El destino del pelo

Cuando los del pueblo lo llamaban «tarado», lo que en realidad querían decir era «solitario». O por lo menos a Daniel le gustaba fingir eso. Necesitaba el pelo largo. Sin él, no era más que un siniestro adefesio rural de Knockemstiff, Ohio: gafas de viejo, brotes de acné y un pecho de pollo esmirriado. ¿Alguna vez habéis probado a ser alguien así? Cuando tienes catorce años, es peor que estar muerto. Y es por eso por lo que cuando su viejo le serró el pelo con un cuchillo de carnicero, el mismo que usaba su madre para cortar la salchicha ahumada roja en rodajas y raspar las papadas de cerdo, fue como si le hubiera cortado también su fea cabeza.

El viejo lo había pillado en el ahumadero jugando a Romeo con Lucy, la muñeca de su hermana pequeña. Se lo estaba montando a lo grande con ella, fingiendo que era Gloria Hamlin, una animadora mocosa y dentuda que el año anterior le había escupido leche con cacao en la cafetería del instituto.

—Chaval, ésa es la muñeca de Mary —le dijo el viejo mientras abría de golpe la puerta del ahumadero. Habló en tono neutro, como si simplemente le estuviera comentando que en la radio anunciaban lluvias o que volvía a bajar el precio de los cerdos.

Para colmo, Daniel no fue capaz de parar, ni siquiera de aminorar la marcha. Atrapado en aquella luz resplandeciente del sol de julio que entraba a raudales por la puerta abierta, se encontraba en ese punto de su fantasía en que Gloria le estaba suplicando que la partiera por la mitad con su monstruo enorme y peludo. Su pobre mano no podría haberse detenido ni aunque el viejo se la hubiera cortado y la hubiera echado a los perros. Con un estremecimiento, descargó su lechada encima de la cara de plástico de Lucy, con aquella boca torcida de color naranja y aquellos ojos azules oscilantes. Luego, como si fuera una profecía, una avispa negra bajó planeando desde las vigas y aterrizó suavemente sobre el pelo rubio falso de la muñeca.

—Ésa es la muñeca de Mary —repitió el viejo, esta vez subiendo las revoluciones de la voz, que le salió cargada de estática. Se quedó allí plantado un momento, mirando la muñeca, que Daniel todavía no había soltado. La avispa empezó a forcejear para desprenderse del pelo pegajoso—. Siempre he sabido que eras un retrasado —dijo, estirando el brazo y aplastando el insecto con dos dedos callosos. Luego frunció los labios y soltó un escupitajo de jugo de tabaco marrón sobre los pies descalzos de Daniel, algo que le encantaba hacerle a toda la familia en el momento más inesperado—. Ahora súbete la bragueta y deshazte de ese trasto antes de que tu hermana lo encuentre. Ya me encargaré de ti más tarde.

Cargando con una vergüenza más, Daniel se llevó a Lucy al Black Run y la tiró a las aguas fangosas. Miró cómo se alejaba flotando más allá del cable que demarcaba su propiedad y luego volvió caminando lentamente por los campos hasta su casa prefabricada. Tal vez se estaba volviendo un maníaco sexual, igual que su tío Carl, pensó. Se imaginó en el manicomio que había sobre la colina de Athens, compartiendo una celda acolchada con el loco de su tío, intercambiando historias repugnantes sobre los viejos tiempos y discutiendo sobre quién la chupaba mejor, si Barbie o Ken.

Daniel se pasó el resto de la tarde observando con recelo cómo el viejo iba de un lado a otro con andares chulescos y un litro de vino en la mano, como si fuera el Príncipe de Knockemstiff, uno de esos charlatanes que no mostraban piedad y mataban a parientes de sangre por un saco extra de maíz. Por fin, cerca ya de la cena, llamó a Daniel desde la cocina. El resto de la familia ya estaba congregada alrededor de la mesa de formica de patas curvadas para que pudieran sacar provecho de las regias memeces del viejo. La madre de Daniel estaba sacando brillo nerviosamente a una de las mantequeras y Toadie, el hermano pequeño, no paraba de pegar la lengua a la cinta mosquitera que colgaba del techo, mientras que la hermana, Mary, estaba más tiesa que un palo delante de la ventana.

