Capítulo XXVIII

En el interior de la cárcel el espectáculo era deprimente. La capacidad del edificio era de sesenta reclusos. Los doscientos hombres habían invadido celdas y pasillos, mezclándose con los delincuentes comunes, que los recibieron con vivas muestras de satisfacción. No había camastros para todos; la mayoría se hallaban tendidos por el suelo. Hasta el momento todos estaban incomunicados con el exterior; prohibido recibir una sola línea o paquete. En el patio, en tres enormes cacerolas hervía un líquido negro dos veces al día.

Los hermanos Costa eran los amos de la situación. Conservaban su buen humor, e intentaban elevar la moral de unos y otros. A ratos lo conseguían. «¡Pobres hornos de cal, pobres canteras!» Ambos, vestidos de azul marino, esperaban con ansia el momento de poder afeitarse. En seguida habían organizado una lista de los más necesitados, de los que no podrían esperar ninguna ayuda ni comida de fuera y les dijeron: «No os preocupéis, corre de nuestra cuenta». Comentando la situación decían: «¡Qué le vamos a hacer, en Barcelona falló! Otra vez será». Confiaba en que su hermana, Laura, «por ser tan religiosa, podría salvar algo del naufragio».

Había detenidos de todas clases, de todos los oficios. Gente desconocida: el repartidor del café Debray, el herrero de un pueblo vecino… Varios tenores del orfeón local, un empleado de la Cruz Roja. Ningún anarquista. Comunista, sólo Murillo, con sus bigotes de foca y una gabardina sucia. De la calle de la Barca había cinco hombres, ninguno de los cuales era catalán. Cuando los hermanos Costa los interrogaron respondieron: «Cataluña nos dio pan, pues aquí estamos».

Sin saber por qué, con frecuencia todas las miradas se dirigían a Julio García. Todos parecían esperar que Julio sabría algo más que ellos, algo sobre la suerte que les esperaba. Julio conservaba una calma admirable, dando lentas vueltas por el patio. Hablaba poco, a veces se le hubiera tomado por mudo. Pasaba el tiempo mirándose el reloj, masticando su boquilla. Cuando alguien se dirigía a él, levantaba los hombros. «Ellos son los amos».

Olga había sido destinada al otro lado del edificio, con otras mujeres recluidas por delitos comunes: tres gitanas y una prostituta que gritaba: «¡Quiero vino, quiero vino!», y que se tocaba el vientre como aquella loca del Manicomio. De modo que David había quedado como cercenado por la mitad. Y se había convertido en el único confidente de Julio. En cambio, los hermanos Costa le parecían algo fanfarrones.

David no podía mirar su reloj, porque se lo había prestado a Olga. No fumaba, en los muros no veía nada interesante. Su única distracción era tocarse los dientes. Los dientes y mirarse las venas de las muñecas. Las contemplaba sin cesar, abultadas, dando de pronto fantásticas sacudidas. Era el camino azul de la sangre; ¡qué misterio! Sangre también partida por la mitad, puesto que no sabía nada de Olga. Cada vez que una vena le saltaba, David temía que le hubiera ocurrido algo a su mujer.

Todo el mundo disimulaba por los pasillos, por los rincones. En dos días, las barbas habían crecido increíblemente. Los cuatro ejemplares de La Hoja del Lunes fueron devorados. ¡Los mineros estaban tan lejos! Traidor el Comisario de Defensa de la Generalidad… Honor a los muertos de Barcelona. ¡El caballo blanco! Aquélla era la obsesión. El caballo blanco del comandante les daba miedo. La muerte de un jefe bien valdría doscientas miserables vidas separatistas.

El diputado Joaquín Santaló, cuñado del cajero del Banco Anís, se llevaba las manos al cuello… porque quien había disparado había sido él. Por el ojo de la cerradura fue el visor. Comprendió que la línea era recta, recta al corazón del Comandante. Sustituyó el ojo por el cañón de la pistola. Julio le dijo: «¿Qué haces?» Él ya había apretado el gatillo. Inmediatamente oyeron los aullidos de los oficiales, los cascos del caballo blanco. Entre ciento noventa y nueve, ¿no habría uno solo que llevara en el pecho la palabra DELATOR? No sabía por qué, pero David le daba miedo…

Julio le dijo al maestro:

—Me pregunto qué estará haciendo mi mujer…

David contestó:

