Más de veinte alumnos, de los treinta y cinco de la Escuela Laica, se habían ofrecido para llevar el cesto a David y Olga. Organizaron turnos, de modo que Carmen Elgazu entregaba cada día la comida a un chaval distinto, lo cual le permitió examinarlos uno por uno y sacar sus personales conclusiones, que resultaron netamente desfavorables para los métodos pedagógicos de los maestros. Especialmente le desagradó Santi, de quien sospechó que en camino de la cárcel aligeraba el peso del cesto.
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El día 15 de octubre hubo acontecimientos importantes. Por un lado se anunció que las Ferias y Fiestas se celebrarían como siempre el 29 del mes, festividad de San Narciso, y que durarían una semana; por otra parte se constituyó oficialmente el Tribunal Militar de Represión, el cual empezaría a actuar inmediatamente.
¡Ferias y fiestas! La vida no se detenía. Ni siquiera las familias de los presos podrían pasarse las noches llorando. Era necesario trabajar, vivir.
Aquellas familias formaban una especie de cadena en contacto continuo. La esposa del arquitecto Ribas se pasaba el día visitando a la esposa del arquitecto Massana; doña Amparo Campo hacía mil gestiones a la vez, la esposa del cajero se preocupaba de su hermano, Joaquín Santaló. Eran las mujeres las que llevaban el peso de la ausencia. Las que carecían de reservas económicas tenían que espabilarse, lavando ropa, aceptando cualquier labor.
La hermana de los Costa, beata llena de escrúpulos, demostró una energía inesperada defendiendo los negocios de sus hermanos. Visitó a los directores de Banco, a los que presentó documentos que la acreditaban como poseedora de un tercio de las acciones. ¡Visitó incluso a «La Voz de Alerta», advirtiéndole que si El Tradicionalista continuaba desorbitando las cosas y atacando el honor de sus hermanos, sabría defenderse!
Pilar volvió al taller de costura. Las jefazas —hermanas Campistol— al término del Rosario añadían ahora un padrenuestro «para que la paz se restableciera en España». Las componentes del grupo sardanístico «La Tramontana» no sabían cuándo podrían actuar de nuevo.
En el Banco, Ignacio se dio cuenta una vez más de que los empleados, por lo menos durante las horas de trabajo, eran crueles. Se habían cansado de compadecer y lamentarse. Habían reanudado sus conversaciones habituales; sus pequeñas preocupaciones volvieron a absorberlos. El de Impagados refiriéndose a los comerciantes detenidos decía: «Esta vez sí que se han caído».
En el Cataluña sucedía lo propio. La pasión del juego había sepultado el resto. El julepe dominaba en las mesas. Ningún futbolista entre los presos; todo marchaba viento en popa… Los limpiabotas, anarquistas, no habían tomado parte en la revolución, y ahora adoptaban aire de ladinos y sagaces. Los taxistas habían olvidado por completo a su compañero muerto y el taxi de éste tuvo en seguida comprador.
Blasco era el único que parecía consciente. Se había trasladado al café de los militares, renqueando un poco, pues a veces tenía reuma. Su intención era enterarse de lo que pudiera mientras sacaba brillo a las polainas… Coincidiendo con los informes de las modistillas en el taller de Pilar, el oficial que consideraban «enemigo número uno» era un tal teniente Martín.
El frío había llegado, y tal vez fuera eso lo que diera a la ciudad un aspecto de tristeza. Las estufas atraían a la gente hacia los interiores. Las tertulias se prolongaban en los cafés, en las barberías. El barbero de Ignacio había perdido la mitad de la clientela. Raimundo estaba furioso porque, descartados los Costa, nadie se atrevía a correr los riesgos de una novillada por la Feria.
Ignacio comprendió, viendo la marcha de la ciudad, que tampoco él personalmente podía detenerse… Y entendió que lo más práctico era empezar a estudiar inmediatamente Derecho romano y Derecho Natural, primer curso de abogado.
¿Con qué profesor?
La elección debía ser tomada entre todos, entre su padre y el director de la Tabacalera, pues se había decidido que el hijo de éste, Mateo, que también había terminado el Bachillerato y tenía el título en el bolsillo, estudiara con él…
Después de mucho dialogar fue elegido el profesor don José Civil, Un hombre ya de edad, que vivía en la Plaza Municipal. En tiempos había ejercido de abogado. Cobraba honorarios crecidos, pues prefería tener pocos alumnos. Tenía fama de algo excéntrico, pero de muy competente. Al parecer llevaba en casa gafas con un solo cristal… Y era preciso impedir que se pusiera a teorizar. Porque entonces olvidaba por completo lo que interesaba a sus alumnos. Otra excentricidad: no aceptaba alumnos tontos. Los examinaba previamente. Si veía que su cerebro funcionaba con cierta lentitud, les decía: «Tengo los horarios completos».
El director de la Tabacalera y Matías estaban muy tranquilos a este respecto. Estaban seguros de que los cerebros de Ignacio y Mateo funcionaban a gran velocidad.