El viejo trazó un círculo con sus pasos alrededor de Daniel, rascándose la barbilla y escrutando al chico como a un cerdito premiado en la feria del condado. Por fin se detuvo y dictaminó:

—Te hace falta un buen corte de pelo, chaval.

A Daniel se le cayó el alma a los pies. Respiró hondo y se resignó a que le cortaran el pelo con las tijeras que su madre guardaba en el cajón de la cocina. Pero luego, en una maniobra sorprendente, el viejo sacó aquel cuchillo tan largo y sentó al chico de un empujón en una silla.

—Como te muevas, te arranco la cabellera como un indio —lo amenazó mientras reunía en el puño un largo mechón castaño y empezaba a serrar cerca del cuero cabelludo. Era así, su viejo: cuando todo el mundo estaba abatido, le crecía la malicia.

Fue como estar en la silla eléctrica, pensaría Daniel más adelante, aunque sin el placer de morirse, o por lo menos de celebrar la última cena. Pero con gotas de sangre salpicando el pan de maíz y pelos flotando en la sopa de alubias, ¿a quién le entraban ganas de comer?

Aquella misma noche, Toadie se acercó dando brincos a la mesa de picnic podrida que había debajo del nogal, donde su hermano mayor estaba sentado cavilando sobre el pelo y el destino del pelo. Daniel se había pasado todo el verano soñando con entrar en el autobús escolar después del día del Trabajo con la melena hasta los hombros. Se había imaginado la escena tan clara y nítida como una película, y ahora el viejo se la acababa de echar por tierra.

—Pareces una puñetera bombilla —dijo Toadie, pasándose un peine de plástico roto por sus rizos grasientos.

—Calla la boca.

—Ya eras feo antes y ahora eres feo de verdad.

—¿Quieres que te arree una tunda?

—Mary quiere que le devuelvas la muñeca —añadió el hermanito, decidido a meter el dedo en la llaga.

—Dile que se ha escapado.

—Eso no es verdad y tú lo sabes —replicó Toadie, aunque le salió una arruga en la frente, como si tratara de imaginárselo—. ¿Cómo se va a escapar Lucy?

Daniel miró al otro lado de las colinas que se alzaban a espaldas de la casa. El sol rojo se estaba hundiendo como una enorme bomba chisporroteante por detrás del cementerio de Mitchell, donde el pelo de la gente continuaba creciendo, sin que lo molestaran los cuchillos de carnicero ni los padres.

Aquella noche, tumbado en la cama escuchando al viejo soltar palabrotas a una banda de rock and roll que estaba tocando en El show de Ed Sullivan, a Daniel se le ocurrió de repente que cualquiera, incluso él, podía hacer autoestop. Ya estaba hasta las narices de peinados de palurdo y de bocadillos de manteca de cerdo y de tener que inventarse las películas mientras el viejo acaparaba la tele. Cuando Ed llamó al grupo para que saliera a tocar un bis, Daniel oyó que la botella se estrellaba contra la pared.

—Casi prefiero ver negros que escuchar esta mierda —le gritó el viejo a la tele.

El chico se pasó las manos lentamente por la cabeza, buscándose los cortecitos que le había hecho el cuchillo. Luego se dio la vuelta en la cama y empezó a planear su huida.

Unos días más tarde, caminó hasta la ruta 50 y se puso a hacer dedo. No pasó mucho rato antes de que un camión blanco que iba a toda velocidad redujera la marcha de repente hasta pararse, con un chirrido de los frenos hidráulicos y el remolque dando tumbos y brincando sobre el asfalto. El camionero se llamaba Roy el Vaquero. O por lo menos ése era el nombre que había escrito desmañadamente con cinta adhesiva negra en las portezuelas oxidadas de la cabina.

