Capítulo XXVII

El día 29 de septiembre se verificó la concentración de campesinos. Seis mil hombres, capitaneados por el diputado Joaquín Santaló, los Costa y los directores de Estat Català y la UGT, invadieron las calles de la ciudad gritando: «¡Viva Cataluña Libre!» Llovió mucho, la tierra se convirtió en barro, los manifestantes se hundieron en ella afirmando su voluntad de que las raíces de la revolución fueran profundas. «La Voz de Alerta» reseñó el acto titulando la primera página de El Tradicionalista: «Campesinos convertidos en lobos de mar. Concentración agraria pasada por aguas». El Comisario arengó a los campesinos: «Regresad a vuestros hogares. Espero que, llegado el momento, cada uno sabrá cumplir con su deber».

El día 3 de octubre, una Comisión formada por representantes de todos los izquierdistas decretó la huelga general. Gerona entera quedó paralizada. El día 5 fue asaltado el centro de la CEDA y una hoguera redujo a cenizas sus muebles, los retratos de la Presidencia, la jovialidad de don Santiago Estrada y algunas carpetas del subdirector.

En las primeras horas de la mañana del día 6 llegó la esperada consigna de Barcelona. El golpe contra el Gobierno de Madrid era inminente. Los gerundenses sabían lo que tenían que hacer. Cada uno en su puesto.

Matías fue quien recibió el despacho para el Comisario que confirmaba el aviso telefónico; y lo cursó, consciente de lo que aquello significaba.

El Comisario de la Generalidad, al recibirlo, extendió en el acto la orden de destitución del Ayuntamiento y de ocupación del edificio. Y simultáneamente la emisora anunció a los ciudadanos que el momento había llegado, y que debían abandonar sus casas y concentrarse todos en la Plaza Municipal y calles adyacentes.

Familias cogidas de la mano se dirigieron hacia el lugar señalado, y en el camino iban enlazando unas con otras formando la gran cadena.

El momento era histórico. Solemnes coches iban y venían con misterio, ocultando tras los visillos las cabezas rectoras del movimiento.

La masa movilizada era impresionante. Distaba mucho de ser la ciudad entera, pero era suficiente para imponer la opinión y para enardecer a los tímidos. Las filas se iban apretando y todo el mundo, formado ante el edificio del Ayuntamiento, esperaba las órdenes definitivas. Por fin una gigantesca bandera catalana apareció en el balcón. Sus vivos colores flamearon ocupando la fachada. Y un hombre vestido de negro, el nuevo alcalde —el Jefe de Estat Català, arquitecto Ribas—, con voz emocionada y rotunda, levantando los brazos, proclamó en Gerona el Estado Catalán dentro de la República Federal Española.

¡Cataluña independiente! El grito recorrió la plaza y las calles abarrotadas. Los altavoces proclamaban la noticia de que Cataluña entera había respondido al llamamiento. ¡Cataluña independiente! Un pueblo alcanzaba su meta; las gargantas no podían expresar lo que las almas sentían.

Banderas con las cuatro barras de sangre florecían en las manos, en las ventanas. Y el himno antiguo y venerado tronaba por doquier, una y otra vez.

¿Dónde estaban los representantes del Gobierno de Madrid? Se decía que el alcalde había huido, que el comandante Martínez de Soria había desaparecido del Cuartel. «La Voz de Alarma» se encontraba en el pueblo de su criada Dolores. Estado Catalán dentro de la República Federal Española.

Ignacio, desde el balcón, asistía al ir y venir de la multitud, asombrado de que todo ocurriera de tan sencilla manera… Por dos veces vio pasar a David y Olga, descompuestos de emoción, llevando cada uno una bandera. Le habían hecho un gesto como diciendo: «Ya lo ves…» Y habían doblado la bocacalle que conducía a Comisaría, donde se decía que estaban reunidas las nuevas autoridades.

Las radios continuaban informando. En la provincia de Barcelona centenares de rabassaires se dirigían a la capital por carretera y caminos para ayudar a las fuerzas de la Generalidad. Al parecer, el Gobierno de Madrid no sabía qué hacer. ¡Por lo visto no habían creído que la cosa fuera tan seria! En Asturias los mineros, perfectamente equipados, habían formado un verdadero ejército, que en aquellos momentos se dirigía también hacia Oviedo.

