TROY.
Y eso no era todo. Del Murray estaba con una mujer a la que no podía quitarse de encima, por más que hiciera o dijera. Cada vez que la dejaba en la casa de acogida, lo adelantaba de regreso a su habitación, con el pastillero automático recargado y otro fardo de ropa interior limpia. Para colmo, lo ponía de los putos nervios con aquellas barritas de pescado que pillaba en el pozo sin fondo de su bolso de plástico. Estaban frías y grasientas y embadurnadas de pelusa gris. Y aunque lo más seguro era que fuera la mejor mujer con la que había estado nunca —montones de polvos salvajes, el último grito en drogas psicotrópicas y una pensión del gobierno—, le daba vergüenza que lo vieran en público con ella. Nadie que no hubiera salido alguna vez con una retrasada podía entender por lo que estaba pasando.
Del compró un paquete de jabón en una máquina expendedora que cobraba precios astronómicos, vertió la mayor parte del contenido dentro de la lavadora y se acercó al tablón de anuncios. Todas las lavanderías automáticas tenían uno, un espacio en la pared donde la gente podía vender sus trastos viejos o intercambiar a sus hijos. En aquél había un anuncio de una multitudinaria reunión cristiana en la parte más degradada del pueblo, un pasquín toscamente escrito que prometía una vida mejor, algo que Del llevaba mucho tiempo esperando con ansia. En una esquina del anuncio había una caricatura de Jesucristo flotando sobre una nube de color rosa y en la otra un diablo sanguinario sentado en una celda de la cárcel, comiéndose un plato de cráneos, cada uno de los cuales estaba etiquetado como un frasco de mermelada: YONQUI, BORRACHO, MARICÓN, PUTA, ATEO. El pasquín estaba diseñado para hacer que la típica gente que lava la ropa en un sitio público se cagara de miedo. Pero, por encima de todo, a Del le traía recuerdos: le recordaba la época en que Randy y él habían desperdiciado un año entero asistiendo a la Iglesia de Cristo en la Unión Cristiana de Shady Glen solamente para ganar un premio, una pequeña biblia roja que se había deshecho el primer día de calor. Tenían ocho años.
Varios años después de abandonar las clases de catecismo, Randy y Del se apuntaron a unos cursos de Charles Atlas por correo. Corrían los tiempos en que un chaval todavía podía cambiar el curso de su vida rellenando uno de los formularios que salían en las contraportadas de los tebeos. Hacía mucho tiempo de aquello; fue incluso muchos años antes de que naciera la Chica de las Barritas de Pescado. Todas las semanas llegaba con el correo un sobre nuevo de ejercicios, pero Del no consiguió engancharse: era necesario demasiado esfuerzo para partir por la mitad una guía telefónica. Así que lo que hizo fue robar en el Gray’s Drugstore de Meade un libro de bolsillo titulado Rojos. No le gustaba mucho leer, pero necesitaba hacer algo para matar el tiempo hasta que Randy se cansara de remodelar su cuerpo.
Del no se olvidaría nunca de Rojos. Lo debió de leer una docena de veces aquel verano. Le causó un efecto igual de poderoso que el anuncio radiofónico de la administración pública sobre aquel tipo que se había rajado el brazo con un abrelatas para poder meterse droga en la herida ensangrentada con una pajita. En el libro, un héroe atildado llamado Colé liga con dos fugitivas que se están inyectando somníferos en el Lincoln nuevo de su padre. Esto hizo que a Del se le encendiera una luz, y para cuando aquellas zorras chifladas tomaban ácido y le incendiaban el apartamento al hippie, él ya sabía exactamente cómo quería vivir la vida.
—Tío, tienes que leer esto —dijo Del, blandiendo su ejemplar de Rojos ante las narices de Randy.
Estaban escuchando un disco de Hendrix mientras Randy hacía ejercicios en pelotas plantado frente a la ventana abierta. Charles Atlas era un gran defensor de la luz del sol y del aire fresco, lo cual probablemente estaba muy bien si uno vivía en la luna, pero en este condado la niebla tóxica de la fábrica de papel hacía que todo oliera a huevos podridos. Randy ya había rayado Purple Haze y Jimi no paraba de repetir: «… While I kiss the sky… While I kiss the sky…». Mirando por la ventana por encima del hombro de Randy, Del vio pasar una nube de color marrón sucio por el cielo de Knockemstiff, la hondonada en la que vivían.
