Me estaba escondiendo en el coche de Frankie Johnson, un Super Bee del 69 de color amarillo canario que tiraba que te cagas. Íbamos a saco y robábamos todo lo que pudiéramos pillar: radiocasetes y baterías de coche, gasolina y cerveza. Mi cumpleaños había sido hacía un par de días y llevaba una semana sin pasar por casa. Y aunque mi viejo se dedicaba a decirle a todo el mundo de Knockemstiff que confiaba en que yo estuviera muerto, se pasaba el día dando vueltas por las carreteras municipales con el coche, asomando la cabeza por la ventanilla y buscándome como si yo fuera un sabueso que se le hubiera perdido.
Frankie no paraba de decir que con trescientos dólares podíamos llegar a California, pero la única persona que conocíamos que pudiera tener algo que valiera tanto dinero era Wanda Wipert. Y dependiendo de a quién se estuviera follando en ese momento, si uno le robaba podía acabar durmiendo en el fondo del Hoyo de la Dinamita junto con los peces no comestibles y los neumáticos viejos. Además, la casa de mi viejo estaba justo al cruzar la carretera donde vivía ella.
—Ni hablar —dije yo. El simple hecho de hablar del tema ya me ponía los pelos de punta.
—Que les jodan —dijo Frankie—. Mierda, Bobby, pero si estaremos a cinco mil kilómetros de aquí.
Entramos en casa de Wanda por la ventana del baño. Las pisadas que dejaron nuestras botas en la porquería gris de la bañera parecían esas huellas fósiles en las rocas que, según los locos de mis primos, el diablo había plantado por todo el mundo para engañar a la gente y hacerles creer que venimos de la mierda de rana y de los monos. Al lado del lavabo había una pequeña radio sintonizada en una emisora de música country. El pinchadiscos estaba anunciando descuentos en los pavos de Acción de Gracias del Big Bear. Encontramos un par de bragas rojas hechas una bola en el suelo de linóleo y Frankie se las metió en el bolsillo de atrás del mono.
—No nos quedemos haciendo el gilipollas por aquí —susurré. Cada crujido de la vieja casa retumbaba en mi cabeza como un disparo.
El pequeño congelador de carne estaba en el pasillo, junto a la puerta del dormitorio. Dentro encontramos cuatro frascos de bombas negras —anfetas de farmacia— escondidos debajo de un paquete de fresas congeladas y de una Barbie aún en su caja. Las píldoras estaban envueltas en un papel de carnicería ensangrentado que tenía escrito SESOS DE PUERCO DE CHUCKIE a lápiz azul. Pero los sesos ya se los había comido alguien.
Wanda trabajaba en la barra del bar de Hap y vendía bombas negras para sacarse un extra. A los palurdos les encantaban porque una cápsula de tres dólares te permitía beber cuatro veces más sin estamparte contra un poste telefónico de camino a casa. Tenía una panda entera de gordas a las que se dedicaba a llevar por las clínicas de adelgazamiento de todo el sur de Ohio. Para conseguir una receta de bombas negras, lo único que tenían que hacer las gordas era subirse a la báscula y dejar que la enfermera les tomara la presión. Wanda sobornaba a las mujeres dándoles zapatillas de deporte baratas del Woolworth’s, bocadillos del Rax Roast Beef y batidos del Dairy Queen. Mi hermana mayor, Jeannette, era una de sus habituales. La única vez en la vida que la vi contenta fue a la vuelta de uno de esos viajes con Wanda para pillar una receta. Siempre volvía con manchas de mostaza en la blusa buena y algún dulce para sus dos hijos ilegítimos.
—Tal vez deberíamos dejar un frasco —sugerí.
—Ni hablar, Bobby —dijo Frankie—. Si somos listos, con estas pastis podemos llegar hasta San Francisco.
—¿Cuánto se tarda en llegar allí?
—Cinco días —respondió él, metiéndose los cuatro frascos bien adentro de los bolsillos del pantalón.
Salimos por la puerta de atrás, subimos por Slate Hill y cruzamos el bosque en dirección a Foggy Moor. Allí es donde cargamos todo en el Super Bee. La luna se elevó detrás de nosotros como una calavera plana y reluciente. Tuvimos que abrirnos paso como pudimos por entre los matorrales y el brezo durante tres kilómetros, pero por lo menos nadie podría decir que nos había visto aquella noche en la hondonada.
Cuatro frascos de bombas negras —240 píldoras— eran combustible suficiente para mandar un cubo de basura hasta Marte. Las pastillas todavía tenían hielo cuando Frankie abrió el primer frasco y me dio dos. Nuestro plan era tomarnos solamente un par, vender el resto en el pueblo y luego poner rumbo al oeste por la ruta 50. Al cabo de cuarenta y cinco minutos mi corazón era una bomba de relojería. A medianoche me estaba mordiendo la lengua de mala manera mientras escuchaba cómo Frankie, obsesionado, hablaba de tener relaciones sexuales con estrellas de cine.