Matías, en Telégrafos, no cesaba de pasarse el lápiz de una a otra oreja y de comunicar con su hermano de Burgos. El patrón del Cocodrilo mandó un recado a César: «Si pasa algo, ven aquí…» El seminarista se colgó los auriculares de la galena. En cuanto a Ignacio, el espectáculo de Gerona, sin una sola voz que gritara «¡Españoles!», le sacaba de quicio. ¿Dónde estaba don Santiago Estrada, su optimismo y el desfile de sus juventudes? Las rejas del café de los militares parecían haberse encogido.

Las horas transcurrían vertiginosamente. Pasaban camiones y de los pueblos llegaban mensajeros que transmitían de un lado para otro la buena nueva. Camallera, nuestro; San Feliu nuestro, Figueras nuestro, Puigcerdá nuestro… Los hermanos Costa, escoltados por sus canteros recorrían la ciudad. En cambio, el Responsable y sus monaguillos no se veían por ninguna parte. En el Hospicio, un hombre vendado apareció en el tejado y, acercándose al campanario, clavó en él una bandera. En el Manicomio, los locos se paseaban, agitados sin saber por qué. El camarero Ramón, en el Neutral, se estrechaba sin cesar el lazo del cuello, consciente del momento que vivía.

A última hora de la tarde, cuando ya las sombras descendían sobre la ciudad, Matías llegó de Telégrafos y prohibió a Ignacio, César y Pilar que salieran de casa. Se decía que iban a cortar la corriente eléctrica y aquello resultaría peligroso. Carmen Elgazu propuso cerrar todas las ventanas y rezar las tres partes del Rosario.

Matías acertó. A las siete y media de la tarde en punto, y en el momento en que un camión en el que habían instalado un altavoz y una ametralladora cruzaba el Puente de Piedra conminando a la gente a que se concentrara ante Comisaría, la ciudad quedó a oscuras. Los faroles de la Rambla se apagaron. A lo largo del río, todas las luces se hundieron en la nada. La gran iluminación del Ayuntamiento se eclipsó. Fue algo insólito y espectacular. Los manifestantes tropezaban unos con otros, contra las sillas de los bares; sus movimientos eran torpes. Hasta mucho después los ojos no empezaron a acostumbrarse a aquella oscuridad. Entonces la gente pareció recobrarse. Se decía que aquello era un sabotaje y era preciso no dejarse amedrentar.

Pero en aquel momento, por el lado de los cuarteles de Infantería, situados detrás del Seminario, se oyó un redoble de tambores. Era un redoble rítmico que se iba acercando, que descendía hacia la parte baja de la ciudad. Gerona entera calló para oírlo.

Alguien corrió Rambla abajo, abriéndose paso, como llevando un mensaje.

¿Qué pasaba? También de los cuarteles de Artillería iban saliendo soldados, en perfecta formación. Los oficiales en cabeza, marcialmente, a lo largo del río, hacia la Plaza Municipal. Al frente de todos, montado sobre un caballo blanco, el Comandante Jefe de Estado Mayor. Detrás, el comandante Martínez de Soria. Eran dos columnas que iban a confluir en el Puente de Piedra.

Nadie sabía si aquellos piquetes de tropa eran amigos o enemigos. A ambos lados del Jefe de Estado Mayor, soldados con antorchas.

De súbito se oyó un toque de corneta. ¡Estado de guerra! Sin bajar de su caballo, mientras oficiales y números presentaban armas, el comandante leyó el Bando declarando el estado de guerra en la ciudad. ¡Enemigos! El ejército se había declarado enemigo. Como un río se proclamó el rumor. La multitud se dispersó con inaudita rapidez, entre las sombras. El ejército tenía orden de disparar al menor conato de resistencia.

Matías ordenó a Ignacio: «¡Entra y cierra el balcón!» Pero el muchacho se resistía. Porque el redoble de los tambores se oía cada vez más claramente. Bajaba por la Rambla. Cuando los tambores callaban, se oían perfectamente los cascos del caballo blanco del comandante. Los alrededores de Comisaría quedaron también desiertos. Al oír el toque de corneta, los dirigentes del movimiento se habían hecho cargo de la situación y unos doscientos hombres —entre ellos Julio García, los hermanos Costa y David y Olga— se habían encerrado en el edificio gubernativo.

