Tina Elliot se marcha mañana. Boo Nesser y ella se van a vivir juntos a una caravana al lado de un yacimiento de petróleo, y yo me siento igual de mal que cuando murió mi madre. Después de hacer caja y cerrar, salgo a sentarme junto a la autocaravana donde vivo, detrás de la tienda de Maude Speakman, y me pongo hasta arriba de Blue Ribbons. Me inclino hacia delante en el asiento y vomito un poco de espuma. La garganta me arde mientras enciendo otro cigarrillo y miro cómo un enjambre de mosquitos negros se congrega sobre el vómito. Oigo a Clarence Myers montarle un número tremendo a su mujer por un cuchillo para el maíz que se ha perdido, a un par de casas de distancia, y me pregunto cuánto puede llegar a aguantar una persona. Myers lleva todo el verano dando la murga con ese machete, y yo confío en que si Juney lo termina encontrando se lo clave a su marido en toda su cara estúpida y desdentada. Un coche lleno de chavales de la hondonada no para de pasar traqueteando de un lado para otro de la carretera. Es un Chevy del 56 con la capa base de pintura, y por la manera en que están quemando los neumáticos ya veo que esta noche va a haber otro accidente por aquí.
Aunque está podrida hasta la médula, supongo que siempre he estado enamorado de Tina Elliot, desde la primera vez que le puse los ojos encima. Entró en la tienda con su madre justo cuando yo acababa de empezar a trabajar aquí, un retaco de chiquilla, y me dijo que me daba un beso si le regalaba una chocolatina Reese’s rellena de mantequilla de cacahuete. Pero aquello fue en los tiempos en que Tina no tenía edad para hacer otras cosas, y ya desde que empezó a emperifollarse para los chavales, siempre estuvo buscando a uno que se la llevara de aquí. Ojalá pudiera ser yo, de verdad; lo que pasa es que creo que no me iré nunca de la hondonada, ni siquiera por Tina. Llevo aquí toda la vida, igual que una seta pegada a un tronco podrido, y no quiero acercarme al pueblo si puedo evitarlo.
No hace mucho, me dijo que yo le recordaba a un primo que tiene en el condado de Pyke, un chaval chiflado que se pasa el día jugando con un monedero de plástico y soltándoles rollos estrafalarios a los pájaros. Sabía que estaba colocada con alguna de esas porquerías que toma Boo, pero aun así me dolió que me dijera aquello; me hizo acordarme de la vez en que mi viejo me llevó a cazar conejos. Todavía recuerdo la decepción que expresaba su cara fría y roja porque aquel día no fui capaz de apretar el gatillo en la nieve.
—Lo has echado a perder —le dijo a mi madre cuando volvimos a casa. Debió de decirle aquello a la pobre mujer mil veces antes de morirse.
En ocasiones me da miedo pensar que lo más seguro es que me pase el resto de mis días deseando haberle reventado las tripas a un conejo delante del huerto de Harry Frey cuando tenía seis años.
Por fin, sobre la medianoche, los mosquitos me obligan a esconderme en la autocaravana y me pongo a ver una película de Charlie Chan en Armchair Theater: Siempre me reconforta ver la tele de madrugada e imaginarme a toda la gente de Ohio que debe de estar viendo la misma película antigua y tal vez incluso pensando las mismas cosas. Me los imagino encogidos en el sofá de la sala de estar, mientras los pequeños sonidos solitarios de la noche se cuelan a través de las mosquiteras de las ventanas. Quizá es porque Tina se marcha mañana, pero esta noche se me hace un nudo en la garganta cuando la película termina y funde a negro y la emisora de Columbus corta la señal. Me acabo la última cerveza mientras ponen America the Beautiful y muestran la enorme bandera ondeando al viento. Luego me meto en la litera que tengo atornillada a la pared y me quedo ahí tumbado, oyendo cómo esos condenados chavales vuelven a pasar follados a bordo de su vieja cafetera.
El sol ya se está elevando por encima de Bishop Hill cuando me despierto con un asqueroso dolor de cabeza por culpa de las Blue Ribbons. Es ese puto dolor de cabeza que casi me hace desear haber seguido el consejo de mi madre y haber dejado preñada a una chica cristiana que me metiera en vereda. En la autocaravana hace mucho calor; miro afuera y veo que el termómetro de Pepsi clavado en el cobertizo ya marca veinticinco grados. Me pongo unos vaqueros sucios y una camiseta limpia y vierto agua del pozo en una vieja palangana mellada.