Randy echó un vistazo a la cubierta del libro, que mostraba al cuatro ojos aquel y a las dos chavalas drogadas de pie junto a un letrero de la autopista, con los pulgares colgando de los bolsillos. Soltó un soplido de asco y luego dio un trago del frasco lleno de huevos crudos que tenía junto a la cama. Se estaba tomando una docena diaria. Le chorreaba el sudor de la punta de la polla. Su estómago parecía la rejilla de ventilación de un coche.
—A ese cabrón lo podría partir yo como a un lápiz —dijo, flexionando los bíceps.
—Carajo, ese tío folla más que tú en tus putos sueños. Y no le hacen falta músculos.
—Y una mierda. A las chicas les encantan los músculos. ¿Qué pasa con el tipo al que le echan arena en la cara en la playa? —preguntó Randy.
—A ti ni siquiera te gusta nadar. Escucha, a las chicas no les importa cuántas flexiones de brazos puedas hacer. Lo único que quieren es colocarse y llevar flores en el pelo. Y tal vez robar un coche.
—Sí, y luego terminamos en la cárcel igual que tus hermanos.
—Eh, yo les supliqué que leyeran esto antes de allanar aquella gasolinera.
—¿De qué coño estás hablando? —vociferó Randy. Ya había empezado otra serie de levantamiento de piernas.
Del estiró el brazo y subió el volumen de I Dorít Live Today por encima del pedacito de cinta que el hermano de Randy, Albert, había pegado al control. Los altavoces empezaron a hacer un ruido raro, como si alguien los estuviera moliendo a golpes con una de las pesas que había tiradas en el suelo.
—Propongo que vayamos a Florida y encontremos a estas chicas —dijo Del, levantando la portada a la altura de la cara roja y llena de granos de Randy—. Aquello es como un paraíso hippie.
—Mierda, Delbert, ésa de ahí parece la hermana de alguien —gruñó Randy, justo antes de que los altavoces reventaran.
La Chica de las Barritas de Pescado se quitó la chaqueta del ejército y se aflojó el cinturón de los vaqueros relucientes; a continuación se echó en el suelo de la lavandería automática entre las bolas de pelusa y las colillas de cigarrillos y se puso a hacer estiramientos. Del supuso que en algún momento, probablemente la misma noche en que él le había mangado todo el Haldol, también le había confesado que le excitaba ver hacer gimnasia a la gente. No era una perversión sexual, sino más bien el placer que uno siente al ver cómo su mejor amigo se queda sin trabajo o cómo un rico cabrón muere en un accidente aéreo. Se preguntó qué otros secretos debía de haberle revelado. Miró cómo sus pantalones chapoteaban al otro lado del cristal de la lavadora y trató de no hacer caso de los jadeos sexuales que la Chica de las Barritas de Pescado emitía con cada uno de sus movimientos pausados. Aunque cargaba con la maldición de ciertos defectos, podía doblarse en posturas que la mayoría de la gente asociaba a los fenómenos circenses y a los contorsionistas de fama mundial. Él sabía que todo aquello formaba parte de su plan para esclavizarlo.
En el autobús de camino a Florida, Del le leyó una y otra vez a Randy los pasajes más picantes de Rojos, pero siempre evitando el final. Para cuando llegaron a Atlanta, éste ya se sabía de memoria el capítulo entero de la orgía con droga afrodisíaca en la casa abandonada de la playa. Incluso estaba convencido de que la psicótica de Dorcie iba a estar esperándolo cuando el autobús los dejara en la estación de Saint Petersburg. Después de que su primo se quedara dormido, Del fue al lavabo sigilosamente y arrancó las últimas páginas de la novela. No tenía valor para decirle a Randy que Dorcie, su pequeña reina de las agujas, se tiraba de un puente y se ahogaba cuando la policía empezaba a cercarla.
—Tengo hambre, tío —dijo Randy la mañana en que alcanzaron la frontera estatal de Florida. La carretera estaba flanqueada por hileras de naranjos. Todo olía a ambientador.
—Mira, esas naranjas parecen pelotas de baloncesto.
—No, quiero decir que estoy perdiendo masa muscular muy deprisa. Tengo que encontrar huevos.