Los piquetes de tropa se dirigieron allá y el comandante, deteniéndose ante la puerta, leyó el Bando conminatorio. En el acto un disparo salió del interior y el Jefe cayó de su caballo con el corazón atravesado. Los oficiales lanzaron un alarido de indignación. El caballo relinchó y huyó, solo, desbocado, calle abajo. Inmediatamente fue cercado el edificio. Las tropas ocuparon los sitios dominantes. Llegaron refuerzos. Del interior de Comisaría apenas si salía de vez en cuando algún tiro. Toda la noche fue transcurriendo de esta forma, con lentitud. Nadie pegó ojo. Ignacio, de vez en cuando, salía al balcón, pero volvía a entrar al oír una patrulla de soldados.

A las cinco y media de la madrugada la corriente eléctrica volvió. Todas las radios que no habían sido desconectadas lanzaron intempestivamente sus potentes voces. Las familias se congregaron alrededor, ávidas de noticias. No se oían más que bailables que crispaban los nervios. Por fin, a las seis y cinco minutos en punto, los micrófonos de Barcelona daban cuenta de que la Generalidad se rendía a las tropas del general Batet, encargado de sofocar el movimiento en la capital. Aquello significaba la derrota, que llegaba precisamente con la luz del alba. Pocos minutos después, en el edificio de la Comisaría de Gerona apareció la bandera blanca. Al saber lo de Barcelona, consideraron inútil toda resistencia. Las tropas entraron en tromba. Un oficial quiso vengar al comandante muerto y disparó contra el primer amotinado que apareció en la escalera, y que resultó ser uno de los taxistas del bar Cataluña.

El Comisario se rindió al frente de sus doscientos hombres. La única mujer era Olga. Todos quedaron detenidos.

* * *

Extraña revolución —opinó Matías—, sórdida revolución, tanto más cuanto que hasta el momento en que se oyeron los tambores se hubiera dicho que a las autoridades se ¡las había tragado la tierra! ¿Por qué nadie impidió el asalto al Ayuntamiento, la ocupación de la ciudad por la multitud? Todo el mundo daba la batalla por ganada. Sólo Cosme Vila le decía a su compañera: «Algo preparan los militares… Sobre todo en Barcelona. La apuesta es demasiado fuerte para que no intenten resistir…»

Horas más tarde todo el mundo le dio la razón. El comandante Jefe de Estado Mayor, ahora muerto, sabía que, en efecto, todo dependía del desarrollo de los acontecimientos en Barcelona. De modo que pasó toda la jornada esperando órdenes, jugando al ajedrez con el comandante Martínez de Soria. La tropa estaba acuartelada…

Por último, cuando la ciudad quedó a oscuras, alguien llegó a los Cuarteles. Y al instante la partida de ajedrez entre los dos jefes se interrumpió y comenzó el redoble de tambores. «¡A las armas!» «La Voz de Alerta» sonrió por fin; don Pedro Oriol deseó que todo se desarrollara pacíficamente; las dos sirvientas de mosén Alberto se arrodillaron ante la cama del Beato Padre Claret, con los brazos en cruz.

El resultado, ahí estaba: Doscientos detenidos, desencajados, oliendo a cuerpo humano. Abarrotaban las celdas de la cárcel, húmeda y oscura, detrás del Seminario. Tenían hambre y reclamaban tabaco. Era domingo, y el sol y el otoño doraban los muros de la cárcel y de toda la ciudad. Bayonetas caladas escoltaban la Catedral, ocupaban las calles céntricas y los edificios públicos, empezando por Telégrafos. Los cafés recibieron orden de abrir sus puertas, pero permanecieron vacíos. Las gentes entraban en las iglesias y salían de ellas silenciosamente.

Varios altavoces cumplían su misión. Cada noticia tenía color de sangre. En Barcelona, la batalla entre el Ejército y las fuerzas populares adictas a la Generalidad había sido encarnizada y las calles estaban sembradas de cadáveres. Los soldados se habían visto obligados a disparar contra sus hermanos civiles. En Gerona había un silencio como si la batalla se hubiera dado allí, bajo los arcos.

Entre las familias de los detenidos la situación era de terror. Los militares, dueños de la situación: todo el mundo sabía lo que aquello significaba… Corrían rumores de que el Gobierno de Madrid les dejaría las manos libres, de que serían implacables, especialmente en un lugar como Gerona donde se había matado un jefe a sangre fría. Se hablaba de penas de muerte en masa. Sin posibilidad de escape o defensa, pues todos cuantos se habían encerrado en el edificio de Comisaría lo hicieron por propia voluntad.