—En realidad no soy vaquero —soltó antes de que el chico llegara siquiera a acomodarse en el asiento. Mientras volvía a coger la carretera, siguió confesando que, a decir verdad, tampoco había montado nunca a caballo; que, de hecho, era alérgico al pelo de caballo—. Supongo que todo el mundo tiene que cargar con su cruz —dijo el camionero, empujando hacia atrás el sombrero negro de ala ancha sobre su cabeza redonda y sudorosa.

Roy el Vaquero iba camino de su casa, en Illinois. Era gordo y llevaba un mono de trabajo que le venía pequeño y que amenazaba con rasgarse por las costuras cada vez que el coche pillaba un bache, y los pies enfundados en unas botas de vaquero marrones y puntiagudas. Del retrovisor colgaban unas espuelas relucientes. Para compensar su alergia a los caballos, hacía otras cosas viriles de vaquero, como, por ejemplo, beber whisky barato de una botella de una pinta, masticar tabaco correoso y componer canciones a lo Marty Robbins.

Daniel no dijo nada. Consideraba que el hombre tenía el mismo derecho a hacerse llamar «vaquero» que las estrellas de las películas de la tele. El camionero continuó parloteando sobre la mejor manera de encender un fuego de campaña bajo la lluvia. De pronto a Daniel se le ocurrió que allí en la carretera uno podía ser lo que le diera la real gana. Podía inventarse una nueva biografía para cada desconocido que se ofreciera a llevarlo en coche. Podía ser boy scout sin una sola insignia, millonario sin tener donde caerse muerto y vaquero sin caballo.

—Así pues —dijo por fin Roy el Vaquero—, ¿dónde te has hecho ese corte de pelo? ¿Te lo ha hecho la poli?

—No, mi viejo.

—Carajo, debía de llevar un buen mosqueo. ¿Qué cojones le ha cabreado tanto?

Daniel vaciló, pensando en el día que había pasado en el ahumadero con Lucy, y finalmente dijo:

—Me ha pillado con su novia.

Roy el Vaquero soltó un silbido por lo bajo.

—Bueno, eso lo explica todo. Pero yo, si alguien me arranca la cabellera de esa manera, le pego un tiro como si fuera un perro, y me da igual que sea mi padre.

—No es que me faltaran ganas.

—¿O sea que te has escapado? —preguntó el camionero.

—Cuando vuelva, me va a llegar el pelo hasta las rodillas —juró el muchacho, mirando por el sucio parabrisas.

Justo cuando estaban cruzando la frontera de Indiana, Roy el Vaquero le dio un pañuelo rojo como el que llevaba él para que se lo atara al cuello.

—Así la gente pensará que trabajamos en la misma hacienda —explicó.

Luego le dio al chico una armónica para que la tocara mientras cantaba una canción que se acababa de inventar. Inflando las mejillas, Daniel se llevó el instrumento a los labios y de pronto vio un espeso grumo de jugo de tabaco que rezumaba de uno de los orificios.

—No sé tocarla —le dijo al camionero.

—Mierda, tú sóplala y ya está. Soplarla sí que sabes, ¿no?

—Sí, supongo que sí.

—No me cabe duda —dijo el gordo con una sonrisa.

—¿Cómo se llama la canción, a todo esto? —preguntó el chico, aporreando la armónica contra la rodilla en un intento de limpiarle la saliva.

—No tiene título —respondió el camionero—. Pero es la mejor puñetera canción de amor que he compuesto en la vida.

Cruzaron el extremo sur de Indiana, por entre campos de maíz soñolientos, túmulos indios remodelados y pueblos todavía decorados con banderolas caídas del Cuatro de Julio y rocas pintadas. Roy el Vaquero abrió una pinta de whisky barato y muy pronto Daniel notó la cabeza tan reblandecida como un cucurucho de papel lleno de algodón de azúcar. El camionero empezó a hablar a mil por hora y a decir que por qué no iban directamente a México. Allí podían hacerse bandoleros y esconderse en una cantina saturada de humo en compañía de un criado jovencito que los adoraría a cambio de unas migajas. Describió al joven Miguel con todo lujo de detalles, incluyendo la diminuta marca de nacimiento púrpura que tenía en el bajo vientre. Luego se sacó del mono un frasquito de plástico y agitó unas cuantas pastillas blancas.