Era cierto: parecía una muñeca de goma que acabara de pisar un clavo. Se estaba desinflando ante los ojos de Del.
—Compraremos una docena en cuanto consigamos dinero.
—¿Y cómo lo conseguiremos? —preguntó Randy, con la voz un poco quebrada—. ¿El libro explica cómo hacerlo?
—Tú no te preocupes. Este tipo te lo explica todo.
Tres días después, en Saint Petersburg, conocieron a un vendedor callejero de perritos calientes llamado Leo. El tipo estaba echando carne fresca en una plancha de acero inoxidable. El olor a morros y a ojos asándose que se elevaba del tenderete llevaba enloqueciendo a Del y a Randy desde que habían empezado a dormir debajo del embarcadero.
—Pasaos por mi casa esta noche —les dijo Leo, dándoles a los chicos un par de perritos junto con una dirección garabateada en una caja de cerillas—. Venga, comed —añadió, guiñándole un ojo a Randy.
—Eh, Del, ¿a ti ese tío te parece rarito? —le preguntó Randy más tarde. Tenía la barbilla embadurnada de mostaza seca.
—¿Y qué si lo es? No puedo volver a casa, eso es lo único que sé. Mi madre me mataría.
—¿Cuánto crees que pagará la gente por algo así?
Leo salió a la puerta con un albornoz floreado y unas zapatillas de deporte viejas y con las punteras cortadas. Tenía los pies tan hinchados que parecían erizos de mar. Vivía en una triste habitación de motel, con pisadas de alquitrán negro por la moqueta sucia y restos de arena que alguien había dejado en la bañera. Era la clase de sitio alrededor del que más adelante Del gravitaría siempre, uno de esos estercoleros donde siempre suceden cosas que nadie quiere admitir que han pasado.
—Él puede esperar fuera —dijo Leo, señalando con la cabeza a Del.
—Ni hablar —replicó Randy—. No pienso quedarme aquí solo.
—¿Qué pasa? ¿Te crees que te la voy a arrancar de un mordisco? ¿Que le voy a dar bocaditos como a una barrita de pescado? —dijo Leo, riendo—. Bueno, vale, pero dile por lo menos que se ponga en el rincón para no tener que mirarlo, gallina.
Luego le dio a Randy un ejemplar viejo y arrugado de Playboy para que lo hojeara mientras se preparaba. Estaba claro que la revista era lo que Leo entendía por preliminares, pero algún otro chaval ya les había dibujado barbitas puntiagudas a todas las mujeres desnudas.
Mientras Leo estaba en el cuarto de baño haciendo gárgaras de enjuague bucal, Randy le dio instrucciones a Del para que le atizara a aquel cabrón en la cabeza si veía sangre por alguna parte.
—Ya has oído lo que ha dicho —susurró Randy—. Joder, pero si podría ser un caníbal. —Señaló una lámpara que había junto a la cama y que tenía gaviotas azules pintadas alrededor de la pantalla amarilla. Agarró a Del de los hombros—. No la cagues.
Del se acercó a la lámpara y la desenchufó de la pared. Luego se colocó en un rincón y se puso a escuchar el océano, que quedaba a una sola manzana. Oyó a los niños chillar en la resaca de las olas y a los turistas riendo en la arena, felices. Aquel día, en el motel Sea Breeze, el mundo entero parecía más ruidoso.
—¿Qué estás pensando? —preguntó la Chica de las Barritas de Pescado.
Había terminado sus ejercicios y ahora se estaba lavando el pelo en una de las enormes cubas metálicas con lo que quedaba del detergente de Del. Llevaba la raya al medio, con un lado teñido de negro azabache y el otro de rubio platino. Parecía que tuviera dos cabezas.
—Nada —respondió Del, mirando por la ventana cómo el viento mecía suavemente el letrero del SUDS.
—Caray, menuda respuesta. Siempre dices lo mismo.
—Pues entonces no preguntes.
Alguien había trazado la inscripción TRABAJO A CAMBIO DE DROGA con un dedo tembloroso sobre la mugre de la ventana. Del se dio la vuelta, satisfecho de no haber terminado nunca tan sumamente mal.
La Chica de las Barritas de Pescado cerró el grifo y empezó a escurrirse el agua jabonosa del pelo.
