El Hoyo de la Dinamita

Volvía yo de las Mitchell Flats con tres puntas de sílex en el bolsillo y una serpiente mocasín muerta y echada al cuello como si fuera la estola de una vieja cuando pillé a un chaval llamado Truman Mackey follándose a su hermana pequeña en el Hoyo de la Dinamita. Yo me había pasado toda la mañana buscando pedernales por los viejos hornos indios y ya iba camino de la tienda de Knockemstiff para canjearlos por algo de carne enlatada y galletas saladas. Maude Speakman me daba cuarenta centavos por cada punta, y luego las revendía a un tipo de Meade que le llevaba gasolina todos los martes.

Hacía un día caluroso, y mientras cruzaba el Black Run, con el agua hasta las rodillas y peleándome con las moscas verdes que se apelotonaban sobre la cabeza aplastada de la serpiente, oí un chapoteo al otro lado del recodo. Me detuve y escuché con atención un momento; luego di la vuelta y me acerqué sigilosamente al borde del hoyo enorme que una cuadrilla de construcción de carreteras había abierto en el arroyo años atrás para sacar grava del subsuelo. Sólo quería ver qué pasaba, aunque tal vez me iba a divertir con la serpiente si se trataba de aquella condenada panda de críos que habían estado tirando piedras a mi viejo autobús escolar, en el que Henry Skiver me dejaba vivir detrás de su propiedad. Antaño el padre de Henry lo utilizaba como corral de pollos, pero yo lo limpié a conciencia y al final quedó bastante bien. Últimamente, sin embargo, aquellos chavales le habían hecho tantos agujeros en el techo que cada vez que llovía era como vivir dentro de una bañera.

A punto estuve de tragarme el tabaco de mascar cuando llegué allí y vi que el chaval de los Mackey tenía a su hermana a cuatro patas en la orilla del agua y estaba tras ella en pelotas. Me aparté un poco del camino; a continuación me eché al suelo y gateé por detrás de unas matas de capulines para mirar. Mi corazón empezó a latir tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho, y tuve miedo de que oyeran todo el ruido que estaba haciendo, pero Truman y la chica se limitaron a seguir con lo suyo como si fueran las dos únicas personas que vivían por estos pagos de la tierra malvada del Señor.

Hoy en día supongo que la mayoría de la gente se moriría de hambre si tratara de vivir como vivo yo, pero ya hace años que descubrí que en este mundo no hay problema para sobrevivir siempre que no te importe qué vas a cenar. Cuando tenía diecinueve años empezaron a llamar a filas a los chavales para ir a la gran guerra contra los alemanes, y yo me pasé casi tres años escondido en las Mitchell Flats sin nada más que una navaja y un rollo de cordel que había robado del granero de Floyd Bowman. A mi viejo le dio una pataleta cuando le dije que no pensaba presentarme a filas y me soltó una retahíla de palabrotas a la cara como si yo fuera escoria.

—Jake, puto cagado de mierda, si te escapas no voy a poder mirar a la cara a la gente de aquí —me dijo, pero aun así yo me largué aquella noche.

Nunca en la vida me había alejado más de tres kilómetros de Knockemstiff, Ohio. Y aunque ha habido y todavía hay muchos días en que me arrepiento de no haber intentado convencer a mi viejo aquella noche para que viera las cosas como yo, supongo que en aquel momento marcharme parecía lo más fácil. Joder, ¿cómo le iba a decir, con todos aquellos chavales que estaban siendo reclutados y muriendo a punta de pala, que lo que me daba miedo no eran tanto los combates como irme de la hondonada?

