Un hecho llamaba la atención de Ignacio y de Mateo: el profesor Civil no tenía radio, su mujer era muy callada, y a pesar de ello estaba al corriente de todos los acontecimientos del mundo y de Gerona… por pequeños que fueran. Por ejemplo, de la labor del Tribunal Militar de Represión no se le escapaba detalle. Sabía incluso que un alférez cuidaba de los expedientes entre las letras A y G, y otro de los comprendidos entre la H y la Z. Sabía también que el comandante Martínez de Soria había dicho a Julio: «A las cuarenta y ocho horas, la ley será cumplida».
Por aquellos días era forzoso comentar la labor de este Tribunal, pues al profesor le interesaba mucho la interpretación jurídica que los jueces darían a los hechos. El profesor Civil opinaba que, por lo común, y salvo excepciones como la de Napoleón, los militares eran pésimos jueces, que confundían al hombre, dual y complejo, con un ser automático.
Con respecto a los responsables de la revolución, el profesor Civil opinaba que, contrariamente a los rumores que circulaban, el castigo que se les impondría sería sin duda severo, por una razón: los revolucionarios se habían levantado contra un Gobierno legítimamente constituido, y ello era grave falta, perfectamente prevista por el Código.
—En este sentido son culpables —sentenció—. Los separatistas y los socialistas debían de haber esperado las próximas elecciones. Esto hubiera sido lo sensato, lo noble y, sobre todo, lo democrático.
Mateo aceptó la versión del profesor, pero con una reserva. Dijo que en política y en el arte de conducir los pueblos, no era el Código el que debía imponer su texto, frío, sino el destino histórico para el que la Patria estuviera llamada.
—En Cataluña, por ejemplo —dijo—, lo delictivo no radicó en que el intento separatista se hubiera producido ilegalmente —responsabilidad jurídica—, sino en que el intento fuera separatista —responsabilidad patriótica—. Lo grave es el contenido de la revolución —concluyó Mateo—, no si se produce dentro o fuera de la ley.
El profesor Civil contestó que éste era un excelente sistema para justificar toda clase de levantamientos.
—Según su teoría, si la doctrina es válida, queda justificado implantarla por la fuerza, ¿no es eso?
—Desde luego. Es ley eterna.
El profesor Civil pareció escandalizarse.
—Pero… ¡lo que es válido para unos es delictivo para otros!
—¿Y eso qué importa? —contestó Mateo, sacándose el pañuelo azul—. Yo no concedo idéntica capacidad política y de criterio a todo el mundo. Es la farsa de las urnas la que ha establecido esta igualdad. Yo creo que existen minorías u hombres con sentido profético y es a éstos a los que hay que escuchar. Si estos hombres creen que una doctrina es válida, de hecho pasa a serlo.
—Pero… ¿cómo saber, en cada caso, si la minoría o los hombres que se han pronunciado contra la ley son precisamente esos seres superiores a que usted alude?
—Hay signos infalibles que lo demuestran —afirmó Mateo—. Su personalidad, su sinceridad, el alcance entrañable de su doctrina. Cuando usted oiga a Companys diciendo en pleno 6 de octubre: «¡Catalanes, el Gobierno de la Generalidad hace lo que tiene que hacer y hará lo que sea necesario según las circunstancias de cada momento!», puede apostar a que ese hombre carece de autenticidad y del mínimo de seguridad en sí mismo exigible un Jefe; en cambio, cuando usted oiga a un diputado de treinta años que en el Parlamento se levanta contra unos y otros y grita: «¡Señores, yo creo que el hombre es portador de valores eternos!», en ese momento casi, casi, puede usted pedir una ficha de inscripción.
Ignacio quedó estupefacto. ¡Ficha de inscripción! En aquel instante lo comprendió todo. Comprendió que Mateo aludía a José Antonio Primo de Rivera. La luz se hizo en su cerebro, recordándole que Cosme Vila había dicho que los fascistas en Barcelona llevaban camisa azul. ¡Camisa azul! ¡Pañuelo azul! «Levantarse contra unos y otros, es válido imponer una doctrina por la fuerza». La cosa estaba clara. Mateo era de Falange.
