Gigantomaquia

Aquella noche había llovido a cántaros, y por la mañana todo lo que crecía a lo largo de la verja era de un verde húmedo y brillante, salvo el montículo marrón de aquel hormiguero. Por mucho que no hiciera más que una semana que lo habíamos allanado a lo bestia, el cabrón ya volvía a ser del tamaño de una cesta de una fanega. Parecía que nunca hubiéramos pasado por allí. Joder, si hasta habían enterrado el bloque de cemento que William había dejado plantado como monumento a sus muertos de guerra.

—Nos están provocando —dijo William, mirando las hormigas que se deslizaban por la cima del montículo empapado, reparando los daños de la tormenta, sin prestarnos ninguna atención a nosotros, sus enemigos mortales.

—¿Cómo? ¡Pero si no son más que bichos! —exclamé.

William montaba un escándalo por cualquier cosa. El mundo entero iba a por él, hasta las asclepias y los escarabajos peloteros. El culpable de todo era su padre, el señor Jenkins. En su casa no había noche que no se armara un lío de tres pares de cojones. El viejo era una especie de maníaco, y William siempre andaba con un ceño fruncido de amargado y una jaqueca que no lo debaja ni a sol ni a sombra. Antes de mudarse a la casa de al lado, yo creía que sólo tenían migraña los viejos. Siempre me estaba pidiendo que le robara aspirinas a mi madre y luego las iba chupando como si fueran caramelos para que le duraran lo más posible. Vivir con mi madre no era moco de pavo, pero comparado con lo que tenían que aguantar William y su hermana, Lucy, yo tenía, tal como decía mi tío Clarence, una puñetera flor en el culo.

—¿Has traído las cerillas? —preguntó.

La noche anterior William había accedido por fin a matar al Vietcong aquella misma semana, siempre y cuando yo llevara el fuego. Todas las noches mi madre y yo veíamos imágenes de la guerra por la tele, y me había pasado todo el maldito verano con ganas de aniquilar una aldea comunista.

Me saqué del bolsillo la caja azul de cerillas de la cocina y él se fue corriendo a buscar la botella vacía de lejía, escondida en una mata de erígeros que crecía junto a la cerca combada.

—Tenemos que andarnos con cuidado —dijo, echando un vistazo a su casa—. El viejo vuelve a estar en pie de guerra.

—Joder, ¿es que ese hombre no para nunca? —solté.

Los moratones que tenía William en los flacos brazos eran del color de un plátano pasado. Yo siempre había querido tener un padre, pero vivir al lado del señor Jenkins estaba haciendo que me lo replanteara. El mío había dejado tirada a mi madre antes de que yo naciera, y eso siempre me había avergonzado. Pero a fin de cuentas, tal vez había tenido suerte.

—Enciéndela —me ordenó, sin hacerme caso.

Metió un palo largo en la boca de la botella de lejía y lo sostuvo por encima de la cerca. Encendí una cerilla y acerqué la llama al fondo del envase hasta que prendió. Luego, mientras meneaba el palo, dejó que la botella se derritiera justo encima del hormiguero. Las gotas borboteantes de plástico blanco empezaron a caer sobre las hormigas rojas y diminutas como una tormenta de fuego.

—Mira, Theodore —dijo en tono despreocupado—, pasemos del rollo ese de Vietnam.

—Pero dijiste que podíamos…

—No lo soporto —dijo, tosiendo—. No hablas de otra cosa.

El humo tóxico ya se le estaba arremolinando en torno a la cara. Agitó la mano como si fuera un pañuelo, intentando alejar el humo del plástico.

—Vete a la mierda —contesté—. Búscate a otro al que dar órdenes.

Yo era el único niño en Knockemstiff que se dignaba a hablar con él, y sólo lo hacía porque mi madre insistía en que me comportara como un buen vecino. Siempre que le comentaba que William me trataba como a una mierda, ella levantaba la vista de lo que fuera que estuviera haciendo y me decía:

—Teddy, no tienes ni idea de lo que pasa en esa casa. Ya te lo he dicho, tú limítate a fingir que William es amigo tuyo, y antes de que te des cuenta, lo será.

Tal vez la razón de que le gustara tanto fingir era que había tenido una vida muy dura. Cuando yo era un bebé, empezó a trabajar en la planta cárnica de Greenfield, donde se pasaba el día metiendo huesos de cerdo ensangrentados en cajas. Iba por ahí apestando a carne de cerdo y con los nudillos inflados por los numerosos cortecitos que se le infectaban. Con el paso de los años, fue volviéndose una soñadora devota, y se enganchó a un tipo especial de ficción de la que me hizo prometer que no hablaría con nadie. Siempre estaba buscando al próximo personaje que me haría representar, sobre todo en las revistas de detectives baratas que cogía prestadas de Maude Speakman y que leía religiosamente todas las noches antes de acostarse.