—¿Qué me dices, Bobby? —me preguntó por fin—. ¿Tú qué le harías?
Frankie había estado haciendo una lista de las cosas que le quería hacer a Ali McGraw. Lo conocía de toda la vida, pero lo que acababa de decirme del mango de hacha me había pillado por sorpresa. Yo nunca había estado con una mujer, y todavía me preguntaba si era posible hacer algo así.
—Joder, no lo sé —respondí al fin encogiéndome de hombros.
Encendió otro cigarrillo con el que se estaba fumando.
—¿Te ha subido? —preguntó, mirando en mi dirección.
—Sí. ¿Por qué?
—No sé, tío. Parece que estés en otro planeta.
—Escucha, estoy pensando que quizá deberíamos devolver las píldoras, Frankie. O sea, como Wanda se entere…
—¿Tú estás mal de la puta cabeza? —Destapó el frasco y me dio un par más de cápsulas negras—. Te está bajando, Bobby, eso es todo.
Y tenía razón: dos más lo cambiaron todo. Al cabo de unos minutos, nació dentro de mí una felicidad enorme por estar escapándome a California. De pronto supe que todas las cosas chungas y jodidas que me habían pasado en la vida ya no volverían a sucederme jamás. Me acordé de la última vez que a mi padre se le habían cruzado los cables con nosotros, y todo porque mi madre le había preparado avena para el desayuno en vez de huevos. Me puse a hablar y descubrí que no podía parar. Aquella noche, mientras Frankie conducía en círculos por el distrito municipal, le conté todos los secretos de mi casa, hasta la última guarrada que nos había hecho el viejo. Y aunque, como tonto que soy, cuanto más rajaba más cabrón me sentía, para cuando salió el sol por la mañana me pareció que toda la vergüenza y el miedo que había llevado siempre dentro acababan de arder como un montón de hojas muertas.
Atropellamos al pollo tres días después de robar las píldoras. Salió de la nada. En aquel momento yo tenía las facultades al máximo. Tómate veinticinco bombas negras en tres días y sabrás de qué te hablo.
—¡Hostia! —grité cuando le oí golpear el coche.
Frankie pisó el freno a fondo y el coche derrapó hasta pararse. Me bajé de un salto. El pollo estaba aplastado contra la rejilla, con el cuello roto. Lo desprendí suavemente del cromado y lo sostuve por las bulbosas patas amarillas. En la punta del pico roto tenía una gota de sangre gorda y redonda como una perla roja.
AI salir del coche, Frankie dijo:
—¿Cómo ha llegado eso ahí? —Examinó la rejilla delantera y la limpió con la manga del abrigo. Luego se puso de rodillas y miró por debajo para ver si había desperfectos. Amaba aquel Super Bee—. Puto pollo —oí que decía.
—Puedo salvarlo.
Se puso de pie y me miró con el ceño fruncido; a continuación se tapó uno de los agujeros de la nariz con un dedo y se roció de mocos las botas de trabajo.
—Está muerto, Bobby.
Se frotó las punteras de las botas en las perneras de su mono grasiento de trabajo mientras se mordía el interior de la boca como si fuera una semilla grande y blanda. Las pupilas le brillaban igual que faros diminutos en el crepúsculo.
—Puedo salvarlo —repetí.
Sujeté el pájaro muy cerca de mi pecho y sentí cómo su calidez se diluía en el viento frío que soplaba por los campos llanos. Los granjeros ya habían recogido la cosecha. Un rastrojo de tres dedos de alto cubría el paisaje. Incluso la carretera estaba desierta. Acaricié la cabeza diminuta del pollo con el pulgar.
—Abre el maletero —dije.
Luego lo envolví con mi camisa de franela y lo dejé con cuidado encima de una rueda de recambio.
Aquella misma noche perdí la virginidad con una chica que tenía los labios finos como cuchillas y que no paraba de decirme que me diera prisa. Se apellidaba Teabottom. La vimos por primera vez saliendo del Penrod’s Grocery de Nipgen con un cartón de leche. Su pelo rojo y crespo parecía un matorral ardiéndole sobre la cabeza. Iba vestida con una camisa de trabajo azul y unas sandalias mugrientas de plástico. Tenía los pies morados del frío. De un cordel sucio que llevaba al cuello le colgaba un bolsito de cuero.
—¡Eh, nena! —le gritó Frankie mientras entraba a todo trapo con el coche en el aparcamiento de grava y le cortaba el paso.