—Ten, anda —dijo Roy el Vaquero, dándole dos a Daniel.

—¿Qué son? —preguntó éste.

—Son salvavidas de camionero. Te mantienen despierto y te ponen la polla dura como el asfalto. Los melenudos las llaman «anfetas».

Daniel recordaba haber visto una vez una foto de un adicto a las anfetas de carne y hueso en la clase de salud de la señora Kenney, en la escuela. A ella se la había mandado su hermano, que era carcelero en Kentucky. La maestra aseguraba que aquel tipo sólo tenía treinta años. La piel de su cara sonriente estaba tan tensa como la de un tambor.

—En cuanto uno empieza a tomar esa porquería, se vuelve como esos cometas espaciales que no paran nunca —advirtió la maestra ese día a la clase, mientras los alumnos se pasaban de mano en mano la foto de aquel espantajo pálido de corazón frágil.

Daniel miró las pastillas blancas que le acababa de dar el camionero, se las metió en la boca y esperó el subidón.

Roy el Vaquero era un camionero independiente, pero durante gran parte del tiempo conducía para un matadero muy grande de Illinois, repartiendo carne por toda la región metropolitana de Nueva York. En aquel trabajo había visto porquería suficiente como para dejar de comer carne casi por completo.

—Es que me rompe el corazón ver a una madre meterle un perrito caliente en la boca a su nene —le dijo a Daniel. Ahora su comida favorita era el cerdo con judías—. Me lo como directamente de la lata, como hacen los vaqueros.

Había heredado un terrenito, y cuando aquella tarde llegaron a Illinois, invitó a Daniel a pasar la noche allí.

—Desde que murió mi madre me siento muy solo en el rancho. —Le temblaba un poquito la voz.

A Daniel le había sorprendido que el paisaje no cambiara al salir de Ohio. Siempre había pensado que los demás estados eran mundos exóticos, pero de momento todo lo que estaba viendo era tan aburrido como un especial de tuba de Lawrence Welk. Entretanto, sin embargo, las pastillas y el whisky lo habían vuelto una cotorra, y antes de poder reprimirse ya le había contado a Roy el Vaquero la triste historia de Lucy y el cuchillo de carnicero.

—Pues a mí me parece de lo más picante —dijo el camionero.

Encendió la colilla de un purito negro y fino que llevaba detrás de la oreja y le soltó una nube de humo en la cara.

—Para cuando empezaran las clases ya tendría el pelo por los hombros —comentó Daniel, estremeciéndose por el subidón de las anfetas.

—A mí personalmente nunca me han gustado mucho las muñecas. Joder, es que no hacen nada, ¿sabes lo que te quiero decir?

—Mi primita tiene una que habla cuando le tiras de un cordel —dijo el chico. Se meció hacia delante y hacia atrás en el asiento, incapaz de quedarse quieto.

—Es una pena que no las vendan vivas —añadió el hombre, restregándose con el puño los ojos inyectados en sangre.

Al final Daniel y Roy el Vaquero dejaron el remolque en un aparcamiento lleno de baches que había frente a un almacén a las afueras de un pueblecito. Luego continuaron conduciendo durante otra hora más o menos, y cuando ya estaba a punto de oscurecer, el camionero se metió por un camino privado largo y solitario, flanqueado de pinos. Aparcó el camión ante una vetusta casa-caravana que tenía la palabra ponderosa pintada a espray con letras grandes y rojas en la parte delantera.

—Aquí tengo doce acres —le comentó a Daniel mientras caminaban pisoteando hierbajos hasta la caravana—. Si nos diera la gana podríamos montar un rodeo.

Subió una escalera hecha de bloques de cemento, metió la llave en la puerta y la empujó.

—No es un rancho de vacaciones, pero ya me está bien —dijo, haciendo señas al chico para que entrara.

La caravana olía como un armario lleno de malos recuerdos. Todas las ventanas estaban cerradas y la temperatura interior debía de rozar los cuarenta grados. Las paredes estaban infestadas de moscas negras. Sobre la encimera de la cocina había extendida una piel de serpiente marrón y descascarillada. Daniel miró las botellas de whisky vacías y las latas de cerdo con judías que había tiradas por el suelo. De repente lo desastrado del lugar le causó un nudo en la garganta y le hizo pensar en su casa.