La chica de los Mackey no debía de tener más de doce años, pero se arrimaba a su hermano como si llevara haciéndolo toda la vida. Truman tendría quince o dieciséis, y era larguirucho y flaco como esa hierba que llaman cola de caballo, igual que el fanfarrón de su padre. Se la metía y le daba unos cuantos meneos hasta que ella se retorcía de placer, y de pronto los dos se levantaban de un salto y alzaban los brazos en el aire pegajoso y gritaban: «¡Sálvame, Jesús!». Y cada vez que lo decían, se desplomaban de espaldas en el hoyo entre risas, y a continuación Truman volvía a ponérsele detrás, con el cuerpo chorreando aquella agua inmunda encima del de ella, y lo hacían de nuevo. Y por Dios, aunque mi familia nunca había sido muy religiosa, la primera vez que les oí decir aquellas palabras me dolieron casi tanto como las que me había dicho mi viejo la noche en que me fui de casa para siempre. Empecé a levantarme para salir de detrás de los matorrales, creyendo que si veían que andaba rondando por allí se marcharían a casa y tal vez se pensarían dos veces lo que estaban haciendo. Pero al final me quedé, y cuanto más rato pasaba allí tumbado mirándolos, más me convencía de que simplemente habían encontrado su propia manera de rezar, y de que quizá fuera cierto que querían que el Salvador o quien fuera bajara y perdonara sus pecados.

Cuando me largué a las marismas para esconderme del ejército, el viejo no dejó que cogiera nada más que el peto que llevaba puesto, el viejo chaquetón y la navaja. Durante tres años pasé un hambre terrible, y llegué a acostumbrarme a aquella sensación de vacío que me comía las entrañas, y que yo sé que no es ni mucho menos tan mala como otras que la gente lleva consigo. Vivía principalmente del maíz del campo, de las ardillas y los conejos a los que podía dar un garrotazo en la cabeza y de los centrarcos y los cangrejos que sacaba del Black Run. En invierno me cobijaba en un tipi hecho de gavillas de maíz, y cuando hacía buen tiempo dormía bajo un brezal o bien dentro de un tronco hueco que había tirado detrás del huerto de Harry Frey. De vez en cuando bajaba a la hondonada en plena noche e iba a casa de mi familia. Mi madre siempre estaba vigilando por si me veía, y me dejaba galletas en una bolsa detrás del ahumadero y tal vez un trozo de carne, cuando había. Ahora que lo pienso, supongo que sólo una vez en la vida he sabido lo que es tener la panza llena, y fue muy pocos años más tarde, cuando Maude me dio una salchicha ahumada bien gorda, tal como se hacían antes, que ella creía que se estaba poniendo mala. Me dijo que quizá se la podía dar al sabueso asilvestrado que se dedicaba a seguirme por aquella época, pero lo que hice yo fue comprarme una barra de pan, llevármelo todo al autobús y comer hasta caer enfermo. Debí de tardar un mes en recuperarme de aquello, y desde entonces ya no he sido capaz de comer más que un poco.

Gateé sigilosamente hasta la orilla y enseguida estuve lo bastante cerca como para que el agua me salpicara cada vez que aquellos chavales hacían su bailecito. Era una estampa hermosa, el modo en que la luz del sol bajaba flotando entre los sicómoros hasta posarse en aquella chavala y convertía todo lo que ella hacía en algo dulce y dorado. Sentí que se me ponía dura contra el suelo a través del viejo peto, y supongo que verla empujar a su hermano una y otra vez me acabó mareando un poco. Recuerdo que me llevé la serpiente mocasín muerta a los labios y la besé tal como había visto que los hombres besaban a sus mujeres de noche en el dormitorio. Tal vez fuera el calor, o tal vez se debiera a lo que estaba viendo, pero de pronto me pareció que las entrañas se me arremolinaban como una nube de tormenta.