—Cariño, te lo digo en serio. Lo mejor para ti sería el centro de rehabilitación Henry J. Hamilton. Es mucho papeleo, pero tengo contactos allí dentro.
—¿Qué te hace decir ese tipo de mierdas? —preguntó Del.
Encendió un cigarrillo, haciendo caso omiso a los letreros de PROHIBIDO FUMAR que colgaban por todas partes.
—Pues que eres la clase de tipo a quien le va bien en un entorno constructivo —explicó ella; parecía que estuviese recitando un poema—. Me di cuenta la primera vez que te vi. Por lo menos tendrías que probarlo.
Del decidió no hacerle caso.
—No paro de acordarme de cuando Randy y yo fuimos a Florida. En la vida he pasado tanta hambre. La cosa estaba tan mal que no salía trabajo ni pagando.
—¿Antes trabajabas? —preguntó ella en tono incrédulo.
—Bueno, entonces el mundo era distinto.
—Tengo más barritas de pescado —dijo ella, cogiendo su bolso enorme.
—Guarda esas porquerías. Hace casi treinta años de aquello.
—En el centro Henry J. Hamilton nunca se pasa hambre. Tienen actividades especiales. Wanda te lleva el control de la pensión de invalidez. Caray, si hasta hay una señora mayor que te lava la ropa. Ahora mismo podríamos estar acurrucados viendo la tele. Yo siempre le doy una barrita de pescado de propina.
—¡Escucha, ya te lo he dicho, no pienso irme a vivir a ese sitio! —gritó Del.
—Haz lo que te dé la gana. ¿Y por qué fuiste a Florida?
—No lo sé. Por un libro que leí. Supongo que puede decirse que estaba buscando una vida mejor.
—¿Y la encontraste?
—No, no era más que un condenado libro. No he vuelto a leer en mi vida.
Cuando Leo terminó con Randy, le hizo señas a Del para que lo ayudara. El viejo estaba jadeando. Del oyó cómo le crujían las rodillas al incorporarse. Hicieron un ruido como el de los corrimientos de tierras de las películas de vaqueros antiguas. En el labio tenía un goterón blanco de la lechada de Randy que parecía una babosa a la que hubieran echado sal. Se le abrió el albornoz y quedaron al descubierto unas estrías púrpuras que le surcaban la barriga inflada. Luego se tiró un pedo, se acercó al frasco de Listerine y lo vació de un trago igual que hacen los borrachos de la calle con las botellas de vino. Randy se limitó a quedarse allí plantado como un holgazán de esos que rondan las gasolineras, callado y aturdido, esperando a que llegara otro coche.
Leo sacó unas monedas de un frasco y se las echó en la mano a Randy como si estuviera espolvoreando oro dentro de una bolsita.
—¿Eso es todo? —preguntó por fin Randy, mirando las monedas de cinco, diez y veinticinco centavos.
—Ahí hay bastante dinero.
—¡Te he dejado que me la chuparas! —vociferó Randy.
—Baja la voz —le ordenó Leo—. No pago más por una cosa así. Tienes mucho que aprender. Me lo habría pasado mejor con un cacho de beicon. —Se sacó un bollo del bolsillo del albornoz y le arrancó la punta de un bocado—. Ahora coge al adefesio de tu amigo y pírate de aquí. Los chavales como vosotros no dais más que problemas.
Las migas salieron flotando por el aire como diminutos mosquitos dorados.
Randy echó un vistazo a Del y asintió con la cabeza.
—Quiero más —dijo, y Del le atizó al gordo con la lámpara en la cabeza.
La Chica de las Barritas de Pescado agarró uno de los postes metálicos donde la gente cuelga la ropa y se puso a dar vueltas en torno a él como una bailarina de strip-tease. Del echó los vaqueros empapados a la secadora y volvió a la ventana. Se quedó mirando cómo el reflejo de ella giraba cada vez más deprisa en el cristal. El pelo largo ondeaba a su espalda como una capa. Se veía a la legua que se iba a estampar contra la pared, o bien que rebotaría en una de las enormes máquinas de metal. Empezó a emitir un chillido muy agudo que sonaba como una ambulancia bajando a toda velocidad por la carretera en busca de algo que devorar a su paso. Del se apartó y esperó el inevitable trompazo. Era como estar en el Atomic Speedway en plena noche familiar, esperando que alguien la cagara y se matara para que los niños pudieran divertirse.