—Y yo me pregunto que estará haciendo la mía…

La mayor parte de los detenidos no se quitaban un nombre de la cabeza: «La Voz de Alerta». ¡Qué escalofrío pensar en él…! El empleado de la Cruz Roja dijo: «Si alguno se salva, será por don Pedro Oriol». Los reos comunes —ladrones de gallinas, de bicicletas—, comentaban entre sí: «¡Siempre los hay peores!» Y jugaban a las cartas. Uno de ellos era gitano y se ofrecía para decir la buenaventura. Eran los únicos que conocían la casa, cómo hacer funcionar el retrete, dónde se hallaba un poco de agua, cuando oscurecía completamente. Uno de los guardias preguntó: «¿Quién sabe tocar silencio y diana?» Nadie. Silencio. Cada uno pensaba: «Mi pecho será diana dentro de poco».

El guardia no hizo caso. Guardia Civil con tricornio flamante. El gitano se ofreció para tocar diana. Uno de los reos comunes trajo la última noticia: «¡Je, han nombrado un cura para confesaros, el tío ése de los Museos de no sé qué!» Y del brazo de otro ladrón de gallinas recorrió los pasillos gritando: «¿Quién quiere confesarse, quién quiere confesarse? A perra gorda el amén, a perra gorda el amén».

* * *

El Tradicionalista dio la noticia. A las 12 y a las 6, en la puerta de la cárcel, tres guardianes irían recogiendo los cestos que las familias depositaran. Se admitiría comida, sin restricción, y tabaco. Nada de libros ni periódicos.

El anuncio produjo gran conmoción. Las familias, repentinamente ganadas de esperanza, prepararon los cestos, escribieron en una etiqueta el nombre del ausente.

¿Qué hacer con los desahuciados?

Quedaban varios reclusos sin protección, que no se habían inscrito en la lista, abierta por los hermanos Costa, por razones personales o por susceptibilidad. Entre ellos Murillo, David y Olga, dos de los cinco hombres de la calle de la Barca. Estos dos últimos no pertenecían a Izquierda Republicana y no aceptaron nada de los Costa. En vano se les dijo que la cárcel iguala a todo el mundo; ellos opinaban que no.

César, que quería hacer algo útil —había asistido al entierro del taxista— entró en tromba en el taller Bernat y propuso a sus compañeros de trabajo ocuparse entre todos del decorador. «Estoy seguro de que aceptará que los del taller le ayudemos».

Quedó perplejo viendo la indiferencia con que su propuesta era acogida. «Yo no me meto en líos», dijo uno. «Yo ya le advertí que hacía una tontería». Todos parecieron impenetrables moldes de yeso. El único que reaccionó fue el propio Bernat, el dueño, quien bajo su cachaza estaba resultando ser un hombre sensible.

César le dijo:

—Pediré a mi madre que haga la comida, usted paga la mitad, en mi casa la otra mitad. Yo me encargo de subirle el cesto.

Bernat se rascó la cabeza.

—¿Crees que en tu casa aceptarán?

—¿Por qué no?

En la calle de la Barca le ocurrió algo parecido. Dos detenidos del barrio habían rehusado la ayuda de los Costa… ¿Qué hacer? Era preciso buscar un arreglo entre los propios vecinos. ¡Válgame Dios! La misma historia. Los vecinos le dijeron: «A lo mejor hacen listas de los que lleven los cestos… ¿Por qué se metieron en el bollo, no siendo catalanes…?»

César pedía a unos y otros. Por fin encontró un colaborador eficaz e inesperado: la patrona, la Andaluza. «Ven acá, chaval. ¿Qué dicen esos gilipollas? Tienen miedo, ¿no es eso? Y luego se llaman gente honrada. Mira, yo me encargo de uno y el patrón del Cocodrilo aceptará el otro. De los cestos te encargas tú… ¿Ah, ya llevas uno…? Pues habrá que espabilarse… ¡Canela…! No, ésa no, ésa está hecha una señorita. ¡Maruja, ven acá! Bueno, mira, tío César, no te quiero sofocar. Maruja se metería contigo. Vete y habla con el patrón del Coco…»

César convenció sin mayores dificultades a Matías Alvear. «Murillo no tiene a nadie, y la cárcel es dura. Un poco exaltado, pero nadie le ha enseñado nunca otra cosa».

—Pero es que es mucho gasto, ¿comprendes?

—Lo ahorramos de algún lado.

Matías se rascó la nariz.

—Habla con tu madre, ale.

—¡Gracias, padre!