Después de lavarme, lleno el cubo de fregar que guardo detrás del mostrador. Hay clientes a quienes les gusta ver cómo me mojo las manos en él antes de cortarles la carne.
Le doy la vuelta a la llave de la puerta trasera y entro en el edificio de hormigón con el cubo a cuestas. Por la carretera llena de baches de enfrente pasa traqueteando un camión maderero y pienso en la suerte que tengo de no verme obligado a trabajar en el bosque con este calor. Después de encender las luces y los surtidores de gasolina, abro la puerta principal y le doy la vuelta al letrero para que diga que está abierto. El ventilador de mesa que hay detrás del cajón de madera de las golosinas hace un ruido tremendo cuando lo pongo en marcha, pero aun así lo dejo encendido. El aire levanta un poco de polvareda, ceniza de cigarrillos y un par de carcasas resecas de moscas muertas. Maude siempre me está prometiendo un ventilador nuevo, pero yo sé que no va a hacer nada hasta que el viejo se estropee del todo. Para esas cosas es más agarrada que una vieja en una moto. Saco la caja metálica gris que tenemos debajo del mostrador, escondida detrás de una pila de números antiguos de True Confessions, y me pongo a contar el dinero.
Reparto por la caja registradora cien dólares en billetes pequeños y monedas; a continuación me tomo un par de aspirinas y me agencio una punta de salchicha ahumada de la ristra que estaba cortando ayer. Encuentro una botella de RC Cola chapoteando en el hielo del fondo de la nevera de los refrescos y abro una bolsa de patatas fritas a la cebolleta. Éste es mi desayuno, y lo ha sido a lo largo de los últimos doce años salvo los domingos. Mientras meto la mano en la bolsa de patatas, se me ocurre que, aunque me fuera con Tina, lo más seguro es que siguiera comiendo lo mismo. Luego me sorprendo a mí mismo pensándolo y trato de reírme de esa idea. Es una chifladura pensar esa clase de cosas, ya lo sé, pero llevo tanto tiempo haciéndolo que me cuesta mucho evitarlo. Mi viejo me decía que vivo en un mundo de fantasía. Le quito la piel a la punta de la salchicha y la tiro a la basura. Tal vez cuando Tina se haya marchado definitivamente dejaré de desear cosas que no están a mi alcance.
Llevo trabajando en la tienda desde los dieciséis años, y ahora tengo veintiocho. Maude me contrató justo después de que mi padre perdiera las piernas en Michigan. Estaba trabajando cerca de Flat Rock con una cuadrilla de operarios en el ferrocarril de la DT&I cuando se resbaló en la nieve y lo atropelló un automotor cargado de travesaños que estaban metiendo por una vía muerta. Aunque no soportaba estar lejos de la hondonada, el ferrocarril era el trabajo mejor pagado de todos los que había tenido. Cada vez que volvía a casa para el fin de semana, hacía la misma broma: «Ese sitio es tan puñeteramente plano que no me aguanto derecho». El viejo no duró mucho después del accidente, y el mismo día que sepultamos su ataúd bajo la tierra helada dejé los estudios para ayudar a mi madre y que ésta pudiera quedarse la casita que él había comprado. Durante una temporada conseguimos mantener las cosas a flote, pero luego ella cogió cáncer y el banco acabó quedándose con la casa de todas maneras. Fue entonces cuando Maude compró la autocaravana y la instaló detrás de la tienda para que yo viviera en ella. Parece una fiambrera con ruedas. A veces no puedo evitar pensar que tiene el mismo tamaño que una celda de prisión.
Me termino el desayuno y abro un paquete de Camel. Maude me paga treinta dólares semanales y me deja pillar un paquete de pitillos al día y arramblar lo que pueda para comer. Abro a las siete de la mañana y trabajo hasta que ella decide presentarse, ya por la noche. No es una vida dura, por lo menos no como la de mi padre, pero hay días que resultan fatigosos, sobre todo cuando Maude no se digna a pasar por aquí. Para esos momentos tengo unas cuantas Blue Ribbons escondidas al fondo del refrigerador de la carne. Me da los domingos libres porque por estos pagos no sale rentable vender cigarrillos y caramelos el día del Señor. La Iglesia de Cristo en la Unión Cristiana de Shady Glen está solamente a un centenar de metros de la tienda, y todos los domingos por la mañana me despiertan los gritos y los clamores de los siervos de Dios.