Llevaba más o menos un año escondido en las marismas cuando una noche bajé a la hondonada con la esperanza de que me hubieran dejado unas galletas y me encontré con que mi familia se había ido. La vieja casa estaba vacía, y alguien se había llevado todas las ventanas y había arrancado las puertas de sus goznes. Habían dejado una carta en el ahumadero que decía que a mi hermano pequeño, Bill, lo habían matado en una isla perdida en el océano y que la familia se había marchado a Kentucky, que era de donde procedía originariamente mi padre. Yo ni siquiera me había enterado de que mi hermano estaba en el ejército hasta que leí aquella carta, y Bill no debía de ser mucho mayor que Truman Mackey cuando lo mataron. Me quedé allí mirando la caligrafía de mi hermana y deseé que me hubieran llevado con ellos, pero el viejo siempre había sentido predilección por Bill, y supongo que le había entristecido perder al pequeño en vez de a mí. Jamás los volví a ver, y después de aquello ya nunca me pude quitar de encima la sensación de que no era bienvenido en ninguna parte del mundo.

Ya se estaba acabando el verano cuando el ejército mandó por fin a un par de muchachos con uniformes verdes a por mí, y siempre me he preguntado si no sería mi padre quien les dijo dónde buscarme. Se les podía oír caminando pesadamente por el bosque desde un kilómetro de distancia, y cuando vi que no eran más que dos, salí y dejé que me vieran. Los obligué a pasarse el resto del día persiguiéndome como tontos de un lado a otro de las colinas, manteniéndome siempre a la distancia justa para que no pudieran alcanzarme de un tiro. Al atardecer ya vi que estaban agotados y los oí maldecir a los palurdos y los brezales, y el más gordo se puso a hablar de las panteras que salían de noche y a decir que sería mejor que se marcharan de la colina antes de que oscureciera. Pero yo todavía no tenía ganas de dejar que se largaran, así que partí la rama de un árbol justo detrás de ellos, y ambos se levantaron de un salto y empezaron a perseguirme otra vez. Y fue entonces cuando los llevé a la pequeña barranca que había estado preparando en caso de verme alguna vez en apuros.

Sin saber muy bien cómo, terminé con la chavalita de los Mackey en brazos. No espero que nadie me crea, pero fue como si la nube oscura estallara encima de mi cráneo, y de pronto abrí los ojos y allí delante tenía un ángel. Le pasé la mano por el pelo mojado y traté de tranquilizarla, pero ella no paraba de farfullar y de decirme no sé qué de su hermano. Eché un vistazo y vi a Truman con la cabeza ensangrentada y la polla todavía dura y sobresaliendo del agua como si estuviera hecha de madera labrada. Luego la chica vio la serpiente que llevaba echada al cuello y se puso a chillar tan fuerte que me dio miedo que la oyera alguien desde la carretera. Le acerqué la cabeza de la serpiente a la cara y le dije que como no se callara se la soltaba encima. Pero aquello no hizo sino que chillara más, así que al final tuve que rodearle el cuello con las manos y apretar un poco, lo justo para tranquilizarla y poder averiguar qué le había pasado al chaval. Se le puso la cara roja como una frambuesa y los ojos le dieron la vuelta hasta que solamente se le vio el blanco; a continuación la solté y le apreté la nariz contra la grava. Recuerdo que una avispa excavadora aterrizó cerca de su oreja y que yo se la aplasté contra el costado de la cabeza con la mano. Después la chica ya no me dio más problemas, y yo me bajé el peto y se la metí igual que había visto que lo hacía su hermano. Intenté obligarla a decir algunas cosas como las que había oído que aquellas mujeres les decían a sus hombres, pero ella no quería más que gimotear y llorar.

El lugar al que llevé a los soldados aquella tarde no era más que un pequeño barranco excavado por las lluvias con unas cuantas rocas de pizarra y leña muerta en el fondo. Me había pasado todo el verano atrapando serpientes mocasín y tirándolas allí abajo. Para cuando los muchachos llegaron al sitio elegido por mí, yo ya había subido trepando por el otro lado y los estaba mirando desde arriba. Como he dicho, solamente quedaba un poco de luz y ellos estaban plantados en el punto más bajo del barranco, levantando la vista para escrutarlo e intentando decidir qué hacer a continuación. Vi que uno encendía un cigarrillo, y lo tenía lo bastante cerca como para distinguir que era de los que se compran en la tienda. Luego tiré una piedra justo delante de ellos y el más flaco dijo:

—Carajo, Jesse, creo que ya tenemos a ese hijo de puta.