Le pidió otra pastilla a Roy el Vaquero.

—Puedo pagarla —dijo Daniel, sacando unos cuantos billetes de un dólar arrugados que tenía en el bolsillo de los vaqueros.

Aquellos dieciséis dólares eran todo el dinero que le quedaba de vender moras en verano. Las había recogido en la vega de más allá del Pumpkin Center y luego había ido puerta por puerta por todo el municipio de Twin vendiéndolas por treinta céntimos la bolsa.

—Quita, socio, tu dinero no vale aquí. Todo lo mío es tuyo. —Se sacó el frasco del bolsillo lateral del mono, lo destapó, le dio dos pastillas más a Daniel y luego se dejó caer en un sofá destartalado—. ¿Podrías quitarme las botas? —le pidió al chico—. Mis pobres pies me están matando.

Daniel se puso de rodillas delante de él y se las quitó.

—¿Y por qué no también los calcetines? —dijo Roy el Vaquero.

Cuando le sacó los calcetines húmedos y sucios, casi le tiró de espaldas el olor a podrido que emanó de sus pies arrugados y morados y que llenó la sala diminuta. Le recordó al del cubo para el vómito que su madre ponía junto al sofá siempre que el viejo se iba de juerga.

—Menudo calor hace aquí dentro, ¿no? —dijo Daniel, mientras se ponía de pie y se alejaba.

—Sí, mi madre atornilló todas las puñeteras manivelas de las ventanas el primer año que salí con el camión. Pobre vieja, siempre le entraba el canguelo cuando yo no estaba. —Luego se levantó con esfuerzo del sofá y entró en la cocina—. Lo que nos hace falta aquí es cerveza fría.

La idea de beber más alcohol combinada con el olor de los pies del camionero le dio náuseas.

—Tal vez más tarde —dijo. Tenía los nervios a flor de piel; las anfetas le habían quemado el revestimiento que los cubría. Hasta la luz de la lámpara le hacía daño en los ojos.

—Bueno, ¿y por qué no te das una ducha? —le gritó el camionero desde la cocina. Daniel oyó cajones abrirse y armarios cerrarse—. Así te refrescas.

El chico entró en el cuarto de baño y vio una novelita de pistoleros en edición de bolsillo flotando en el retrete, con las páginas infladas por el agua. Sobre el linóleo azul lleno de porquería había un viejo mapa de carreteras. Vaciló un momento, pero al fin cerró la puerta hueca con pestillo y se quitó la ropa. Apartando a un lado el saco de forraje que servía de cortina de la ducha, vio que la bañera estaba cubierta de una porquería gris endurecida. Arrancó algunas páginas del mapa y cubrió la mugre del camionero con las carreteras interminables de América. No había jabón, pero se enjuagó de todas maneras con el chorro frío y se secó dándose golpecitos con una toalla acartonada y sucia de sangre que colgaba de un clavo en la pared. Luego se volvió a poner la ropa y salió a la sala de estar.

Roy el Vaquero estaba sentado en el sofá, con una lata de cerveza en la mano. Al ver a Daniel le dedicó una sonrisa desquiciada, enseñándole los dientes marrones como si fuera un perro. Destapó el frasco, se echó varias pastillas más en la boca y las hizo bajar con la cerveza.

—Mira qué he encontrado —dijo, estirando el brazo y sacando una peluca larga y rubia de una bolsa de plástico que había en el suelo.

—¿Qué coño es eso? —preguntó Daniel, apartándose de golpe.

De pronto se sentía encerrado, como si la sala fuera un ataúd y el pelo que el camionero sostenía en la mano fuera el mismo que crecía dentro de las tumbas de la colina de su pueblo.

—Oh, venga —dijo Roy el Vaquero—. Pero si estamos de coña.

—¿De quién es eso?

—Era de mi madre. Pero ya no la necesita. El cáncer se la comió por dentro. —Le ofreció la peluca a Daniel—. Vamos, pruébatela.