La primera vez que lo hizo fue después de hablarme de Richard Speck a la hora de la cena, entrando en detalles sobre las ocho enfermeras muertas mientras comíamos bocadillos de salchicha ahumada y patatas fritas. Lo pintó tétrico de verdad, pero cuando me fui a dormir ya me había olvidado por completo de aquel tipo. Luego entró y se sentó a un lado de la cama; se puso a dibujarme tatuajes en los brazos con un bolígrafo y al fin me dio unas tijeras.

—Mira, Teddy, necesito que hagas algo por mí.

—¿El qué?

—¿Te acuerdas del tal Speck del que hemos estado hablando?

—¿El asesino ese tan siniestro?

—El mismo. Lo que quiero es que entres en mi dormitorio y juegues a que eres él. Un minutito nada más.

—¿Y cómo hago eso, mamá?

—No lo sé. Escupe en el suelo, por ejemplo, habla como un marinero borracho. Hazme daño pero no me lo hagas de verdad.

Aparte de las píldoras negras que a veces le proporcionaba su hermana Wanda, el miedo parecía ser lo único que la hacía sentirse viva. Y como yo tenía muchas ganas de que fuera feliz, me convertí en un experto en darle un miedo de cojones. Albert De Salvo era su psicópata favorito, y tenía una foto suya pegada con celo en el interior del armario. En ocasiones, si había tenido un día muy malo, yo salía y abría un agujero en la mosquitera de la ventana; a continuación entraba a hurtadillas y le ataba un par de medias al cuello con un nudo bien elaborado, confesándole todo el tiempo que yo era el verdadero Estrangulador de Boston.

Al principio, antes de que aquel juego se me diera bien, me daba consejos, me contaba pequeños trucos para que pudiera hacer mejor de otras personas. «Tienes que practicar ese acento», me decía. O bien: «Por el amor de Dios, Teddy, te he oído llegar a kilómetros de distancia».

Para mi madre, pues, fantasear que William era amigo mío no era nada del otro mundo; se trataba de un juego más.

Me guardé la caja de cerillas en el bolsillo y me di la vuelta para irme a casa.

—Espera, Theodore —dijo William—. ¿Por qué no decimos que son gigantes? —Estaba plantado con las piernas muy abiertas, meciendo la lejía en llamas como si fuera un incensario.

Miré cómo las hormigas, aterradas, huían de su fortaleza. La semana anterior él había insistido en que eran pigmeos africanos y me había convencido para que yo fuera Chita y él Tarzán. Y ahora esto.

—Bueno —dije—. Hay muchas clases de gigantes: King Kong, el Hombre Creciente, por ejemplo…

—Por el amor de Dios, Theodore. Esto es un tema serio. Son putos gigantes que están planeando conquistar el mundo, no estúpidos monstruos de película.

—Y entonces, ¿nosotros qué somos? —pregunté, esperanzado—. ¿Marines?

—¿Marines? —repitió con un soplido de burla—. ¿Qué va a hacer un puto marine contra una horda de gigantes? —Vi cómo alzaba la mirada al sol y fruncía los ojos—. Ya lo tengo. Somos dioses. Solamente un dios puede detener algo tan grande como esto.

Bajé la vista y miré a sus pies. Sus dedos retorcidos asomaban por las punteras de las zapatillas de tenis podridas. Las cicatrices de las piernas le relucían como piel de serpiente bajo la luz matinal. ¿Dioses? Él era lo más parecido a una persona muerta con que había jugado en mi vida.

—Lo que sea —dije, rindiéndome—. Dioses. Gigantes. Hormigas gigantes.

Sonrió y volvió a toser.

—Una vez vi la Hiroshima esa por la tele —comentó, levantando más la botella para aumentar el efecto de la salpicadura—. Tenía exactamente la misma pinta que esto.

—Y una mierda. Eso fue una bomba atómica.

—¿Y qué? ¿Qué quieres decir? —preguntó, mirándome a través de sus gruesas y sucias gafas.

—Bueno, que esto… Esto es más como el napalm. Como lo que usan en Vietnam.

El envase espumeaba como un volcán. Las hormigas ardían hasta morir por todas partes. Me imaginé sus chillidos lastimeros. Olían a pequeñas vaharadas de palomitas quemadas.

—Por Dios, ¡ya estás otra vez! —gritó.

Echó el palo hacia atrás como si fuera a tirarme la botella. Le temblaba el cuerpo entero. Una gota de plástico borboteante aterrizó en su frente, pero él ni se inmutó.

La última vez que se había excitado tanto se había clavado una azada en toda la pierna, y todo porque me había negado a admitir que mi canica azul era en realidad su canica verde.

—Muy bien —dije, rindiéndome de nuevo—. Pues entonces por lo menos podemos decir que el humo es…

—¡Radiación! —gritó—. Radiación letal. Sí, eso fue lo que hizo que las hormigas se volvieran gigantes. ¿Sabes, Theodore? No eres tan tonto.

En ese mismo momento, Lucy salió disparada de la casa. Llevaba el casco militar de mentira de William y su disfraz de vaquera, el que tenía la falda corta con lentejuelas.

—¡Tiene a mamá atrapada en el sótano! —exclamó, jadeando—. Creo que esta vez la ha matado. —Clavó una mirada lúgubre en la casa—. Bien. Quizá acabe matándonos a todos. Estaríamos mejor.