Poco después de que Randy ganara el trofeo de Mister Ohio, Del fue a verlo para pedirle un favor.
—Ni hablar. Nunca me devuelves nada.
Estaba reclinado en una silla detrás de un escritorio metálico gris, en el taller de coches que llevaba junto con su hermano, Albert. El enorme trofeo estaba a su espalda, en un estante.
—Ahora eres famoso —dijo Del, probando a cambiar de enfoque—. ¿Qué se siente?
—Joder, no lo sé. No me da dinero, si te refieres a eso. Ni siquiera conseguí el anuncio de Bob Evans.
No paraba de estrujar una bolita de goma con la mano. Las orejas se le doblaban cada vez que la aplastaba. Del no se lo imaginaba vendiendo hamburguesas de carne picada por la tele.
—Oye, tío, yo nunca le he contado a nadie lo que pasó en Florida, ya lo sabes.
—¡Ja! Pero si no hablas de otra cosa, Delbert. Joder, si hasta se lo contaste al sheriff Matthews.
—¿Qué me dices de doscientos? No me dejan volver a mi habitación.
—No los tengo. ¿Eres consciente de cuánto cuestan los fármacos que hacen falta para ganar un campeonato grande? Llevo más pasta en estos brazos de la que tú vas a robar en toda la vida. Mira, no quiero decirte qué tienes que hacer, pero será mejor que te pires antes de que vuelva Albert. Te tiene manía desde aquella vez que le jodiste el equipo de música.
Al final el corazón de Randy creció demasiado para su cuerpo. Era uno de esos adictos a la aguja que nunca se toman un respiro, de esos que se enganchan a crecer y crecer sin importarles las consecuencias.
—No me dejan fumar —dijo entre resuellos cuando Del lo visitó en la casa de reposo.
Éste echó un vistazo al tanque de oxígeno que había al lado de la cama. La enfermera le había dicho que Randy estaba sujeto con correas porque la medicación le hacía alucinar. Confiaba en que su primo tuviera pastillas escondidas por algún lado.
—Joder, pero si tú no fumas. ¿Qué diría de eso el señor Charles Atlas?
—Ya paso mucho del viejo Chuck. Dame hierba para fumar.
—Quizá solamente quieren que te mejores —dijo Del en tono débil.
—Y una mierda, soy hombre muerto. Dicen que tengo el corazón como una pelota de fútbol. Venga, Delbert, dame un puto cigarrillo. —Del le soltó las correas superiores y le dio su paquete—. Cuidado con la puerta. La ayudante esa es una hija de la gran puta.
Del miró cómo Randy se atragantaba con el cigarrillo y lo alternaba con bocanadas a la máscara de oxígeno.
—Eh —dijo por fin Del—, ¿te acuerdas de aquel libro que leía todo el tiempo? El de Dorcie y Colé y… Mierda, no me acuerdo de la otra.
—Holly. Se llamaba Holly. Era prácticamente virgen.
—Sí, eso mismo. Joder, no me puedo creer que te acuerdes de su nombre.
—Dorcie era una fiera, sin embargo. Joder, me gustaría haberla conocido cuando levantaba trescientos kilos en el banco de pesas. La habría partido por la mitad.
—Joder, Randy, no era más que un libro. O sea, aquella gente no era real ni nada.
—Oh, no, te equivocas, tío. Sí que lo eran. O por lo menos más reales que la mayoría de rollos. Todavía pienso en ella. ¿Qué te parece eso?
—¿Y qué pasa con el viejo? —susurró Del, acercándose a la cama—. ¿Sigues pensando en él?
—Carajo, Delbert, actúas como si fuera la única cosa que te ha pasado en toda tu puta vida. Que le jodan, a aquel viejo cabrón. A mí me parece que se lo merecía.
Del se puso de pie y empezó a dar vueltas por la habitación.
—Eh, ya que estás de pie, alcánzame esa revista de ahí —le pidió Randy.