Ignacio no acertaba a volver en sí. Un extraño sentimiento de recelo le invadió. ¿Quién le había dado aquel sujeto por compañero? «El hombre, portador de valores eternos». La frase era retórica y no implicaba que quien la hubiera pronunciado tuviera dones proféticos y sirviera para gobernar un pueblo.
Mateo se había dado cuenta de que algo pasaba por la mente de su compañero. No obstante, cuanto antes fijar posiciones, mejor. Preguntó al señor Civil si cuando dijo: «Esto hubiera sido lo democrático», habló en serio, mejor dicho si creía seriamente en la democracia. El profesor cerró el libro que tenía enfrente, con ademán que le era peculiar. Y luego contestó que antes había que proceder a una serie de distinciones. Tal vez la democracia fuera positiva en tal sitio, en tal ocasión, mientras en la misma hora, en otro sitio, resultara inoperante.
—En todo caso no olvide —inquirió Mateo— que el advenimiento de la democracia se debió también a la fuerza. Los demócratas no dudaron en cortar cabezas para imponerse. Desde la Revolución francesa hasta la Revolución rusa, pasando por todas las demás.
El profesor Civil entendió que tal planteamiento retrospectivo llevaría lejos, pues los reyes y los zares, a su vez, se habían impuesto por la fuerza. Tal proceso conduciría hasta el mismísimo fratricidio de Caín.
Mateo exclamó:
—¡Se equivoca usted! ¡Llevaría hasta la rebelión de los Ángeles!
En aquel instante, Ignacio pidió al profesor Civil permiso para fumar: el profesor se lo concedió. Ignacio lio un cigarrillo, con calma, Mateo sacó de su bolsillo el mechero de yesca. Ignacio declinó la oferta diciendo «Muchas gracias». Y sacó su mechero de gasolina. Mateo le dijo: «El inconveniente de tu mechero es que se apaga con el viento». Ignacio repuso: «El inconveniente del tuyo es que para encenderlo hay que soplar».
Ignacio se sentía molesto. Todo aquello le distraía. Él quería estudiar, estudiar y tener un amigo. Al ver a Mateo había pensado: «Ahí está». Le había impresionado su aspecto serio y una rara precisión en el lenguaje. Pero resultaba que era de Falange y que llegaba de Madrid cargado de proyectos…
Ignacio decidió que a partir de aquel día saldría de casa del profesor Civil en cuanto la lección hubiera terminado. Aunque se daba cuenta de que aquellos minutos de conversación al viejo profesor le sabían a gloria. Era de suponer que con su mujer no podía hablar de aquellas cosas.
La habitación en que daban la clase era obsesionante. Abarrotada de libros hasta el techo, mapas mediterráneos, un viejo reloj, la estufa y el piano. No se veía un centímetro de pared. Unas viejas fotografías reclinadas en los libros. El viejo profesor, cuando se levantaba para buscar un volumen, parecía un tigre cansado recorriendo su jaula. Pero si conseguía provocar una discusión, rejuvenecía. ¡En Mateo había encontrado la horma de su zapato! Pero Ignacio se sentía molesto.
Los dos muchachos salieron. La escalera estaba oscura. Al llegar a la Rambla las parejas se paseaban. Automáticamente, dieron unas vueltas.
—¿Qué te propones con todo eso? —preguntó Ignacio, de pronto.
Mateo contestó:
—¡Bah! Ha quedado claro, ¿no? He preferido que lo supieras cuánto antes.
Ignacio guardó silencio.
—¿Hace mucho tiempo que piensas así…?
—Desde siempre. Quiero decir que ya de pequeño deseaba formar parte de un grupo… que quisiera hacer algo extraordinario. Me hubiera embarcado para conquistar América.
Ignacio reflexionó:
—Ya… Crees que esas cosas se llevan en la sangre, ¿no es eso?
—Desde luego.
Ignacio se levantó las solapas del abrigo.
—¿No te parece mejor llevar una vida normal, estudiar, ir al cine, hacerse un hombre…?
Mateo negó con la cabeza.
—Todo eso es un espejismo. En España es imposible inhibirse de ese modo.
—¿Por qué?