La Navidad anterior, después de mudarse, el señor Jenkins le había arreado tal paliza a su mujer que a ésta le había quedado el ojo izquierdo un poco caído, como una flor azul marchita. Yo la había visto unas cuantas veces envuelta en una sábana y mirando por la ventana de la cocina. Me recordaba a la vieja de la mecedora de Psicosis, la película favorita de mi madre.

—Eh, capullo —me dijo Lucy—. No estarás cruzando el límite, ¿verdad?

A nadie se le permitía entrar en su propiedad, y mucho menos a mí. Mi madre había llamado al sheriff cien veces para que vinieran a por el señor Jenkins, pero los gordos alguaciles no querían meterse. Ya ni siquiera salían del coche patrulla; se limitaban a encender las luces del vehículo mientras cruzaban la hondonada a toda velocidad.

William y yo bajamos la vista para comprobar que mis pies no estaban violando la ley. Lucy era como la policía secreta. Siempre se iba de la lengua. La última vez que se había chivado de su hermano, los gritos de éste se habían oído hasta en Foggy Moor.

—Vete a espiar a otro —le dijo él ahora.

—Solamente quería asegurarme —replicó ella, tirando el casco de juguete al suelo.

Luego se alejó y dio una voltereta en el aire que hizo que la falda se le levantara por encima de la cabeza. Tenía doce años; era casi una mujer para un niño de nueve. Le vi la raja bien prieta bajo las bragas blancas. Parecía el nudo de la corteza de un árbol. Quería follármela, aunque no estaba seguro de qué implicaba realmente follar. Sólo sabía que mi madre lo hacía mucho. Lo decían todos los chavales del autobús de la escuela.

—Capullo —me soltó Lucy alzando la voz cuando aterrizó.

—Qué graciosa —dije, sintiendo que se me subía el calor a la cara.

—Aliento de polla —canturreó mientras le daba una patada al casco de juguete, que salió disparado por el jardín. La chavala sabía palabrotas que a los novios de mi madre no se les habrían ocurrido ni en sueños.

—Lucy —intervino William—, ¡deja en paz a Theodore! Lo que te pasa es que estás celosa porque yo tengo un amigo y tú no.

¿Un amigo? Era la primera vez en la vida que William sugería que yo fuera otra cosa que una marioneta atontada. Quizá mi madre llevara razón: quizá lo único que uno tenía que hacer era fingir que algo era verdad y llegaba el día en que lo era, por muy fabuloso y por muy retorcido que pudiera parecer.

En ese mismo momento, salió un grito del interior de la casa, seguido de un fuerte estampido. Cuando William vio que su hermana echaba a correr hacia el porche, se volvió y me dio el palo.

—Ten. Será mejor que me vaya a casa. Apúntales a la cabeza.

—Espera, William —farfullé. Me quedé allí plantado, intentando que se me ocurriera algún comentario valiente, pero los dos sabíamos que su padre me daba un miedo de cojones. Inclinó la cabeza y me miró con impaciencia—. ¿Puedo ayudar en algo?

—Theodore —dijo, y de golpe se le dibujó una sonrisa desquiciada en la cara—, somos dioses, ¿recuerdas? Joder, podemos hacer lo que nos dé la gana.

Luego se dio la vuelta y echó a correr con valentía hacia la casa, apartando a Lucy de un empujón y desapareciendo por la puerta trasera.

Todas las hormigas estaban muertas. William había vuelto a destruir la colonia entera. Mientras caminaba por el jardín, mi madre y un tipo de patillas gruesas pararon en el camino de entrada con un descapotable de fabricación casera. Siempre pedía a sus compañeros de la planta porcina que la llevaran a casa. El tipo sujetaba el volante con una mano y le agarraba la teta con la otra. Los dos se estaban riendo. Cuando mi madre levantó la vista y me vio dirigirme hacia ellos llevando el palo chamuscado como si fuera un rifle humeante, se volvió a bajar la blusa y me saludó frenéticamente con la mano. Luego se bajó del coche a toda prisa, le dio un beso en la mejilla al tipo y entró corriendo en casa.

Esa misma noche volvió a decirme que yo era clavado a mi padre, y me pregunté si aquello también sería una ficción. Estaba tumbada en la cama, vestida con su bata de seda, y su perfume llenaba la calurosa sala de aroma a flores. Estiró la mano y apagó la lámpara que había en la mesilla de noche. Luego echó la cabeza hacia atrás y, cogiéndome la mano, guió el cuchillo de cocina hasta su garganta.

—Muy bien —me susurró, cerrando los ojos—, ¿quién quieres ser esta noche?

Su piel pálida y húmeda relucía en la penumbra, y una polilla revoloteó alrededor de la mosquitera oxidada de la ventana. Noté que el cuerpo le temblaba bajo el cuchillo fino y afilado. Fuera, un millar de grillos palpitantes me apremiaban, pero me pasé un buen rato allí plantado tratando de decidirme.

—Teddy —dije por fin, fingiendo que era verdad—. Quiero ser simplemente Teddy.