Algo más tarde, llegó Ignacio. El muchacho parecía pensativo, algo le bailaba en la cabeza. Después de muchas dudas llamó a su padre a su cuarto y le dijo, en tono solemne:

—Quería hablarte de una cosa… Ya sabes que en la cárcel… David y Olga no tienen a nadie. Lo de los Costa no cuenta para ellos. Y… ¡en fin, son mis amigos… Deberíamos tomarlos a nuestro cargo!

—Pero… ¿por quién me habéis tomado? Soy un funcionario de trescientas pesetas. ¡Primero el decorador, ahora los maestros…!

Ignacio se mordió los labios. ¡César siempre metiendo la pata… antes que él!

—¡De Burgos me piden ayuda, de Madrid! Y yo aquí, solo, con una bata y un lápiz. ¡Caray, estamos exagerando! —Se sentó en la cama—. Todas vuestras amistades están en la cárcel. ¡Podríais elegir un poco mejor!

Ignacio no decía nada.

—Cuesta mucho llegar a finales de mes, ¿comprendes?

—Ahora tienes el empleo asegurado.

—¡Sí, claro! Trescientas pesetas.

—No puedo decirles que paguen.

—¡Yo tampoco puedo hacer milagros!

Carmen Elgazu entró, secándose las manos en una toalla. Los brazos bien torneados. Miró alternativamente a los dos hombres. Su seriedad le hizo gracia.

—¿Qué pasa?

—Ignacio me pide también para los maestros.

Carmen Elgazu se arregló el moño… San Ignacio, desde la mesilla de noche, le miró.

—Ale, no hablemos más… ¡Qué le vamos a hacer! Por mí… Tendréis que apretaros un poco el cinturón.

Matías se levantó. Las escenas de este tipo le cansaban. Ignacio se le acercó y Matías le detuvo.

—No has pensado en una cosa.

—¿En qué?

—Me obligas a desear que los juzguen pronto… Todos se rieron.

Carmen Elgazu intervino:

—¡Pero le dices a la maestra que no espere requisitos!

¡Qué gran mentira acababa de decir Carmen Elgazu! Sobre todo, lo destinado a Olga no estaría nunca en su punto. «No quiero que luego diga que si patatín y que si patatán…»

* * *

Dos veces al día se formaba la caravana. Las calles que desembocaban en la cárcel eran una hilera de personas con un gran cesto, o dos, de cuyas asas pendía una etiqueta. Cinco canteros en fila india, mujeres, niñas que apenas podían soportar la carga, algún viejo, Maruja. Y el último, sofocado, llegando del Museo o del taller, César.

El rasgo de la Andaluza emocionó a los dos detenidos de la calle de la Barca. Uno de ellos dijo: «Claro que cobrado se lo tiene…» El rasga de los Alvear emocionó aún mucho más a otros seres: a David y Olga. Los dos cestos diarios les llegaron al alma, al alma por separado, lo cual era una lástima. El maestro vio en todo ello la mano de Ignacio, y así se lo comunicó a Julio, a quien doña Amparo Campo mandaba pollo a grandes dosis, «para que todo el mundo viera quienes eran los García». El policía contestó a David: «Claro, Ignacio lo habrá propuesto; pero de habérsele olvidado, lo habría propuesto el propio Matías».

César estaba sobre ascuas. ¡Si pudiera entrar en la cárcel, hablar con Murillo, con los de la Barca, con todos! ¡Corrían tantos rumores! Todo el mundo esperaba lo peor, en El Tradicionalista había aparecido un editorial que decía: «Es mejor dar un escarmiento que dejar crecer la bola de nieve», ello comentando varias fotografías del entierro del Comandante Jefe de Estado Mayor.

Sólo una persona opinaba que no llegaría la sangre al río: el subdirector. Su teoría era precisa: «Había muchos masones detenidos; pronto su influencia se dejaría sentir… En Gerona empezaba a hablarse de que Julio, al fin y al cabo, era un simple funcionario de Comisaría…»

Otra persona que tenía un punto de vista análogo era Canela. Canela le dijo a Ignacio: «¿Fusilar a Julio…? ¡Ni hablar! No le admires tanto porque se dejó detener. Lo ha hecho calculadamente, él sabrá por qué… Bien claro estaba que no podrían nada contra el Ejército».

—¿Por qué lo dices?

La muchacha sonrió.

—A mí me lo cuenta todo.

