Don Emilio Santos, director de la Tabacalera, y Matías Alvear acabaron siendo grandes amigos. El director de la Tabacalera imponía por su estatura y por sus canas; en cambio, Matías Alvear tenía los ojos más vivos; todo era más expresivo en él. Cuando los domingos vestían traje de fiesta, era innegable que parecían dos auténticos señores, con mucha vida sobre sus espaldas.
Tal vez el director de la Tabacalera hubiera dejado ya un poco en el camino. Don Emilio Santos le envidiaba a Matías algo muy importante: que su hogar fuera completo. Tener una Carmen Elgazu al lado, tener dos hijos y una hija era verdaderamente un tesoro. Él, a veces, se sentía solo, algo abrumado. Su esposa estaba enterrada. El hijo mayor, en Cartagena, escribía de tarde en tarde; su consuelo era Mateo. Pero el muchacho tenía un temperamento demasiado fuerte.
Matías Alvear quería mucho a don Emilio Santos, porque en el fondo se entendía mejor con él que con Julio García. Era menos complicado, más humano. Don Emilio Santos era un artesano de la vida, Julio un científico. Lo cual no impedía que Matías continuara sintiendo por Julio una atracción especial.
Don Emilio se había empeñado en que Carmen Elgazu y Matías fueran a visitar su piso, cerca de la estación. ¿Cómo no? Aquel género de visitas encantaba a la mujer. Después de recorrer pieza por pieza, Carmen Elgazu se detuvo en la cocina con la sirvienta, de la que se sentía en cierto modo responsable, dándole consejos caseros y, sobre todo, una retahíla de recetas vascas. Entretanto, los dos hombres se quedaron en el despacho de Mateo. Matías, cerca del pájaro disecado.
Don Emilio Santos esperaba el momento para hablar con su amigo de un asunto que le quitaba el sueño. ¿Qué mejor ocasión? «Matías, quería confiarle algo que me preocupa. Mire ese retrato; y, sobre todo, la dedicatoria. Sí, Mateo quiere fundar la Falange en la ciudad». «Si me pones obstáculos te desobedeceré. Si me ocurre algo… espero que te harás cargo». «Duro lenguaje, a fe. Nunca Mateo me había hablado así. Amigo mío, nuestra época es extraña. Hay momentos en que uno no sabe si es padre de un héroe o de un monstruo».
Matías se sorprendió hasta tal extremo que al pronto no acertó a contestar nada. No sabía si don Emilio se había dado cuenta exacta de la importancia de lo dicho. ¡Falange se parecía mucho a la dinamita, sobre todo en manos de muchachos como Mateo! E introducirla en Gerona cuando lo que se necesitaba era apaciguar los ánimos le parecía una idea de loco. Lo que Mateo debía hacer era estudiar Derecho y ayudar a su padre. Lo demás, lamentable error. Matías reaccionó tanto más fuerte cuanto que desde el primer día había sentido gran simpatía por el muchacho, hasta el punto que cuando Carmen Elgazu le trajo una noche, antes de cenar, el diario de Pilar, y le hizo leer, sonriendo: «30 de noviembre. Ayer le vi y me dijo: “¡Hola, Pilar!”, y me miró de una manera distinta de otras veces…», el hombre no había podido reprimir una casi imperceptible sacudida de gozo. Habló a su amigo con toda franqueza. Le dijo que debía impedir por todos los medios que Mateo cometiera aquella insensatez. Toda su autoridad de padre debía oponerse a ello. ¡Y si su hijo de Cartagena pensaba lo mismo que Mateo, debía arreglárselas para celebrar un consejo de familia y arrancar la promesa de uno y otro! Además… Gerona era peligroso. Él era antiguo en la ciudad y sabía cómo las gastaban. En cuanto la cosa fuera tomando cuerpo…
Matías concluyó:
—Es curioso que al llegar a los veinte años los hijos nos coloquen ante problemas insolubles.
Don Emilio Santos, que le había escuchado con mucha atención, a pesar de hallarse vivamente afectado, comprendió, por el tono en que Matías pronunció estas últimas palabras, que algo ocurría también en casa de los Alvear. Y no erraba. «Héroe o monstruo». La frase le había recordado a Matías que él tenía también algo que comunicar a su amigo.
El director de la Tabacalera dijo:
—¿Por qué ha empleado usted el plural…? ¿Pasa algo con Ignacio?
Matías asintió. Nunca había hablado de ello con nadie, ni siquiera con su mujer; pero entonces era la ocasión. Su hijo era responsable de algo peor que de tener una idea loca, o de andar por las calles con dinamita en las manos. Una mujer de la vida, Canela… ¡se le llevaba el dinero, la salud, estudiaba poco y mal! Pero lo peor era la hipocresía. Por lo menos, Mateo era noble, daba la cara. Ignacio llegaba a casa, daba las buenas noches, besuqueaba a su madre como si tal cosa. Y hasta rezaba el Rosario. «Le advertí una vez, ahora seré más serio. Sí, queremos demasiado a nuestros hijos. Acabarán tomándonos el pelo, y eso no».
Don Emilio le miró. Por lo visto, cada uno llevaba su cruz.
En aquel momento apareció Carmen Elgazu en el umbral de la puerta. Los dos hombres, al verla, se levantaron. El director de la Tabacalera admiraba mucho a la esposa de Matías. Ahora su presencia disipó los pensamientos sombríos que le embargaban.
La mujer dijo, sonriendo:
—Bueno, ¿qué te parece que si nos fuéramos, Matías?
—No se vayan, no se vayan aún —rogó don Emilio Santos—. Orencia les preparará algo, una taza de café.
Carmen Elgazu sonrió.
—¡Pues mire por dónde! Orencia y yo ya nos lo hemos tomado en la cocina.
Don Emilio Santos soltó una carcajada y la felicitó por la idea.
De repente, Carmen Elgazu, que rodaba sus ojos por el despacho, vio el retrato de José Antonio Primo de Rivera.
—¿Quién es ese joven? —preguntó.
—Es el jefe de Falange… José Antonio Primo de Rivera.
Carmen Elgazu exclamó: ¡Jesús! Y Orencia, que no se movía del umbral, imprimió a su rostro una extraña expresión de sorpresa y como de persona que ha visto confirmarse algo que suponía.
Don Emilio interrumpió la escena. «Tal vez pudieran organizar un periódico intercambio de visitas. Comer juntos, un día en casa de unos, otro día en casa de otros».
Ahora, puesto que no querían quedarse por más tiempo, por lo menos que Matías Alvear aceptara un recuerdo de la visita: una caja de habanos.
La despedida fue afectuosa, en el vestíbulo. Carmen Elgazu se envolvió en su piel negra, que le rodeaba el cuello y le caía por la Espalda, la piel que vio «Rey de Reyes». Su cabellera y su moño la protegían del frío en la cabeza. Bajaron la escalera despacio. «¡Adiós, retírese, retírese! Y sentimos no haber podido saludar a Mateo…»