A media mañana ya debo de haber atendido a una veintena de clientes: leñadores que necesitan aceite y gasolina para las sierras mecánicas; viejos que vienen a por píldoras Doan para el hígado y bizcocho de miel, y niños que cambian botellas de refresco por SweeTarts y cigarrillos. Casi todo el mundo que entra habla del dinero que va a ganar Boo en los yacimientos de petróleo. Pero luego, cuando le cuento a Henry Skiver que Floyd Bowman ha dicho que va a empezar ganando veinte dólares la hora, él me contesta: «Yo no me lo creo».
—Joder —continúa diciéndome—, pero si ese chaval de los Nesser no quiso trabajar ni en una fábrica de tartas.
Por un momento me lleno de esperanza y me imagino que a esos dos les pasan todos los desastres imaginables en cuanto llegan a Texas. Joder, hasta me imagino a Tina regresando cabizbaja y pidiéndome que la deje quedarse conmigo. Luego Henry saca el monedero y se pone a contar meticulosamente diez peniques para pagar un bollo, y yo me vuelvo a sentir abatido al acordarme de la vez en que ella me comparó con el chiflado de su primo.
Parece que va a ser un martes tranquilo, así que empiezo a abrir las cajas que el tipo de Manker’s entregó ayer. Lo compruebo todo con la factura amarilla, les estampo los precios a las latas de Spam y de sopa Campbell’s y relleno los huecos de las estanterías. Enciendo la radio y escucho cómo la señorita Sally Flowers parlotea sobre lo agradecida que se siente por esta mañana de calor pegajoso. Su rollo me cansa enseguida y cambio de emisora. El pinchadiscos pone una canción de los Monkees y canto a coro Last Train to Clarksville mientras barro el polvo al otro lado de la puerta y cambio la cinta de la trampa para moscas que cuelga encima del fogón de queroseno de la parte trasera. Y cuando meo, no aparto la vista ni un segundo de los surtidores de gasolina. Hay gente a quien le gusta girar la manecilla para robar unos litros cuando creen que no estoy mirando. Boo es uno de los peores con esa clase de tretas. Como le pillen haciéndolo en Texas, le van a partir la puta cabeza.
Al mediodía, ya me estoy preparando para tomarme un descanso y ver As the World Turns en el pequeño televisor que tengo detrás del cajón de las golosinas cuando veo que Jake Lowry se acerca desde la hondonada por el lado de la iglesia. Camina arrastrando los pies y con las manos hundidas en las profundidades del mono de trabajo remendado, como si se la estuviera cascando por encima de los bolsillos. Al cruzar la carretera le da una patada a una botella de cerveza rota que hay al borde del aparcamiento de la tienda. Casi siempre apago la tele cuando viene alguien, porque no me gusta que sepan que veo culebrones, pero lo que piense Jake me la trae floja. Desde que lo conozco no ha jugado limpio ni una sola vez, y la gente dice que es por culpa del tiempo que vivió solo en el bosque durante la segunda guerra mundial, escondiéndose de la llamada a filas. Se para ante la puerta y suelta un largo escupitajo de jugo de tabaco sobre la grava. Al entrar, la puerta mosquitera se cierra de golpe tras él, y Jake pega un salto como si alguien acabara de meterle una mazorca de maíz por el culo. Es el cabrón más desconfiado que he visto en mi vida.
Se planta ahí mascando tabaco y, con cuidado, me deja dos puntas de sílex sobre el mostrador. Abro la caja registradora y cuento unas monedas. Maude le paga cuarenta céntimos por cada una y luego va y se las vende al tal Sinclair por dos dólares. Jake nos trae seis o siete por semana, a veces más. Dejo el dinero sobre el mostrador y él me devuelve un cuarto de dólar, como siempre. Tiene las uñas sucias, largas y partidas por el medio. Abro la portezuela del refrigerador de la carne y saco una morcilla de queso de cerdo. Le gusta que le corte las lonchas bien gruesas, de manera que ajusto la máquina. Intento no pensar en que los dos comemos lo mismo todos los puñeteros días, y en qué opinaría de eso un loquero.