—El temperamento. Excesiva capacidad de vida, ¿comprendes? Nosotros lo que queremos es infundir a la gente una ilusión que sea grande, para evitar que cada tres días hagan una revolución por motivos mezquinos.
* * *
El ultimátum que el comandante Martínez de Soria había dado a Julio García llegó pronto a conocimiento de toda la ciudad. «Si no sale el autor del disparo, será usted condenado a muerte». Incluso en el Casino se produjo cierto silencio. Don Pedro Oriol luchaba a brazo partido con su conciencia, pues él no creía de ningún modo que el policía hubiese disparado.
Doña Amparo Campo empezó a alarmarse. «¿Quién le habría mandado el papelito: Esté usted tranquila?» A lo mejor el propio teniente Martín, quien cada vez que se cruzaba con ella por la calle la miraba de arriba abajo con una insolencia que, en otras circunstancias, no le habría disgustado.
En cualquier caso muchos veían en todo aquello el fracaso definitivo de la teoría según la cual Julio quedaba siempre cubierto. Ahí estaba, a un paso de los fusiles apuntando a su cerebro. Matías pasaba momentos angustiosos y la propia Carmen Elgazu se daba cuenta de que sentía por el policía más piedad que otra cosa.
En la cárcel, el rasgo de Julio, aceptando su sacrificio antes que denunciar a Joaquín Santaló, diputado de Izquierda Republicana, era comentado con auténtica veneración. El único que no sabía nada de lo que ocurría era el propio Joaquín Santaló. Nadie osaba comunicárselo, pues entonces el hombre se hubiera visto obligado a denunciarse a sí mismo.
Un hombre se mantenía en sus trece: el subdirector. Cuando Ignacio se acercó a su mesa y le dijo: «Bien, ahora es el momento de que las grandes Logias y los golpes 3-1-2, etcétera, se pongan en movimiento», el subdirector se pasó la mano por la calva reluciente:
—No sé, no sé… Ya veremos. —Sin embargo, se le veía inquieto.
En cambio, el comandante Martínez de Soria acababa de recibir el golpe de gracia. A los incesantes comunicados de Madrid y de Capitanía General aconsejando prudencia, se unía a última hora un oficio inserto en la valija que se cruzaba a diario con el Tribunal de Barcelona. Este oficio decía: «Relativo al asesinato del comandante Jefe de Estado Mayor de esa plaza, se nos asegura que su autor fue el recluso Joaquín Santaló. Interróguele y comuníquenos el resultado».
El comandante reunió el Tribunal sin pérdida de tiempo y fue llamado el recluso Joaquín Santaló. El cuñado del cajero entró en la sala prácticamente vencido. En cuanto oyó su nombre en el pasillo dijo a sus compañeros: «Ya está». Estos compañeros acudieron inmediatamente a dar la noticia a Julio García. ¡Han llamado a Joaquín Santaló! El policía no movió un solo músculo de su rostro. Contestó: «Todo esto es una pena».
El cuñado del cajero confesó sin grandes requisitos, sobre todo al hacérsele saber que iba en ello la cabeza de Julio García. Dijo: «Fui yo». Inmediatamente dos guardias civiles se acercaron a él y le esposaron las muñecas. El Tribunal levantó la sesión. El reo fue conducido a una celda individual, situada en la planta baja de la cárcel. Cuando unos guardianes subieron a buscar su colchón y sus utensilios personales, en toda la cárcel reinó un gran silencio. La silueta del colchón, doblado sobre la espalda de uno de los guardias, tomaba la forma del desaparecido.
David le dijo a Julio:
—Te has salvado.
El policía repitió:
—Todo esto es una pena.
Pronto se supo en la ciudad. Un hombre quedó asombrado, sin palabra: el cajero. El cajero ignoraba en absoluto que su cuñado hubiera sido el autor. Se lo comunicaron en el Banco. Su excelente corazón le dio un inusitado vuelco. Aquello era una catástrofe. ¿Qué hacer? Sus ojos se volvieron hacia Ignacio, como si el muchacho pudiera ayudarle de algún modo. ¿Cómo prevenir a su mujer, a la mujer del condenado? Por las calles voceaban El Tradicionalista, con la fotografía de Joaquín Santaló en primera página.