Negociamos un canje y se subió al asiento de atrás. Frankie tiró una moneda al aire y me tocó empezar a mí. Por todo lo que había visto en las películas, creía que tenía que cogerla con ternura, pero ella fue al grano. Se subió la camisa hasta taparse la cabeza para que no pudiera besarla. El cartón de leche se reventó en el suelo y me salpicó los pies. Aquello era lo mismo que estar en un corral.
—Joder, no es Ali McGraw, pero ahora mismo me gustaría tener ese mango de hacha —me dijo Frankie la segunda vez que pasó por encima del asiento.
Por culpa de las anfetas no podíamos parar. Intentamos dejarla agotada, sobre todo por la forma desdeñosa en que nos miraba. Pero nada de lo que hiciéramos le importaba lo más mínimo, siempre y cuando le diéramos dos píldoras más cada vez que nos turnábamos. Se las iba metiendo todas en el monedero.
La tercera vez que me tocó, le pregunté por la leche. Me había empapado los calcetines.
—Era para mi bebé, capullo —me soltó. Se estaba fumando un cigarrillo y se quejaba de que estaba dolorida.
—¿Tienes un bebé?
—¿Qué pasa, que también eres sordo?
—¿Y dónde está ahora?
—Tú no te preocupes por eso —me dijo, extendiendo la mano.
Le puse dos píldoras en la palma y se tumbó en el asiento dejando escapar un gemido. Pero yo no podía parar de pensar en el bebé de aquella tipa y de preguntarme quién lo estaría cuidando mientras Frankie y yo intentábamos matar a su madre a polvos. No dejaba de imaginarme que al crío le pasaban toda clase de cosas horribles y jodidas. Cuando por fin me rendí y me salí, ella recogió un poco de la leche derramada con la mano ahuecada y se la echó en la entrepierna. Ni siquiera se molestó en volver a ponerse los vaqueros.
Cerca del amanecer, mientras iba conduciendo por un camino de grava, me pareció oír que Frankie le decía a la tal Teabottom que se la llevaría a Nashville en cuanto pudiera deshacerse de mí. Pero cuando bajé el volumen de la radio, lo único que pude oír fueron los chirridos continuos del asiento trasero. Me volví y lo vi encima de la chica con los ojos cerrados.
—Frankie —le dije.
—¿Qué?
—¿Qué pasa con California, tío? —le pregunté. Todavía no habíamos salido del condado y no habíamos vendido ni una sola píldora.
—Hostia puta, Bobby, ahora no.
Cuando por fin la dejamos marcharse, la Teabottom se largó dando tumbos con las piernas arqueadas por un jardín lleno de piezas de coche oxidadas y desperdigadas y de jaulas para perros vacías. Nos quedamos sentados en el Super Bee, mirando aturdidos cómo subía unos escalones de cemento tambaleantes y entraba en su casa. Una luz se encendió y se volvió a apagar. Encendí un cigarrillo y saqué otra bomba negra del alijo que llevaba en el bolsillo del abrigo.
—Tengo la polla como si me la hubiera estado masticando una puta tortuga —dijo Frankie.
Luego salió marcha atrás, quemando los neumáticos incluso antes de poner la primera marcha. Por encima de nosotros, el cielo negro se convertía lentamente en un mar de cera gris.
Para cuando terminó el quinto día, estábamos hechos polvo. Las anfetas ya nos corrían por las venas como si fueran agua, y el efecto no se nos pasaba. Teníamos la garganta ronca de tanto fumar y hablar; nos sangraban las encías y nos dolían las mandíbulas de tanto rechinar los dientes. Frankie le susurraba a una lata que sostenía en la mano como si fuera un micrófono, y yo luchaba a ratos para convencerme de que ésta no le contestaba. En el asiento de atrás, la leche derramada se había agriado e inundado el coche de un efluvio podrido que me hacía pensar en el bebé de la tal Teabottom.
—¿Qué pasa con California, cabrón? —dije por fin—. Joder, ya podríamos estar allí.
Él suspiró, volvió a susurrarle a la lata y finalmente la tiró por la ventanilla.
—Eh, Bobby. Puedes largarte cuando quieras. Yo no te lo impido.
Unos minutos más tarde cogimos Train Lane, un camino agrícola lleno de roderas que separaba dos campos de maíz en el límite de Knockemstiff. No importaba cuántos kilómetros viajáramos de día; de noche siempre acabábamos volviendo a la hondonada, y eso que a mí me daba un miedo de cojones encontrarme a Wanda Wipert o, peor todavía, a mi viejo. Al llegar a la rotonda del final del camino, aparcamos junto a un vertedero ilegal atiborrado de bolsas de basura, sillas rotas y neveras desechadas. El sol se estaba poniendo con un resplandor púrpura por detrás de las Mitchell Flats. El pinchadiscos volvió a anunciar los descuentos en los pavos de Acción de Gracias.