Llevo tantos años cortando embutidos que ya no me molesto en usar la balanza. Siempre acierto el peso exacto con un centavo o dos de margen. Le envuelvo la carne gris en un papel de carnicería y lo pego con celo, y Jake se mete el paquete en el bolsillo. A continuación se queda ahí plantado, mascando tabaco y mirando la serie de la tele. Ninguno de los dos dice ni una puta palabra en todo el rato, pero yo ya estoy acostumbrado. Jake no diría «mierda» ni aunque ésta le llenara la boca. Me estoy encendiendo un cigarrillo cuando el coche de Boo Nesser pasa zumbando por delante de la tienda y gira un poco más adelante, por el camino de la casa de la madre de Tina. De pronto vuelve a invadirme el dolor de cabeza, así que abro otra RC y me tomo dos aspirinas más.
As the World Turns está a punto de terminar cuando oigo un chirrido de neumáticos en la grava. Un Cadillac descapotable nuevo se detiene frente a los surtidores, con un hombre y una mujer en los asientos delanteros. Para cuando agarro el trapo, la mujer ya se ha bajado del coche y le está haciendo una foto al letrero que hay junto a la carretera. No es más que un letrero de la Sinclair viejo y oxidado, montado en un poste metálico, que dice con letras grandes y negras bienvenidos a knockemstiff, ohio. Maude se pasó un día entero en la trastienda repintando las letras y tratando de que quedaran bien, pero siguen estando torcidas.
El hombre sale de detrás del volante y se despereza. Debe de tener cuarenta años, es alto y flaco y lleva unos pulcros pantalones de vestir grises y una camisa blanca. De su cuello bronceado cuelga una cadena de oro. Por la manera en que sonríe cuando mira a su alrededor, me recuerda a uno de esos médicos de los culebrones.
—¿Así que esto es Knockemstiff? —dice, agitando lentamente el brazo.
El Cadillac tiene matrícula de California. No es la primera vez que vemos pasar por aquí a gente de otros estados, la mayoría viajeros perdidos, pero nunca de tan lejos.
Sigo con la mirada la mano del hombre, primero hacia el camino de tierra flanqueado de árboles polvorientos que lleva hasta lo alto de la hondonada y luego hacia la carretera irregularmente asfaltada que pasa por delante de la tienda y llega hasta la ruta 50. No hay ni un alma a la vista.
—Así es —respondo. Me hago una bola en la mano con el trapo grasiento.
—No parece gran cosa —dice el tipo. Se saca un pañuelo blanco del bolsillo trasero y se seca un poco la frente.
—Bueno, por ahí hay una iglesia. —Señalo con el trapo—. Y si sigue un poco más adelante hay un bar. Lo llaman «el bar de Hap». Y justo después hay otra tienda, pero no venden gasolina. —Me paro a pensar un momento. Detrás de mí oigo cómo la mujer dispara su cámara, pero me da miedo mirar en su dirección—. Tenemos un campo de béisbol nada más doblar el recodo, pero supongo que casi todo son casas. Está un poco disperso.
—Eso parece —dice el hombre. Se inclina, se quita una mota de polvo del empeine del reluciente zapato y luego se vuelve a incorporar—. ¿Por qué cojones lo llaman Knockemstiff? —pregunta—. Es un nombre muy agresivo para un sitio tan tranquilo.
Suspiro y busco un cigarrillo en el bolsillo, pero me he dejado el paquete dentro. Desde que empecé a trabajar para Maude me han debido de hacer esa misma pregunta treinta o cuarenta veces, pero a mí no se me da bien contar historias. Y la historia de por qué a Knockemstiff le pusieron ese nombre no tiene mucha gracia, ni siquiera cuando los viejos de por aquí se emborrachan y la cuentan. Pero esta gente ha venido desde California, y el tipo está esperando una respuesta.
—No tiene mucha historia. Supuestamente hubo dos mujeres que se pelearon por un hombre delante de esa iglesia de ahí. Una era la mujer y la otra la amante. El predicador oyó que una le iba a partir la cabeza a la otra. —Me encojo de hombros y miro al tipo—. Me imagino que al sitio todavía no le habían puesto nombre. Todo eso pasó antes de que yo naciera.
El hombre asiente con la cabeza mientras termino de hablar; a continuación me vuelvo y veo a la mujer plantada a mi lado, escribiendo algo en un cuadernito negro.