Treparon por los troncos muertos con los que había taponado el fondo y se metieron atropelladamente, y entonces vi que una cabrona de las gordas salía de golpe de la ladera de la colina y le daba a uno de los muchachos en toda la cara con tanta fuerza que le hacía caer de espaldas. Todavía estaba intentando arrancarse la serpiente de la mejilla cuando el otro dio media vuelta y salió corriendo y disparando con su pistola en todas direcciones.

Yo nunca se la había metido a una persona de verdad, y cuando empecé a correrme me pareció que todo lo que había vivido hasta entonces dejaba de tener importancia. Los años de penuria y de soledad salieron fluyendo de mí y se pusieron a burbujear dentro de aquella niña como un manantial que brotara de la ladera de una colina. Todavía llevaba la serpiente echada al cuello, y ahora la sostuve en alto, la agité en dirección al sol y grité «¡Jesús, sálvame!», pensando que tal vez a ella le gustaría. Pero cuando me separé la chica empezó a forcejear para largarse otra vez, y miré al chaval y vi el garrote que lo había matado flotando junto a su cabeza. Tenía los ojos muy abiertos, contemplando las gordas nubes clavadas en el cielo, y la sangre que salía de su boca estaba volviendo el agua del color del vino. Y en ese momento me di cuenta de que daba igual lo que hiciera: ya no podía detener aquello. Había una especie de rueda que giraba sola, igual que cuando aquellos muchachos me siguieron hasta el nido de las serpientes mocasín. Sostuve a la chica contra el suelo con una mano mientras intentaba coger el garrote con la otra, pero era resbaladiza como una anguila y tuve miedo de soltarla y ya no poderla atrapar. De manera que le rodeé el cuello con las dos manos y esta vez no la solté hasta que no quedó nada más que su dulce cara toda abierta como una flor púrpura y un cuerpecito flaco convertido en cera.

Después de que el muchacho del ejército se escapara aquella noche, me senté sobre la loma a escuchar cómo su amigo gemía y lloraba. De vez en cuando tiraba una piedra allí abajo, a su lado, y oía cómo las serpientes volvían a atacarlo. Alrededor de la medianoche perdió la cabeza y habló un rato con su madre. Le dijo algunas cosas que no tendría que haberle dicho, pero al fin se hizo el silencio y supe que había pasado a mejor vida. A la mañana siguiente, el que se había escapado regresó con otros hombres en un camión grande con camuflaje y debieron de vaciar cuarenta descargas de perdigón sobre la ladera del barranco antes de bajar y sacar el cuerpo del otro chico. Después de aquello me dejaron en paz y no volvieron hasta que terminó la guerra, y esa vez les dejé atraparme, porque estaba enfermo y cansado de pasarme todo el tiempo preocupado por ello. Me imaginaba que me ahorcarían o algo parecido, pero lo único que hicieron fue meterme en un hospital abarrotado de veteranos de guerra traumatizados y enloquecidos por lo que habían visto en el campo de batalla. En aquel lugar había hombres que no podían dejar de tocarse la polla y otros que se tiraban al suelo y se ponían a lamerlo hasta que la lengua les quedaba toda despellejada y ensangrentada. Estuve allí dos años, y de pronto un día me soltaron sin más y le pagaron veinte dólares al joven Henry Skiver para que fuera a buscarme y me llevara de vuelta a la hondonada.