Del echó un vistazo y vio un ejemplar antiguo de Culturismo en Ohio en el antepecho de la ventana. Traía una foto de Randy en portada. Del miró a su primo en la imagen descolorida, con una sonrisa victoriosa y las venas sobresaliéndole por todo el cuerpo. Le pasó la revista justo cuando Randy estaba dando otra calada del cigarrillo y empezaba a toser. Su tos sonaba como si alguien le estuviera haciendo trizas el pecho con un martillo. Dejó caer el cigarrillo sobre la cama, al lado de la máscara de oxígeno. De las sábanas brotó un pequeño incendio. Cuando Del agarró la jarra del agua para apagarlo, Randy le hizo señas para que se fuera.
—Lárgate de aquí, coño —le dijo con voz jadeante.
Mientras Del salía apresuradamente por la puerta, miró atrás y tuvo tiempo de ver cómo Randy rasgaba la revista y alimentaba las llamas con las fotos de sus días de gloria.
Del tenía la sensación de que iba a vivir para siempre; una sensación estupenda, sobre todo después de ver cómo su primo se suicidaba con un Marlboro. Cuando la Chica de las Barritas de Pescado terminó sus acrobacias y bajó deslizándose del poste entre jadeos, la hizo ponerse de rodillas detrás de la puerta de los aseos.
—Tú haz ver que lo estás haciendo por dinero —le ordenó en tono apremiante, desabrochándose la bragueta.
—¿Aquí?
—¿Y por qué no? Esta noche esto está desierto.
—¿Por cuánto dinero? —preguntó ella, apoyándose sobre los talones.
—No lo sé. Lo bastante para comprar un perrito caliente.
—¿Un perrito caliente?
—No mucho, unas monedas —contestó Del, colocándole las manos en el pelo mojado.
Cerró los ojos y empezó a oír el océano frente a la costa de Florida entre el ronroneo amortiguado de la secadora. Inhalando el olor a humedad de la ropa limpia, pensó en la moqueta mohosa de Leo. Se imaginó la lámpara en sus manos sudorosas, sintió su peso y vio cómo las gaviotas pasaban otra vez por la pantalla. La Chica de las Barritas de Pescado no paraba de aporrearle la entrepierna con la cara, y por un momento Del volvió a tener quince años. Iba a bordo de un autocar Greyhound en dirección al sur, leyendo aquel pasaje de Rojos en que Dorcie se inyecta barbitúricos por primera vez. Randy estaba sentado a su lado, haciendo fuerza con los pectorales para juntarlos y apremiándolo para que pasara directamente al capítulo sobre el negro llamado King Coon que dejaba rendidas a las chicas blancas con su pulgar. Luego los dos se echaban a reír y le enseñaban el pulgar a una rubia que estaba sentada al otro lado del pasillo. Cuando Del se dio cuenta de que había terminado, bajó la vista y vio que la Chica de las Barritas de Pescado sonreía. Se había olvidado de ella por completo.
Después de doblar sus vaqueros negros limpios, Del y la Chica de las Barritas de Pescado salieron del Suds y echaron a andar por la calle. Era la una de la madrugada y el aire estaba frío y húmedo por el rocío.
—Chaval, te has quedado pillado —le dijo ella—. ¿Qué era tan gracioso?
—Creo que he visto a mi primo.
—Es la primera vez que me dicen eso. ¿Has estado tomándote otra vez mi medicación?
—Bueno, te lo agradezco de todas maneras.
—De nada. Ahora haz tú algo por mí —dijo ella, abriendo el bolso.
—¿El qué?
—Ten. —Y le puso una barrita de pescado delante de las narices.
Del vaciló; a continuación agarró la barrita y le arrancó un extremo frío de un bocado. No sabía a pescado para nada, pero él se imaginó que era algo completamente distinto, igual que hace la gente devota con la oblea y el zumo de uva.
—Muy bien, ahora cierra los ojos.
Del los cerró.
—No mires.
Mientras tiraba de él por la calle, Del fingió que no sabía adónde iban. A ella le gustaba. Abriendo un poco los ojos, Del vio nubes negras y densas que avanzaban por el cielo y cubrían la luna como un solemne manto. Volvió a cerrar los ojos y se metió el resto de la barrita de pescado en la boca. De pronto estaba muy cansado. Se sentía como un trasgo harapiento tambaleándose por la pantalla de una vieja película, buscando una paz que siempre quedaba fuera de su alcance. Siguió caminando, con la Chica de las Barritas de Pescado tirando de su mano.