—Mi mujer es fotógrafa. Llevamos todo el verano viajando en coche por el país entero, buscando sitios como éste para ponerlos en su libro. Para ella está siendo muy emocionante.
Aparto la vista de la cara maquillada de la mujer. Lleva pantalones de vestir blancos, sandalias y una fina blusa floreada. Me pregunto si el tipo me estará tomando el pelo, riéndose de mí delante de su guapa esposa. Me cuesta imaginar por qué alguien iba a viajar expresamente para hacer una foto de Knockemstiff, o para poner esa foto en un libro, pero tampoco he podido entender nunca por qué el gobierno mandó a aquellos tipos de VISTA hace dos años para ayudar a los chavales. Miro el trapo grasiento que tengo en las manos. El pintaúñas rosa de los pies de la mujer hace juego con su pintalabios. Todas sus partes combinan perfectamente unas con otras, y yo intento recordar si alguna vez he visto algo así en la vida real.
—¿Sabía usted que hay un sitio que se llama Toad Suck? —pregunta el hombre, sonriente.
—Es un buen nombre.
—Está en Alabama. O en Arkansas, no me acuerdo. ¿Dónde estaba, Charlotte?
—En Arkansas —contesta la mujer. Manipula su cámara y saca otra lente de la bolsa de cuero que lleva colgada del hombro.
—Cuesta creer que haya gente tan pobre en este país —dice el hombre—. Viviendo en el país más rico del mundo.
Niega con la cabeza y frunce el ceño, y aunque creo que en realidad no le importa un pimiento, no puedo evitar que me recuerde al hombre de VISTA. Sonrío para mí mismo y me acuerdo de la primera vez que Gordon Biddle pasó por la tienda, con sus pantalones cortos y su sombrero flexible de paja, en busca de voluntarios para ayudar a construir un campo de béisbol. Alguien había convencido a los de la fábrica de papel del pueblo para que donasen un trocito de tierra llana que quedaba al borde de una de sus arboledas de tala. Los chavales de la hondonada se pasaron todo aquel verano trabajando como negros para él, desbrozando el campo de matorrales y piedras y alisando las zonas más agrestes con picos y palas. Gordon les prestó más atención aquel verano de la que nunca les habían prestado sus padres. Un par de veces por semana cargaba a varios de ellos en su camioneta y se los llevaba a nadar al parque natural de Hillsboro. Luego, una noche hizo las maletas y se largó sin decir adiós, y corrieron un montón de rumores estúpidos sobre él y aquel tal Russell. Al cabo de un par de semanas el gobierno mandó a otro hombre de VISTA, pero éste fue a por faena. De todo eso hace solamente dos años, pero el otro día me di cuenta de que los brezos verdes ya están invadiendo el campo de béisbol. Los columpios se han caído. No me extraña que los pobres tengamos mala fama.
El hombre carraspea y vuelvo a la realidad.
—Lo siento. ¿Quería usted gasolina?
En ese momento la mujer suelta un chillido.
—¡Dios mío, Arthur, de aquella casa de allí acaba de salir un pollo!
Está señalando la casa de Whitey Ford, que está justo al otro lado de la carretera. Desde que se le murió la mujer en primavera, el viejo siempre deja la puerta de su casa abierta, hasta de noche. Los animales y los insectos se congregan allí como gordos en una comida gratis. Hay quien opina que se le ha ido la olla del todo, pero Whitey dice que es que le hacen compañía. Joder, yo le entiendo. La mujer da un par de pasos y sigue haciendo fotos de los perros callejeros encogidos en el porche.
El hombre me mira y sonríe.
—Es una chica de ciudad.
Yo le echo un vistazo a la tienda y me pregunto qué andará haciendo Jake dentro.
—Oiga, tengo trabajo —le digo al tipo—. ¿Necesita algo?
Y él responde:
—Sí, ¿hay algún sitio por aquí donde podamos comer algo?
—Pues la verdad es que no. Yo tengo embutidos y queso. Les puedo hacer un bocadillo, si se refieren a eso.
El hombre mira mis manos sucias y luego echa una ojeada a la tienda.
—¿Y el bar ese que ha dicho usted antes?
Niego con la cabeza.
—Hap no sirve comida. Además, no creo que quiera meter usted a su mujer en ese sitio.
En ese momento la puerta se abre con un chirrido y Jake intenta pasar discretamente entre nosotros, con la cabeza gacha como un perro apaleado. Al oír el ruido, la mujer se vuelve de golpe y le saca una foto más deprisa de lo que dispara un cazador de faisanes.