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El balance en toda España era desolador. El número de personas detenidas era muy elevado. En Madrid, Santiago y José se habían salvado gracias a que la CNT dio orden de que en su barrio se abstuvieran de intervenir. Y personalmente, ellos, aquel día, tuvieron pereza.
Formados en todas partes los Tribunales Militares, en opinión de Matías el abismo entre vencedores y vencidos era diez veces más profundo que al comenzar la revolución. Los vencidos se retiraron a sus islas espirituales, y la derrota los unió en un sentimiento común; los vencedores abombaron el pecho y la victoria los dividió. Los dividió en dos grupos, perfectamente reconocibles: los que, en consonancia con el editorial de El Tradicionalista, pedían un escarmiento ejemplar, «cortar por lo sano», y cuyos campeones eran en Gerona «La Voz de Alerta» y el teniente Martín, y los que se inclinaban por la benevolencia y el perdón, a la cabeza de los cuales, en la ciudad, figuraban el señor Obispo, el notario Noguer, don Jorge en representación de Liga Catalana, y don Pedro Oriol.
Los primeros alegaban que si se pronunciaban unas docenas de sentencias de muerte en las personas de los cabecillas —en el fondo siempre eran los mismos—, se imposibilitaría la gestación de una guerra civil; los segundos argumentaban que con la violencia no se conseguiría nada, sólo aumentar los odios, y hacer inevitable la guerra un día u otro.
Por lo que se refiere a la situación política, un hecho parecía evidente a personas como el director de la Tabacalera: escarmentada la gente de orden, decepcionados muchos socialistas de buena fe, agotados los comerciantes e industriales de tanta inseguridad y malestar, el Gobierno tenía gran cantidad de triunfos en la mano, y lo mismo podía optar por aprovechar estos resortes y encaminar el país hacia una era de trabajo y solidez que por continuar con su clásica política de zancadilla, al margen de los problemas vitales de la nación.
Matías no tenía la menor confianza en el Gobierno. Tenía su opinión sobre Lerroux y estimaba conocer las consignas que Gil Robles daría a los ministros de su partido. No harían nada. Todo continuaría lo mismo. Los mismos trenes para ir de Málaga a Gerona, los mismos aparatos telegráficos, las mismas carreteras infernales. Y entierros de primera, segunda y tercera clase. Otros opinaban que Gil Robles haría algo, a condición de que no se dejara absorber por los militares…
Algunos decían viendo llegar las atracciones de la Feria: «¡No ha pasado nada! ¡Todo está lo mismo!» No era cierto. En una ciudad como Gerona se veía claramente: había pasado que los dos pilares de siempre, el Ejército y la Iglesia, habían saltado de nuevo al primer plano de la actualidad.
La Iglesia, en la persona del director del Museo Diocesano, mosén Alberto, responsable de trescientas personas en la cárcel; el Ejército, en la persona del comandante Martínez de Soria, nombrado presidente del Tribunal Militar de Represión.
¡Santo Dios! La mujer del comandante leyendo El Escándalo, su hija Marta —flequillo hasta las cejas, cabellos cayéndole a ambos lados de la cara— leyendo Arriba con la fotografía de José Antonio Primo de Rivera… Las dos mujeres continuaban paseándose por Gerona vestidas de negro, con porte estatuario y magnífico, había que reconocerlo. Marta, célebre porque montaba una graciosa jaca, tras el caballo de su padre, en el circuito de la Dehesa, donde los cascos sonaban opacos sobre los millares de hojas muertas.
De pronto, se supo que el Tribunal había empezado sus deliberaciones. Y al instante, la revolución volvió a ocupar el primer plano. Y todas las miradas y todas las súplicas de la ciudad convergieron en mosén Alberto y en el comandante Martínez de Soria.
En opinión de todo el mundo el comandante, superior en facultad jurídica y en personalidad a los demás miembros del Tribunal, podía imponer su criterio y en consecuencia absolver o condenar; mosén Alberto, en contacto continuo con él, podía servir de apaciguador.
Por ello, cualquier gesto de uno u otro, expresión o palabra, cobraba entre las familias y amigos de los detenidos un significado singular y suspendía los ánimos. Bastaba que por la mañana el comandante entrara en la barbería con cara seria para que por la tarde dijera en el Cataluña:
—La cosa no marcha; esos tíos van a cargarse a la mitad.
Pronto la opinión tomó partido, y ninguno de los dos personajes cobró fama de bienhechor. Un detalle bastó para clasificar al comandante como asesor civil, para que se escribiera en la carpeta de cada expediente «persona honrada» o «indeseable», nombró a «La Voz de Alerta».
El notario Noguer y don Jorge, representando a la Liga Catalana, ponían toda su influencia al servicio de los detenidos. Que éstos lo fueran por amor a Cataluña —desorbitado o no, no era cosa de discutirlo—, los obligaba moralmente. Y además el espectáculo de la esposa del arquitecto Ribas, eternamente llorando, y el de varias mujeres de clase mediana lavando ropa en el río, los había conmovido. Por lo demás, les temían a los militares. Lo mismo el notario Noguer que don Jorge eran antimilitaristas y opinaban que nadie que no fuera catalán podía juzgar con conocimiento de causa a los catalanes. Don Jorge, sombrero hongo, mentón enérgico y bastón negro con puño de plata, recorría ahora las calles con intenciones altruistas. Ojos que antes le consideraban despótico ahora le miraban suplicantes y esperanzados. Su heredero, Jorge, no lo veía claro, pero él no daba explicaciones.