Carmen Elgazu tenía una obsesión: saber lo ocurrido en Bilbao. Matías intentó informarse desde Telégrafos, pero sin resultado. Con el resto de España era imposible comunicar. Sólo de Burgos contestaron: «Alvear no está de servicio». Y aquello inquietó a Matías.

Ignacio se alegraba del fracaso separatista. La visión de la multitud, de David y de Olga, de todos gritando «¡Viva Cataluña libre!» desorbitados los ojos, le revolvía el estómago. Sin embargo, se hallaba sumido en una gran perplejidad. Algo había en la vida delgado como un hilo. ¡La cárcel, los militares, condenas a muerte! David y Olga se le aparecían como sus amigos más íntimos. ¡David, anguloso, enseñando a sus alumnos, cara al mar! Olga esperándole afuera —jersey de cuello alto— cuando terminó el Bachillerato, besándole en la mejilla. Y Julio García… Mentira que supiera nadar y guardar la ropa. Permaneció en Comisaría, dando la cara. Ahora estaba detenido como los demás, peor que los demás.

César sentía una pena profunda. Condenas a muerte… Entre los detenidos se hallaban Murillo, del taller Bernat, varios cabezas de familia de la calle de la Barca…

El muchacho había asistido al oleaje de la multitud con una especie de estupor. Aquel contagio popular le dio pena porque entendió que era sincero. Aquellas gentes amaban a Cataluña y querían organizar a su modo su destino; ello les llevaba a odiar, sin darse cuenta, a España. ¿Cómo condenar un odio que el amor inspira? Claro, España habría recibido la herida. En realidad, lo delgado como un hilo era simplemente el corazón humano, cuando se lanzaba a la calle sin un fin sobrenatural. ¿Quién ganaría el pan, ahora, para aquellas familias de la calle de la Barca? ¿Quién pintaría las llagas de Cristo en el taller Bernat? A grandes zancadas se dirigió a la Catedral y entró en ella entre bayonetas.

Pilar también había sido testigo de los acontecimientos, con estupor. Aquello no le gustaba. ¿Por qué la gente siempre quería más, más…? Fue a misa del brazo de su madre, pero nada tenía color de domingo en la ciudad. Y sin embargo, a la salida, bajo el sol, recordó los tambores, las antorchas y se dijo que en el fondo los oficiales que ocupaban las calles eran unos valientes… Allí estaban impecables, serenos, afeitados… «¡Derecha, mar!» Con una estrella, o dos, o tres.

Fue una mañana violenta, la tarde se extendió interminable. «Tenemos hambre, queremos tabaco». A última hora apareció una edición especial de El Tradicionalista. La mordacidad de «La Voz de Alerta» chorreaba en cada línea, contenida aquí y allá por don Pedro Oriol. Varios ejemplares fueron llevados a la cárcel.

El periódico traía algunos detalles. Ya Generalidad se había rendido oficialmente a las seis y cinco minutos de la mañana. En toda Cataluña la cosa no había durado ni siquiera veinticuatro horas. En opinión de Matías, que no se apartaba de la radio galena, el infantilismo de los amotinados había sido, en Barcelona, algo indescriptible. Todo fue llevado con los pies y destinado al fracaso antes de empezar. Ocupación de edificios sin asegurarse la adhesión de las piezas maestras del orden público. Pero, sobre todo, sin ponerse previamente de acuerdo ni siquiera sobre los móviles de la Revolución. Porque, la independencia de Cataluña fue el móvil de la Generalidad, en tanto que las organizaciones obreras, realmente perseguían algo más: la revolución proletaria y social. Las discrepancias entorpecieron los movimientos desde el primer instante. Y la CNT, como siempre, a última hora viró en redondo —en Gerona el Responsable había desaparecido— y se había opuesto a la huelga general. Y la actuación del mismísimo Comisario de Defensa de Barcelona había sido confusa, como si estuviera de acuerdo con el propio general Batet. ¿Qué diablos ocurría con los demócratas que no se ponían de acuerdo ni siquiera cuando se jugaban la cara?