Luego le dice levantando la voz:
—Disculpe…
Jake aprieta el paso, sin volverse. Me pregunto si debería pararle los pies a la mujer. Como no lo deje estar, Jake se va a cagar encima.
—Disculpe —vuelve a decir ella, todavía más fuerte.
Jake ya va prácticamente corriendo. Ella se me acerca y lo señala:
—Ese hombre —me dice en tono excitado—. ¿Puede preguntarle usted si me deja hacerle una foto antes de que se vaya?
—No lo sé, señora. Jake es un poco raro.
—Sólo una. Es perfecto.
Tiro el trapo hacia la puerta y llamo a Jake con un grito. Él se queda petrificado al borde del aparcamiento de la tienda. Correteo por la grava hasta alcanzarlo y le digo en voz baja:
—Esa señora quiere hacerte una foto.
Se me queda mirando con miedo en los ojos y luego echa un vistazo a los dos californianos.
—Yo no he hecho nada —dice. Le tiembla la voz. El jugo de tabaco le ha manchado de marrón la barba canosa.
Veo el bulto redondo que tiene en el bolsillo y me imagino que acaba de mangarme otra lata de cerdo con judías.
—Ya lo sé —le digo—. Es que se dedica a eso, Jake. A hacer fotos a la gente.
El niega con la cabeza.
—A mí eso no me gusta, Hank. —Y se aleja de nuevo. Es la primera vez en todos estos años que le oigo llamarme por mi nombre.
Vuelvo con la mujer. Le veo en la cara que está decepcionada.
—Ya me imaginaba yo que no lo haría —le digo.
Se encoge de hombros, hace una foto de la espalda de Jake y se vuelve hacia mí.
—¿Y usted? —me pregunta—. Solamente un par de fotos debajo de ese letrero…
Se me acerca un poco y me llega una vaharada tenue de su perfume. Un hilo de sudor resbala por su cuello y desaparece bajo su blusa de seda.
Miro a un lado y a otro de la carretera, pero no veo que venga ningún coche. La hondonada está muerta, todo lo que hay en ella permanece hipnotizado por el calor del mediodía.
—No sé. A mí tampoco me gustan mucho las fotos.
La última vez que me hicieron una fue en el instituto, justo antes de que se muriera el viejo. Fuimos un sábado a Meade en coche y me compró una camisa blanca y una de esas corbatas que se ponen con un clip en Elberfelds. Luego se pasó todo el camino a casa tomándome el pelo y diciéndome que parecía un pequeño predicador. Fue la última vez que nos lo pasamos bien juntos.
—Por favor… —dice la mujer.
Aunque lo que me gustaría es que esta gente se marchara, no puedo negarme.
—Muy bien, pero dese prisa. Tengo trabajo.
—Es un momento nada más.
Caminamos hasta el letrero que hay junto a la carretera. Ella me indica dónde tengo que ponerme exactamente y se aleja unos pasos. Veo que Jake se vuelve para echarnos un vistazo y aminora un poco la marcha. Luego oigo que se acerca un coche por detrás. Me vuelvo y veo aparecer el Ford verde de Boo Nesser en lo alto de la loma.
«Joder», digo para mis adentros, mirando otra vez a la mujer y confiando en que se dé un poco más de prisa. Pero el coche se detiene enseguida a mi lado con un chirrido de neumáticos sobre el asfalto. Miro fijamente al frente.
—Muy bien —dice la mujer—. Diga «Knockemstiff».
—¿Cómo?
Me aparto el pelo de los ojos. Plantado bajo el sol, empiezo a sudar las Blue Ribbons de anoche y a preocuparme por cómo huelo.
—Quiere que digas «Knockemstiff», atontado —interviene Boo.
Lleva un pañuelo rojo atado a la cabeza, con una pequeña pluma sobresaliendo por detrás. Está asomando la cabeza por la ventanilla, y bajo la luz intensa esos dientes enormes que tiene se ven igual de amarillos que flores de diente de león. Hay tres o cuatro cajas grandes de cartón atadas al techo del coche con cordel de embalar y cuerdas, y una lamparilla puesta de pie en el asiento trasero. Todo lo que poseen Tina y él, pienso. Boo me tira una colilla y se ríe cuando me aparto de un salto. Aunque no llegaré al extremo de decir que lo odio, supongo que tampoco me importaría que cayese muerto ahora mismo.