Por fin solté a la chica y trepé por la orilla. Sé que suena raro, pero en cuanto recuperé el resuello, lo único que me pasó por la cabeza fue que quería recordar el nombre de aquella niña. La tenía justo delante de mí, boca abajo, poniéndose blanca como la nieve en medio de aquella agua fangosa, y lo que yo quería más que nada en el mundo era decir su nombre en voz alta a los sicómoros. Pero aunque había oído a su madre llamarla a gritos muchas veces desde su casa, para que fuera a cenar o a la cama, ahora no me venía su nombre la cabeza, y sin poder contenerme me eché a llorar. Me pasé un buen rato llorando, supongo que por primera vez en la vida, y todavía lloraba cuando me levanté y cargué con ella por el agua hasta el otro lado del Hoyo de la Dinamita.

En la orilla opuesta conocía una cueva donde la tierra se había hundido y donde tenía costumbre de meter el brazo para cazar tortugas. Sumergí a la niña en el agua como si la estuviera bautizando y la metí por el agujero hasta dejarla allí encajada. Luego volví atrás, cogí al chico y lo escondí bajo el agua junto con su hermana, ella en el fondo y él en la parte de delante. En lo más profundo del arroyo encontré una pila de maleza muerta y me las apañé para encajar la mayor parte enfrente de la pequeña caverna. Cuando terminé reuní la ropa de los dos, que habían dejado colgada en los matorrales, y me la escondí bajo el peto; a continuación cogí el garrote y lo arrojé al bosque. Por fin recogí la serpiente mocasín y eché a andar campo a través y luego por la carretera.

Al entrar en la hondonada pasé por delante de la casa de los Mackey y vi que la madre estaba desbrozando el huerto con la azada. Lo primero que hice fue rociar aquella ropa con queroseno y quemarla detrás del autobús. Luego desollé la serpiente y colgué la piel a secar, y cuando terminé ya estaba agotado. Me metí en el autobús, me quité el peto y me quedé dormido encima del jergón. Al despertar, vi cómo el sol se ponía detrás de las marismas y decidí que lo mejor que podía hacer era intentar fabricarme un cinturón con aquella piel de serpiente. Después abrí una lata de judías que tenía escondida y justo cuando estaba empezando a comérmelas oí que al otro lado de la colina la mujer de Mackey llamaba a gritos a sus hijos para que volvieran a casa.

Incluso en esta hondonada han cambiado muchas cosas desde entonces. Henry Skiver falleció hace un par de años, pero su vieja, Pet, me sigue dejando vivir en el autobús siempre y cuando no me acerque a su casa. Hay gente del pueblo que ha empezado a construir casas de las buenas en las marismas, y nunca se me habría ocurrido que llegaría el día en que vería a gente de la ciudad echando a las serpientes mocasín. Y el gobierno debe de haberse olvidado por completo de aquel chaval que murió mientras me buscaba, porque ahora me mandan todos los meses a un tipo de la beneficencia que viene desde Meade para asegurarse de que estoy bien. Me trae una bolsa de comida y un sobrecito con vales canjeables por alimentos, y hace mucho tiempo que no paso lo que se llama hambre.

La familia Mackey se largó de la hondonada más o menos un año después de que sus hijos desaparecieran, y jamás he oído una palabra de adónde fueron. Sigo pasando por delante de su casa siempre que tengo oportunidad, y está toda entablada y vacía, igual que la mía aquella noche en que bajé de las marismas a buscar las galletas de mi madre. La gente todavía menciona de vez en cuando a aquellos dos chavales, pero yo creo que a nadie le importan un carajo salvo a mí. A veces, cuando estoy sentado frente a la tienda de Maude, viendo pasar los coches mientras meto el dedo en un bote de algo y lo extiendo encima de unas galletas, no puedo evitar pensar en esos chicos allí en el Hoyo de la Dinamita. Me gusta imaginarme que es ahí donde juegan ahora, escondidos bajo el agua tras esas ramas muertas y podridas, donde flotan las sanguijuelas, negras y relucientes como joyas, con sus corazones diminutos latiendo. Y durante todo el tiempo que me paso pensando en ello, me digo a mí mismo: «Jesús, sálvame».