En cambio, en Asturias la cosa revestía otros caracteres, cuya gravedad no se podía negar. Veinte mil mineros se habían adueñado de la región, conducidos más inteligentemente, al parecer, que los separatistas catalanes. Si bien su suerte estaba echada: el Gobierno había mandado varias columnas desde Madrid, suficientemente equipadas para «acabar con ellos» pronto. El resto de España tranquilo, excepto leves incidentes en Madrid.

«¡Veinte mil hombres y acabar con ellos!» César no pudo dormir pensando en lo que aquello significaba.

Extraño atardecer de domingo de otoño, con una fantástica puesta de sol presidida por los Pirineos. En los cuarteles, la capilla ardiente ante el cadáver del Comandante de Estado Mayor.

«¡Que nadie salga de casa!» Matías sentía una tristeza tan grande como la que sentía César. Y temía por sus hermanos de Burgos y Madrid. Su empleo quedaba asegurado, pero ¡a qué precio! El director de la Tabacalera pasó la velada con ellos. Primero lamentó lo de Cataluña porque entendía que el pueblo catalán tenía grandes virtudes. «Lástima que no se sientan nuestros hermanos». Luego, algo oiría por la radio galena, pues la soltó y, cosa inesperada en él, lanzó una terrible diatriba contra las Casas del Pueblo y, sobre todo, contra los sistemas revolucionarios que empleaban los mineros de Asturias. «Son auténticos salvajes», sentenció. Ignacio intervino con decisión: «¡Qué fácil es condenar! Cuando un minero sale del fondo de la tierra gritando, es que tiene razón; la tierra no engaña».

Carmen Elgazu miró a su hijo con la intensidad que le era característica cuando alguien de los suyos desenfocaba alguna verdad que ella juzgaba fundamental.

—No seas descarado, hijo. Don Emilio tiene mucha razón hablando de los mineros como habla. En Bilbao los llaman «dinamiteros», por algo será. ¿Qué sabes lo que han hecho? Yo lo que puedo decirte es que los sé capaces de todo. ¡Sobre todo de matar curas! Esto que no falte. ¡Que te crees tú que la tierra no engaña! La tierra engaña muchas veces, lo que no engaña es la Ley de Dios. Escucha la radio. ¡Cuántas desgracias! A las madres ya nadie les devuelve los hijos. Lo que les haría falta a los mineros sería que mucha gente rezara por ellos y no esos gobiernos que les prometen lo que no les pueden dar. ¡No es fácil condenar, ya lo sabemos! Pero si todo el mundo escuchara a la Iglesia, no habría revoluciones. Ahora, ya lo ves. Las cárceles llenas, muchas lágrimas, terreno abonado para el pecado. A veces me da miedo oírte, Ignacio. Algo hay en tu voz que no marcha como es debido.

* * *

Las órdenes que habían para la jornada del lunes eran tajantes: todo el mundo al trabajo, comercios abiertos, todo normal. Ignacio salió de su casa y se dirigió al Banco algo inquieto, pensando en el estado de ánimo en que hallaría a los empleados. Desde que llegó de vacaciones no habían hecho más que hablar de que pronto todo cambiaría, de que por fin los catalanes serían catalanes, de que tirarían el lastre al Oñar, etc… En lo sucesivo, él, por culpa de su acento madrileño y porque de sobra conocían sus ideas, sería el blanco del odio y del resentimiento. Ignoraba si alguno de ellos se encontraba en la cárcel. Tal vez Cosme Vila… También pensó: «¡Menuda papeleta se le presenta al subdirector!»

Las calles estaban silenciosas. Todo el mundo esperaba noticias del resto de España. Nada más empujar la puerta del Banco comprendió que su suposición era fundada. El silencio era impresionante. Se oía el rasgueo de las plumillas, la escoba del botones barriendo, el choque de los duros que el pagador iba amontonando, colilla en los labios.

Ignacio tomó asiento sin decir nada, y echó una ojeada. Allá estaban todos. No faltaba uno solo, ni siquiera Cosme Vila… Ninguno de ellos se había jugado el pellejo. Todos formaban parte de esa masa amorfa que sólo es capaz de matar a los muertos. Todos se habrían encerrado en su casa cuando la ciudad quedó a oscuras y se oyeron los tambores.

El subdirector estaba serio; disimulaba su satisfacción. En el fondo, debía de considerar que había sido demasiado fácil. Sin embargo, el local de la CEDA estaba destruido, sus carpetas fueron a parar al río. Pero tiempo habría de recuperarlo todo: en los partidos catalanistas no faltaban muebles.