El chico dio otro paso atrás.

—No, mejor que no.

—Te quejabas de no tener pelo, ¿verdad? Yo sólo trato de ayudarte.

—No lo sé. Se me hace un poco raro.

—Hijo, tu padre te pilló follándote a una muñeca. Si eso no es raro, ya no sé qué lo es.

Daniel se pasó la mano por las clapas de la cabeza. Un grillo cantó en alguna parte de la sala. Echando un vistazo por la ventana, vio la oscuridad posarse sobre una tierra desconocida. Le asombraba pensar que aquella misma mañana había salido de la cama mientras sus padres seguían durmiendo y que ahora estaba a cientos de kilómetros de su casa.

—Vale —le dijo por fin al camionero.

—Así me gusta. ¿Por qué vas a ir así cuando no hace ninguna falta? —dijo el gordo, secándose el sudor de la cara roja e hinchada con la peluca—. Vale, ponte delante de ese espejo y te ayudo a colocártela. Siempre tenía que ayudar a mi madre a encajársela.

Daniel se acercó a un gran espejo ovalado que colgaba de la pared de paneles y cambió de postura nerviosamente mientras Roy el Vaquero le ponía la peluca mohosa.

—Estate quieto —le ordenó al chico, ciñéndole la banda elástica en torno al cráneo—. Tenemos que ajustarla bien, ¿verdad? —dijo, mirando por encima del hombro de Daniel y dedicándole una sonrisa en el espejo.

El chico notó que la barriga del hombre se apretaba contra él. Por fin el camionero dijo:

—No está mal. ¿Qué te parece?

La larga peluca caía en cascada por su espalda esmirriada, un enredo de rizos grandes y rubios.

—Es un poco larga, ¿no?

—Bueno, caray, pues solamente hay que darle un pequeño corte. Quédate ahí. —Roy el Vaquero se fue a toda prisa a la cocina y salió con un cuchillo de filetear mellado—. No encuentro las tijeras, pero con esto nos basta. —Agarró un mechón de pelo quebradizo entre los dedos cortos y gordezuelos—. ¿Qué te parece cortar por aquí?

—Tal vez debería hacerlo yo —respondió Daniel.

—Tú no hagas movimientos bruscos.

—Eso es lo mismo que me dijo mi padre.

—Ah, sí, me había olvidado. Carajo, yo no te voy a hacer daño. Esta puñetera cosa cuesta treinta dólares.

—Mejor.

El camionero se puso a ello, mordiéndose los labios cortados mientras segaba pedazos de la elegante peluca de su madre muerta y los dejaba caer suavemente al suelo. Al cabo de unos minutos se apartó un poco y se guardó el cuchillo en el bolsillo trasero del mono. Estiró el brazo hacia atrás para agarrar una botella de una pinta que había en la mesilla de al lado del sofá, sin apartar la vista del chico. Mientras desenroscaba el tapón, dijo:

—¿Qué me dices ahora, socio?

Daniel se quedó mirando el espejo. El pelo le caía como si fuera una tupida cortina. Se giró a un lado y al otro y se miró desde distintos ángulos. Ya no se veía las costras del cuero cabelludo ni el triángulo huesudo de la cara ni el acné que le llameaba por la piel como un incendio de maleza.

—Pues sí que cambia la cosa —dijo por fin, apartándose del espejo, con la voz convertida en un susurro.

—Joder, y tanto. Coño, no creo que haya muchas muñecas tan guapas como tú. —Tenía la cara ruborizada por el calor y le temblaba el cuerpo. Por fin se repuso respirando hondo, se acercó más y le ofreció la botella de whisky—. Venga, vamos a celebrarlo.

Daniel intentó reírse, pero era algo que siempre le había costado mucho. Nunca había tenido nada que celebrar, ni una sola vez en la vida. Dio un pequeño trago a la botella y, mientras la devolvía, sintió que la mano gorda y sudorosa del camionero tocaba la suya y se quedaba un momento allí. Y de pronto, supo que si volvía a mirarse en el espejo vería la peluca tal como era en realidad. De manera que lo que hizo fue cerrar los ojos.