—Joder —dije—. ¿Cuántos putos días de Acción de Gracias va a haber este año?
Frankie apagó el motor y se quedó mirando al frente durante unos minutos. Luego arrancó las llaves del contacto y salió del coche. Lo observé hurgar entre la basura, apartando tablones y papeles a un lado. Por fin encontró un neumático viejo y lo hizo rodar hasta el medio de la carretera. Mientras se agachaba y empezaba a rellenarlo con papel y cartón, abrí la guantera y agarré uno de los dos frascos de bombas negras que nos quedaban. Me las guardé en la parte de arriba del calcetín y me bajé del coche:
—¿Qué haces, tío? —le pregunté.
Estaba acercando el encendedor a aquellos papeles mojados para que prendieran:
—Tengo un frío de cojones y un hambre de cojones —graznó. Los dos miramos cómo una llama diminuta empezaba a crecer dentro del neumático—. ¿Cuándo crees que fue la última vez que comimos?
—No lo sé.
—Hace una semana. Por lo menos una semana, ¿no?
—Sí. Igual sí.
Frankie caminó hasta la parte de atrás del coche, abrió el maletero y levantó al pollo. Todavía estaba envuelto en mi camisa, como si llevara una mortaja.
—Oh, mierda —dije. Busqué a tientas la píldora que me quedaba en el bolsillo del abrigo y la abrí de un mordisco—. Dame un minuto nada más, tío —añadí, tragándome los polvos amargos—. Quizá aún pueda hacer algo.
Frankie negó con la cabeza.
—¿Quieres la camisa? —me preguntó. Empezó a balancear al pollo por las patas, como si intentara hipnotizarme.
—No. Bueno, sí, supongo que sí.
—Ten, aguántame esto un momento. —Y me dio el pájaro rígido. Luego se puso a hurgar otra vez entre la basura y por fin sacó una estaca rota de la pila—. Esto funcionará —dijo para sí mismo.
Me quitó el pollo, lo dejó en el suelo y le pisó el cuello con el zapato.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté mientras me quitaba el abrigo y me volvía a poner la camisa.
—Tú mira.
Y con un movimiento rápido se agachó y le metió la estaca por el culo hasta que la punta le atravesó el pecho con un ruido crujiente.
—Me cago en la puta —grité. Estaba tan hecho mierda que me había olvidado completamente del pollo, y ahora ya no se podía hacer nada para devolverle la vida. De repente se me ocurrió otra cosa—. No irás a follártelo, ¿verdad? Porque ya te digo ahora, Frankie, que no lo voy a permitir.
—Pues no se me había ocurrido, pero no: me voy a comer a este puto bicho.
Lo levantó y lo llevó hacia el fuego. El pájaro tenía un ojo abierto que me miraba sin expresión. De la punta de la estaca colgaba una fina ristra de intestinos azules.
El neumático estaba ardiendo y un humo negro y denso se elevaba hacia la noche. El olor a caucho quemado estaba empezando a ponerme enfermo. Di un paso atrás y miré cómo Frankie sostenía el cadáver por encima de las llamas. Las plumas del pollo se rizaron y se derritieron hasta desaparecer.
—¿Ni siquiera lo vas a destripar? —le dije, acercándome.
Me devolvió la mirada y me enseñó los dientes.
—Solamente tengo que asarlo —respondió con una arcada.
Se sacó las bragas rojas de Wanda del bolsillo y se tapó la cara con ellas. El pollo empezó a reblandecerse y a resbalarse de la punta del palo, pero Frankie lo recolocó justo a tiempo. La piel crepitó y humeó y fue cogiendo un color negro. Las gotas de grasa comenzaron a salpicar el fuego. Las patas se encogieron hasta caer en las llamas.
Sin decir ni una palabra más, crucé la zanja del drenaje y me adentré en el campo blando y yermo. Me saqué el frasco de píldoras del calcetín y me lo guardé en el bolsillo. La ruta 50 estaba a tres kilómetros y eché a caminar en dirección a ella. El barro se me pegaba a las botas como cemento húmedo, y cada pocos pasos tenía que detenerme para sacudírmelo. Cuando alcé la mirada vi las luces rojas parpadeantes de un avión de línea, a muchos kilómetros sobre mi cabeza, dirigiéndose al oeste. Nunca había subido a un avión, pero ahora me imaginé a cabrones ricachos de vacaciones, a estrellas de cine que llevaban vidas hermosas. Me pregunté si desde allí arriba podrían ver el resplandor del fuego de Frankie. Me pregunté qué pensarían de nosotros.