—Ya sabe, en lugar de «patata» —dice la mujer—. Pruebe a decirlo.
—Muy bien.
A continuación oigo que se abre una portezuela del Ford y que Tina rodea el coche corriendo y se planta en la hierba a mi lado. La chica no tiene ni un pelo de tonta. Lleva unos vaqueros ajustados y recortados y una camiseta holgada que se compró hace dos semanas en la feria del condado por un dólar y que dice: HÁZSELO A TU PRÓJIMO Y LUEGO LÁRGATE. Lo sé todo de ella, y me pregunto cuánto tardaré en olvidarlo.
—¿Le importa si me pongo yo también? —le pregunta a la mujer—. Puede que sea la última oportunidad de hacerme una foto con un palurdo idiota. —Tina huele a grasa de beicon y a jabón Ivory.
—¿La última oportunidad? —dice la mujer, levantando la mirada del visor—. ¿Qué quieres decir con eso? —Al principio su voz suena un poco enojada, pero luego veo que se queda mirando los pies descalzos de Tina y sonríe.
—Porque Boo y yo nos vamos a Texas —responde ésta—. Y no pensamos volver. —Su brazo roza el mío y yo siento una descarga eléctrica—. ¿A que sí, cariño? —El corazón se me empieza a acelerar.
—Ya lo creo, amorcito —dice Boo. Luego apaga el motor—. Nos largamos de este puto sitio —añade en tono risueño.
La mujer suelta una risita y echa una ojeada a su marido. Yo también me vuelvo para mirarlo. Está apoyado en el coche, con la vista clavada en el culo de Tina.
—Bueno, os aseguro que lo entiendo —le dice la mujer a Boo, sonriéndole. Vuelve a levantar la cámara y se coloca para disparar—. Muy bien, ¿listo? Digan «Knockemstiff».
—¡Knockemstiff! —grita Tina, tan fuerte que parece que las colinas le hagan eco. Luego se vuelve y me arrea un buen puñetazo en el brazo—. Venga, Hank, hostia, ni siquiera lo has intentado.
—Muy bien —digo, y hago una señal con la cabeza a la cámara—. Una vez más.
Y entonces lo decimos juntos: «¡Knockemstiff!», y casi da la impresión de que significa algo. La mujer se pone en cuclillas y hace un par de fotos más. Tina suelta una risita y yo hago lo imposible por sonreír, pero parece que mi cara no está por la labor. Mientras estoy allí de pie, al lado de la mujer que codicio, en la cabeza me zumban todas las cosas que quiero decirle antes de que se marche, y sin embargo no le digo nada de nada. Es exactamente como si estuviera siguiendo al fantasma de mi viejo por aquella huerta, sin atreverme a matar al conejo.
Y luego oigo que Boo grita:
—Venga, Tina, es hora de irse.
Y ni siquiera soy capaz de decirle adiós. Lo único que hago es apoyarme en el poste del letrero y contemplar cómo la cabeza canosa de Jake desaparece al otro lado de la loma.
Esa misma noche, a las nueve en punto, saco el dinero de la caja registradora y lo guardo en la metálica. Calculo que habré hecho más de cien dólares desde la mañana. Maude no ha venido para nada y ni siquiera me ha llamado por teléfono para ver cómo me iba, y ha sido otro puto día agotador. Me siento en la parte de atrás, junto a mi autocaravana, y miro cómo las colinas verdes se desvanecen lentamente mientras termina de apagarse la luz del día. Al cabo de un rato me quito los zapatos, abro una Blue Ribbon y enciendo un cigarrillo.
Carretera abajo, Clarence empieza otra vez a darle la murga a su mujer, y me pregunto dónde estará Tina esta noche. Pienso en el espectáculo que hemos montado delante de la tienda para esa mujer de California y en las fotos que ha hecho. Levanto la cerveza para apurar los posos y tiro la lata vacía al montón. Justo antes de marcharse, la mujer ha intentado darme un par de dólares por las molestias, pero le he dicho que mejor me mande una de esas fotos.
—Una donde salgamos la chica y yo —le he pedido, y ella ha prometido enviármela.
Cuando me llegue, la tendré todo el día colgada en la tienda para que la gente la vea. Y por la noche, la descolgaré.