En cuanto a don Pedro Oriol, hacía lo que estaba en su mano. Su esposa le recordaba continuamente: «Vete a dar una vuelta por el Tribunal». Don Pedro seguía este consejo, y lo cierto era que el comandante Martínez de Soria prestaba mucha atención a sus palabras.
Tocante a mosén Alberto… la incomprensión que reinaba entre él y los detenidos era penosa. De nada le valían las sonrisas; tal vez el manteo que el notario Noguer le regaló en Génova tuviera la culpa de ello.
Las familias de los presos le temían. En vano Carmen Elgazu, en la pescadería, defendía al sacerdote, diciendo que «por él no iba a quedar». En vano las dos sirvientas aseguraban por doquier que mosén Alberto había abandonado virtualmente el Museo, que sólo pensaba en los detenidos. La esposa del arquitecto Ribas y la hermana de éste, que fue reina en los Juegos Florales, le suponían enemigo.
Al parecer, el sacerdote no daba con el tono y el gesto exactos al ofrecer el paquete de cigarrillos, al preguntar a un recluso si necesitaba algo del exterior, si quería algún recado para la familia…
En opinión de mosén Francisco, lo que más perjudicaba a mosén Alberto era haber empleado la palabra «resignación» y frases como «los que sufren son los elegidos» o «el hombre puede sacar gran provecho espiritual de los contratiempos».
La reacción de todos los reclusos había sido instantánea. «¡Elegidos, y sin poder ver a nuestras mujeres! ¡Pues ahora que nos fusilen, así podremos sacar más provecho todavía!» Todo aquello era una lástima, pues la cárcel hubiera necesitado ciertamente un viento benéfico llégalo del exterior.
Las escenas penosas menudearon. Y su culminación llegó el domingo en que mosén Alberto juzgó oportuno celebrar la misa en el patio. Los detenidos fueron llevados al patio a media mañana. Eran unos trescientos, pues se habían incorporado los de los pueblos. Todos se alinearon, las mujeres a la derecha. Se improvisó un altar, dos guardias civiles hicieron de acólitos.
Después del Evangelio, mosén Alberto se quitó la casulla, y se volvió hacia los asistentes para hacerles una plática. Se había pasado la velada del sábado preparándola. Quería ser breve y conciso. Y empezó diciendo: «Cuando en el Huerto de los Olivos se acercaron a detener a Cristo…»
Se oyó un murmullo. Trescientos detenidos miraron a mosén Alberto. Éste continuó, sin darse cuenta de lo que ocurría. Los hermanos Costa apoyaron todo el peso de sus cuerpos sobre un solo pie. En el fondo del patio, en la última fila, Julio García se tocó un diente y sintió que también las venas de sus muñecas podían alterar su curso normal. Mosén Alberto habló de los sufrimientos de Cristo para redimir a la humanidad pecadora. Describió los interrogatorios a que fue sometido, su condena a muerte, su sed en la Cruz, su soledad. Dijo que aquel día, en el Calvario, empezó una nueva era, era que para los hombres tenía que ser jubilosa.
La atmósfera estaba muy cargada. Y se cargó más aún cuando, terminada la plática y reanudada la misa, los detenidos vieron que cinco de sus compañeros —los cinco del Orfeón Local— salían de la fila, se acercaban al altar y empezaban a cantar motetes religiosos. Mosén Alberto se lo había pedido, la afición pudo en ellos más que otras razones.
No existía consuelo para aquellos reclusos; excepto, tal vez, para David. David era, desde luego, un privilegiado: podía ver a Olga.
A Olga, de pie a la derecha del altar, inmóvil entre las otras cinco mujeres detenidas, mirando al maestro con amor infinito. Llevaba su jersey alto de siempre, pero se desprendía una gran tristeza de su pecho y de sus manos caídas.
¡Un pensamiento había aterrorizado al maestro!: el de que hubieran podido cortar al rape el pelo de su mujer. No había sido así. Allá estaba su cabellera, lisa, pegada a su cráneo tan amado.
El guardia civil acólito tocó el Sanctus; luego el corneta —el gitano de las gallinas— indicó a los asistentes que había llegado el momento de la Consagración.
Todos los reclusos hincaron la rodilla derecha, excepto los dos maestros y un tercero, Dimas, de Salí, para quien Ignacio había dado sangre. Los demás, al suelo, incluyendo a Julio. Julio con una piedrecita trazó triángulos en la arena. Joaquín Santaló pensó en el cañón aplicado al ojo de la cerradura.
Después de la misa, el corneta —el gitano— preguntó a mosén Alberto si al otro domingo podría pasar la bandeja.