Ignacio hizo un gesto de desagrado. Y, sin embargo, el subdirector opinaba lo mismo que Canela. De ningún modo admitir que Julio había caído en la trampa con la buena fe de los Costa, de los maestros, de los tenores del orfeón local. ¡Cómo pensar que Julio ignoraba que, dadas las circunstancias, la partida estaba perdida antes de empezar! El pueblo contaba con armas. ¿Y qué? El ministro de la Guerra imposible que se dejara sorprender. Con los muchos Martínez de Soria enseñando esgrima por los Casinos. En Barcelona el mismo Companys hizo la revolución llevado por las circunstancias y por la presión de unos y otros, pero sin ninguna confianza. Ahora ya era del dominio público que al entrar en el Salón de San Jorge después de proclamar la República Catalana desde el balcón, él y los demás tenían cara de asistir a su propio entierro. Luego, al capitular, intentó dar nobleza a todo aquello y pidió para sí toda la responsabilidad. Pero, en fin, aquello eran palabras. El subdirector añadió: «En realidad, los dirigentes de la revolución no han hecho más que un ensayo general, y se reservan el as de triunfo para más tarde».

En la cárcel, la noticia de que mosén Alberto visitaría a los detenidos causó gran revuelo. El obispo le había elegido porque le creía hábil y porque tenía fama de catalanista. Y sobre todo, por necesidad. El cura adscrito oficialmente a la cárcel era un pobre hombre, ya anciano, que se fatigaba con sólo subir la cuesta que conducía al edificio. Ahora la incorporación de doscientos reclusos y los que continuamente iban llegando de los pueblos exigía una persona con recursos: esta persona era mosén Alberto.

Cuando el hombre se enteró del nombramiento, quería ir a Palacio. ¡Aquello no le gustaba nada! Más tranquilas las inscripciones latinas, en el Museo… La palabra obediencia le detuvo en el umbral; pero comprendió en el acto que la papeleta sería dura. Cuando el Tribunal empezara a actuar… Si las sentencias fueran de muerte…

Muchos de los reclusos le conocían. Le consideraban un vanidoso. Y sobre todo, patético. «Que nos deje en paz». Para sotanas estaban. A perra gorda, y los reos comunes no consiguieron vender un solo amén.

Sin embargo, tenía tanta influencia… De seguro sería el portavoz en el Tribunal. Mosén Alberto entró en la cárcel con la mejor de las voluntades, intentó sonreír para ganar confianza. Y, sin embargo, todas las venas de las muñecas dieron una sacudida. Mosén Alberto inundó las celdas de tabaco y dijo: «No forzaré a nadie. Cualquier cosa, ya sabéis».

El sacerdote sentía que su vida interior se había modificado. Asistía a una gran prueba personal. Aquello era mucho más directo y complejo que ordenar ilustraciones para enseñar Historia Sagrada. Aquélla era Historia humana, y de su tacto quizá dependieran muchas almas y algunas vidas… Ahora, al levantarse y mientras se afeitaba, tenía presentes los rostros de los detenidos. Muchos de éstos no querían afeitarse hasta que salieran… Ello y el rencor o la ironía con que intentaban superar la situación, les daba un aspecto desagradable. Los había que silbaban todo el día, estaban de buen humor. La aventura les había despertado aptitudes latentes, y además renunciaban a declararse vencidos. Mosén Alberto admiraba esta disposición de ánimo. Sin embargo, de repente los ganaba el abatimiento. El sacerdote tenía la impresión de que los conocía uno por uno, de que para él no constituían una masa anónima. David, Murillo, el arquitecto Ribas, Joaquín Santaló, el arquitecto Massana… Había conseguido que les permitieran escribir cartas y recibirlas, previa censura. Y pensaba conseguir otras cosas aún.

Al notario Noguer le decía: «Algunos dan verdadero miedo». Don Jorge se interesaba por la suerte de tres colonos suyos, «que habían caído en la redada». «Don Jorge, siento decírselo, pero sus tres pupilos son de lo más reacio que hay». El hijo del terrateniente adoptaba una actitud inquietante, disculpando a los colonos. Varias veces, a escondidas de su padre, le dio a mosén Alberto tabaco para ellos. Pero el sacerdote no quiso aceptarlo sin el consentimiento de don Jorge.

Cuando subía a casa de los Alvear, mosén Alberto se desahogaba un poco. «Dura papeleta, a fe… ¡Doña Carmen, tendría usted que ver aquello…!»

Don Emilio Santos, director de la Tabacalera, decía: «Se lo merecen. Es gente que hunde a España».

Ramón, el camarero del Neutral, sin Julio y sin dos o tres de los más asiduos clientes, se sentía desamparado. «La cárcel»… murmuraba, mirando afuera, a la Rambla.