Capítulo XXXIV

Cada vez que Laura, la hermana de los Costa, subía a las canteras a dar un vistazo, los obreros interrumpían un momento su trabajo y echaban un trago. Luego volvían a martillear.

Desde arriba, Laura contemplaba la ciudad a sus pies, con los campanarios presidiendo. El río la partía en dos. A su izquierda, en la falda de la montaña, el cementerio. La piedra de los panteones había salido de las canteras lo mismo que la piedra de los puentes, de los arcos, de las iglesias. Aquello le producía una emoción vivísima, desconocida. Antes que sus hermanos entraran en la cárcel, se limitaba a enterarse por un papel que recibía del Banco, de los beneficios que le correspondían. Ahora se daba cuenta de hasta qué punto el contacto directo humanizaba las relaciones.

Personalmente, había llegado a una conclusión: el trabajo de aquellos hombres era duro. Los barrenos mordían la montaña, a veces mordían la carne. Los inmensos bloques debían de ser transportados y luego los canteros les daban forma. Formas cuadradas, rectangulares, distintos tamaños. El incesante martilleo parecía una canción en la montaña. Era el ritmo del trabajo, del vivir. Pero a Laura acababa penetrándole en la cabeza.

Lo mismo le ocurría en los hornos de cal. Los hombres hundidos en pantanos de materia pegajosa, con inmensas palas en las manos, cargando sacos, respirando Dios sabe qué. Lo mismo ocurría en la fundición. Las gafas negras le daban miedo. Y las chispas. Hierros por todas partes, las calderas, el carbón, la temperatura insoportable. Todos negros de la cabeza a los pies.

En los hornos de cal, la piel blanca, negra en la fundición. Pagando, sus hermanos teñían a los hombres del color que les venía en gana. Al los canteros, el polvillo de la montaña los teñía ligeramente de amarillo, que se posaba sobre todo en sus viseras y en sus pestañas, sobre los ojos. Un cantero sentado tenía algo de oriental. Al levantarse, se escupían en las manos, y quitándose la gorra, la sacudían. Los obreros de la cal habían perdido la voz. Los de la fundición, al quitarse las gafas, miraban el mundo como si llegaran de otro, del fondo del mar, o del fondo del fuego.

Ante tal espectáculo, Laura decidió aumentarles a todos el jornal. El notario Noguer le aconsejaba que esperase; la muchacha dijo: «Inmediatamente». Esto ocasionó que algunos de los obreros se felicitaran, de que los Costa estuvieran en la cárcel. Otros dijeron: «¡Imaginaos lo que debían de ganar, que a la mujer le ha dado vergüenza!»

La muchacha se entusiasmaba de tal modo oyendo aquellas cosas, que en seguida habló de crear una guardería para los hijos de los obreros y obreras a su cargo… De ello a una clínica de maternidad había un paso…

Laura obraba de tal suerte de acuerdo con un plan perfectamente trazado, y no por ella misma, sino por un superior. Por alguien que estaba cansado de que en la ciudad se hicieran las cosas a medias: un vicario joven, de mandíbulas enérgicas… Sí, mosén Francisco, amigo de César y vicario de San Félix, enamorado de Gerona, hijo de ella, fundador de una escuela de aprendices, conocedor del latín y hombre de tres horas de rezo diarias, tenía ideas nuevas y audaces sobre el apostolado. Al advertir que los derechistas se pavoneaban por su triunfo del 6 de octubre y creyendo que sus hermanos los sacerdotes no hacían nada eficaz, había dicho a Laura: «Demuestre que se puede ser católico y generoso. Más aún: que siempre será más generoso un buen católico que un buen librepensador. Demuestre que puede usted hacer mil veces más que sus hermanos».

El resultado había sido magnífico, pues los obreros saludaban a Laura con devoción. Laura estaba muy contenta. Le parecía que su vida tenía un sentido, que todos los obreros eran hijos suyos. «La Voz de Alerta» decía: «Ahora será esa mujer la que organizará una revolución». Mosén Alberto estaba orgulloso de su obra.

En la cárcel, los Costa se enteraron de lo que ocurría. Sonrieron. Curiosa la reacción de su hermana. Siempre la habían considerado flacucha, sin gran temperamento. Y resultaba que a la primera ocasión daba la gran sorpresa. Los hermanos Costa confesaron que uno no tiene nunca bastante experiencia de la vida. Sin embargo, temían que exagerara. Los Costa eran partidarios de la justicia con los obreros, pero entendían que, según como, sería el cuento de nunca acabar.