Sin hablarse, todo el mundo estaba pendiente de una cosa: de la llegada del periódico de Barcelona. El botones salió con el encargo de comprar una Hoja del Lunes para cada uno; pero a los diez minutos regresó con un solo ejemplar. Al parecer, en la Rambla la llegada del periódico había originado un verdadero motín. Cientos de manos lo reclamaron. Los vendedores sólo satisfacían a aquellos que no regateaban el precio: el botones dio el dinero de todos para obtener un ejemplar.

Veinte cabezas rodearon el periódico. Las noticias eran precisas: las cárceles de Cataluña llenas, docenas de muertos. Los mineros de Asturias continuaban dueños de la región, unos héroes… Si en las demás regiones les hubieran secundado, en aquellos momentos el socialismo estaría implantado en toda España.

El subdirector llamó a Ignacio. Se había pasado la noche oyendo emisoras de onda corta. Le dijo que no se hiciera demasiadas ilusiones sobre el heroísmo de los mineros, que lo que hacían era cometer atrocidades sin cuento. Habían asaltado la fábrica de armas de Trubia y con el material requisado en ella arrasaban cuanto hallaban a su paso. En Oviedo, el edificio de la Universidad ardía por los cuatro costados, con su biblioteca de 300.000 volúmenes, y sacerdotes y monárquicos y mujeres aparecían por las cunetas con los miembros destrozados.

Ignacio se resistía a creer. ¿Quién podía saber lo que ocurría en Asturias? Las radios dirían lo que les viniera en gana. Los mineros eran gente que había oído la voz de la tierra. Naturalmente, defenderían su bandera contra todo aquel que se opusiera a su avance. Pero… en él fondo esto era la ley, y también en Barcelona los militares habían disparado sin piedad.

—Si crees que esto es la ley, entonces no hay más que hablar, chico.

La Torre de Babel iba diciendo:

—Otra vez los militares…

¡Asaltada la fábrica de armas de Trubia! Ignacio pensó en su tío, encargado en ella desde principios de año.

¡Extraña actitud la del director! No mostraba ninguna curiosidad. Continuaba papeleando como si tal cosa. Nadie sabía lo que pensaba. El cajero temía que a su hijo adoptivo le quitaran la beca de Bellas Artes, pues su cuñado Joaquín Santaló estaba detenido. Ignacio se equivocó en lo del odio. Nadie le miró de forma especial. La nota dominante era el descorazonamiento. La derrota los había abrumado a todos; hubiérase dicho que un auténtico cataclismo había destruido la vida de los quince empleados.

A la una en punto salieron; todo el mundo se dispersó. El anterior Ayuntamiento había sido repuesto con todos los honores. Soldados en cada esquina. Pilar podía continuar admirando apuestos oficiales.

César había ido al Museo; ninguna visita. Las sirvientas de mosén Alberto le habían preguntado: «¿Cree usted, César, que los fusilarán?» Carmen Elgazu contó que en la pescadería no pudo comprar nada; nadie había salido al mar.

Matías había trabajado infatigablemente en Telégrafos. Familias que se interesaban por el mutuo paradero, telegramas de pésame, órdenes recibidas de Madrid a Capitanía General de la Región. ¡Por fin había podido comunicar con Bilbao! En Bilbao todos bien: la abuela escribiría una larga carta; en San Sebastián, sin novedad. Sólo faltaban noticias de Trubia.

—¿Y de Burgos? —preguntó Ignacio.

Matías bajó la cabeza.

—Tu tío está en la cárcel.

Ignacio, por primera vez, pensó en serio en la posibilidad de perder para siempre a David y Olga. Quedó con la cuchara en alto, sin poder comer. Se dijo que, si los condenaban a muerte, de seguro harían lo que sus padres: se suicidarían antes que se ejecutara la sentencia. La idea de los maestros desangrándose, abrazados, en una celda húmeda y oscura tras el Seminario, consiguió quebrar la suerte de frialdad con que asistía a todo aquello.

Inesperadamente llamó a la puerta, sofocadísima, doña Amparo. Los brazaletes le tintineaban en forma alocada. Se había presentado en el Gobierno Militar a protestar contra la detención de Julio y un alférez chulo la había echado escalera abajo. «¿Qué ha hecho Julio? Comisaría era su sitio. ¡Qué prueben a tocarle un pelo y va a salirles caro!»