Fue el primer choque del cajero con su hijo adoptivo, Paco. La casa hecha un mar de lágrimas, la esposa del detenido acudió en seguida del pueblo, y Paco permaneció insensible. Se le veía molesto por el ajetreo, no compasivo. No pensaba sino en su carpeta de Bellas Artes. Imaginaba un grupo escultórico sobre la tumba. El condenado en pie, las mujeres arrodilladas como Dolorosas.
Cuando se confirmó la sentencia de muerte, don Pedro Oriol se personó en la Sala del Tribunal. Alegó que la muerte del taxista había vengado la del comandante Jefe de Estado Mayor. No consiguió nada. Mosén Alberto intentó algo por su parte: idéntico resultado. El cajero movilizó cuantas personas pudo. Consiguió hablar con el notario Noguer, con don Jorge. La suerte estaba echada.
Toda la ciudad vivía el drama de la mujer del detenido, la cual corría de un lado para otro barbotando la palabra criminales.
En el café de los militares, «La Voz de Alerta» comentó: «El pueblo es siempre así. El diputado mató al comandante a sangre fría, pero de eso ya nadie se acuerda».
Doña Amparo respiraba tranquila. Las esposas de los demás detenidos veían el indulto de los suyos tras todo aquello. A Mateo la sentencia le parecía justa. El profesor Civil comentó: «Natural, se levantaron contra un Gobierno legítimamente constituido». Los portadores de los cestos rezongaron ante la cárcel, con la esperanza de poder ver al condenado.
En cuanto a éste… estaba en el fondo de una celda pequeña, sin ventilar. Y sólo dos personas le veían: el guardia civil encargado de su custodia y mosén Alberto.
El guardia civil cumplía su misión. Se llamaba Padilla. Era un hombre gordo, cuyos pasos resonaban demasiado en el pasillo. Mosén Alberto… obtuvo un triunfo indiscutible en su carrera. Por tres veces había sido despedido violentamente por el condenado, que se encontraba en un estado de extrema agitación. «¡Ahora sí sacaré gran provecho de todo esto!», exclamaba al ver al sacerdote. Pero mosén Alberto recibió sus insultos con tanto estoicismo, que de repente el diputado de Izquierda Republicana llamó al guardia y le dijo:
—Que venga el cura.
Mosén Alberto le confesó. Apenas si el penitente sabía hacerlo. Mosén Alberto le decía: «No importa, no importa. La voluntad vale». Él insistía, quería decirlo todo, explicarlo todo. ¡Una cosa le resultaba imposible! Arrepentirse de haber disparado. Volvería a hacerlo, lo haría cien veces. Mosén Alberto argumentaba: «No se lo digo porque fuera militar, eso no tiene importancia. Pero no se puede matar a un hombre». «Entonces ¿por qué me matan a mí?» Finalmente lloró, lloró y con la mano mojada de lágrimas mosén Alberto le dio la absolución.
Luego llegó la última noche. En la cárcel nadie dormía. El lugar que el reo había ocupado despedía cierto resplandor. La Andaluza y Canela ofrecieron cirios para que a última hora llegara el indulto. La viuda del comandante Jefe de Estado Mayor rezaba para que todo ocurriera lo más rápidamente posible.
Los cristales de la sala del Tribunal estaban helados. Faltaban quince días para Navidad. La luz del alba se abrió paso en el mundo. Las seis de la madrugada dieron en la Catedral. ¡Sonó un manojo de llaves, pies que se arrastraban, se oyó el ruido de un motor en marcha!
El cementerio fue el lugar elegido. El río, próximo, lamía el jugo de los muertos. Cuando el eco de la descarga se extinguió, después de rebotar contra las tumbas, contra Montjuich, llegando incluso a la ermita de los Ángeles, allá a media cuesta, en los terrenos de los Costa y de Laura, en las canteras que presidían la ciudad, se oyó un ritmo de martillos. Los canteros iniciaron la canción de la montaña.
Paco, el hijo adoptivo del cajero, descendió vertiginosamente de la tapia del cementerio, y echó a correr por la carretera hacia la ciudad, llevando una carpeta debajo del brazo.