¡Sorprendente tipo el vicario! Sus gestiones acostumbraban a verse coronadas por el éxito; tales eran su empuje y su naturalidad. Resuelto el asunto de Laura, del que toda la ciudad hablaba, se sintió con ánimos para hacer otra sugestión más difícil aún. Por desgracia, esta vez su fracaso fue rotundo. No consiguió ningún resultado positivo. Al contrario, un sermón y una llamada al orden. Un rato de angustia y un grave problema de conciencia.

La cosa había ocurrido de una manera lógica. Mosén Francisco recibió la visita de un reo común, profesional de la quincena, que invariablemente, en cuanto salía en libertad, acudía a la sacristía del vicario a pedirle un duro. En aquella ocasión el sacerdote aprovechó para interrogarle sobre lo que ocurría en la cárcel. Invitó al hombre a un trago del vino que tenía para consagrar, se sentó a su lado y le preguntó: «¿Qué tal los presos? ¿Qué tal mosén Alberto?» El reo común contestó: «Mal. Les dice que si saben sufrir sacarán gran provecho». El vicario comprendió. Entonces le dijo a su amigo: «Ahora vete. Tengo algo que hacer». Le despidió, tomó su inmenso sombrero, salió de la parroquia y se lanzó cuesta abajo en dirección al Museo Diocesano. Subió al primer piso del venerable edificio y encontró a mosén Alberto absorto en su despacho.

Apenas si dio tiempo a los saludos de rigor. De pie frente a él, le planteó el problema a boca de jarro. Primero trazó un esquema de la responsabilidad de un sacerdote que tiene a su cuidado trescientos detenidos. Luego habló del estado de ánimo de los mismos, cuando las razones de su encierro son políticas. Inmediatamente añadió que mosén Alberto, al parecer, hablaba a los detenidos en términos aptos para ser comprendidos por gente de vida espiritual muy intensa, pero de ningún modo por hombres sin afeitar, ateos y que se creían inocentes.

En consecuencia, era preciso revisar de arriba abajo la táctica empleada, y desde luego abandonar la restauración de retablos. A su entender, lo que un sacerdote debía hacer era dejarse ver poco por la cárcel, lo menos posible, y, en cambio, actuar sin descanso en el exterior, para que a las familias de los detenidos no les faltara nada. Visitarlas una a una, de la mañana a la noche, y ofrecerles todo lo que uno poseyera e incluso, si hacía falta, lo que poseyeran los demás. Aquello les llegaría al alma mejor que todos los sermones. Cada mujer escribiría a su hombre detenido: «¿Sabes? No te preocupes por mí ni por tus hijos. Estamos bien gracias al cura, a mosén Alberto».

Por exceso de celo o por lo que fuera, había hablado con extrema agitación, tal vez con falta de respeto. Mosén Alberto se levantó y le dijo:

—La suficiencia es grave pecado, reverendo. Le ruego que de por terminada esta conversación.

Mosén Francisco quedó inmóvil, porque en el inesperado tratamiento de usted que le dio mosén Alberto, que le conocía desde pequeño, comprendió hasta qué punto le había herido. Sintió una pena honda y se dijo: «Acaso yo esté ofuscado». Tenía ganas de llorar y de arrodillarse a sus pies. Pero fue un momento. En seguida se le pasó.

Mosén Alberto estaba más yerto que la armadura. Recordaba a Ignacio, que también quiso darle lecciones; ahora el joven vicario. Probablemente, ni uno ni otro habrían conseguido fundar, en la cárcel, un orfeón.

Mosén Francisco, andando de espaldas, se dirigió a la puerta. Inclinó la cabeza y salió. Las dos sirvientas le acompañaron. «¿Quiere un poco de chocolate?» Al bajar la escalera, con el inmenso sombrero se ocultó la cabeza entera.

Entró en la primera iglesia que halló a su paso y rezó… Pidió para sí y para el mundo. La iglesia estaba vacía. Ni un cantero, ni un obrero de un horno de cal, de una fundición… Le cayeron las lágrimas. Un pensamiento le consoló: César estaría de acuerdo con él. Mosén Francisco estaba convencido de que César era un santo.